sábado, 29 de noviembre de 2014

“Chávez bailarín de ballet” ¿Quién aplaude? Por Gustavo Tovar Arroyo

“Suena Caracas” en Uribana

No hay nada que podamos agregar sobre la lepra chavista y su peste de cinismo y desprecio por lo humano, quizá lo único que falta añadir a este escándalo de podredumbre y cursilería es que lo peor está por venir, no ha llegado.

Mientras varias decenas de aterrados venezolanos murieron en condiciones sórdidas, por misteriosas e infrahumanas, en la cárcel de Uribana, el madurismo canta, baila y se desternilla de la risa en un multimillonario festín musical en la ciudad de Caracas.

La desfachatez no tiene límites, incluso entre los que oficiaran -por dinero- su canto meretriz esa noche de festival. Ellos chillarán frente al micrófono, como las putas, un placer fingido.

Todo será júbilo, todo será bochinche, todo será algarabía y perfidia. Claro, el progenitor del asco: Jorge Rodríguez, la hiena de dos patas, enarbolará su sonrisita siniestra para sellar de mierda la noche. Lo conocemos de sobra.

Y la gente acochinada y febril se salpicará la pestilencia entre sí, celebrará, se embriagará, se drogará como buen burgués capitalista, y rugirá a todo dar:

¡Viva el madurismo!

La historia universal de la infamia

En el verano pasado, recomendado por una amiga historiadora cubana amante irreductible de Borges, volví a leer un libro casi desapercibido de mi juventud: La historia universal de la infamia.

Confieso que en su momento, a diferencia del Aleph, Ficciones o de Historia de la eternidad, la otra historia, la de la infamia, no me cautivó como lo logró hacer en esta nueva lectura veraniega.

Me pareció tan actual, tan descabelladamente descriptiva del chavismo -y de su reductio ad absurdum el madurismo- que en momentos me paralizaba del sobresalto o de pánico. Léanlo y me entenderán.

Toda la fauna de infames chavistas aparecen retratados ahí. Títulos tales como: “El espantoso redentor”, “El impostor inverosímil” (éste cuento en particular relata la historia de Maduro, Cabello y del muertito del que han sacado provecho), “El proveedor de iniquidades” o “El asesino desinteresado” me iban dilucidando la imprevista fatalidad venezolana.

Borges, en su genialidad inaprensible, nos anticipó y figuró nuestro terror venezolano actual. No lo supimos leer ni entender en su momento, nos sumergimos en sus Ficciones, nos perdimos en las “ruinas circulares” de nuestro eterno dilema del “del traidor y del héroe” y cada uno de nosotros, extraviado, “inmortal”, semidios ensimismado en su propia caverna personal de ficción y poder, se olvidó de lo más importante que tiene una sociedad: “el otro”.

Fue nuestro error y ahora tanta mortandad, tanta perfidia y perversión nos deshonran como país con “la otra muerte” venezolana, la de nuestro espíritu.

Con Chávez y su amado Nicolás, nos redujimos como nación a una infamia histórica y universal.

No es borgeano es la realidad

Como escritor no tengo la vertiginosa e inquietante imaginación de Borges, mucho menos la sutileza genial de su pluma. Reconozco -sin quebranto- mi puerilidad y torpeza: soy un mero tajador de la palabra; un hacha -claro está, afilada- es mi herramienta crítica.

Tengo, eso sí, algo que el fabuloso argentino no tenía: una macabra y muy cruda realidad que narrar (porque Perón y su Evita no eran nada en comparación con este festín -cantado y bailado- de mierda que nos acorrala como país. ¿O Borges se habría imaginado alguna vez que la sucesora del trono iba a ser alguien más patético que el encopetado pelucón de Nicolás con sus millones y “millonas” de pendejadas?.

Hechos desorbitados e impensables como el de Uribana me dan la razón, porque si aceptamos como cierta la estrambótica -por cínica- comparecencia de William Ojeda, el que unos reclusos se hayan amotinado para doparse y suicidarse en colectivo de la manera más dantesca y bárbara que uno pueda concebir, sólo podemos llegar a la infame conclusión de que en Venezuela la feroz descomposición social y el cinismo dictatorial nos pudren mortalmente y sin consuelo.

Lo apocalíptico de Uribana no sólo fue la asfixiada muerte de los reclusos, el pandemonio que se vivió o el misterio envenado que cercó lo verdad de lo ocurrido, lo apocalíptico fue el cinismo sonriente del madurismo para acusar de “suicidas” a unos reclusos que prefirieron hacer estallar sus cuerpos y sus cabezas a seguir viviendo el inimaginable infierno que es una cárcel chavista.

¿Logran percatarse sin sutilezas borgeanas de nuestro horror?

Ultimo acto: Chávez bailarín de ballet

Cuando uno piensa que lo ha visto y sufrido todo en Venezuela, la historia universal de la infamia nos abofetea una nueva y más desalmada realidad.

No lo digo por la defenestración innoble del cada día más viejito siniestro José Antonio Abreu, que ya es mucho decir. Lo digo por la espectacular presentación de Chávez como bailarín de ballet.

¡Carajo, el Ché hubiese vomitado ante este espanto revolucionario! Ni a Borges se le hubiera ocurrido tamaña cursilería. Pero es la Venezuela madurista, cualquier cosa puede suceder, y créanme lo peor está por venir.

No puedo imaginarme -entiendan no soy Borges, soy tan sólo un estólido opinador con hacha (afilada) en la mano- el último acto de la obra: “De arañero a libertador”.

Un Chávez enfermo y alicaído, lloroso, ruega al Dios de los capitalistas por la salvación de su cuerpo. No logra ser escuchado por el firmamento y entre ballotes (sacudidas efímeras de ballet), echappes (saltos graciosos en puntillas)battus (batidos dulces y dramáticos de piernas), brissés (pequeños movimientos de pies en el aire) y cabrioles (sutiles cabriolas voladoras), Chávez, el Comandante Infinito y Supremo, se desvanece en un apasionado pas de deux sobre los brazos de su amado pelucón Nicolás, ataviado con una ajustadísima lycra blanca que combina de manera firme y plena, irrevocable y absoluta, con la misma luna llena mencionada en la última alocución sucesoral.

Dudamel -¿quién más?- despelucado y electrizante dirige la sinfónica triste del adagio final, que, ante la risa desbocada del público, decide provocar un largo y conmovedor intermezzo en el que fuerza un silencio que permite percibir la quejumbrosa y fallida voz de un Chávez agónico que ruega a su amado pelucón (finamente peinado con secador de pelo): “el show debe continuar…”

Y Chávez muere (como el país), tendido, en los brazos de un sonriente Nicolás, quien, eufórico, repite ballotes,echappes y cabrioles alocados como acto final.

¿Quién aplaude?

Por: GUSTAVO TOVAR ARROYO


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