sábado, 25 de abril de 2015

"Bumerán Chávez" Los fraudes que llevaron al colapso de Venezuela

Bumerán Chávez
Los fraudes que llevaron al colapso de Venezuela
Por: Emili J. Blasco

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A los incrédulos.
Todos, en algún momento, lo fuimos.

Once capítulos de un engaño

Bajar al búnker
Introducción
1. EL FAUSTO DEL CARIBE
2. UN DOLOR DE RODILLA
3. «ES VERDAD, AÑADIMOS VOTOS FALSOS»
4. EL MONEDERO DE LA REVOLUCIÓN
5. ENRIQUECERSE CON EL SOCIALISMO
6. EL DROGADUCTO BOLIVARIANO
7. NICOLÁS EN LA GUARIDA DE HEZBOLÁ
8. CHÁVEZ-IRÁN, AMOR A PRIMERA VISTA
9. ESQUIZOFRENIA CON EL IMPERIO
10. DEL PAÍS DEL ¿POR QUÉ NO TE CALLAS?
11. COMBO McCHÁVEZ, DIETA TRÓPICAL

Bajar al búnker
Si de aquí sale alguna información, fuiste tú; aquí no hay nadie
más». Mientras decía estas palabras, Hugo Chávez miró a los
ojos a su ayudante personal. Leamsy Salazar le sostuvo la
mirada. «Por supuesto, mi comandante», respondió sin que se
le quebrara la voz. Chávez cerró el asunto con un «espero que
así sea». Sabía que el joven había visto y oído demasiado,
pero estaba seguro de que entendería la advertencia. Llamado
al lado del presidente venezolano al poco de salir de la
Academia Naval, para entonces Salazar comenzaba a tener
evidencias de que la revolución chavista era un gran fraude;
todavía tuvieron que pasar varios años –oiría y vería aún más
cosas– para convencerse. Al final, cogido en medio de
divisiones internas, decidió contar lo que sabía, y lo hizo
desde donde más daño podía causar.
Era la Semana Santa de 2007 (quizás de un año antes;
Salazar no lo puede precisar) cuando el joven oficial fue
testigo de cómo Chávez en persona negociaba con los
cabecillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC) la compra de cargamentos de droga y la
entrega a los guerrilleros de armas y otro material militar del
Ejército venezolano con los que combatir al legítimo Gobierno
de Bogotá.
Chávez se recluyó esos días santos en una finca de
Barinas, estado venezolano no lejos de la frontera con
Colombia, en compañía de Rafael Ramírez, ministro de
Energía y presidente de Petróleos de Venezuela (Pdvsa), y de
Ramón Rodríguez Chacín, exministro del Interior y dueño de
la finca. Ramírez ponía el sistema de lavado de dinero a través
de la petrolera nacional; Rodríguez Chacín, en permanente
contacto con las FARC, se ocupaba de ir a buscar a los
guerrilleros (los máximos dirigentes: Iván Márquez, Rodrigo
Granda y Rafael Reyes) y de devolverlos a su campamento,
pues no se hospedaban en la casa. Ese viaje lo hacía al volante
él mismo de una camioneta, sin acompañamiento de escolta.
En los dos primeros días, los tres dirigentes venezolanos y
los tres insurgentes colombianos estuvieron hablando entre
ocho de la tarde y cuatro de la madrugada. En una de las
jornadas se unió también la esposa de Iván Márquez, que
también era comandante de un frente guerrillero. El tercer día
hubo un encuentro a solas de Chávez con Raúl Reyes, que duró
hasta las 5.30 de la mañana. En esa última reunión, Leamsy
Salazar fue ordenado permanecer alejado; a la vista de Chávez
por si este le requería algún servicio, pero fuera del alcance
de las voces. Los dos días previos, sin embargo, el ayudante
estuvo moviéndose entre los congregados, sirviendo agua y
café y estando pendiente de los teléfonos personales que se
habían dejado a un lado. Fue el único ajeno al círculo
confabulado al que se le permitió entrar y salir. Así pudo
escuchar muchas de las órdenes de Chávez.
–«Rafael, cómprales a las FARC toda la mercancía que
producen, toda la agricultura y el ganado. Págales un
primer plazo de quinientos millones de dólares. ¡Le
vamos a quebrar el espinazo a Uribe, pa’ joderlo!».
La referencia al entonces presidente de Colombia, Álvaro
Uribe, su enemistado vecino, Chávez la hizo con especial
gozo, según recuerda Salazar. Por lo demás, estaba claro que,
ante la presencia del ayudante, el comandante evitaba ser
explícito y todos hablaban con sobreentendidos. ¿Qué
productos agrícolas cultivaban las FARC o cuántas cabezas de
ganado apacentaban para cobrarse tan abultada cifra? Lo que
entregaron fueron unas pocas vacas, que llevaban una larga
marca en la barriga. Salazar conocía bien qué era aquello,
pues enrolado en las fuerzas especiales había servido en la
frontera y varias veces se había topado con reses a las que se
les había abierto para introducir cargas de cocaína en las
varias cavidades del estómago que tiene el rumiante; cosidos
de nuevo, los animales podían ser transportados sin levantar
sospechas.
–«Rafael, ponte de acuerdo con el Pollo. Aprovechando
que ahora estamos comprando armamento ruso y
desencuadrando armamento nuestro, una parte la
podemos enviar a las FARC».
Como las gestiones con el Pollo –el general Hugo
Carvajal, entonces, y durante largo tiempo, jefe de la
Dirección de Inteligencia Militar (DIM)– se retrasaban,
durante aquellos días el mismo Chávez le llamó con frecuencia
por una red encriptada para transmitir sus órdenes. El
presidente también tenía un teléfono aparte para estar en
contacto con el guerrillero Iván Márquez cuando no estaba
presente.
–«¿Se ha entregado ya todo? ¿Cuánto falta? Todo lo que
pidan los compañeros se lo entregan», le decía a
Carvajal.
Los cargamentos traspasados a las FARC, en grandes
cantidades, incluían uniformes venezolanos, botas militares,
computadoras, fotocopiadoras y máquinas de escáner, entre
otro material. También se entregaron abundantes medicinas.
De hecho, el general Carvajal estaba encargado de coordinar
la atención médica de los campamentos de las FARC, tanto en
el lado venezolano de la frontera como al otro: los médicos
eran llevados hasta cierto punto y allí eran recogidos por
guerrilleros para trasladarlos hasta sus centros de
operaciones. Parte de esa actividad de Carvajal, así como la
estrecha vinculación de las FARC con la dirección chavista,
quedó de manifiesto cuando el 1 de marzo de 2008 un ataque
del Ejército colombiano arrasó el campamento del cabecilla
guerrillero Raúl Reyes y hubo acceso a su computadora.
Comprometedores correos electrónicos y fotografías
documentaron esa vinculación. «Estoy cagada», comentaría
entonces María Gabriela, hija favorita de Chávez, quien
durante esos encuentros en Barinas había saludado a los
invitados y se había fotografiado con ellos. «Te aseguro que
esas fotos las vieron los colombianos. No sé porqué no las han
sacado», le dijo a Salazar.
Leamsy (Ismael al revés) había nacido en Caracas en
1974. En 1998 se graduó en la Academia Naval y pasó un año
de especialización en un batallón de Infantería de Marina en la
base naval de Punto Fijo. Estando en ese destino, un día fue
enviado de urgencia a la comandancia general. El nuevo
presidente del país, Hugo Chávez, quería escoger entre los
números uno de las últimas promociones de cada arma para
formar su guardia de honor: jóvenes militares que serían a la
vez sus ayudantes personales y garantes de su seguridad.
Salazar, de 25 años, fue seleccionado. Estuvo pegado al
mandatario un par de años, hasta los sucesos de 2002 que
desalojaron unos días a Chávez de la presidencia. En el
momento de la restitución, Salazar fue captado por las cámaras
ondeando la bandera patria sobre el tejado del Palacio de
Miraflores, gesto que el presidente encomió después
públicamente. Después se marchó.
Volcado en las operaciones especiales, en 2006 participó
en una demostración militar presenciada por el presidente. Su
destreza y coraje –se lanzó desde un helicóptero sobre el lago
de Maracaibo para poner un explosivo– llamó la atención de
Chávez. Cuando este le dio la mano para felicitarle le
reconoció y pidió al ministro de Defensa que lo volviera a
destinar al Palacio de Miraflores, como responsable del
dispositivo de seguridad en los desplazamientos, además de
labores de ayudante. Tras la muerte de Chávez, Salazar fue
escogido por Diosdado Cabello, presidente de la Asamblea
Nacional y número dos del chavismo, para llevar esas mismas
labores.
Además de inculpar a Chávez de la organización de un
narcoestado, su testimonio en Estados Unidos apuntó
directamente a Cabello como gran operador del narcotráfico y
de los negocios ilícitos del régimen. Al servicio de su nuevo
jefe fue testigo de operaciones que acabaron por convencerle
del carácter criminal de la cúpula chavista.
Un viernes de 2013, a eso de las diez de la noche, Cabello
ordenó a Salazar organizar un rápido viaje a la península de
Paraguaná, un saliente que se adentra en el Caribe y es el
territorio más septentrional de Venezuela. Con ellos dos voló
también el mayor Lansford José Castillo, el ayudante más
directo de Cabello. Cuando el Falcon aterrizó en Punto Fijo,
los tres se metieron en un automóvil que les esperaba, a cuyo
volante se colocó el dirigente chavista. Dos autos de seguridad
fueron detrás. Durante el trayecto Cabello conversó varias
veces por teléfono con el general Hugo Carvajal, director de
la inteligencia militar, pero lo hacía con reserva, en
conversaciones cortas.
–«Pollo, ¿cómo es la vaina? Espera que estoy yendo para
allá».
Se notaba que el presidente de la Asamblea Nacional no
quería ser oído por Salazar. El joven guardaespaldas pensó
que se trataba de algo que tenía que ver con la seguridad del
Estado, pero a medida que pasaba el tiempo aumentó su
extrañeza. A la altura de Piedras Negras –habían cruzado la
península de oeste a este y enfilaban la carretera litoral hacia
del cabo San Román–, Cabello le dijo a Salazar que ordenara
a los agentes de seguridad que les seguían que se quedaran
allí. El primer auto siguió hasta el cabo, en la punta norte; al
otro lado del mar, a solo veinticinco kilómetros de distancia,
se veían las luces de Aruba, isla perteneciente a Holanda. Ya
era medianoche. En la playa había un nutrido grupo de
hombres con la cara cubierta, equipados con armas largas, que
dejaron avanzar el vehículo. Este se detuvo a la vista de cuatro
lanchas deportivas de alta potencia. Junto a ellas estaba el
Pollo. Cabello descendió y dio la autorización final.
–«¿Están listas las hallacas? Pues que las lanchas partan
de una vez, una detrás de otra».
Era evidente que aquello no eran hallacas, nombre de un
plato típico venezolano (masa de harina de maíz rellena de
guiso y envuelta de forma rectangular en hojas de plátano),
pero de esa manera llamaban en la operación a los paquetes o
panelas de droga, para despistar. Las lanchas, con sus
cargamentos de coca –varias toneladas–, salieron de
inmediato, comandadas por operadores que llevaban
instrumental de visión nocturna. Quienes estaban en la playa
no eran militares, al menos su indumentaria no mostraba
emblemas; más bien parecía el despliegue de una de las mafias
de la droga, con la que –no había duda– se estaban
coordinando las más altas esferas del Estado.
En el viaje de regreso al aeropuerto, Cabello intentó
confundir a Salazar, a la vista de que este estaba sacando sus
conclusiones. «¡Ahora sí que les vamos a descoñetar a los
líderes de la oposición!», exclamó, como sugiriendo que aquel
envío de droga se hacía para después descubrirlo oficialmente
y denunciar a la oposición política. Pero por más que en
ocasiones intentaba disimular, en otras Cabello añadía más
elementos de alarma sobre sus negocios sucios. En un
momento dado, le dijo a quien iba sentado junto a él:
–«Mira, Castillo, esta semana estate pendiente porque el
Pollo va a enviar una plata en efectivo en uno de esos
camiones. Que pase por donde Tareck, que se quede con
su parte, y que siga para la oficina. Tienes que estar tú allí
para recibirlo».
Cinco días después llegó un camión del Seniat (Servicio
Nacional Integrado de Administración Aduanera y Tributaria)
a la vivienda de Fuerte Tiuna, el mayor complejo militar de
Caracas, que Cabello tenía habilitada como despacho, al
margen del que disponía en la Asamblea Nacional. Era de
suponer que, de acuerdo con las instrucciones recibidas, el
convoy había pasado antes por las dependencias de Tareck el
Aissami, gobernador de Aragua y previamente ministro de
Relaciones Interiores y Justicia. El presidente del Seniat era
entonces José David Cabello, hermano del número dos
chavista. Tanto el uno como el otro, como se verá más
adelante, igualmente implicados hasta el cuello en la
corrupción chavista.
Leamsy Salazar se estaba cambiando de ropa, para
marcharse al término de su jornada de trabajo, cuando
comenzó la descarga del camión. Vio las puertas traseras
abiertas y el espacio interior repleto de maletas, todas iguales
y cerradas con candados. Se armó de valor para investigar un
poco, y comprobó que una maleta ya se había trasladado a una
de las habitaciones de la casa y estaba abierta. Allí había
amontonados fajos de billetes de cien dólares. Aunque estaban
envueltos con film plástico, despedían olor a billete nuevo. El
dinero iba destinado a una gran caja fuerte de tres metros por
cuatro, con un fondo de metro y medio, que había en esa
habitación. Daba la impresión de que era cash para uso diario.
De hecho, Cabello hacía pagar todo en efectivo, y cuando no,
según el relato de Salazar, eran servicios que corrían a cuenta
del Seniat, como el pago de hoteles y toda la logística de
viajes y seguridad.
Pero por grande que fuera la caja fuerte del despacho de
Cabello, allí no cabía el contenido de todas las maletas
recibidas. Además, Salazar recordaba ahora haber visto en al
menos otras dos ocasiones la llegada de un camión de la
agencia aduanera y tributaria, sin que entonces hubiera
imaginado su verdadera carga. ¿Dónde iba el resto del dinero?
No tardó en saber la respuesta.
A Diosdado Cabello le gusta salir de caza. En una de esas
excursiones, Leamsy Salazar fue testigo de algo asombroso.
Ocurrió en una finca que se extiende entre los estados Barinas
y Apure. Era de noche y la partida de tres personas comenzó a
andar por el campo abriéndose paso con sus linternas. Al cabo
de un rato, Cabelló ordenó que Salazar se quedara en un punto,
mientras él y su directo asistente, Lansford Castillo, seguían
adelante. A unos cien metros, la avanzadilla se paró y de
pronto sus luces se apagaron. Luego, pasado un tiempo, las
linternas volvieron a alumbrar y Cabello comunicó desde la
distancia, a voces, que él y Castillo se marchaban entonces a
cazar venado.
Cuando ambos desaparecieron, Salazar fue hasta el lugar
en el que se habían detenido los otros dos. Iluminando el suelo
con su lámpara vio una amplia trampilla. La levantó y
descubrió una escalera que bajaba a un espacio subterráneo.
Cerca de la entrada encontró un interruptor y lo accionó: ante
él había un gran búnker, de unos diez metros de largo por
cinco de ancho, con montañas de fajos de billetes apilados de
pared a pared.
Salazar contó su hallazgo a un compañero del equipo de
seguridad y este le aseguró que había visto lo mismo en otros
dos búnkeres de Cabello, igualmente con instalación eléctrica
y deshumidificador, uno en el estado Monagas y otro en
Ciudad Bolívar. «Yo vi allá caletas de billetes», le confesó su
amigo, impresionado por lo arrecho de los escondrijos y lo
atesorado en ellos. Cuando después a ese guarda lo inculparon
injustamente de varios delitos, Salazar supo que era el
momento de huir, porque las cosas se le estaban poniendo mal.
En la primera mitad de 2014 tuvo un encontronazo con
Cabello: este le acusó de haber robado ciento veinte mil
dólares de la caja fuerte. Al presentarle el escolta pruebas
gráficas de que la sustracción la había hecho una amante del
dirigente chavista (la actriz de novelas Gigi Zanchetta), el jefe
reaccionó airado, como ofendido porque le atribuyera un
affair, y lo suspendió de sueldo, enviando al capitán de
corbeta a un curso que no le interesaba en absoluto. Por miedo
a mayores represalias –y probablemente también como
venganza– en otoño de 2014 Salazar entró en contacto con la
Administración para el Control de Drogas (DEA) de Estados
Unidos, con la que se entrevistó en un viaje a las Bahamas. En
previsión de su huida, se casó en la isla Margarita con la
capitán Anabel Linares, alto cargo del Ministerio de Finanzas.
Cuando ambos abandonaron Venezuela su ausencia no levantó
sospechas, pues iban de viaje de bodas. Pero al pasar los días,
saltaron las alarmas. El piloto del avión privado que les había
llevado a República Dominicana fue interrogado con violencia
hasta que Cabello tuvo los datos que necesitaba sobre el
vuelo. El plan de Salazar era saltar a Colombia a la espera de
que le hicieran llegar el visado de entrada a Estados Unidos,
pero por no arriesgarse a una extradición fue con su esposa a
Madrid, donde llegaron poco antes de Navidad.
Yo le vi allí unos días después, el 6 de enero de 2015,
solemnidad de los Reyes Magos. Me quedé sin comer el
famoso roscón, que en España corona la comida de esa
señalada fiesta, pues el encuentro fue a mediodía. No supe
dónde se alojaba hasta el momento de tomar un taxi y dar una
dirección. En un bar, mirando a los lados de vez en cuando por
si alguien arrimaba sospechosamente la oreja, Leamsy Salazar
me contó todo lo escrito hasta aquí, y también otras
revelaciones que quedan para más adelante. El 26 de enero
llegó a Washington y en marzo hizo la declaración elevada al
gran jurado en el caso abierto por la fiscalía federal del
Distrito Sur de Nueva York contra Diosdado Cabello: la
acusación formal de Cabello, como sostenedor de un edificio
de narcotráfico y corrupción construido por Hugo Chávez y
avalado por Nicolás Maduro, presumiblemente ya era un
hecho, aunque permaneciera secreta por un tiempo.
Estas páginas primeras son como esas escaleras que
descendían al misterioso búnker perdido en medio de una
finca de los llanos venezolanos. El lector ha abierto la
trampilla y comenzado a bajar los escalones. Acabamos de dar
la luz y lo que tenemos ante la vista es imperdonable.

Introducción
Los cascos se alzaban al cielo y se precipitaban luego, con la
furia de las manos que los agarraban, contra la cabeza y el
pecho del detenido. Herido por disparos de perdigones a
quemarropa, el joven yacía largo en tierra sujetado por tres
guardias nacionales. Le estaban propinando una paliza, con las
culatas de sus fusiles y los cascos de sus uniformes
antidisturbios. Al borde de la inconsciencia, Willie David
solo escuchaba la repetición de una pregunta: ¿quién es tu
presidente?
La legitimidad de Nicolás Maduro como presidente era el
asunto realmente clave en las masivas protestas que estallaron
en Venezuela en febrero de 2014, cuando aún no se había
cumplido un año del entierro de Hugo Chávez. Los estudiantes
salieron inicialmente a la calle desesperados por el agobiante
clima de inseguridad ciudadana; después, en repulsa de la
desmedida violencia con la que el Gobierno repelió sus
manifestaciones. Cientos de miles de venezolanos se unieron
enseguida a las marchas, angustiados por la insufrible escasez,
la galopante depreciación del poder adquisitivo y la falta de
horizonte vital, para ellos o sus hijos, en un país al que la
revolución bolivariana había asfixiado.
Pero se verbalizara o no, estuviera o no en pancartas o
puntos de reclamación política, la gran cuestión de fondo era
la ilegitimidad de todo el entramado institucional chavista.
Con una democracia completamente adulterada solo cabía ya
imponer al presidente a golpe de cascos y culatas de fusiles.
No era la reacción desabrida de un Maduro incompetente,
incapaz de llevar a buen puerto el proyecto que le dejara
Chávez. El autoritarismo político y el colapso económico en
Venezuela era simplemente la maduración del chavismo, no en
el sentido de adaptación obrada por el sucesor, sino de
floración o plena epifanía del proceso puesto en marcha por el
comandante supremo. Constituía la consecuencia de las
políticas y estrategias emprendidas por el creador de la
República Bolivariana. Era el bumerán que, al volver en su
vuelo, rompía el espejo en el que se había mirado Chávez:
quien le tuvo por salvador de los pobres, bien podía ver ahora
cómo las clases bajas sufrían especialmente la falta de
productos básicos, las colas en las tiendas, la delincuencia…
Ciertamente aquello fue un espejo, porque el chavismo fue un
fraude –un conjunto de ellos– desde casi el comienzo.
Al temprano Hugo Chávez hay que reconocerle haber
detectado bien el hartazgo social que existía en Venezuela en
las dos décadas finales del siglo XX por la alternancia en el
poder de los partidos tradicionales, alejados de las
preocupaciones del pueblo y recurrentes en la corrupción. En
1998 ganó las elecciones presidenciales porque supo ilusionar
a las masas populares –más de la mitad de la población, en un
país que hoy ronda los treinta millones de habitantes– sobre un
nuevo comienzo, en el que ellas serían protagonistas.
Tuvo también el mérito de ejecutar al principio de su
presidencia lo que fue la decisión estratégica más importante
de su paso por el poder: propiciar en el seno de la
Organización de Países Productores de Petróleo una política
de precios que condujo a un notable incremento del valor del
barril en los mercados y, por tanto, a un enorme aumento de
los ingresos por la venta de crudo, principal fuente de riqueza
de Venezuela. El encarecimiento del petróleo se vio también
espoleado por vicisitudes internacionales, como la guerra de
Irak o el embargo a Irán, pero todo partió de una confluencia
de intereses entre Caracas y Riad. A mediados de 2014, sin
embargo, la preocupación de Arabia Saudí era otra y
Venezuela comenzó a sufrir como nadie el vertiginoso
descenso de precios. La revolución chavista había ascendido
encaramada a la ola de la cotización del barril, y el desplome
de esta parecía ser su sentencia de muerte, aparentemente
avalando la teoría de que en Venezuela los grandes cambios
político-sociales siguen los ciclos del precio del petróleo.
Durante la era Chávez, de un mínimo de 10,5 dólares el
barril en 1998 se pasó a 103,4 dólares en 2012. En los catorce
años en los que el líder bolivariano estuvo en el poder,
Venezuela produjo petróleo por valor de aproximadamente un
billón (un millón de millones) de dólares. Con unos ingresos
tan generosos, el presupuesto venezolano fue también
dadivoso en las políticas sociales, a las que en ese tiempo,
según las cifras del Gobierno, destinó quinientos mil millones,
es decir, la mitad de la renta petrolera. Las holgadas finanzas
permitieron también sustentar una política exterior con clara
influencia en la región, muestra de la inteligencia estratégica
de Chávez: fondos de ayuda a las naciones aliadas del
continente y petróleo en condiciones favorables para países
del Caribe.
Pero el manejo de tal volumen de ingresos hizo posible
una corrupción igualmente desmedida, sin precedentes en la
historia del país, y convirtió Venezuela en lugar ideal para la
legitimización de capitales procedentes del narcotráfico.
Ambas cosas fueron propiciadas desde el Gobierno chavista,
como importantes elementos del fraude en que se constituyó el
régimen mismo.
* * *
Este libro aborda el gran engaño del chavismo. Saludado
en el mundo como supremo benefactor de los menos
favorecidos, Hugo Chávez no pasará en realidad a la historia
de Latinoamérica por haber reducido la pobreza en Venezuela:
la mayoría de los países del continente registraron triunfos
importantes en ese combate durante el mismo periodo, algunos
con mayor efectividad, como Perú, Brasil, Chile y Uruguay.
Incluso, dados los fondos públicos empleados, en Venezuela
cabría haber esperado mayores avances, al menos más
sostenibles. Lo singular de la obra de Chávez, aquello por lo
que estará en los manuales de historia, es algo doble: haber
puesto en marcha un autoritarismo (un sistema en el que su
autoridad presidencial se imponía sin los contrapesos ni la
rendición de cuentas esenciales en una democracia) capaz de
asegurarse la reelección en las urnas y, sobre todo, haber
cedido el control del propio país a los dirigentes de otro.
El fraude de la relación con Cuba es el que abre el libro.
Fuera de los venezolanos, poca gente se hace cargo del
increíble grado de injerencia de La Habana en los asuntos
internos de Venezuela, no como resultado de una penetración
subrepticia y hostil, a espaldas del Gobierno de Caracas, sino
curiosamente a invitación de este. Con Chávez, los cubanos se
erigieron en gestores de los documentos de identidad y
pasaportes, así como de los registros mercantiles y notarías
públicas; en codirectores de puertos y controladores de
seguridad de aeropuertos; en supervisores de las Fuerzas
Armadas y de las labores de contrainteligencia… El mismo
Maduro fue potenciado por ellos como sucesor.
Algo así es impensable en cualquier otro país del mundo.
En Venezuela era posible porque muchas cosas se hacían de
espaldas al pueblo: el Gobierno ocultaba el número de
cubanos en el país y sus funciones, y las carencias
democráticas permiten escabullir la rendición de cuentas ante
la oposición. Como se recoge en un testimonio, en una ocasión
Chávez hizo borrar de la contabilidad oficial cinco mil
millones de dólares que adeudaba la isla: el líder bolivariano
decidía hacer un regalo a Cuba con el dinero de todos los
ciudadanos, sin que estos lo supieran. Los venezolanos
también desconocían los subsidios reales con los que
Venezuela beneficiaba a Cuba; se sabía del envío de unos cien
mil barriles diarios de petróleo, pero no había manera de
auditar el pago del régimen castrista, que no era económico,
sino mediante servicios prestados por médicos, enfermeras,
entrenadores deportivos y otros asesores cubanos desplazados
a Venezuela.
Chávez se puso hasta tal punto en manos de Fidel y Raúl
Castro que su propia vida quedó a merced de ellos. Cuando en
2011 le diagnosticaron cáncer, el presidente venezolano optó
por el secretismo que le ofrecía Cuba. Aunque a esas alturas la
enfermedad era ya irreversible, pudo haber encontrado mejor
tratamiento en otro lugar, lo que habría prolongado algo más su
vida y, con la convalecencia necesaria, habría suavizado la
agonía que tuvo que sufrir durante meses. Chávez prefirió
seguir aferrado al poder y mantener la farsa sobre supuestas
recuperaciones de salud. Todo el esfuerzo se centró entonces
en llegar vivo a las presidenciales de octubre de 2012, de
manera que una nueva victoria asegurara al chavismo otros
seis años en el poder, aunque los debiera completar un
sucesor. Chávez llegó a la meta ocultando a los electores el
mal estado que le obligaba a apariciones selectivas y
mintiendo sobre la perspectiva de su nuevo mandato, que iba a
nacer muerto.
El esperpento de sus últimas semanas de vida, impropio de
la trasparencia debida en una democracia, fue algo indigno
para los ciudadanos de Venezuela. El Gobierno estuvo
plagiando la firma de Chávez para nombramientos, cuando él
era ya incapaz de realizarla, y ridiculizó el sentimiento sincero
de miles de venezolanos cuando paseó el féretro por las calles
de Caracas sin el cuerpo del finado dentro. Ni siquiera hubo
acta de defunción pública, firmada por un médico, que diera
cuenta de la causa, la fecha y lugar del fallecimiento.
Chávez se había aproximado a Cuba en busca de los
consejos de Fidel Castro sobre cómo consolidarse y retener el
poder. De La Habana llegó la idea de las misiones sociales,
una treintena de programas de ayuda a las clases menos
pudientes, a las que mejoraban su condición al tiempo que
facilitaban su control político. Gestionadas al margen de los
ministerios sectoriales correspondientes, con financiación
fuera del escrutinio parlamentario, como asistencia tenían más
carácter de obra de caridad que de empeño por operar
cambios estructurales. Chávez se preocupó de que el número
de personas apuntadas a las misiones y el de trabajadores
públicos alcanzara en conjunto al menos la mitad del censo: el
discurso del chavismo siempre estuvo dirigido a esa mitad de
Venezuela, enfrentándola con la otra media para espolear su
resentimiento de clase. En una movilización meticulosa, con
uso de medios gubernamentales, el oficialismo se encargó de
que quienes aparecían en sus listados de beneficiarios del
Gobierno se vieran forzados a votar al régimen. Era el
ventajismo, que incluía prácticas como el abuso del voto
asistido, la amenaza de despidos, la negación del censo a la
oposición…
Pero eso solo fue una parte del truco electoral. Como aquí
se desvela, en las presidenciales de 2012, las últimas de
Chávez, y las de 2013, que tuvieron a Maduro como candidato,
activistas del chavismo fueron los encargados de manejar en
los centros electorales la maquinaria de identificación de
electores y la de votación, en connivencia con el Centro
Nacional Electoral (CNE). Eso facultó alimentar un sistema
informático paralelo al del CNE que daba al oficialismo
conocimiento sobre la evolución del voto durante la jornada
electoral, con lo que podía reaccionar con movilizaciones de
última hora o con la activación fraudulenta de las máquinas de
votación. Ese sistema paralelo estuvo coordinado por Cuba.
Dos figuras del chavismo han admitido privadamente que se
falsificaron cientos de miles de votos para Maduro; es decir,
que el opositor Henrique Capriles ganó las elecciones.
Los enormes ingresos petroleros sufragaron una revolución
bolivariana que se abrió camino a golpe de chequera:
electrodomésticos y viviendas para sectores sociales afines,
condonación de deuda a Cuba, ayudas a gobiernos
ideológicamente próximos, compra de armamento a Rusia que
convirtió a Venezuela en el mayor importador de armas de
toda Latinoamérica… De ser una empresa estatal, pero al
margen del Gobierno, Petróleos de Venezuela (Pdvsa) quedó
integrada en la estructura de mando gubernamental y se
embarcó en actividades más allá del negocio petrolero, como
la construcción y la alimentación. Cuando lo requirió para sus
políticas, Chávez pudo contar con nuevos fondos de Pdvsa, de
manera oficial, a través de la emisión de bonos de la
compañía, o por debajo de la mesa, como los primeros cuatro
mil millones de dólares de un préstamo de China a cambio de
petróleo, que el mandatario se quedó para su libre
disposición, fuera del registro oficial, según refiere el ministro
que le hubo de entregar la suma. Con tanto derrame, las
cuentas de Pdvsa comenzaron a fallar.
Los males económicos que después padeció Venezuela
vinieron principalmente de ese haber desplumado la gallina de
los huevos de oro. Ávido en el gasto de lo que entraba en la
caja pública, Chávez no procuró que Pdvsa reinvirtiera
convenientemente en los campos petroleros, algo que es vital
en el sector, pues los pozos declinan con el tiempo y requieren
siempre de una continua puesta al día. Así que la producción
descendió: de 3,3 millones de barriles diarios, en 1998, a 2,3
millones, en 2013. Mientras el precio del barril estuvo
aumentando, los ingresos siguieron creciendo, pero cuando en
2013 el precio se estancó y en 2014 comenzó a caer, Pdvsa y
el Gobierno entraron en una situación en la que de inmediato
sintieron asfixia. Para sostener la estructura clientelar que
había trenzado, Chávez acudió a préstamos a cambio de
producción futura de petróleo. Hipotecaba el porvenir de los
venezolanos mediante créditos cuyo pasivo la baja cotización
del barril no ha hecho luego más que agrandar.
Que el precio del barril de crudo se hubiera multiplicado
por diez en pocos años generó una afluencia de capital que
alimentó una corrupción de volúmenes históricos. El dinero
fácil, obtenido de manera ilícita –comisiones, sobornos,
apropiación de partidas–, enriqueció a multitud de
funcionarios del chavismo. En muy pocos años, de tener
orígenes generalmente humildes, los mejor situados para
aprovechar la oportunidad pasaron a ser milmillonarios. Es el
caso emblemático de Rafael Ramírez, presidente de Pdvsa
durante diez años y persona clave en el desvío de fondos y el
lavado de dinero. El patrimonio que Chávez hizo acumular
para sus hijos se estima en cientos de millones de dólares. Una
corrupción monumental que generó una enorme bolsa de
dinero, luego automultiplicado en operaciones financieras que
sabían aprovechar los resquicios de un sistema cambiario
controlado por el Gobierno. Al tiempo que denunciaban el
imperialismo gringo, las nuevas fortunas de Venezuela se
lanzaban a la compra en Estados Unidos de jets privados,
mansiones y artículos de lujo.
La corrupción económica fue acompañada de corrupción
judicial. Jueces y fiscales debían obedecer las consignas
políticas dictadas por el Ministerio Público y por el Tribunal
Supremo de Justicia (TSJ). Ambas instancias se inmiscuyeron
indebidamente en multitud de casos, con intervención directa
de Chávez, para condenar a inocentes y absolver a culpables,
como detalla el magistrado Eladio Aponte, presidente de la
Sala Penal del TSJ, huido en 2012. Cualquier vulneración
constitucional, como la de elevar a Maduro a presidente
encargado tras la muerte de Chávez, contó con el marchamo
del TSJ.
La movilización de capital sin precedentes y sin apenas
escrutinio facilitó el lavado de dinero. Chávez metió a su país
de lleno en el narcotráfico. Durante su Gobierno, Venezuela se
convirtió en el punto de salida del noventa por ciento de la
droga colombiana, en su viaje a Estados Unidos y Europa. Lo
concibió como parte de su proyecto bolivariano –un modo de
favorecer a la guerrilla de Colombia frente a un Gobierno en
Bogotá poco entusiasta con el liderazgo regional de Chávez– y
como manera de plantear una guerra asimétrica contra
Washington. De acuerdo con acusaciones de testigos
protegidos por la Justicia estadounidense, el presidente
venezolano era informado periódicamente de los principales
traslados de cargamento que se realizaban a través del país, en
operaciones dirigidas muchas veces por altos mandos
militares. Era una actividad en la que también tuvo parte
Maduro y en la que se involucró aún más el número dos del
régimen, Diosdado Cabello.
Todo indica que la Administración para el Control de
Drogas (DEA) de Estados Unidos ha investigado muy
directamente a más de una treintena de venezolanos y que muy
probablemente fiscales federales han preparado acusaciones
formales contra quienes han ocupado importantes cargos
públicos. Aunque su formalización o anuncio habría quedado
pendiente de circunstancias operacionales y de oportunidad
política, las ramificaciones de los casos analizados permiten
calificar de narcoestado a Venezuela. La decisión de convertir
el país en lugar de paso de la droga colombiana aumentó la
delincuencia y enganchó a los grupos de población más
vulnerables.
El fraude de Chávez a sus ciudadanos también abarcó
otros ámbitos, como el de la seguridad. Chávez abrió la puerta
de Venezuela a Hezbolá: facilitó la concesión de visados y
pasaportes falsos a activistas de la organización terrorista y
protegió la presencia de células en el país. En 2007 envió
secretamente a Maduro, entonces canciller, a reunirse en
Damasco con el jefe de esa milicia libanesa de filiación chií,
Hasán Nasralá. La principal actividad del extremismo
islamista en Venezuela, acordada con el Gobierno, fue la
recaudación, el lavado de dinero y el tráfico de drogas.
Aunque hubo en marcha algún campo de entrenamiento, no se
apreció operatividad terrorista. No obstante, todo indica que
células de Hezbolá ascendieron por Centroamérica y
traspasaron la frontera con Estados Unidos, mientras que
elementos radicales iraníes llegaron a trazar planes para
posibles atentados contra intereses estadounidenses.
Precisamente la especial relación mantenida con Irán se
desarrolló bajo una gran simulación. Muchos de los convenios
firmados entre Chávez y Mahmud Ahmadineyad tenían como
finalidad principal aparentar una gran actividad que sirviera
para justificar el flujo de capitales, con el que Teherán evadía
las sanciones internacionales impuestas por su programa
nuclear. En su ayuda al régimen de los ayatolás, Chávez
permitió que Irán hiciera en Venezuela operaciones
especulativas con divisas, que constituyeron una estafa al
Banco Central venezolano.
La asociación con Irán le daba a Chávez acceso a cierta
tecnología, pero sobre todo le aportaba un salto en el
enfrentamiento dialéctico con Estados Unidos. Ese ganar
estatura internacional a costa de agredir verbalmente a
Washington le costaba dinero a Venezuela. Durante toda su
presidencia, Chávez estuvo enviando importantes sumas a
lobbies y agentes de relaciones públicas, así como
combustible barato a circunscripciones de determinados
congresistas, para mejorar la percepción de su Gobierno en
Estados Unidos y ganar apoyos en el Capitolio. Pero sus
incontinentes diatribas tiraban por tierra ese trabajo: era un
tejer y destejer oneroso. Se daba una situación que tenía
mucho de esquizofrénica, también porque Venezuela obtenía el
grueso de sus divisas por la exportación regular de petróleo a
Estados Unidos, que era lo que aseguraba su economía.
Si en el Imperio, Chávez contrató despachos de cabildeo,
en la antigua metrópoli –España– se hizo con asesores que
complementaran la labor de Cuba. La fundación de izquierdas
Centro de Estudios Políticos y Sociales (CEPS) –sustrato
ideológico del que en 2014 nació el partido Podemos– apenas
era conocida por los españoles, pero sus desarrollos
conceptuales sobre el llamado Nuevo Constitucionalismo
Latinoamericano tuvieron gran influencia en la transformación
de Venezuela en una democracia autoritaria. Otros españoles
respaldados por Chávez fueron los más de cuarenta miembros
de la banda terrorista ETA residentes en el país. A pesar de
varios requerimientos desde Madrid, el Gobierno venezolano
se negó en la mayoría de los casos a su extradición. Aseguraba
no tener noticias de su paradero, cuando fichas de los
servicios secretos en realidad recogían sus direcciones,
teléfonos y correos electrónicos.
Chávez basó su política exterior en un doble componente:
la gesticulación antiyanqui y la influencia en los países de la
región mediante ayudas económicas (la alianza del Alba) y el
reparto de petróleo con facilidades de financiación
(Petrocaribe). Con ser cuestionable la reducción de ingresos
que para Venezuela suponía la diplomacia petrolera, la peor
consecuencia para los venezolanos fue la posibilidad dada a
los países beneficiados de retribuir en especie. Eso hizo que
el Gobierno concertara importaciones que venían a dañar el
sector productivo de Venezuela, ya de por sí constreñido por
la política de nacionalizaciones y expropiaciones, así como
por el control de precios y de cambio. Por ganar protagonismo
entre las naciones vecinas, el chavismo incurría en una suerte
de neocolonialismo a la inversa: en lugar de desarrollar la
industria nacional, incrementaba las compras en el exterior.
Todos estos capítulos fueron elementos del bumerán que
lanzó Hugo Chávez, cuya consecuencia –el palo que volvía en
su vuelo– sería una crisis económica, social e institucional
insostenible. Las dádivas a Cuba, a Irán y a otros países; la
naturaleza electoralista de parte del gasto público; el abuso
sometido a Pdvsa, y la corrupción dejaron las arcas del Estado
en un cuadro de colapso, sin suficientes reservas
internacionales para cubrir la necesidad de crecientes
importaciones. En 2012 estas ya fueron superiores a las
exportaciones: ¡una balanza comercial negativa en un país de
enorme riqueza energética! Y aún había de llegar el crack
petrolero.
El fomento de bandas callejeras armadas como
contratuerca de la revolución, la asociación con grupos
terroristas y el patrocinio del narcotráfico alimentaron un
aumento de la violencia y del consumo de drogas que se cebó
especialmente en las clases más débiles, afectadas también
por la inflación y la escasez. La injerencia cubana en la
soberanía de Venezuela, la ocultación de la incapacidad física
de Chávez para optar a la reelección, la manipulación de las
elecciones y la politización de la justicia derivaron en un
callejón sin salida.
Los efectos negativos de su gestión se le echaron encima a
Chávez cuando ya estaba saliendo de escena y acabaron
teniendo todo su impacto con Maduro. El sucesor se encontró
con que el precio internacional del petróleo dejó primero su
ritmo ascendente y luego se precipitó hacia abajo,
derrumbando todos los parámetros en los que se había
sustentado la revolución bolivariana.
* * *
Cuando luego de más de cuarenta muertos, ochocientos
heridos y tres mil detenidos Human Rights Watch emitió en
mayo de 2014 un informe sobre los disturbios de esos meses
en Venezuela, esa organización internacional hizo notar su
sorpresa por lo que había visto. No era inusual que en
Latinoamérica hubiera manifestaciones antigubernamentales, ni
que se produjeran excesos en el uso de la fuerza por parte de
elementos de los cuerpos de seguridad. Pero cuando esto
último había ocurrido, los presidentes democráticos los habían
condenado y se habían depurado responsabilidades; quizás no
todas, pero sí algunas. La actitud del Gobierno de Venezuela
era muy distinta: negaba las agresiones, se las atribuía a la
oposición –la llamaba «asesina», sin aportar pruebas–,
condecoraba a los cuerpos policiales más destacados en la
represión y, con la consigna de Maduro de que «candelita que
se prenda, candelita que se apaga», alentaba a grupos civiles
armados a proseguir con su violencia.
El informe de Human Rigths Watch, del que se ha extraído
el relato sobre la violencia policial sufrida por el joven Willie
David que encabeza esta introducción, concluyó que los
abusos contra los derechos humanos no fueron casos aislados,
sino que constituyeron una «práctica sistemática». Admitía que
en algunas ocasiones grupos de manifestantes habían atacado
las fuerzas del orden, pero constataba que la mayoría de las
veces la violencia, y desmedida, había correspondido al
bando policial. Su uso ilegítimo de la fuerza incluyó «golpear
violentamente a personas que no estaban armadas; disparar
armas de fuego, perdigones y cartuchos de gases lacrimógenos
de manera indiscriminada contra la multitud, y disparar
perdigones deliberadamente y a quemarropa contra personas
que no estaban armadas, incluso, en algunos casos, cuando ya
estaban bajo custodia de las autoridades». Luego de los
«arrestos arbitrarios», muchas personas sufrieron abusos
físicos y psicológicos, dándose algunas situaciones de tortura.
Además, hubo una constante violación del debido proceso, con
la «asistencia cómplice» de jueces y fiscales. También se dio
la detención sin pruebas del opositor Leopoldo López y, más
adelante, la del alcalde metropolitano de Caracas, Antonio
Ledezma.
El rostro autoritario del régimen venezolano quedaba
especialmente al descubierto, pero no debía haber sido
ninguna sorpresa. El chavismo tenía una entraña
antidemocrática. Pudo haber hecho un gran servicio a las
libertades en Venezuela, como partido de izquierda que
recogía las aspiraciones de miles de ciudadanos que
tradicionalmente habían sido dejados al margen, pero puso en
su horizonte la imposición de una revolución. Las
manifestaciones de esa matriz eran múltiples: la glorificación
institucional de la original intentona golpista de Chávez,
celebrada cada año con desfiles; la obligación de las cadenas
de radio y televisión de emitir en directo los discursos –
mayores y menores, en ocasiones diarios y durante horas– del
presidente, como parte de la mordaza a una libertad de prensa
cada vez más famélica, o el continuo hostigamiento verbal de
la oposición, en un esfuerzo por presentarla como a un
enemigo frente al que hay que estar en continuo pie de guerra.
El objetivo era llegar al nirvana cubano: la continuidad en el
poder mediante un control social que hiciera imposible una
remoción; con manipulación electoral si era necesaria, y
cuando esta ya fuera insuficiente procediendo a la sustitución
de la democracia nominal vigente por un Estado comunal.
Las perspectivas no son positivas para Venezuela. El país
saldría rápidamente de su casi default simplemente
liberalizando la explotación de la Faja del Orinoco, una de las
mayores reservas de petróleo del mundo, cuya difícil
extracción requiere la tecnología de las multinacionales más
avanzadas. Pero eso tendría que ir acompañado de un proceso
de reversión de muchos postulados de la ortodoxia chavista, y
el chavismo está por la revolución, no por la democracia. El
deshielo entre Cuba y Estados Unidos, si supone un desarrollo
económico de la isla, permitirá que La Habana sea menos
dependiente del subsidio de Caracas. Pero para el castrismo
Venezuela seguirá siendo la plaza –con más razón ahora que en
su casa debe bajar el tono contra el vecino del norte– desde la
que lanzar piedras a Washington y aglutinar a la izquierda
latinoamericana. Por más que las dificultades económicas
ahoguen la gestión del Gobierno venezolano, este
posiblemente podrá trampear lo suficiente día tras día para
evitar la quiebra y para dirigir algunos recursos a tranquilizar
a las masas populares, acostumbradas ya en gran parte a la
penuria.
Maduro puede ser derrocado desde dentro, o apartado por
Cuba, pero la alternativa difícilmente sería una vuelta a la
normalidad democrática. La única salida es la implosión del
sistema y esta puede llegar mediante las investigaciones, las
sanciones o los enjuiciamientos que en otros países ya se están
emprendiendo contra un número creciente de máximos
beneficiarios del gran fraude: Diosdado Cabello, Rafael
Ramírez…
* * *
Bumerán Chávez está escrito en Washington. Como
corresponsal del diario ABC en la capital estadounidense tuve
acceso a informes confidenciales sobre el desarrollo de la
enfermedad de Hugo Chávez, que sustentaron una serie de
exclusivas de gran eco internacional. Eso me abrió la puerta a
otras fuentes y contactos y también a nuevos documentos.
Washington es un importante punto de trasiego de información
y de actividad política y diplomática que envuelve a distintos
actores de países de todo el continente.
Los testimonios más sustantivos de este libro corresponden
a personas que en su día estuvieron en el corazón del poder
chavista y que al término de la era Chávez, extendida la
desilusión dentro del régimen y declaradas las rivalidades
internas, huyeron del país y se acogieron a la protección de
Estados Unidos como testigos para encausar a peces mayores.
También se incluyen revelaciones de figuras chavistas que
establecieron contacto con las autoridades estadounidenses,
pero que prefirieron no quemar las naves, al menos de
momento. En algunos casos se citan sus nombres, en otros se
guarda el anonimato requerido. Otras revelaciones proceden
de documentación aportada por altos funcionarios que
trabajaron en oficinas del Gobierno venezolano (cables de
Damasco y de Madrid; informes de la fundación de la que
germinó Podemos) y por una filtración en el seno del Frente
Francisco de Miranda (organizador desde Cuba del fraude
electoral). La información se completa con entrevistas a
numerosos venezolanos, residentes en Estados Unidos y en
Venezuela, y con la aportación de diversos expertos de
institutos y think-tanks. Un viaje a la patria de Chávez y
Maduro fue unánimemente desaconsejado por las amenazas
personales recibidas. Queda confiar que el país encuentre el
camino del entendimiento nacional y del renacimiento
democrático.
Washington D.C., abril de 2015

1. EL FAUSTO DEL CARIBE
La injerencia de Cuba
[Vendió su patria por su vida, y perdió las dos. Al
principio, Hugo Chávez se acercó a Cuba por el elixir del
eterno poder que le ofrecía el Mefistófeles isleño. Al
final ofrendó su misma alma para evitar una muerte que
igualmente llegó. Le ocurrió como a Fausto, cuyo pacto
con el diablo le hizo terminar sus días en medio de la
soledad y la decepción. Y Venezuela, antes y después,
hubo de tragar acíbar]
Ayúdenme!, ¡sálvenme!». El ruego de Hugo Chávez a Fidel y
Raúl Castro era insistente en los últimos meses de su
enfermedad. «Yo no quiero morir; por favor, no me dejen
morir». El jefe de la guardia presidencial, José Ornella, vio
esta frase escrita en el rostro del moribundo, en una de sus
últimas expresiones antes de perder la conciencia. «No podía
hablar, pero lo dijo con los labios», contó el general a la
prensa cuando el 5 de marzo de 2013 estalló el duelo por el
fallecimiento del líder de la revolución bolivariana. «Sufrió
bastante. Nosotros que estábamos a su lado vimos que sufrió
mucho esa enfermedad. La historia la escribirá alguien algún
día».
Las palabras del general Ornella a los medios venían a
reconocer que había hechos que el Gobierno no contó. Más
importante aún, parecían sugerir sutilmente un agravio oculto,
como si una agenda política hubiera alargado indeseablemente
el sufrimiento de Chávez, en contra del criterio de quienes de
verdad le estimaban. La promesa, ante el cadáver del
comandante en su capilla ardiente, de que la historia real será
contada algún día sonaba a advertencia. Como sonó a chantaje
la negativa de las hijas mayores de Chávez, Rosa Virginia y
María Gabriela, a desalojar La Casona, la residencia oficial
del presidente, sin permitir que la ocupara Nicolás Maduro y
su familia. ¿Qué sabían ellas que menospreciaban así a
Maduro y además se permitían mostrarlo de manera tan
abierta?
Algún día, sí, se escribirá la historia completa, cuando
quienes están en un pacto de silencio finalmente hablen. Pero
aunque aún hoy se desconozcan muchos detalles, la verdad que
intenta taparse –por vergonzosa– es suficientemente
manifiesta. Chávez se sirvió tanto de la ayuda de Castro para
prolongar su poder en el tiempo, que cuando este se le
terminaba puso directamente al régimen cubano como albacea
de la revolución venezolana por él emprendida. Desconfiado
de su entorno, Chávez se apoyó en vida de tal manera en la
labor de Cuba como asesora, espía y gendarme dentro de
Venezuela, que ante su muerte no vio otra garantía para la
perpetuación de su obra que la permanencia del control
cubano. La diferencia entre un momento y otro era que al
desaparecer él se marchaba quien podía ejercer de contrapeso
y árbitro. El proceso de su enfermedad fue un claro catalizador
de esa transición final, en la que el mismo Chávez y su obra
quedaron a merced del régimen cubano. Maduro fue entonces
aupado, y luego sostenido, por La Habana…
Quizás lo más extraordinario de la Venezuela chavista haya
sido precisamente la sumisión voluntaria a otro país, que
además es más pequeño y pobre y está nada menos que a mil
cuatrocientos kilómetros de distancia. Revoluciones y
caudillismos, movilizaciones populares y represiones se han
dado muchas veces en la historia, y cómo no en la
latinoamericana. Pero si por algo distintivo debiera figurar el
chavismo en los libros es por esa singular subrogación.
El visionario de los llanos venezolanos se volvió a Fidel
Castro, primero por la fascinación de su halo histórico. Luego,
a raíz de su breve desalojo del poder en 2002, Chávez acudió
a él como una fuerza externa al sistema político y militar
venezolano que le ayudara a trascenderlo. El régimen castrista
le aportaba la astucia necesaria para las reválidas electorales,
algo que Cuba no necesitaba para sí misma, pero que podía
maquinar para otros. Finalmente, Chávez se dirigió a Fidel
como el único que podía ejercer a la vez de padre y médico,
en cuyas manos podía ponerse sin miedo a indiscreciones o
movimientos de sillón. Lo asombroso no es que Chávez mirara
a La Habana en esas distintas etapas, sino que Castro pudiera
representar todos esos papeles.
Carlos Alberto Montaner, intelectual cubano que en 1960
pudo huir de Cuba luego de haber buscado asilo en la
embajada precisamente de Venezuela, califica la relación
cubano-venezolana de «vasallaje contra natura». «¿Cómo una
pequeña, improductiva y empobrecida isla caribeña, anclada
en un herrumbroso pasado soviético borrado de la historia,
puede controlar a una nación mucho más grande, moderna,
rica, poblada y educada, sin que haya existido una previa
guerra de conquista?». El escritor se hacía esta pregunta en
una columna al año de la defunción de Chávez. Para Montaner,
Chávez se entregó al régimen cubano a cambio de lo que este
podía darle: «una visión, un método y una misión, pero, sobre
todo, informes de inteligencia sobre políticos, periodistas y
militares. Detectaban o magnificaban deslealtades y se las
rebelaban. La información era poder. Cuba reunía y entregaba
toda la información, subrayando los peligros para que Chávez
estuviera eternamente agradecido».
Es la pregunta a la que se vuelve continuamente. ¿Por qué
Venezuela, un país con un Producto Interior Bruto de casi
cuatrocientos mil millones de dólares, acabó tan dependiente
de Cuba, con uno de sesenta mil millones? Andrés
Oppenheimer, articulista de origen argentino, con residencia
en Miami como Montaner, da tres razones para este «primer
caso en la historia en que un país subsidia a otro y es
dominado por este último», según escribía en una de sus
colaboraciones de prensa. Primero, la razón psicológicoemotiva:
cuando en 1994 Chávez conoció a Castro era una
persona de 40 años, con dos golpes de estado fracasados
seguidos a sus espaldas y despojado de su condición de
militar. Y allí tenía delante de él, reconociéndole, poniéndole
en un pedestal, al gran mentor de las revoluciones
latinoamericanas. Desde entonces Castro fue para el inquieto
venezolano «una figura paterna, un gurú político y un
consejero personal». Después está la razón relativa a
cuestiones de seguridad: Castro supo inculcarle a Chávez el
temor paranoico a sufrir atentados por parte de su entorno, por
lo que se rodeó de guardas cubanos y confió a funcionarios de
la isla labores de contrainteligencia. Finalmente, la razón
política: le aportó el manual para atrincherarse en el poder,
recurriendo a un permanente estado de guerra que justificara
el hacerse con poderes absolutos. «Cuba manejó el Gobierno
de Venezuela como ningún país ha manejado los asuntos
internos de otro en la reciente memoria de la región».
La gran paradoja la resumía bien, a modo de cuento,
Moisés Naím, escritor y analista establecido en Washington,
probablemente la voz reflexiva venezolana más escuchada en
Latinoamérica. Uno de sus programas de televisión lo
comenzó sorprendentemente con dibujos animados, acom
pañados del siguiente texto, que leyó con su inconfundible
dicción de divulgador:
«Había una vez una pequeña isla dominada por un
anciano dictador. Era una isla muy pobre. A lo largo de
los años, el dictador había acabado con las fábricas, con
las cosechas, con la actividad económica más importante.
Nadie confiaba en él. Nadie le quería prestar dinero y su
pueblo padecía cada vez de más necesidades. La falta de
progreso y de oportunidades abrumaba a la gente. Cerca
de esta pequeña isla existía un país muy rico y poderoso.
El viejo dictador, que era muy astuto, invitó a su
presidente y le hizo una propuesta. Si le daba un poco de
sus riquezas le enseñaría a conservar el poder para
siempre. Al presidente le gustó el trato y comenzó a
mandar a la isla muy generosas ayudas; a cambio el
dictador le enviaba consejeros. Pero esos consejeros
poco a poco fueron tomando las riendas del país más
grande. Los asesores extranjeros se convirtieron en jefes.
En vez de dar consejos daban órdenes, y así fue cómo
aquel astuto tirano, no solo se aprovechó de la riqueza de
su vecino, sino que logró controlar sus destinos. Y aquel
país poderoso también se fue empobreciendo, como la
isla».
El psicólogo Fidel Castro
Desde el mismo triunfo de la revolución cubana Fidel Castro
le echó el ojo al petróleo de Venezuela. Ambos países salían
casi a la par de sendas dictaduras. El 23 de diciembre de 1958
fue derribado Marcos Pérez Jiménez en Caracas. La nueva
Junta Patriótica envió armas a quienes en Cuba combatían a
Fulgencio Batista. Cuatro días después de que el 1 de enero de
1959 se proclamara la victoria de la revolución cubana,
Venezuela se convirtió en el primer país en reconocer el nuevo
orden en la isla. Dos semanas más tarde, en agradecimiento de
esos gestos, Fidel viajó a la cercana nación, en lo que era su
primera salida al exterior, y allí pasó cinco días.
El chavismo calificó siempre de profética aquella visita,
en la que, invocando la figura de Simón Bolívar, Castro
proclamó que Venezuela debía ser «país líder de la unión de
los pueblos de América». A tenor de la salvación que, tras la
desaparición de la Unión Soviética, el petróleo venezolano ha
supuesto para el castrismo, diríase que más clarividente,
mirado con la perspectiva del tiempo, fue otro comentario
realizado en ese mismo viaje. «Para mí fue más emocionante
la entrada en Caracas que la entrada en La Habana», confesó
Fidel Castro, «porque aquí lo he recibido todo de quienes
nada han recibido de mí».
El barbudo líder de la Cuba revolucionaria se entrevistó
durante aquella estancia con el presidente electo venezolano,
Rómulo Betancourt, creador de Acción Democrática (AD). En
el encuentro, Castro le planteó que concediera un crédito al
país antillano para la compra de petróleo. La negativa de
Betancourt y el distanciamiento entre el socialismo
democrático de AD y el comunismo cubano provocó una
ruptura que pronto tendría consecuencias.
Cuba alentó enseguida la guerrilla en Venezuela, primer
punto al que quiso extender la revolución. De hecho, el Che
Guevara hizo rápidos planes para trasladarse a ese país. Solo
después de algunas dificultades en el proyecto el Che optó por
marchar a combatir al Congo y Bolivia. La primera campaña
guerrillera abierta tuvo lugar en 1963, y más adelante hubo dos
desembarcos desde Cuba, cuya preparación fue supervisada
por Castro. Detalles de ambos intentos, en 1966 y 1967, se
cuentan en La invasión de Cuba a Venezuela. Del desembarco
de Machurucuto a la revolución bolivariana (2007). El libro
subraya la permanente obsesión de Fidel por su proyecto
continental. A pesar de que Castro se puso de lado del
presidente Carlos Andrés Pérez cuando se produjo el
cuartelazo de Chávez en 1992, el dictador cubano vio pronto
el potencial del joven militar venezolano y la puerta que con él
podía abrirse a sus viejas aspiraciones. Se conocieron en el
viaje que Chávez hizo a Cuba en 1994, al salir de prisión.
«Chávez era una especie de arcilla en las manos de un
artesano como Fidel, tan buen orfebre», diría Héctor Pérez
Marcano, uno de los dos autores de La invasión de Cuba a
Venezuela y participante de aquel movimiento guerrillero;
luego se distanció del castrismo.
Con el tiempo, en el pueblo pesquero de Machurucuto el
chavismo colocó una placa para honrar a los guerrilleros
llegados de Cuba que cuarenta años atrás desembarcaron allí
para intentar prender el comunismo. Vencidos por el Ejército
venezolano, siempre se les había denostado como invasores.
Ahora eran héroes. «El régimen comunista cubano finalmente
ha logrado su objetivo de invadir la Venezuela rica en
petróleo, esta vez, sin disparar un tiro», concluyó The
Economist, que con la evocación de Machurucuto arrancaba
uno de sus artículos, titulado «Venecuba».
El primer encuentro de Chávez con Fidel Castro, el 14 de
diciembre de 1994, fue seminal. El bregado mandatario había
unido bien los puntos de la personalidad del antiguo oficial
antes de que se produjera su visita a la isla. En un principio,
Chávez iba a desplazarse con Luis Miquilena, un veterano
político venezolano que desde tiempo atrás mantenía estrechos
lazos con el régimen cubano. Al tener noticia de que Castro no
podría recibirles en las fechas en que viajaban, Miquilena
decidió no acudir y envió a Chávez para que tuviera algunas
reuniones con dirigentes de menor nivel. Cuando el golpista
bajó del avión, allí estaba Fidel esperándole para darle la
bienvenida. El descendiente de gallego y canaria tuvo la
astucia de adivinar que la tecla que funcionaba con Chávez era
la del ego. La usaría continuamente, de muchas maneras.
Fidel Castro descubrió que Chávez tenía un complejo
afectivo. Al empezar por aquí el relato no hay un afán de
descrédito personal; ya la anterior cita de Oppenheimer
situaba en primer lugar la relación Hugo-Fidel en un marco
psicológico-emotivo. Nacido en la población de Sabaneta,
estado Barinas, el 28 de julio de 1954, Chávez fue el segundo
de seis hermanos. El hecho de que no creciera viviendo con
los demás, sino alojado en la casa de su abuela, le generó
zozobra sobre el cariño de su madre y la paternidad real de su
padre, ambos maestros, de origen humilde. Se casó dos veces,
primero con una joven de Sabaneta, Nancy Colmenares, con la
que tuvo tres hijos (Rosa Virginia, María Gabriela y Hugo
Rafael) y, ya en su carrera hacia la presidencia, con la
periodista Marisabel Rodríguez, con quien tuvo una hija
(Rosinés) y de la que se separó en 2003. Desde entonces
permaneció solo, sin ninguna relación amorosa estable, si bien
mantuvo relaciones sexuales con multitud de mujeres.
«Chávez era un enfermo, un día se cogía a una y otro día a
otra. Unas noches me decía: ‘dile a fulana que venga’, y eso
que ya era la una de la madrugada o más tarde. Había una lista.
Si una no podía venir se llamaba a otra y enviábamos a
buscarla a su casa». Lo cuenta alguien que estuvo en el
estrecho círculo del presidente y tuvo que ocuparse muchas
veces de esas urgencias del comandante. Esa persona revela
que Fidel Castro, que sabía de qué pie cojeaba Chávez, le
preparó un encuentro a su apadrinado con la top model Naomí
Campbell. Como sorpresa para uno de sus cumpleaños el líder
cubano envió a buscar a la esbelta británica de ascendencia
jamaicana, que llegó a La Habana en un avión privado de
Petróleos de Venezuela. «Era una forma de hacerle crecer el
ego, de hacerle ver que podía conquistar grandes trofeos.
Luego ella, a los pocos meses, fue detrás de él a Caracas».
Campbell se fotografió a las puertas del Palacio de Miraflores
en octubre de 2007, donde formalmente había acudido para
abogar por una causa humanitaria.
La promiscuidad de Chávez, de acuerdo con este testigo,
que da importancia a este aspecto como manifestación de una
personalidad insegura, también incluyó las mujeres de
diversos generales. «Les ofrecía plata o la promoción de sus
maridos, o daba a estos sinecuras para que pudieran ganarse
diez o veinte millones de dólares». De esta manera hacía
sentir su superioridad sobre ellos, les chantajeaba con el
miedo a quedar como maridos engañados si trascendía el
secreto de alcoba y les tenía implicados en la corrupción.
También tuvo relación con alguna ganadora de concursos de
belleza y con varias ministras. No vale la pena mencionar sus
nombres, algunos son conocidos.
Había mujeres que se alejaban pronto al saber que eran
solo parte de un harén. Otras aceptaban la situación pensando
que el verdadero amor era para ellas, como Nidia Fajardo,
azafata en sus primeros vuelos presidenciales, quien en 2008
dio a luz una niña, Sara Manuela; su persistencia prolongó la
relación en el tiempo. En 2005 había tenido ya una hija,
Génesis María, con Bexhi Lissette Segura, su ama de llaves.
Ambas niñas recibieron reconocimiento callado de Chávez:
mensualmente les hizo llegar manutención, pero no las
equiparó legalmente a sus hijos previos. Al año de su muerte
fueron admitidas por los Chávez como parte de la prole del
fallecido presidente.
Castro también supo aprovechar el desorden bipolar que
padecía el líder venezolano. «Pasaba de la euforia a la
tristeza, disociando su personalidad y llegando a tener
episodios de pérdida de contacto con la realidad. Oscilaba
entre esos dos polos, con más tendencia a la euforia, a la
hiperactividad y a la manía», relató a la prensa el doctor
Salvador Navarrete, uno de sus médicos al principio de llegar
a la presidencia. El astuto dirigente cubano se ocupó de tratar
a Chávez como si viera en él casi una reencarnación de Simón
Bolívar.
Ascenso y consolidación del chavismo
Cuando Hugo Chávez estrechó por primera vez la mano de
Fidel Castro ya se había distinguido como alguien con
magnetismo entre sus compañeros de armas, con muchos de
los cuales guardaba una estrecha camaradería tras egresar en
1975 de la Academia Militar, a la que siguió vinculado en
sucesivos cursos. En 1982 fundó el Movimiento Bolivariano
Revolucionario 200. Al año siguiente, cuando se celebraban
los doscientos años de la muerte de Simón Bolívar, se conjuró
con un grupo de seguidores para la constitución de una nueva
república. Los planes se aceleraron tras el Caracazo del 27 de
febrero de 1989, la sangrienta represión de las protestas
populares levantadas contra las medidas económicas de la
recién estrenada presidencia de Carlos Andrés Pérez.
El 4 de febrero de 1992 Chávez protagonizó un golpe de
Estado con otros tres tenientes coroneles. Aunque la acción
triunfó en las demás jurisdicciones militares, Chávez no pudo
tomar la plaza de Caracas. Al rendirse, aprovechando que la
televisión le grababa para que llamara a la retirada al resto de
rebeldes, transmitió al país que se replegaba solo «por ahora».
La expresión se convertiría más adelante en uno de los grandes
referentes mitológicos del chavismo, como el propio 4-F. Unos
meses después, el 27 de noviembre de ese 1992, hubo una
segunda intentona golpista, de menor calado, cuyo plan incluía
rescatar a Chávez de la prisión de San Francisco de Yare en la
que se encontraba, pero también fracasó.
Sobreseída su causa en marzo de 1994 por el nuevo
presidente, Rafael Caldera, Chávez se volcó en intentar lograr
el poder mediante la acción política. Sabía bien del cansancio
social y la corrupción que había generado la alternancia
propiciada décadas atrás por el llamado pacto de Punto Fijo
entre los socialdemócratas de Acción Democrática y los
democristianos de Copei. La partidocracia había dado lugar al
encadenamiento de presidencias engatilladas, entre el
centroderecha de Rafael Caldera (1969-1974 y 1994-1999) y
el centroizquierda de Carlos Andrés Pérez (1974-1979 y
1989-1993). Desencantados de adecos y copeyanos, muchos
venezolanos reclamaban mayor radicalidad democrática y
compromiso social. Chávez transformó su grupo en un partido
político, Movimiento V República (MVR), y se presentó a las
elecciones de diciembre de 1998. Ganó con el 56,5 por ciento
de los votos.
Poco antes de su toma de posesión en febrero de 1999,
Chávez fue a Cuba a encontrarse con Fidel. El vuelo de
regreso lo hizo con Gabriel García Márquez. Al aterrizar en
Caracas, «mientras se alejaba entre sus escoltas de militares
condecorados y amigos de la primera hora», escribiría el
premio Nobel colombiano, «me estremeció la inspiración de
que había viajado y conversado a gusto con dos hombres
opuestos. Uno a quien la suerte empedernida le ofrecía la
oportunidad de salvar su país. Y el otro, un ilusionista, que
podía pasar a la historia como un déspota más».
La principal promesa electoral de Chávez era sepultar la
cuarta república. Forzando el orden constitucional, en 1999 se
convocó un referéndum para abrir ese proceso y celebrar
elecciones a una asamblea constituyente. A final de ese año la
nueva Constitución fue aprobada en consulta popular. En julio
de 2000 hubo comicios para legitimar todos los puestos de
representación y Chávez resultó reelegido. «Algunos piensan
que Fidel Castro está guiando esta revolución. Nosotros
queremos mucho a Fidel, pero el líder de esta revolución es
Bolívar», dijo el presidente en su nueva juramentación.
Chávez había actuado de modo autónomo, pero sucesos a
punto de ocurrir le llevarían a ser cada vez más dependiente
de La Habana.
El mayor presidencialismo de la nueva Constitución, que
alargaba a seis años el mandato del presidente, y otras
disposiciones que reducían los contrapesos entre poderes,
como la eliminación del Congreso bicameral, alentaron la
reacción de opositores políticos y empresarios, estos últimos
liderados por Fedecámaras (Federación de Cámaras y
Asociaciones de Comercio y Producción de Venezuela). Una
huelga general comenzada el 9 de abril de 2002 extendió las
protestas. El día 11 una gran marcha en el centro de Caracas
acabó dirigiéndose hacia el Palacio de Miraflores y fue
confrontada por simpatizantes de Chávez. La violencia
desatada –hubo diecinueve muertos– llevó al Alto Mando
Militar a forzar la dimisión del presidente, anunciada en la
madrugada del 12 de abril.
Pedro Carmona, presidente de Fedecámaras, tomó
posesión en ese momento como presidente interino, saltándose
lo previsto por la Constitución en caso de renuncia del jefe del
Estado. Carmona decretó la disolución de la mayoría de los
órganos constituidos y tuvo que hacer frente a la presión en la
calle de grupos chavistas, que reclamaban la presidencia
temporal para quien venía ejerciendo de vicepresidente,
Diosdado Cabello, en espera de que Chávez pudiera recuperar
la banda tricolor. Liberado por militares fieles, el líder
bolivariano retomó el poder el día 14, alegando que no había
firmado ningún documento de dimisión. El Tribunal Supremo
de Justicia zanjó el hiato de mando que se había producido
calificándolo de «vacío de poder», mientras que el chavismo
siempre prefirió etiquetarlo de golpe de Estado. El
nombramiento de Carmona, en cualquier caso, había
contravenido el ordenamiento constitucional.
El pulso continuó en los siguientes años, con una oposición
alentada por la debilidad vista en el Gobierno y un Chávez
decidido a torcer el brazo de quienes ralentizaban la ejecución
de sus cambios políticos y económicos. A la dura huelga
petrolera de finales de 2002 y principios de 2003, promovida
por la mayoría de la fuerza laboral de la compañía estatal
Petróleo de Venezuela, siguió la recogida de firmas para echar
a Chávez en un referéndum revocatorio. No era solo la
oposición conservadora, en ocasiones con excesiva
estridencia, la que arremetía contra el presidente, también lo
hacía algún sector de izquierda moderada desencantado con
los tics autoritarios que estaba mostrando el chavismo.
En esa coyuntura adversa, Chávez intensificó su relación
con Cuba. Ya en octubre de 2000, durante una visita de Fidel
Castro a Caracas, se había firmado un acuerdo de cooperación
integral por diez años, que luego se prolongaría por otros diez.
Tras el golpe de 2002, el presidente venezolano integró a
agentes cubanos en su seguridad y entregó a la isla la
supervisión de la contrainteligencia militar, con el encargo de
auscultar los cuarteles, por si había ruido de sables. Entonces
comenzó una purga.
Entre finales de 2003 y comienzos de 2004, por expreso
consejo de La Habana, Chávez puso en marcha las misiones
bolivarianas: una treintena de programas para la atención de
necesidades de la población con pocos recursos –más de la
mitad del censo–, que facilitaron enormemente el dirigismo
gubernamental sobre las clases populares. Chávez retrasó
cuanto pudo la convocatoria del referéndum revocatorio
promovido en su contra hasta tener en marcha las misiones.
Cuando se celebró la consulta, en agosto de 2004, el chavismo
logró salir victorioso. La desmoralización que esto supuso en
las filas contrarias llevó a la mayor parte de los grupos de
oposición a ausentarse de las elecciones legislativas de
diciembre de 2005, lo que arrojó una Asamblea Nacional
absolutamente dominada por los aliados de Chávez. Fue un
puente de plata para que el chavismo pudiera copar todos los
órganos designados por la cámara, como el Tribunal Superior
de Justicia y el Consejo Nacional Electoral (CNE).
El siguiente paso en el asesoramiento cubano fue el diseño
de una milimétrica movilización electoral y la coordinación de
un sistema informático que, en confabulación con el CNE,
facultaba el fraude en las votaciones automatizadas de
Venezuela. Estrenada en gran medida en las presidenciales de
diciembre de 2006, que supusieron otro triunfo de Chávez, esa
ingeniería electoral aumentaría su eficacia en convocatorias
siguientes. En mayo 2007 el Gobierno perdió por poco un
referéndum de reforma constitucional que fundamentalmente
permitía la reelección indefinida del presidente, pero lo ganó
en febrero 2009. Para entonces, la formación política de
Chávez había cambiado a Partido Socialista Unido de
Venezuela (PSUV) y adoptado el color rojo –el rojo rojito–
como emblema. Durante una de las frecuentes visitas de
Chávez a La Habana, Fidel dijo que Venezuela y Cuba eran
«dos países, una nación». «Con una sola bandera», añadió el
venezolano. Y Castro apostilló: «somos venecubanos».
Asesores, agentes y espías cubanos
Testigo de la creciente toma de posiciones de personal cubano
en el aparato de mando venezolano en esos años es un antiguo
alto funcionario que trabajó en el Palacio de Miraflores.
Recuerda los privilegios de movimiento que tenían los agentes
de seguridad enviados por La Habana para la protección de
Chávez, muy similares a los mantenidos con Maduro, que
heredó la custodia de guardaespaldas de entrenamiento y
obediencia castrista.
Para acceder a las dependencias de Miraflores, de acuerdo
con este testimonio, existían cuatro tipos de carnets. Todas las
identificaciones llevaban el holograma del escudo nacional,
con una franja de distinto color según las restricciones de
movimiento. La tarjeta con franja amarilla solo permitía entrar
en el área administrativa del Palacio Blanco, un edificio
contiguo al de Miraflores que funciona como extensión de este,
con el que está unido por una conexión subterránea. La tarjeta
con banda azul facultaba el acceso a las direcciones generales
y oficinas de viceministros, tanto del Palacio Blanco como del
de Miraflores. Los ministros y vicepresidentes, con un carnet
de franja roja, podían moverse libremente por todo el
complejo, salvo en la zona reservada de la Oficina del
Presidente. Finalmente, una identificación con los tres colores
previos era la única que abría la puerta del sancta sanctorum
presidencial. Solo disponían de ella el jefe de la Casa Militar
y los miembros de la seguridad personal de Chávez, entre los
que había un grupo de cubanos. Ni siquiera el ministro del
Despacho de Presidencia era admitido en ese espacio, salvo
que fuera convocado por Chávez. De hecho, los cubanos
ordenarían sacar la oficina del ministro fuera del palacio, para
aislar aún más al jefe del Estado.
En Miraflores había destinados alrededor de diez cubanos.
La mayoría, con residencia permanente allí, aunque con
rotación trimestral, formaban parte del anillo número uno de
seguridad, ocupado de la custodia del presidente y su atención
personal. De Cuba era el mesonero, el cocinero y todo el
equipo médico. Uno de los miembros de ese equipo tenía la
misión de desplazarse siempre junto a Chávez llevando el
maletín de emergencia médica. En el maletín había
analgésicos, inyecciones, un resucitador y un desfibrilador
cardiaco, así como armas pequeñas que el presidente pudiera
necesitar para autodefensa en caso de un ataque en el que la
acción de sus guardaespaldas no fuera suficiente.
La comunicación con Cuba era telefónica y electrónica.
Pero también había envíos semanales que revestían todo el
simbolismo de la entrega de instrucciones expresas dictadas
desde lo más alto. Todos los lunes por la tarde llegaba un
sobre al aeropuerto de Maiquetía en un aparato de Cubana de
Aviación. El sobre debía ser recogido en persona por un
viceministro, que se lo llevaba al ministro del Despacho del
Presidente y el ministro se lo entregaba a Chávez. Se
desconoce el contenido de esas comunicaciones, pero a juzgar
por el ritual del procedimiento seguido debía corresponder a
un envío postal secreto probablemente de la presidencia
cubana.
La asesoría cubana había comenzado de modo modesto.
Una docena de comunistas fueron enviados por Fidel Castro a
Venezuela en 1997 para colaborar en la campaña electoral que
entonces lanzaba Chávez. En 1999, en su primer año de
presidente, llegó un contingente de unas mil seiscientas
personas, en el marco de una campaña de auxilio internacional
por la emergencia creada a raíz de devastadores
deslizamientos de tierras en el estado Vargas. La firma en
2000 del Acuerdo Integral de Cooperación abrió la puerta a la
presencia regular de un gran volumen de personal cubano. Ese
marco de colaboración dio origen a más de ciento cincuenta
acuerdos suscritos por ambas naciones «para garantizar el
buen vivir del pueblo», según la publicidad institucional. Los
acuerdos incluían las áreas de salud, educación, cultura,
deportes, ahorro energético, minería, informática,
telecomunicaciones, agricultura y formación política de
cuadros. Oficialmente el objetivo de esa mancomunidad era la
«complementariedad económica» entre ambos países.
La primera concreción visible de esa cooperación fue el
convenio médico, firmado en noviembre de 2001. Supuso la
llegada de seis mil médicos y paramédicos y dio paso a una de
las misiones bolivarianas más conocidas, la de Barrio
Adentro. Su planteamiento era el de una penetración capilar,
pues los facultativos y demás personal sanitario iban a vivir en
los mismos barrios en los que estaban los dispensarios. Eso
ciertamente acercaba la medicina a las poblaciones, aunque
para lograr ese objetivo el Gobierno venezolano también
podía haber potenciado la vía ordinaria de extender su propia
red pública de hospitales. La utilidad política de la iniciativa
era que esos centros médicos se erigían en controladores de la
comunidad.
Uberto Mario, que ha aparecido en diversos canales de
televisión como antiguo agente del espionaje cubano (G2) en
Venezuela, ha explicado en esas intervenciones que entre sus
cometidos se encontraba el de «cuidar» a los médicos
cubanos. «Tenía que saber lo que hacían», por si alguno
pensaba en colgar la bata y desaparecer. Por eso se les
recogían los pasaportes cuando llegaban a su destino de
misión. El programa Barrio Adentro, con alguna variante,
estaba presente en diversos países y esa dispersión de
médicos se prestaba a gestar disidencias. Al final de la era
Chávez más de tres mil de esos profesionales de la salud
cubanos enviados a otras naciones habían escapado a Florida,
donde la asociación Solidaridad Sin Fronteras les ayuda a la
reinserción laboral en Estados Unidos. Solo en 2014 lo habían
hecho alrededor de setecientos, la mayoría desde Venezuela,
de acuerdo con esa asociación. La tapadera de Uberto Mario
era el ejercicio de periodista, como corresponsal en Venezuela
de Radio Rebelde, emisora fundada por el Che en Sierra
Maestra. El antiguo agente señala también a Radio Nacional
de Venezuela y YVKE Mundial, emisoras estatales
venezolanas, como nido de espías cubanos. Punto neurálgico
del G2 en Caracas era la sede de la delegación de Prensa
Latina, la agencia de noticias de Cuba.
Para los cubanos una importante antena era también el
programa La Hojilla, en el canal estatal Venezolana de
Televisión (VTV). Conducido por el activista del PSUV Mario
Silva, el programa nocturno de opinión se convirtió en emisión
de referencia en la era de Chávez, porque este hacía
publicidad de él y en ocasiones lo utilizaba para transmitir
mensajes. A juzgar por una grabación divulgada en mayo de
2013, una vez muerto Chávez, Silva era habitual confidente de
la alta jerarquía cubana, con la que era patente que muchos
dirigentes políticos chavistas se confesaban. «Ayer tuvimos
una reunión de inteligencia con dos camaradas cubanos, dos
oficiales, en Fuerte Tiuna», se le oía decir. En las
conversaciones divulgadas, Silva criticaba a dirigentes de su
partido. A raíz de la polémica cayó de su atalaya mediática y
VTV clausuró La Hojilla (volvió al aire en 2015).
El interlocutor de Silva era el teniente coronel Adamis
Palacio, a quien el presentador hablaba como si los cubanos
tuvieran la última palabra en los altos asuntos de Venezuela.
Palacio estaba en Caracas adscrito a la Casa Militar del
presidente de la república, como jefe de contrainteligencia.
Además de impartir clases a oficiales venezolanos en esas y
otras tareas, también sirvió en el aeropuerto de Maiquetía, en
este caso bajo la cobertura oficial de representante de Cubana
de Aviación, pero en realidad ocupado de la seguridad en la
rampa cuatro, que normalmente da acceso al avión
presidencial venezolano. Allí su misión fue controlar las
entradas y salidas de dirigentes chavistas y cubanos. Durante
sus estancias en Cuba formaba parte de la guardia presidencial
de Raúl Castro.
Un Ejército tutelado
En el último año de vida de Chávez había oficialmente en
Venezuela 45.000 cubanos prestando servicios, de los cuales
treinta mil eran médicos y personal sanitario. Probablemente
la mayoría eran miembros de los Comités de Defensa de la
Revolución (CDR) de Cuba, pues su jefe decía en 2007 que en
Venezuela había treinta mil cederristas. Pero la cifra total de
cubanos en suelo venezolano debía de ser muy superior. Junto
a quienes a la luz pública ejercían funciones de entrenadores
deportivos, educadores, asistentes sociales o consultores de la
Administración –tareas especificadas en el convenio de
colaboración entre los dos países–, había que añadir a quienes
actuaban al margen del conocimiento ciudadano, como
militares y personal de inteligencia. El general Antonio
Rivero, chavista de primera hora y luego marginado
precisamente por cuestionar la injerencia cubana en las
Fuerzas Armadas venezolanas, calculaba que en 2012 había
alrededor de cien mil cubanos cumpliendo cometidos en
Venezuela. En declaraciones a varios medios, estimaba que en
labores de inteligencia podía haber cerca de cuatro mil
funcionarios isleños.
Rivero fue alguien cercano al líder bolivariano. En la
segunda intentona golpista de 1992 tuvo como misión liberar a
Chávez de la prisión de Yare. No pudo cumplir el objetivo,
pero sí socorrerle cuando fue obligado a dimitir en 2002. El
general participó en la operación de llevar de nuevo a Chávez
a Miraflores y le puso su propio chaleco antibalas cuando el
presidente salió al balcón de palacio para saludar a sus
seguidores. El vínculo entre ambos se comenzaría a enfriar
con el salto cualitativo que entonces dieron las relaciones con
Cuba. Apartado del comando de tropa desde hacía años, dejó
el Ejército en 2010. Luego fue incluso detenido por algún
tiempo y al final marchó a Estados Unidos.
El giro hacia el modelo cubano de la Fuerza Armada
Nacional (FAN) se produjo formalmente en 2007. Ese año se
institucionalizó en los cuarteles el lema «Patria, socialismo o
muerte», que los militares debían repetir, vulnerando así la
imparcialidad política que tradicionalmente se les exigía y que
constituye un elemento definidor del sistema democrático. En
ese momento también se creó la Milicia Nacional Bolivariana,
un cuerpo paralelo de civiles con entrenamiento y acceso a
armamento. La Milicia se constituyó con un estado mayor
propio, integrado por mandos militares, que reportaban
directamente a la cúpula de la FAN. En 2014 su número se
acercaba al millón de efectivos, de diferente compromiso y
adiestramiento, frente a los doscientos mil del cuerpo militar
regular. La justificación de esa movilización era que el país
mantenía una «guerra popular prolongada» frente al
imperialismo estadounidense.
El cómputo que había venido haciendo Rivero hablaba de
unos quinientos militares cubanos uniformados que ejercían
funciones de asesoría en áreas estratégicas y operacionales,
así como de inteligencia, ingeniería, comunicaciones y
armamento. Estaban encabezados por un general en
permanente relación con el despacho del ministro de Defensa.
Parte de ese personal se encuadraba en una unidad militar
cubana de entre doscientos o trescientos efectivos con sede en
Fuerte Tiuna, la gran instalación militar de Caracas, donde se
encuentra el Ministerio de Defensa. Uno de ellos era el
coronel Cecilio Díaz, que en 2014 desertó y escapó a Estados
Unidos. Desde allí aseguró que el Ejército Cubano de
Ocupación (ECO), como lo llamaba la oposición, estaba
formado por unos cuarenta mil efectivos, la mayoría
distribuidos por el país disfrazados como militares
venezolanos. Todo el operativo estaría dirigido por un Grupo
de Cooperación y Enlace (Gruce) de la Fuerza Armada
Revolucionaria de Cuba, comandado por los generales
cubanos Herminio Hernández Rodríguez, Fran Yánez y
Leopoldo Cintia Fría.
Rivero mostró al diario El Universal una fotografía en la
que aparecía el general Leonardo Andollo Valdés, jefe del
Estado Mayor del Ejército cubano, en una reunión de oficiales
venezolanos en la que, según aseguró, se trataron asuntos
estratégicos de Venezuela. En la imagen se veía un mapa de
ese país, con el título «carta de operaciones», que exponía
información aparentemente clasificada, pues incluía unidades
de la región occidental y su sistema de seguridad frente a
Colombia.
También El Nuevo Herald aportó denuncias de un oficial
venezolano, de identidad no desvelada por protección, en las
que se ponía en evidencia esa sumisión al estamento militar
cubano. Así, en la preparación de la cumbre de la Comunidad
de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac) de
diciembre de 2011 que hubo en Caracas, el representante
cubano incrustado en la Dirección General de Contra
Inteligencia Militar venezolana, conocido como coronel
Alcides, desmontó los anillos de protección que el personal
venezolano había previsto. «No, eso no va», les dijo. «Cuando
nos dimos cuenta, los tres primeros anillos de seguridad eran
cubanos», declaró el oficial al periodista Antonio María
Delgado. «Los cubanos toman decisiones dentro de esa
Dirección General. Se les presta mucha atención a las
sugerencias y comentarios que hacen. Y ellos son los que
gestionan los planes y diseñan la forma de acción que va a
tomar la contrainteligencia con grupos opositores y
estudiantes». Ese oficial también se refirió a los cursos que
muchos militares venezolanos, y en concreto los de
contrainteligencia, debían realizar en Cuba. «Son cursos de
formación ideológica, donde te enseñan que lo primero es
preservar la vida del Comandante en Jefe de la Revolución,
luego la Constitución y después el pueblo».
Con estos precedentes, la mano de Cuba no podía sino
estar también detrás de la organización de la violenta
represión con la que el Gobierno de Nicolás Maduro acogió
las masivas manifestaciones que se desataron a principios de
febrero de 2014. Fuentes citadas por El Nuevo Herald
afirmaron que un equipo cubano de una veintena de oficiales y
funcionarios de alto rango se había instalado en el Palacio de
Miraflores para supervisar las operaciones de represión, con
especial atención a la coordinación entre las fuerzas de
seguridad y los grupos de civiles armados que estaban
operando. Esa labor se desarrolló formalmente a través del
Secretariado Revolucionario de Venezuela, coordinadora de
todos esos grupos civiles o colectivos, cuya cúpula registraba
una gran penetración cubana. El equipo instalado en
Miraflores también tenía la misión de reforzar el control de
los alrededores del complejo presidencial, para prevenir una
situación como la de 2002, cuando una gran manifestación que
se aproximó al palacio acabó suponiendo el derribo
momentáneo de Chávez. Algunos manifestantes aseguraron
haber detectado elementos de los cuerpos de seguridad con
acento cubano.
«Los cubanos no se van a ir de aquí; no hay vuelta atrás en
la unión entre Cuba y Venezuela», aseveró en medio de los
disturbios de 2014 Jorge Arreaza, casado con Rosa Virginia,
la hija mayor Chávez, y elevado a vicepresidente a la muerte
de este. «Levantar las banderas contra la revolución cubana,
levantar la voz y decir: fuera los cubanos de Venezuela, es un
insulto». Con ello, Arreaza hacía frente a la impopularidad
que la injerencia cubana tenía en muchos sectores de la
población. La revolución castrista, afirmaba, era «la
referencia, la luz, el sol» de la revolución bolivariana y
marcaba «cómo nosotros debemos hacerlo».
Esa guía pasaba por la conversión de Venezuela en un
Estado Comunal, un proyecto ya lanzado por Chávez, con el
consejo de Fidel Castro, pero que hasta entonces había tenido
lenta implementación. Era la adaptación del modelo de soviets
al Caribe. Asambleas de ciudadanos se constituirían en
consejos comunales y varios de ellos darían lugar a la comuna,
cuyos órganos de representación y gobierno se designarían
mediante elecciones indirectas de varios grados. En ese
esquema, el Gobierno tendría relación directa con las
comunas, saltándose la estructura de las gobernaciones y de
los municipios, donde en ocasiones la oposición lograba tener
mando. También se originaba la Milicia Comunal, una guardia
vecinal cuyo patrón seguía el de los Comités de Defensa de la
Revolución cubanos. El plan era el recambio para cuando el
chavismo ya no tuviera margen de manipular las elecciones
presidenciales, siguiendo el viejo impulso de dar un desabrido
manotazo a las urnas electorales que no se pronuncian del
modo deseado.
Como hasta la fecha no había habido riesgo de perder el
poder, la creación de las comunas no había sido una prioridad.
Pero la contestación social iba haciendo necesario a Maduro
avanzar en el tránsito hacia el Estado Comunal. Así, en 2014
se aprobaron varias leyes para dar un impulso a las comunas,
transfiriéndoles ciertos servicios y competencias, junto con su
financiación, que hasta entonces básicamente eran
municipales. El plan era un vaciado progresivo de los
cometidos de municipios y gobernaciones, para finalmente
permutar un Estado por el otro, rompiendo con una democracia
parlamentaria ya muy en los huesos. Para empujar el traspaso,
Maduro colocó al excanciller Elías Jaua, hombre formado por
los cubanos, en el Ministerio de las Comunas. Pero los
problemas financieros gubernamentales dificultaban ese salto.
El gran negocio de Cuba
A la vista de la influencia cubana en Venezuela, lo normal es
que desde la ingenuidad surja una pregunta: ¿cuánto le ha
pagado Cuba todos estos años al Gobierno venezolano para
hacerse con las riendas de ese país? Tan sorprendente era la
situación como la respuesta: quien estaba pagando era la
misma Venezuela. La nación suramericana le venía entregando
a Cuba anualmente alrededor de cien mil barriles diarios de
petróleo y derivados. A un precio en el mercado de cien
dólares el barril de promedio en los largos años de bonanza,
eso suponía unos 3.700 millones de dólares anuales. A
diferencia del crudo venezolano entregado a otros países
asociados, Cuba ni debía abonar una parte en el momento de la
entrega ni tenía que completar la factura al cabo del tiempo.
Cuba pagaba todo ese petróleo con los servicios prestados
antes numerados: médicos, entrenadores deportivos, asesores
militares… Cuba consumía parte del crudo, pero vendía la
mayor porción fuera, como principal fuente de divisas.
Los acuerdos entre los dos países, según indicaba la web
oficialista Cubainformación, «responden a un esquema de
intercambio bilateral que incluye el suministro estable de
petróleo de Venezuela a Cuba, cierto; pero, a su vez, Cuba
realiza el enorme esfuerzo de integrar más de cuarenta mil
profesionales en los programas de educación, salud, deporte,
agricultura o cultura que el Gobierno venezolano no podría
haber podido llevar adelante sin la cooperación cubana. Este
esquema rompe por supuesto con las reglas clásicas del
mercado».
Rompía tanto con las reglas del mercado, una de las cuales
es la trasparencia, que no existía documentación pública que
detallara la cuantía de cada servicio prestado por Cuba, ni
posibilidad de que la oposición pudiera fiscalizar las cifras
del intercambio. Si se divide el precio de mercado del
petróleo que anualmente se venía entregando a Cuba entre los
45.000 cubanos oficialmente residentes en Venezuela en el
marco de los convenios, saldría un sueldo para cada uno de
ellos de 82.000 dólares anuales. Un sueldo de lujo que
ninguno de ellos percibía. La ONG Solidaridad Sin Fronteras
estima que Venezuela venía pagando entre mil quinientos y
cuatro mil dólares mensuales por profesional, pero estos
recibían menos de cien dólares, el resto se lo quedaba el
Gobierno de Cuba.
Dado lo absolutamente opaco de la relación, resulta
imposible conocer el total de subvenciones venezolanas
recibidas por Cuba. Además de la prestación de servicios
sociales, los acuerdos contemplaban tratos comerciales y
créditos especiales ventajosos para el régimen castrista al
margen de cualquier auditoría. Entre estos figuraba la
financiación de multitud de proyectos en la isla, como
infraestructura ferroviaria, hotelera y energética. Para 2013 la
estimación de varios analistas sobre el subsidio venezolano
fue de casi trece mil millones de dólares, lo que suponía un
veintiún por ciento del Producto Interior Bruto cubano.
En esas circunstancias también es imposible conocer la
deuda de Cuba para con la república bolivariana. Cualquier
cálculo se topa con posibles borrones operados en los libros
contables. Al menos uno es el que confiesa Rafael Isea,
nombrado ministro de Finanzas en 2008. Isea, quien en el
siguiente capítulo será presentado con más detalle, refiere que
un día se personó ante Chávez con un punto de cuenta:
–«Presidente, hay cinco mil millones de dólares que nos
debe Cuba.
–Bórralo de las deudas, Rafael.
–¿Cómo? ¡Pero si está en los libros!
–Te digo que lo borres, y que no quede registrado en la
contabilidad».
Chávez disponía como dueño y señor del dinero que era de
todos los venezolanos, y a pesar de que muchos pobres
habrían objetado contra tamaña generosidad hacia los Castro a
cargo del erario público, el presidente cargaba contra la clase
acomodada. «A la burguesía le da piquiña cuando hablamos de
Cuba. ¡Vamos a hablar de Cuba por todos lados! ¡Viva Cuba,
viva Cuba, viva Cuba!». Era una de las formas que tenía
Chávez de esconder algo: darle aparente publicidad,
preferiblemente en forma de ataque, simulando que no tenía
nada que ocultar.
Con esas últimas palabras el presidente venezolano acogía
en febrero de 2010 la llegada a Caracas de Ramiro Valdés,
dirigente histórico de la revolución cubana, al frente de una
comisión que oficialmente iba a encargarse de resolver la
crisis de producción eléctrica que padecía Venezuela. La
reducción de la capacidad hidroeléctrica, debido a una sequía,
y el deficiente estado de la red, sin apenas inversión para su
mantenimiento y mejora, habían llevado a frecuentes cortes de
suministro. Pero ni Cuba era conocida por liderazgo en ese
campo, ni Valdés era un experto. La oposición siempre
sospechó que su presencia respondía a otros fines. Valdés,
fundador del temible G2 y en dos ocasiones ministro del
Interior, ejercía ahora como ministro de Informática y
Comunicaciones. La era digital hacía de las conexiones entre
modernos dispositivos el nuevo ámbito al que extender el
aparato represivo del Estado. En aquellos meses estaba en
marcha el proyecto de un cable submarino de fibra óptica entre
Cuba y Venezuela.
También bajo mando de Ramiro Valdés estaba el control
de las cédulas de identidad y los pasaportes de todos los
venezolanos, proceso tecnológico entregado a Cuba. Unos
años antes, Venezuela había encargado un programa de
«transformación y modernización» del sistema de
identificación, migración y extranjería a la empresa cubana
Albet, vinculada a la Universidad de las Ciencias
Informáticas, que dependía de Valdés. De acuerdo con uno de
los documentos del contrato que obtuve, la parte cubana
manejó millones de soportes vírgenes para producción de
carnets de identidad y pasaportes. La falta de trasparencia del
proceso sembraba dudas sobre el destino de esos soportes, sin
descartarse que pudiera estar relacionado con casos de
identidad falsa de votantes en las elecciones, algo tantas veces
denunciado por la oposición. Valdés se marchó de Caracas sin
arreglar el problema eléctrico, pero en las siguientes
elecciones presidenciales la conectividad informática Cuba-
Venezuela probó ser decisiva. También eran cubanos los
sistemas informáticos de la presidencia de la república y de
los ministerios, así como de los programas sociales, los
servicios policiales y la petrolera Pdvsa.
Además de gestionar el Sistema Administrativo de
Identificación, Migración y Extranjería (Saime), que ponía en
manos de La Habana la base de datos personales de los
venezolanos, los cubanos también pasaron a encargarse del
Servicio Autónomo de Registros y Notarías (Saren), que
incluía registros civiles, mercantiles y de la propiedad, lo que
les daba conocimiento sobre bienes y transacciones.
Asimismo, tenían labores de codirección en los puertos,
presencia en aeropuertos y puestos de control migratorio y
mando sobre diversas esferas de la administración pública
venezolana. Entre estos últimos estaban los casos de Bárbara
Castillo, militante del Partido Comunista de Cuba, con gran
autoridad en la gestión de los recursos alimenticios de
Venezuela, cuyo reparto en situaciones de escasez constituía un
arma ideológica, y de Rosa Campo Alegre, quien al
desempeñar labores de supervisión del plan de estudios de la
Universidad Nacional de la Policía incidió en el
adoctrinamiento de los agentes de seguridad.
Cuba también participaba en la tarea de adoctrinar a los
niños venezolanos. En 2013 se imprimieron en la isla más de
veinte millones de libros de texto para el sistema escolar de
Venezuela, muchos con contenidos socialistas, como
denunciaron asociaciones de profesores y de padres. En uno
de los libros se recordaba que una cubana dio el pecho a
Simón Bolívar. «Como Doña Concepción tenía problemas de
salud, no pudo amamantar al hijo. Primero la amamantó una
criolla cubana, amiga de la madre, y después la negra
Hipólita, una esclava de la familia. A las dos Simón Bolívar
las trató toda su vida con especial amor». La tradición
histórica da todo el protagonismo a la segunda nodriza, pero
Cuba se proponía como comadre del Libertador e intentaba
ganarse el corazoncito de las nuevas generaciones, no fuera
que con el tiempo cuestionaran la insólita sumisión.
Militarización y colectivos
Después de Cuba, Venezuela ha sido estos años la nación más
militarizada de América. Probablemente cabría contarla entre
las democracias formales del mundo con mayor papel del
estamento castrense en la vida pública. Hugo Chávez elevó a
puestos del funcionariado civil a unas mil doscientas personas
procedentes de las Fuerzas Armadas, muchas veces
manteniendo sus uniformes, y otras colgándolos, retirándose
de la carrera castrense, si debían presentarse a unas
elecciones como candidatos.
Nicolás Maduro se apoyó aún más en los militares,
promoviendo el ascenso de más de cuatrocientos generales y
almirantes y nombrando a otros tantos profesionales de armas
para puestos en la Administración en el primer año de
mandato. A los nueve meses de su presidencia, vestía uniforme
o tenía formación militar la cuarta parte de los ministros –
entre ellos los de Economía, Industria, Energía Eléctrica y
Defensa– y la mitad de los gobernadores de los estados.
También procedentes del servicio de armas había un buen
número de viceministros, embajadores, cónsules y directivos
de empresas públicas. Incluso, con el ascenso a capitán de
Diosdado Cabello, lo que le devolvía su condición de militar,
la Asamblea Nacional estaba presidida por un oficial. La
«alianza cívico-militar» que definía a la república bolivariana
llevaba también a crear «estados mayores» para cometidos
civiles, como el Estado Mayor de Salud y el de Economía.
La presencia de tanto militar en posiciones civiles copiaba
el modelo de Cuba, en un proceso de identificación de las
Fuerzas Armadas con la revolución bolivariana que Chávez
obró de manera paulatina. «A pesar del golpe de 1992, en el
que estuvo involucrado Chávez, en gran parte de las Fuerzas
Armadas de Venezuela existía un verdadero respeto hacia las
autoridades electas», afirma Harold Trinkunas, director de
Latin American Initiative de Brookings Institution, uno de los
principales think-tanks de Washington. Nacido en Venezuela y
autor precisamente de estudios sobre el papel de los ejércitos
en las naciones latinoamericanas, Trinkunas explica que
aunque a la clase militar siempre le ha gustado tener espacios
de poder, conservar privilegios e intervenir en ciertas
políticas, la mayoría de los oficiales venezolanos
tradicionalmente acataban al presidente elegido en las urnas.
«El presidente era el comandante en jefe, y ese era el
principio y final de la cuestión». Eso dio a Chávez «margen
para hacer cambios poco a poco sin que los militares
percibieran una quiebra definitiva que les llevara a
rebelarse».
Como alguien proveniente del Ejército, se consideró
normal que el presidente llamara a antiguos compañeros de
armas para sus equipos, y eso acostumbró a la población a
más visibilidad del uniforme en asuntos civiles. También los
cuarteles se beneficiaban en principio de una mayor
sensibilidad presidencial hacia sus problemas. Mejores
salarios y equipos contentaron a muchos, mientras otros
aprovecharon las grandes posibilidades de rentas ilícitas
propiciadas por la corrupción que trajo el nuevo régimen.
Chávez fue además aislando progresivamente a los altos
mandos hostiles o con mayor respeto hacia la separación de
poderes y creando una estructura alternativa envolvente.
Primero promovió discriminadamente a los militares que
participaron con él en el golpe de 1992 y a otros mandos
afines. Luego creó el rango de oficiales técnicos, elevando a
tenientes o capitanes técnicos a quienes eran suboficiales
profesionales de largo servicio, transformando su estatus
social por completo. La medida generó toda una línea de
oficiales que le debían el puesto a Chávez. En ese proceso de
crear capas militares cada vez más despegadas del
establishment castrense tradicional, el siguiente paso fue la
constitución de las Milicias Bolivarianas, ya mencionadas: un
cuerpo de casi un millón de miembros armados, en su mayor
parte civiles, comandados por militares al margen de las
líneas de mando ordinarias. La Fuerza Armada Nacional
(FAN) adquirió el adjetivo de bolivariana –FANB– y tuvo que
abrazar formalmente la ideología del partido en el Gobierno.
Con todo, Chávez no podía disponer completamente de la
totalidad de los resortes militares para su revolución. A
diferencia de Cuba, donde, por dictadura, el Ejército es
garante de los antojos del dictador, en Venezuela una parte de
la oficialidad podía resistirse a determinadas órdenes. En su
deriva cubana, Chávez tuvo que resolver dos asuntos que
sustancialmente diferenciaban Venezuela de Cuba: la
celebración de elecciones y el hecho de que las armas
estuvieran en manos de un cuerpo en el que podía darse la
disidencia. El diseño de una mecánica electoral para nunca
perder en las urnas las riendas del país, que solucionaba el
primer aspecto, obligaba a un mayor esfuerzo en el segundo,
pues un chavismo que hiciera fraude electoral tenía un doble
reto: cómo desactivar cualquier movimiento militar que
actuara en defensa de la voluntad popular secuestrada, y cómo
tener garantizada la obediencia de los militares que utilizaran
la violencia contra protestas ciudadanas. En ese esquema se
enmarcó la especial penetración chavista en la Guardia
Nacional, un cuerpo de la FAN con actuación habitual como
fuerza del orden; la creación de las Milicias, y el estratégico
fomento de los colectivos: pandillas callejeras violentas,
muchas veces armadas, utilizadas por el Gobierno como fuerza
de choque.
«El chavismo colocó una serie de piezas para limitar la
acción de las Fuerzas Armadas», explica Trinkunas, «de
manera que si en algún momento decidieran rebelarse
encontrarían puestos delante de ellas toda una serie de
contrapartes y contrabalances. Además, las Fuerzas Armadas
no tienen tradición de represión. Algo que aprendieron en el
Caracazo de 1989 fue que reprimir tiene graves consecuencias
políticas, judiciales y personales». Así, la represión contra las
masivas manifestaciones desencadenadas en febrero de 2014
fue un mano a mano básicamente entre la Guardia Nacional, en
especial su rama conocida como Guardia del Pueblo –un
apéndice en gran parte miliciano instituido tres años antes por
Chávez– y los colectivos.
En su informe sobre esos disturbios, la organización no
gubernamental Human Rights Watch (HRW) aseguró haber
quedado demostrada la cooperación entre las fuerzas del
orden, incluidas la Policía Nacional y policías de los estados,
y los civiles violentos. Según la organización internacional, la
actitud de guardias y policías en relación a las agresiones que
cometían los colectivos «incluyó desde la aquiescencia y la
inacción, hasta directamente la colaboración». A partir de
entrevistas con testigos, HRW constató un modus operandi:
cuando las pandillas llegaban a un lugar, los agentes no
procedían a desarmarlas ni a proteger a los manifestantes, sino
que se retiraban dando vía libre a que los violentos lanzaran
sus ataques. «Encontramos evidencias convincentes de que
miembros uniformados de las fuerzas de seguridad y pandillas
armadas partidarias del gobierno atacaron en forma
coordinada a manifestantes», indicó el informe. HRW
concluyó que los abusos contra los derechos humanos
cometidos en la represión no fueron casos aislados o excesos
de agentes insubordinados, sino parte de una «práctica
sistemática».
El haber armado a esos grupos pandilleros fue una de las
medidas más antisociales de Chávez, porque contribuyó a
incrementar la violencia general en el país y porque la
inseguridad castigó especialmente a los habitantes de los
barrios populares. En estos, sin seguridad privada como en las
zonas residenciales, las familias tuvieron que acostumbrarse a
encerrarse en casa poco después del anochecer. El libro
Estado delincuente (2013), de Carlos Tablante y Marcos
Tarre, indica que un factor que propició la expansión de la
delincuencia organizada fue «la tolerancia y hasta la
complacencia gubernamental frente a la existencia de grupos
irregulares armados, tales como las Fuerzas Bolivarianas de
Liberación (FLB), o los colectivos La Piedrita, Carapaica y
otros, que muchas veces, tras la cara política, controlan los
mercados locales de drogas, armas y extorsión».
Durante el chavismo la inseguridad ciudadana se disparó y
Venezuela se convirtió en uno de los países con mayor tasa de
homicidios del mundo. Pasó de unos diez homicidios por cada
cien mil habitantes antes de la llegada de Chávez al poder –
cifra constante durante los decenios precedentes– a 79 en
2013, de acuerdo con la organización no gubernamental
Observatorio Venezolano de Violencia, que para ese año
contabilizó 24.763 personas asesinadas frente a las 4.550 de
1998. Los casos de portes de armas ilícitos detectados
subieron de 769 en 2000 a 4.765 en 2010. El número de
secuestros se incrementó de los 264 que hubo durante el
decenio previo al ascenso de Chávez a los 3.416 producidos
durante sus primeros diez años de presidencia. La
acumulación de toda esa delincuencia disparó el hacinamiento
de las cárceles venezolanas, con una población reclusa tres
veces mayor que la capacidad de las prisiones.
Rusia, en un ménage à trois
La inseguridad fue el detonante de la ola de protestas que se
extendieron en Venezuela en 2014. El intento de violación de
una alumna en la Universidad de los Andes, en la ciudad de
San Cristóbal (Táchira), motivó una manifestación de
estudiantes a comienzos de febrero. La detención de algunos
líderes estudiantiles llevó a nuevas acciones, a las que se
sumaron otros sectores sociales en distintas partes del país. La
desbordada queja ciudadana tuvo la mala suerte, en cuanto a
su efectividad, de la inoportunidad internacional. En ese
momento la atención de los grandes medios y la preocupación
de las principales cancillerías estaban en lo que ocurría en la
plaza Maidán de Kiev, no en la de Altamira de Caracas.
Estados Unidos y la Unión Europea centraron sus esfuerzos
diplomáticos en Ucrania y se desinteresaron de Venezuela.
Curiosamente quien la tuvo en cuenta fue Vladimir Putin. Con
manifestaciones permanentes en Caracas y otros lugares, el 21
de febrero llegó al puerto de La Guaira, el más cercano a la
capital, el barco de inteligencia ruso Víktor Leonov,
acompañado por el remolcador Nikolai Chiker, con un
transporte al parecer de equipos antimotines y armamento. Los
barcos fueron vistos posteriormente en La Habana, pero su
atraque en Venezuela había pasado desapercibido. Días antes,
el ministro de Defensa ruso, Sergei Shoigu, anunció planes
para instalar nuevas bases militares en ocho países, de ellos
tres latinoamericanos: Cuba, Venezuela y Nicaragua. Era
probable que esos planes fueran un cierto brindis al sol, dados
los problemas de desarrollo económico de Rusia y las
prioridades geográficas más cercanas que tenía, pero
indicaban bien cuáles eran las coordenadas mentales en las
que se movía Moscú. Putin visitó Cuba en julio de 2014 y
firmó la condonación al régimen de 32.000 millones de deuda,
dejando solo en pie una décima parte.
El objetivo de Putin era recomponer el imperio ruso lo
máximo que pudiera y recuperar áreas de influencia que este
había tenido. En Ucrania el morador del Kremlin realizaba sus
jugadas más osadas, pero previamente, ya desde su primera
etapa como presidente y luego primer ministro, Putin había
estado moviendo piezas. Y una de ellas había sido su relación
con Venezuela, en un ménage à trois con Cuba. Tras el colapso
de la URSS, Venezuela tomó el relevo en la manutención del
régimen castrista, de manera que con el regreso del imperio
ruso Moscú seguía contando con una plataforma frente a
Florida desde la que incomodar a Estados Unidos, y eso Putin
se lo debía a Chávez y a Maduro.
La relación entre ambos países se sustanciaba sobre todo
en el comercio de armas. En medio de cantos a la paz en el
mundo, el chavismo convirtió a Venezuela en el mayor
importador de armamento de Latinoamérica y en el segundo de
toda América, solo superado por Estados Unidos, como consta
en los informes del Instituto Internacional de Estudios para la
Paz de Estocolmo (Sipri), especializado en contabilizar las
transferencias de armamento mundiales. Entre 2009 y 2013, el
66 por ciento de las armas llegadas al país procedieron de
Rusia. Expertos consultados calculan en trece mil millones de
dólares la factura del material ruso comprado por el Gobierno
chavista hasta 2013, en partidas que incluían doscientos
tanques T-72 y T-90, veinticuatro cazas Sukhoi, cien mil rifles
de asalto Kalashnikov AK-103 (la nueva versión del AK-47) y
cuarenta helicópteros MI-17, así como el sistema antimisiles
S-300 y los misiles tierra-aire S-125 Pechora 2M.
Las transacciones habían tomado vuelo en una visita de
Chávez a Moscú, hacia 2005, en la que Putin le entregó lo que
parecía un soborno ya pactado. «Chávez, ahí está el maletín
con los veinte millones de dólares que mandaste pedir por la
negociación de los fusiles», le dijo sin tapujos el presidente
ruso, según lo contado públicamente por Raúl Baduel,
entonces comandante general del Ejército venezolano.
Gran parte del gasto en armamento ruso se hizo mediante
créditos, cuya garantía de devolución radicaba en la capacidad
de explotación petrolera venezolana. Ambos países habían
suscrito diversos acuerdos energéticos, entre ellos la
constitución de una empresa mixta entre Pdvsa y un consorcio
de compañías rusas, que incluía a las estatales Rosneft y
Gazprom, para operar en la Faja del Orinoco. Los dos gigantes
rusos tenían también otros intereses en los campos
venezolanos. Cuando Nicolás Maduro hizo su primer viaje
como presidente a Rusia, en julio de 2013, Putin valoró en
veintiún mil millones de dólares la inversión de su país en
Venezuela. A eso se añadía la estrecha alianza que Chávez
también había desarrollado con Bielorrusia, como parte de la
entente con Moscú.
Pero posteriores llamadas de auxilio de Maduro a Putin
tuvieron menos éxito. Con la drástica caída del precio del
petróleo a partir de junio de 2014, el Kremlin comenzó a tener
problemas para sostener el expansionismo internacional ruso;
puestos a priorizar, el Caribe quedaba lejos de sus fronteras.
En el particular juego a tres bandas, también la pieza de Cuba
iba a descolocarse con la normalización de relaciones que el
17 de diciembre de ese año anunciaron Barack Obama y Raúl
Castro desde sus respectivas capitales.
Golpe de militares de izquierda
El Gobierno de Maduro no solo no tuvo noticia previa del
deshielo entre Estados Unidos y Cuba, sino que además fue
engañado. Dos días antes del anuncio, el embajador cubano en
Caracas, Rogelio Polanco, se presentó ante el ministro de
Finanzas, Rodolfo Marco Torres, reclamando el pago de tres
mil doscientos millones de dólares de deuda, la mayoría
relacionada con obras que Venezuela financiaba en Cuba y
cuyos pagos estaban atrasados. Se produjo la siguiente
conversación, de acuerdo con alguien presente en el despacho
del ministro Torres:
Polanco: –«Vengo a cobrar por orden de mi comandante
Raúl Castro».
Torres: –«No puedo sacar todo lo que pides en dólares.
En bolívares puedo pagarte lo que quieras, pero si no,
tengo que llevárselo al presidente, que él sabe lo que hay
en las arcas».
Polanco: –«Vale, pues págame la mitad».
Torres: –«No puedo».
Polanco: –«Quinientos millones».
Torres: –«No».
Polanco: –«Me voy a ir y voy a enviar un reporte a La
Habana. Son cosas comprometidas por el comandante
Chávez».
Torres: –«¡No jodas, os hemos dado ochenta mil millones
de dólares en diez años!».
Cuando el embajador cubano desistió y se marchó, el
ministro de Finanzas expresó su extrañeza. «Qué raro ese
desespero de los cubanos por querer cobrar todo de golpe;
hace poco se les envió un pago», comentó Torres a sus
colaboradores. «Están desconectados de la realidad
venezolana», concluyó, refiriéndose a la situación de falta de
divisas internacionales que padecían las arcas
gubernamentales y que, aunque se tapaba a los ciudadanos,
Cuba debía de saber sobradamente. ¿Desconectados? A los
dos días quedó demostrado que los cubanos sabían muy bien
lo que se hacían y eran los venezolanos los que estaban a dos
velas. La Habana se había apresurado a cobrar dinero
prometido, no fuera que el anuncio de sus conversaciones con
Washington enfriara su relación con Caracas.
En las conversaciones secretas mantenidas durante más de
un año en Canadá y el Vaticano entre emisarios de la Casa
Blanca (Benjamin Rhodes y Ricardo Zúñiga) y una reducida
delegación de cubanos, la cuestión de Venezuela estuvo sobre
la mesa, según apuntan fuentes al tanto de ese aspecto de las
negociaciones. Washington buscó la aceptación de La Habana
de que el proceso no se rompería si presionaba sobre
Diosdado Cabello para quebrar la trama del narcotráfico.
Poner fuera de juego a Cabello, poco amigo de los Castro,
convenía también a los cubanos, pues no querían que
arrebatara el liderazgo chavista en caso de que un día
promovieran el relevo de Maduro. Aunque ellos también se
beneficiaban de la droga, cercenar el llamado cartel de los
Soles ponía en dificultades al sector del Ejército más afín a
Cabello. Como contrapartida en ese sobreentendido con
Estados Unidos, Cuba podía intentar seguir interviniendo en
los asuntos venezolanos sin dañar la reapertura de relaciones
con los gringos.
A partir de esas bases, la Justicia estadounidense aceleró
el procesamiento de Cabello, mientras que en Venezuela se
concretó un golpe de mano interno contra Maduro, con la
aquiescencia cubana (aunque no muy manifiesta para no airar a
Washington). La figura más destacada era el almirante Diego
Molero, exministro de Defensa y bien relacionado con La
Habana. El día D para esa acción era el 27 de febrero de
2015, como testimonia uno de los militares implicados. El día
antes, a solo unas horas de dejar la presidencia de Uruguay,
José Mujica sorprendió con una advertencia: «el problema que
puede tener Venezuela es que nos podemos ver frente a un
golpe de Estado de militares de izquierda, y con eso la defensa
democrática se va al carajo». Ciertamente, el plan era sustituir
a Maduro sin las requeridas elecciones, con la excusa de
resolver primero la situación económica y marginando a la
oposición. Cuando Mujica habló –desde luego alguna
información le había llegado–, la orden para el cuartelazo se
había ya revocado, pero quizás solo era un aplazamiento a la
espera de mejor oportunidad. Mientras pudiera, Cuba seguiría
moviendo los hilos en Venezuela, con la misma frialdad que
durante los estertores y muerte de Hugo Chávez.

2. UN DOLOR DE RODILLA
Enfermedad y muerte del titán de
Sabaneta
Hugo Chávez no recordaba bien cuándo había comenzado a
notar el malestar. Hacía meses que sentía algunas molestias al
caminar pero no le había dado importancia. Los doctores
determinarían después que estuvo descuidando su estado al
menos durante año y medio, un inestimable tiempo cuyo lapso
lastró las probabilidades de sobrevivir. «A lo largo de mi vida
he cometido uno de esos errores fundamentales, que diría el
filósofo: descuidar la salud y ser muy renuente a los chequeos
y tratamientos médicos», confesó el líder cuando se le
diagnosticó el cáncer. Pero fue un mea culpa sin firme
propósito de enmienda. El presidente venezolano mantuvo su
negligente rechazo a un tratamiento regular y exhaustivo, y con
ello aceleró su final. Si alguna vez alguien quiere saber cuánto
un hombre está dispuesto a pagar por mantenerse encima de un
trono, no tiene más que mirar el auténtico calvario, doloroso
en extremo –personas cercanas a Chávez atestiguan sus
insoportables gritos–, que padeció el mesías de Sabaneta.
En el principio de la enfermedad, como de tantas otras
cosas decisivas en la presidencia de Chávez, estuvo Fidel
Castro. Como el padre que urgió al presidente venezolano a
que se hiciera un profundo examen y como el calculador que,
de esta forma, se situaba en el puesto de mando del proceso
médico. Castro, que desde tiempo atrás conocía las molestias
de Chávez –los médicos del Palacio de Miraflores eran
cubanos–, le recomendó que se hiciera visitar por el médico
español José Luis García Sabrido, jefe de cirugía en el
hospital Gregorio Marañón de Madrid, que regularmente había
atendido al líder cubano. García Sabrido habría acudido a
Caracas hacia enero de 2011. Es posible que en ese momento
el presidente venezolano también presentara síntomas de
alguna dolencia relacionada con la próstata. Quedó planteada
una mayor exploración y quizás alguna actuación médica, pero
Chávez desoyó el requerimiento. Solo cuando a principios de
mayo su movilidad empeoró, con aparentes problemas en la
rodilla izquierda, hubo de buscar una solución. Y ahí estaría
Fidel de nuevo, propiciando un chequeo y una intervención
quirúrgica en Cuba. Castro sería el primero en saber que
Chávez tenía cáncer y el encargado de comunicárselo.
Las molestias de rodilla saltaron a la luz pública cuando el
9 de mayo de 2011 Chávez alegó ese inconveniente para
suspender una gira que le iba a llevar a Brasil, Ecuador y
Cuba. «Ayer andaba con un dolor un poco fuerte en Baruta,
entregando viviendas. Anoche descansé preparando el viaje.
Esta mañana salí a caminar, me puse a trotar antes de abordar
el avión, que estaba dispuesto a salir a las once de la mañana
y me di un golpe en la rodilla y hay un derrame líquido». Lo
del golpe trotando sonaba a excusa para ocultar un mal de
mayor recorrido, que de alguna manera él mismo reconocía:
«tengo una vieja lesión en la rodilla que nunca llegó a
mayores, pero en los últimos meses vengo sintiendo molestias,
dolor en la rodilla, que subía hacia el muslo izquierdo».
Recuperado suficientemente para emprender el viaje
suspendido, Chávez visitó Brasil y Ecuador y el 8 de junio
llegó a Cuba, donde fue recibido por Fidel. «Me interrogó casi
como un médico; me confesé casi como un paciente»,
explicaría días después el presidente venezolano. Aseguraría
que en una revisión general apremiada por Castro se detectó
una «extraña formación en la región pélvica» y se decidió una
inmediata intervención. En un comunicado del 10 de junio,
Nicolás Maduro, entonces canciller, anunció que Chávez
acababa de ser operado de urgencia en La Habana por
habérsele detectado un «absceso pélvico». Drenado este,
aparecieron células cancerosas que delataban la presencia de
un tumor y requirieron de una «intervención mayor» para su
«extracción total», según anunció el propio Chávez el 30 de
junio, una vez superada la actuación médica. «El mismísimo
Fidel, el gigante de siempre, vino a anunciarme la dura noticia
del hallazgo cancerígeno», dijo en esa cadena al pueblo
venezolano emitida desde Cuba, comenzada con una cita de
Bolívar y otra del Eclesiastés.
Ahí arrancó el gran marcaje final que sobre el destino de
Venezuela estuvo haciendo Cuba. Si la previa infiltración
cubana en las estructuras del Estado venezolano ya había sido
notable, a partir de este momento La Habana pasó a hacerse
incluso con el timón. Chávez había tenido hasta entonces la
habilidad de contrapesar la penetración cubana con otras
influencias, repartiendo áreas de poder y reservándose, como
máximo árbitro, la última palabra. Ahora sus ausencias como
paciente le impedían ejercer de repartidor o equilibrista, y su
entrega en manos de Cuba para una curación le dejaba a
merced de lo que se decidiera en la isla. Cuando el cáncer
avanzó solo los Castro, y aquellos dirigentes venezolanos
autorizados por estos, tuvieron pleno acceso a Chávez. La
Habana capitaneó el proceso de sucesión y se aseguró el
dominio en la nueva era que se abría.
La gestión técnica de la enfermedad fue llevada por
médicos cubanos desde el Centro de Investigaciones Médico
Quirúrgicas (Cimeq) de La Habana, bajo supervisión directa
de los Castro. La falta en la isla de oncólogos de probada
experiencia llevó a contar con el auxilio de especialistas de
otros países durante todo el tratamiento del cáncer. La primera
operación, con un diagnóstico aún muy borroso, fue realizada
por cirujanos cubanos. Al confirmarse la presencia de un
cáncer llegaron secretamente de Moscú los profesores A.
Mikhailov y F. Abramov para ejecutar la segunda operación.
Luego especialistas rusos viajaron a La Habana o a Caracas
para las primeras sesiones de quimioterapia, dirigidas por un
equipo cubano-ruso, y después permanecieron estacionados en
la capital cubana. Un equipo de médicos de ambas
nacionalidades también estuvo durante cierto tiempo en la
pequeña isla venezolana de La Orchila, a ciento cuarenta
kilómetros de Caracas. Además de una base militar, en la isla
existe una residencia presidencial vacacional que en octubre
de 2011 quedó habilitada para que Chávez se sometiera allí a
algunas pruebas o tratamientos durante fines de semana. Ese
retiro tenía la ventaja de que quedaba fuera de la mayor
exposición pública de Caracas, y a la vez evitaba tener que
volar hasta La Habana, lo que suponía una ausencia del país
que, según las circunstancias, formalmente requería
comunicación a la Asamblea Nacional. El corto tiempo de
desplazamiento a La Orchila facilitaba disimular las
desapariciones del Palacio de Miraflores.
A lo largo del proceso, la dirección médica cubana contó
con la opinión del español García Sabrido. También tuvo en
cuenta el parecer de colegas de Brasil. Dos de ellos, los
doctores Paulo Hoff y Yana Novis, examinaron al líder
bolivariano cuando viajó a ese país en julio de 2012. En el
tramo final de la enfermedad, al equipo internacional se
sumaron al menos dos médicos alemanes y uno
estadounidense.
Chávez también contó brevemente con los servicios de un
médium brasileño, recomendado por la presidenta Dilma
Rousseff y que varios medios identificaron como João
Teixeira de Faria, además conocido como João de Deus.
Asimismo, Chávez llegó a barajar acudir a expertos en
medicina alternativa china. También al tanto de fases del
proceso hubo facultativos venezolanos, aunque no tuvieron la
participación que cabía esperar tratándose de una grave
enfermedad del presidente de Venezuela, pero es que Chávez
actuaba con desconfianza y deseoso de evitar filtraciones.
«En Venezuela el presidente Chávez no confía en nadie,
solo en los cubanos», constataba el doctor venezolano
Salvador Navarrete, quien fue médico personal del presidente.
Entrevistado por la publicación mexicana Milenio en octubre
de 2011, Navarrete fue la primera voz médica que
públicamente fue sombría sobre las perspectivas del
presidente. Había sido médico en Miraflores, con otros dos
compatriotas, en el tiempo previo al desalojo de Chávez del
poder por tres días en 2002. A partir de esos sucesos, el
mandatario «abandonó a todos los médicos venezolanos y se
puso absolutamente en manos de los médicos cubanos», contó
al periodista Víctor Flores García. Después el facultativo
continuó atendiendo a otros miembros de la familia Chávez,
por lo que supo de la condición del presidente. Navarrete
pagó caras sus declaraciones. Debido al acoso de los
servicios de seguridad, utilizado como aviso a potenciales
filtradores, el médico tuvo que abandonar Venezuela con su
familia y marchó a España.
Filtraciones y diagnóstico
Las exclusivas informativas –los tubazos, como dicen en
Venezuela– no solo queman las manos del periodista: las
grandes noticias también provocan a personas
confidencialmente envueltas en ellas el irresistible deseo de
constarlas. Fue así como el conocido periodista venezolano
Nelson Bocaranda anunció el 25 de junio de 2011 que a
Chávez se le había diagnosticado un cáncer. En su blog
runrun.es, reproducido al día siguiente en la edición impresa
de El Universal, Bocaranda se adelantó cinco días al
reconocimiento oficial hecho por Chávez. «Recibí una
andanada –una más– de insultos y amenazas por gente de la
revolución», recordaría más adelante sobre el intenso tráfico
de tweets que generó su información, muchos de los cuales
eran ataques desde el chavismo.
Los mensajes de Twitter eran la principal fuente de
información en un régimen con un gran control sobre el sistema
venezolano de comunicación. Alimentando ese canal de
mensajes cortos también hubo otra voz que aportó muchos
datos de la evolución de la enfermedad de Chávez. Rafael
Marquina, médico venezolano con residencia y consulta en
Florida, pasado un tiempo también comenzó a recibir
información desde Cuba, gracias a ciertas casualidades. Buen
comunicador a la hora de hacer inteligibles complejas
situaciones médicas, Marquina recorrió durante meses platós
de televisión y locutorios de radio, obviamente fuera de
Venezuela, explicando detalles desconocidos incluso para la
mayoría de la cúpula chavista. Le maldecían por necrófilo,
pero le seguían: su cuenta de Twitter llegó en alguna ocasión a
transmitir casi en tiempo real novedades médicas que ocurrían
en La Habana.
No exactamente por casualidad, pues andaba buscando
fuentes que tuvieran información de fondo sobre la Venezuela
de Hugo Chávez, yo mismo tuve acceso en Washington a datos
precisos sobre la enfermedad. Un primer contacto llevó a
otros y, generada suficientemente confianza, tuve a mi
disposición informes especiales elaborados a partir de la
información médica manejada por personas que atendían al
presidente venezolano. Washington es un punto de trasiego de
inteligencia, de diferentes orígenes y destinos, y tuve la suerte
de apostarme junto a la acequia por la que había un flujo
confidencial sobre el estado de salud de quien tan de cabeza
había traído a los forjadores de la política exterior
estadounidense.
Cuando di con esos informes de inteligencia ya se habían
elaborado varios de ellos, pues su producción había
comenzado el 1 de julio de 2011, justo al día siguiente de que
Chávez diera la noticia de su cáncer. Difícil de realizar
comprobaciones con otras fuentes dado el singular carácter de
la situación, dediqué cierto tiempo a verificar la cadena de
transmisión de la información y a examinar si el contenido se
iba confirmando con hechos públicos. Esto último ocurría con
las fechas de tratamientos o evaluaciones que los informes
anunciaban por adelantado, que luego se cumplían. Además,
las ausencias de Chávez que se reportaban, saliendo en secreto
de Caracas para furtivos chequeos y terapias, podían
atestiguarse por la falta de apariciones públicas en la capital
en esos determinados días. El 23 de enero de 2012 publiqué el
primer artículo sobre el caso, con el título «A Chávez le queda
un año de vida a menos que acepte un tratamiento intensivo».
El texto resumía lo que los informes habían aportado hasta
entonces, y se incluía la apreciación de que si el dirigente
venezolano llegaba a las presidenciales, lo haría en tal estado
físico que se vería incapacitado para ejercer el cargo. Los
hechos confirmaron con el tiempo ambos vaticinios.
No hubo que esperar hasta el desenlace final para ver que
la realidad ratificaba lo que revelaban esos informes de
inteligencia. Si el primer artículo había desvelado ya la
reciente aparición de un nuevo tumor, un informe que me llegó
pocos días después, fechado el 6 de febrero, indicó que el
tumor se había agrandado y que los médicos recomendaban
proceder a una operación. Dos semanas más tarde, el 21 de
febrero, Chávez lo admitió: anunció que los exámenes habían
detectado la presencia de una «lesión» en el mismo lugar y que
iba a operarse de nuevo en Cuba. Esta secuencia –revelación
que me llegaba y confirmación oficial que se producía
después– continuó repitiéndose. Notoriamente fue el caso de
otra importante noticia que se produciría terminando ese año
2012. Las fuentes aseguraron en su informe que se había
registrado un nuevo crecimiento del sarcoma y que un equipo
de especialistas rusos llegados de Moscú estaba preparado
para una nueva intervención quirúrgica. La información sobre
esos planes, que difundí en el periódico el 28 de noviembre,
pareció verse desmentida cuando el 7 de diciembre Chávez
emergió en Caracas, de regreso de Cuba, con un aspecto físico
que parecía dar idea de una cierta recuperación. Al día
siguiente, sin embargo, comunicó públicamente la recurrencia
del mal y que regresaba a La Habana para una operación que
quizás no superaría. Las fuentes habían demostrado otra vez su
fiabilidad.
La dolencia de Chávez fue diagnosticada al principio
como un cáncer de próstata que había tenido metástasis en
colon y huesos. Pocos meses después comenzó a hablarse de
modo más genérico de tumor agresivo en zona pélvica, que
podía ser consecuencia de lo anterior, aunque también, como
opinaban algunos expertos, quizás en realidad constituyera el
origen de todo el mal canceroso del presidente venezolano.
Finalmente se estipuló como un rabdomiosarcoma originado
en las partes blandas de la región pélvica, con lesión inicial
posiblemente en el músculo psoas, que se encuentra en la
región retroperitoneal del abdomen.
El doctor Marquina cree que al principio los médicos
tuvieron alguna confusión debido a la falta en Cuba de
suficientes reactivos para determinar el carácter de las células
cancerosas. En cualquier caso, el tumor se extendió por toda
esa región del cuerpo. Además de la afectación de la próstata,
extraída en la primera hospitalización en La Habana, el cáncer
fue invadiendo mediante diferentes cultivos partes del colon,
el intestino, la vejiga, el peritoneo, la médula y diversa
estructura ósea, como la parte baja de la columna vertebral. En
un desarrollo final probablemente contaminó también el
pulmón, agravando definitivamente los ya severos problemas
respiratorios que supusieron la muerte del paciente.
Esteroides para contar mentiras
La publicación de los detalles del estado de salud de Hugo
Chávez fue denunciada continuamente por el chavismo como
una morbosidad que invadía la privacidad del jefe del Estado.
En un régimen trasparente, los medios nos habríamos
abstenido de hurgar en la condición física del mandatario,
porque oficialmente se habría proveído a la opinión pública
de una información básica que a todo ciudadano compete. Sin
embargo, Chávez engañó a su pueblo sobre su situación y
concurrió a unas elecciones ocultando su incapacidad real
para hacer campaña y luego para ejercer un nuevo mandato.
También de espaldas a los venezolanos entregó su país como
prenda a los cubanos para comprar una salud que no pudo
obtener. Lo decente ante este cuadro, por parte de la prensa,
era exponer los términos del fraude.
Durante los meses de enfermedad, Chávez procuró cubrir
sus dificultades con toda suerte de pretextos. El temor a que
tuviera serios problemas físicos para alcanzar las elecciones
presidenciales llevó al oficialismo a un ligero adelanto
electoral. El Consejo Nacional Electoral (CNE) anunció en
septiembre de 2011 que esos comicios, aún no convocados,
tendrían lugar el 7 de octubre de 2012, lo que significaba un
adelanto de dos meses, pues diciembre era el mes tradicional
para esos procesos. El CNE no dio ninguna razón para esa
excepción histórica.
Otro momento de juego de manos fue cuando Venezuela
convocó la sesión plenaria de la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (Celac), programada para
principios de diciembre de 2011, en un recinto militar, algo
que constituye una completa anomalía en ese tipo de
encuentros internacionales. La convocatoria en Fuerte Tiuna
permitía que Chávez pudiera descansar y recibir tratamiento
entre reuniones. Se prefirió no cancelar la cita para impedir
que los estrechos aliados de la Alianza Bolivariana para los
Pueblos de Nuestra América, o Alba, creyeran que su mecenas
ya no estaba en condiciones de apoyarles.
Ese esfuerzo físico obligó a suspender días después un
viaje a Argentina y Brasil, alegando la necesidad del
presidente de hacer frente a la emergencia de inundaciones
provocadas por fuertes tormentas. La supresión de ese viaje
alentó rumores sobre el deterioro de su salud, lo que forzó que
Chávez hiciera una visita sorpresa a Montevideo a una cumbre
de Mercosur, apoyando con su presencia la petición de
adhesión venezolana a esa organización regional. A su regreso,
Chávez sufrió el día 21 de diciembre una pérdida de
conciencia durante siete minutos, debido al estrés del viaje y
su debilidad general. Eran desmayos del presidente, cada vez
más frecuentes, que el entorno del presidente ocultaba, pero
que aparecían detallados en los informes que me llegaban.
El consumo de esteroides logró que en algún momento
Chávez diera la impresión de que su condición se había
estabilizado, pero el abuso de estimulantes pasaba pronta
factura. El domingo 12 de febrero de 2012 Chávez permaneció
cierto tiempo de pie presidiendo el desfile militar que
conmemoraba el vigésimo aniversario del golpe del 4-F de
1992. Por la noche colapsó en Miraflores y le costó hora y
media superar esa crisis. Le llevaron secretamente a la isla de
La Orchila para permanecer en observación durante varios
días. Nada más regresado a Caracas tuvo un nuevo colapso en
su residencia, y nuevamente fue transportado a La Orchila, con
hemorragia interna. «El equipo médico cree que la recurrencia
en la enfermedad se debe parcialmente al uso incontrolado que
Chávez hace de esteroides y otras sustancias con el fin de
permanecer completamente activo», resumía uno de los
informes. Para cubrir las apariencias hubo comunicados
oficiales falsos sobre ausencias del presidente, quien en
alguna ocasión pasó más días en Cuba de lo que el Gobierno
anunciaba.
Simulando estar libre del cáncer, Chávez abrió la campaña
de las presidenciales con el registro de su candidatura el 11 de
junio de 2012, en un acto multitudinario en el que evitó
esfuerzos físicos: fue transportado sobre un autobús
descubierto, agarrado con las manos a una barandilla, como
haría en otros eventos electorales. Con todo, esa noche sufrió
extrema fatiga, vértigo, vómitos y visión nublada. A base de
morfina (o de fentanilo, un calmante cien veces más potente)
para mitigar el extremo dolor y, en ocasiones, de cocaína para
combatir su apatía, Chávez trampeó como pudo sus males
durante aquellos meses. La mayoría de sus seguidores
prefirieron pensar que su comandante ya estaba recuperado,
pero para quien quisiera verlo era evidente: el otrora
hiperactivo Chávez, esta vez espaciaba sus apariciones
electorales, que ya no eran diarias y se limitaban a
intervenciones en el tramo final de los actos. Varias veces, en
su residencia, perdió la conciencia al término de jornadas algo
recargadas. Fue una enorme cuesta arriba, pero Chávez llegó
al 7-O.
Cuba y Rusia se pelean por las joyas
Cuba se anticipó a felicitar a Hugo Chávez por su victoria del
7 de octubre de 2012 varias horas antes de que muchos centros
electorales cerraran en Venezuela. La premura, como luego
veremos, era consistente con la gestión que secretamente
desde la isla se hacía del mismo proceso de votaciones.
También manifestaba el ansia cubana por celebrar un objetivo
que no había sido nada fácil: lograr que Chávez llegara por su
propio pie al día de las votaciones. El adelanto electoral de
dos meses se demostró decisivo. El 16 de diciembre, cuando
hubiera correspondido tener las presidenciales, junto con las
elecciones de gobernadores, Chávez estaba en una cama de
hospital de la que ya no se levantaría.
A los Castro les importó más que el presidente venezolano
pudiera alcanzar el 7-O que la salud misma de su gran
hermano bolivariano. Eso se desprendía de las discusiones en
el seno del equipo médico recogidas en los informes de
inteligencia. Revelaban tensión entre los médicos cubanos, con
un interés más cortoplacista, y los especialistas rusos, menos
sujetos a la agenda política del día a día. Ambos grupos, en
cualquier caso, seguían la estrategia geopolítica de sus
respectivos países: Cuba mantenía con fuerza su adquirido
control sobre la voluntad de Chávez, sin aceptar que este se
saliera de su ámbito de dominio; Rusia cuestionaba que el
presidente venezolano recibiera atención sustancial en La
Habana e insistía en que fuera tratado en Moscú. Eso habría
trasladado de una capital a otra el peso en la gestación de la
era post-Chávez.
Es evidente que Cuba se jugaba mucho más en esto, por lo
que pujó más fuerte, aprovechando además la resistencia de
Chávez a alejarse demasiado de Venezuela, por el temor a ver
mermado el ejercicio de un poder que nunca había sabido ni
querido compartir o delegar. Moscú suponía garantías de
mejores instalaciones sanitarias, pero en La Habana Fidel
sabía cómo arropar emocionalmente al paciente. En esa etapa
de transición, el octogenario revolucionario se habría
dedicado a ganarse aún más a Chávez, mientras su hermano
Raúl, menos dado a sentimentalismos, se habría concentrado
en armar la sucesión al frente de Venezuela.
Nada más detectarse el cáncer, el presidente ruso, Dimitri
Medvedev, entró en contacto con Chávez para poner a su
disposición la medicina rusa más avanzada y le ofreció enviar
su propio avión presidencial para trasladarle a Moscú.
También la presidenta brasileña, Dilma Rousseff, le garantizó
confidencialidad si se decidía a ingresar en el Hospital Sirio
Libanés de Sao Paulo, que tan efectivo se había demostrado en
combatir el cáncer de laringe del expresidente Luiz Inácio
Lula y el cáncer linfático padecido por ella misma. En ese
estira y afloja, los rusos insistían en que el Cimeq de La
Habana no reunía las condiciones requeridas para ocuparse
del complejo tumor de Chávez, y sugerían que, de no querer
dejar el continente, al menos el mandatario venezolano
marchara a Brasil. Pero Cuba fue inflexible en su negativa a
ceder influencia sobre Chávez en esas circunstancias tan
especiales. La posibilidad de un viaje a Moscú, que podía ser
presentado ante la ciudadanía como la materialización de una
visita oficial que meses atrás se había anunciado sin fecha, se
mantuvo en la agenda presidencial hasta finales de noviembre
de 2011. Chávez canceló esa opción en el último momento y
siguió oponiéndose cada vez que después el Kremlin la volvió
a sugerir.
La pugna entre Cuba y su antiguo protector por los
términos de la herencia de un Chávez aún con vida fue
grotesca. Temeroso el propio enfermo de que, como había
ocurrido con el declive de los presidentes de Libia, Muamar
Gadafi, y de Siria, Bashar al Assad, los bienes controlados
por el Gobierno venezolano fuera de sus fronteras resultaran
congelados o requisados por otras potencias o por la
comunidad internacional, Chávez procedió a reubicar esos
fondos. La posibilidad de perder las elecciones,
especialmente si Chávez no conseguía llegar a las urnas, y
tener que buscar una salida anticonstitucional para permanecer
en el poder hacía temer que la Unión Europa o Estados Unidos
pudieran imponer sanciones y echar mano sobre bienes
venezolanos en el mundo.
El precedente libio era especialmente preocupante, pues la
coalición internacional formada para hacer frente a Gadafi
entregó a los rebeldes el control de fondos que el país tenía en
el exterior, algo que también podía ocurrir en un escenario así
en beneficio de la oposición venezolana. Ideal era, pues, situar
los bienes en bancos e instituciones financieras que quedaran
fuera del alcance potencial de las sanciones del Tesoro de
Estados Unidos o de la Unión Europea. De acuerdo con este
plan, reservas de divisas y de oro, muchas guardadas en
bancos ingleses, fueron transferidas a Cuba, Rusia, China y
Brasil, según apunta un anterior alto cargo del Ministerio de
Finanzas. Con ello, además, se garantizaba que algunos
suministros se seguían aportando, como los provenientes de la
industria de defensa rusa. Con oro venezolano en custodia,
Rusia no dejaría de entregar armas incluso en el supuesto de
que el sucesor de Chávez no tuviera solvencia para afrontar
pagos. Algo así pasó con la República de España en 1936, que
entregó oro a Moscú para asegurarse apoyo armamentístico
durante la guerra civil. Ese oro se gastó y ya no volvió.
Cuba y Rusia divergían ligeramente en su interés sobre el
poschavismo. Para los cubanos, que con la enfermedad de
Chávez habían transformado el vínculo bilateral de Venecuba
en Cubazuela, lo esencial era garantizar que la desaparición
del líder venezolano no supondría volver a una relación que,
aunque pudiera seguir siendo estrecha, no tuviera a Cuba como
elemento predominante. Para los rusos lo prioritario no era
que el sucesor de Chávez siguiera el diktat de Moscú, algo
que tampoco había ocurrido previamente, sino preservar las
ventajas comerciales logradas: que un nuevo Gobierno no
revisara las cláusulas de explotación petrolera de compañías
rusas en Venezuela, y que el estamento militar no se orientara
hacia la industria militar estadounidense, sino que siguiera
comprando a Rusia su equipamiento. Eso era algo que durante
gran parte de la convalecencia de Chávez gestionó
directamente Igor Sechin, viceprimer ministro de Putin y
durante mucho tiempo hombre fuerte de la petrolera estatal
Rosneft, a la que volvió después.
Esos distintos planteamientos de fondo generaron
discrepancias entre los médicos de uno y otro país que
atendían a Chávez. Ambos grupos se las tenían que ver con un
paciente personalmente complicado. «Está cada vez más
irritable, pierde los estribos con frecuencia y ve
conspiraciones por todas partes», decían los informes de
inteligencia, que incluían otras consideraciones de ese tipo:
«mantiene su comportamiento errático en relación al cuidado
al que ha de someterse»; «los médicos se quejan de que
Chávez continuamente desobedece sus instrucciones». Además
de negarse varias veces a realizarse pruebas o recibir
tratamientos, hubo momentos en que el enfermo se obstinaba
en decir, contra toda evidencia, que estaba limpio del cáncer.
Refutaba el resultado de los análisis y acusaba «con enfado a
los médicos de cobardía e incapacidad de creer en su
recuperación». Pero fuera del común esfuerzo por hacer frente
a la escasa cooperación del paciente, los dos componentes
nacionales principales del equipo médico internacional
manifestaban una prioridad diferente.
Especial confrontación, un «acalorado y prolongado
debate», se produjo a raíz de la primera recaída de Chávez, a
comienzos de 2012. Los rusos urgían a una operación
inmediata que extrajera completamente el tumor y alargara la
vida del presidente. Los cubanos preferían una intervención
menor que no sacara al candidato de la campaña electoral.
Chávez se alineó con esta última posición. «El presidente
rechaza completamente una operación y proclama que primero
es ganar las elecciones, después su salud, y se declara
dispuesto a sacrificar su vida por ese objetivo». Realizada
solo una biopsia quirúrgica, conforme avanzaron las semanas
se determinó que Chávez podía sobrepasar el 7-O, por lo que
el equipo médico fue entonces unánime en apostar por medidas
de apoyo a corto plazo para que el candidato pudiera tener
cierta actividad en la campaña electoral, dejando para después
una terapia más invasiva. Entre esas medidas terapéuticas
estuvo el engaño. «El Gobierno cubano no está siendo
completamente sincero con Chávez y su entorno sobre el
estado de la enfermedad, prefiriendo pintar un cuadro
excesivamente optimista sobre los resultados del tratamiento
que dé fuerza psicológica a Chávez». Un engaño mayor estaba
por llegar.
«Se derrumbó emocionalmente»
El domingo 7 de octubre de 2012 por la noche el Consejo
Nacional Electoral venezolano proclamó la victoria de Hugo
Chávez. Al día siguiente, el presidente llamó a Rafael Isea.
«Vente el día 10 para acá», le pidió. En la cita en el Palacio
de Miraflores Chávez le anunció que en las elecciones a
gobernadores de dos meses después no debía presentarse a la
reelección como gobernador del estado Aragua. Ese lugar lo
reservaba a Tareck el Aissami, hasta entonces ministro de
Interior y persona que se había alineado con Maduro. «A ti te
necesito conmigo», le dijo, ofreciéndole un vago consuelo que
difícilmente podía consumar. «El sabía que se moría, pero yo
acepté, porque no me quedaba otra. El presidente estaba
cabizbajo, hasta me dijo aquello con pena», rememora Isea,
convencido de que Chávez no hacía ya más que ejecutar el
designio trazado por La Habana.
Rafael Isea había considerado a Chávez como a un padre y
tenía un trato de hermano con sus hijas, pues desde muy joven
estuvo cerca del comandante. Contaba con solo 23 años
cuando participó en el golpe del 4 de febrero de 1992, que en
Caracas lideró el futuro presidente. Nacido en Maracay
(Aragua), segundo de cinco hermanos en una familia de pocos
recursos, Isea se graduó en la Academia Militar en 1989. Ese
año tuvo lugar el Caracazo, una gran protesta popular que la
estrenada segunda presidencia de Carlos Andrés Pérez sofocó
a sangre y fuego. Desencantado del sistema de partidos del
puntofijismo Isea se enroló en el Movimiento Bolivariano
Revolucionario 200 (MBR-200) puesto en marcha por Chávez.
La seducción del liderazgo temprano de este entre sus
compañeros de armas y entre nuevas generaciones de
suboficiales, junto con la precariedad económica familiar,
llevó al joven a implicarse en el golpe de 1992. «La familia te
decía, ¿es que no vas a hacer nada por arreglar esto? Uno no
podía quedarse con los brazos cruzados». Así justifica Isea
aún hoy aquel inconstitucional 4-F.
Cuando Chávez salió de la prisión de Yare en 1994, Isea
se desempeñó como su asistente hasta la victoria electoral de
diciembre de 1998. Con el arranque del nuevo Gobierno
ejerció de asesor en el Ministerio de Planificación y
Desarrollo y al año siguiente pasó a asistente ejecutivo del
presidente. Chávez veló por su formación económica,
enviándole en 2001 a Washington como consejero por
Venezuela en el Banco Interamericano de Desarrollo (BID),
para elevarlo más adelante, en 2006, a viceministro de
Finanzas y presidente del Banco de Desarrollo Económico y
Social (Bandes). En 2008 le nombró ministro de Finanzas.
Desde esas posiciones Isea fue testigo privilegiado –y actor–
de las muchas irregularidades financieras en que incurría el
chavismo.
Para los chavistas de primera hora como Isea el cáncer del
presidente significó un doble golpe. Además del normal dolor
por el desmoronamiento físico y anímico de alguien a quien
estimaban, el declive de las capacidades de Chávez supuso la
progresiva postergación de la vieja guardia y su sustitución en
el entorno presidencial por dirigentes de obediencia cubana.
«La enfermedad fue nuestra mayor desgracia. Chávez tuvo ya
antes relación con los cubanos, pero había mantenido su
autonomía. Cuando cayó enfermo depositó toda su confianza
en ellos, para que le curaran, y los cubanos tomaron control
político de él», explica Isea.
Cuenta que cuando Chávez tuvo su primera recaída, en
febrero de 2012, «se derrumbó emocionalmente». «Tenía
mucho miedo a la muerte. Lloraba, se deprimía». Las sesiones
de quimioterapia le anulaban y el dolor le consumía. «Los
cubanos comenzaron a ejecutar el proceso de transición con
meses por delante. Suponemos que ya entonces le dijeron a
Maduro ‘tú eres el elegido’, y fueron avanzando posiciones,
zas, zas. Al final Chávez ya no tomaba las decisiones». En La
Habana habían sopesado varios nombres, ninguno de ellos con
liderazgo personal fuerte, condición necesaria para garantizar
su docilidad. Tiempo atrás habían formado intensamente a
Elías Jaua, y al declararse el cáncer también examinaron una
salida a la cubana, con Adán Chávez, el hermano mayor del
presidente, exministro y gobernador de Barinas, como sucesor.
Al final el elegido fue Maduro, quien, como luego se sabría, se
había formado en Cuba a finales de la década de 1980 y había
siempre mantenido relación con dirigentes de la isla.
Desde las presidenciales, mientras Maduro pasaba tiempo
en Cuba con el convaleciente presidente, del que no se
separaba, en Caracas los cambios los operaba Elías Jaua, de
momento vicepresidente y luego canciller. Gobernadores
chavistas, ministros y el resto del entorno presidencial fueron
privados de los teléfonos encriptados de acceso al jefe del
Estado. Requerida una operación de urgencia, que tanto había
postergado y de la que podía no salir con vida, Chávez regresó
brevemente a Caracas la noche del 7 de diciembre de 2012
para dejar atada su sucesión. Al día siguiente, en cadena de
televisión, sentado a una mesa en Miraflores entre Maduro y el
presidente de la Asamblea Nacional, Diosdado Cabello,
dejaba a aquel como sucesor en caso de que la inmediata
intervención quirúrgica a la que iba a someterse no tuviera
éxito. Isea pudo verle ese día. «La última vez que le vi fue ese
8 de diciembre. Estaba muy golpeado, pero se le vía fuerte. Su
hija María Gabriela habló con un médico venezolano, que le
dijo: ‘aconseje a su papá que no se opere, que muera
tranquilo’, pero los cubanos insistieron en la operación.
Controlaron el proceso de su muerte. Para dominar su legado,
había que apagarle de forma controlada».
La serpiente del chavismo acabó de mudar de piel en los
fastos fúnebres de marzo de 2013. Al histórico núcleo
chavista, según Isea, ya no le fue permitido tomar la iniciativa
de acercarse a Maduro, quien ahora actuaba como presidente
en funciones y estaba rodeado por un anillo de agentes
cubanos. «Ese día se vio claramente el nuevo poder: ahí, en
primera fila, estaban Maduro, Jaua y El Aissami». Maduro se
dirigió a Isea: «te vas para Chile», le espetó, claramente
desterrándole del firmamento chavista. El ahijado de Chávez
no llegaría a aceptar la plaza de embajador en Santiago. En
lugar de irse para el sur, acabó tomando el camino del norte.
En septiembre, empujado por denuncias de corrupción
lanzadas por El Aissami, quien le quitó el puesto en la
gobernación de Aragua, Isea llegó a Estados Unidos para
revelar secretos del régimen.
El dramático testimonio de Isea nos ha hecho avanzar en el
relato, pero volvamos ahora al momento de las presidenciales
para desde ahí seguir con más detalle lo que ocurrió en esos
críticos meses siguientes.
El adiós que se quedó sin foto
Pocos días después de las elecciones del 7 de octubre de 2012
Hugo Chávez tuvo un bajón. El cese del esfuerzo físico
realizado para aparecer en actos de campaña y el fin del
suministro de una abundante dosis de sustancias que le
permitían sostener esa actividad se tradujo en un relajamiento
que le dejó postrado por unos días. Los meses de negligencia
en el tratamiento del cáncer, no confrontado de modo eficiente,
sino toreado para al menos poder seguir la campaña, pronto
pasaron factura. Como indicaron los informes confidenciales a
los que tuve acceso, el 24 de noviembre la salud de Chávez
tuvo una brusca caída. Fue incapaz de levantarse de la cama y
se quejó de un agudo dolor en el abdomen. La noche del 25
perdió la conciencia dos veces. El 26 vomitó sangre y rechazó
comer. El 27 fue llevado a prisa secretamente a La Habana en
un avión de la Fuerza Aérea de Cuba. Llegó en condición
crítica.
Ese mismo día, un comunicado oficial anunció que se
había solicitado permiso a la Asamblea Nacional para que el
presidente pudiera viajar a Cuba con el fin de recibir allí
sesiones de oxigenación hiperbárica. Puede que Chávez
tuviera alguna sesión con ese tipo de tecnología, en realidad
no prescrita para combatir el cáncer, aunque puede aplicarse
para reparar heridas en la piel provocadas por la radioterapia.
Pero el comunicado escondía la recurrencia del tumor. Para el
28 estaba prevista la llegada desde Moscú de un equipo de
oncólogos, cirujanos y un biólogo, enviados a La Habana en un
avión gubernamental ruso especialmente equipado. El
Gobierno tapaba todo eso que estaba ocurriendo. El 29
Nicolás Maduro, elevado ahora a vicepresidente, decía desde
Cuba que su superior estaba «muy bien». Y eso es lo que
pareció cuando de pronto en la noche del 7 de diciembre se
vio a Chávez bajando la escalerilla del avión que le traía a
Caracas. Parecía que llegaba ya para quedarse, pero en
realidad era una visita para anunciar que se iba, quizás del
todo. El reconocimiento de su estado se produjo el sábado 8 de
diciembre, en aquella emisión en cadena que hizo sentado
entre Maduro y Cabello. «Ustedes saben, mis queridos amigos,
venezolanos, venezolanas, que no es mi estilo un sábado por la
noche, y menos a esta ahora, 9:30 de la noche, una cadena
nacional (…), pero obligado por las circunstancias me dirijo a
ustedes, pueblo venezolano». Aún tardó catorce minutos en dar
la noticia: «por algunos síntomas decidimos con el equipo
médico una nueva revisión exhaustiva. Lamentablemente, en
esa revisión exhaustiva surge la presencia, en la misma área
afectada, de células malignas, nuevamente (…) y se ha
decidido, es absolutamente necesario e imprescindible
someterme a una nueva intervención quirúrgica y eso debe
ocurrir en los próximos días. Incluso los médicos recomiendan
que fuese ya ayer a más tardar o este fin de semana». Explicó
que había pedido ir primero a Caracas, para esa despedida,
«haciendo un esfuerzo adicional, en verdad, porque los
dolores son de alguna importancia». «Con el favor de Dios,
como en las ocasiones anteriores, saldremos victoriosos.
Tengo plena fe en ello y como hace tiempo, estoy aferrado a
Cristo», dijo, sosteniendo un crucifijo en la mano.
Acto seguido comunicó su testamento político, lo que
venía a resaltar la gravedad del momento, por si sus palabras
previas habían sido recibidas como un parte más de su salud.
«Si se presentara alguna circunstancia sobrevenida que a mí
me inhabilite para continuar al frente de la Presidencia de la
República, bien sea para terminar los pocos días que quedan
[un mes] y sobre todo para asumir el nuevo período para el
cual fui electo por la gran mayoría de ustedes, Nicolás Maduro
no solo debe concluir el período, sino que mi opinión firme,
plena, irrevocable, absoluta y total es que en ese escenario,
que obligaría a convocar a elecciones presidenciales como lo
manda la Constitución, ustedes elijan a Nicolás Maduro como
presidente de la República».
Vistiendo un chándal blanquiazul y caminando con calzado
deportivo Chávez se despidió el domingo 9 de diciembre por
la noche de sus cuadros políticos y también de los militares.
Con estos mantuvo la última reunión televisada. Fue su último
discurso en vida, en el que apeló al enemigo exterior –el
imperialismo– como receta para seguir galvanizando a sus
seguidores. «La revolución está en buenas manos», proclamó,
dejando a los militares como garantes del orden socialista
bolivariano. «¡Patria, socialismo o muerte!», repitieron ellos.
Después, en la rampa cuatro del aeropuerto de Maiquetía
estrechó la mano de los dirigentes que habían acudido allí
para el último adiós. «¡Hasta la vida siempre!», exclamó con
el puño en alto antes de ascender la escalerilla del avión. Una
vez arriba se dio la vuelta y gritó: «¡viva la patria!».
Fue una poderosa imagen que, sin embargo, el chavismo no
pudo utilizar después. Tampoco podría consolarse con un
lirismo como el del registro de enfermedad y muerte y el de la
partida de fallecimiento de Simón Bolívar. El contraste entre
ambos casos queda patente en las primeras páginas de El gran
engaño (2014), de Pablo Medina. A los citados documentos
sobre el Libertador, copiados al comienzo del libro, siguen las
hojas en blanco correspondientes a la expiración de Hugo
Chávez: sin fecha oficial de defunción –no existe en el
registro– la figura histórica se desvanece; sin elegía datada
hoy no puede asentarse la leyenda.
Las que eran las últimas tomas conocidas de Chávez
quedaron devaluadas cuando semanas después el Gobierno
difundió fotos del enfermo con sus hijas. El hecho de que
luego, en los funerales del fundador de la República
Bolivariana, esas instantáneas no fueran impresas en carteles
para cubrir paredes o repartir como recuerdo, venía a sugerir
que fueron trucadas. El régimen se quedó sin arrojo para
construir una imagen-mito a partir de esa presunta falsedad, y
al mismo tiempo sin poder hacerlo con aquel Chávez que
decía adiós desde la puerta del avión, cuando su reloj marcaba
ya la madrugada del 10 de diciembre. El martes 11 se estiró en
una camilla para entrar en el quirófano y ya no volvió nunca
más a levantarse.
Nochevieja en vela
La operación de Hugo Chávez en el Cimeq de La Habana del
11 de diciembre de 2012, la cuarta a la que se sometía, fue
especialmente larga. Duró casi siete horas. Fue realizada por
un equipo de doctores rusos del Centro Médico Presidencial y
del Instituto de Oncología de Moscú, asistidos por colegas
cubanos y el apoyo del resto del equipo internacional. La
intervención tenía como objetivo remover varios cultivos
cancerosos. Hubo una extracción de parte del intestino
delgado y los médicos trabajaron sobre la tumoración de un
par de vértebras. Para el doctor Marquina, solo una cirugía de
espalda explicaría la duración de la operación, y también su
urgencia, pues el avance del tumor le estaría causando una
compresión lumbar que iba a dejar paralizado al enfermo. En
cualquier caso, a Chávez le tocaron la mayor parte de los
órganos ubicados en la zona pélvica. Una biopsia realizada
durante la operación detectó también células cancerosas en el
abdomen y la vejiga. Probablemente ya con antelación se le
había practicado una colostomía, para sustituir la evacuación
anal. El paciente acabó con ese área del cuerpo totalmente
alterada, recogida con una malla, dado que le habían removido
también los músculos del abdomen, por prevención. Algunas
informaciones indicaron que en esa extracción fue perforada
accidentalmente una arteria, lo que provocó una gran pérdida
de sangre y alargó alarmantemente la intervención quirúrgica.
Al término de esa difícil jornada, el Gobierno venezolano
anunció que el presidente había superado la operación, sin
ofrecer otro detalle que el tiempo de duración aproximada de
la misma. Un comunicado posterior precisó que en la
intervención habían surgido algunas complicaciones, como un
sangramiento, y que la recuperación sería lenta. A partir de
ahí, casi toda la batalla se centró en los problemas
respiratorios de Chávez, provocados por una infección. El 19
de diciembre se le practicó una traqueotomía. En ese momento
mostraba retención de líquido en los pulmones e insuficiencia
renal. Además llevaba varios días sin que los antibióticos
hicieran efecto. El cuadro se complicó aún más para fin de
año.
El 31 de diciembre corrieron informaciones de que Chávez
había muerto. Hubo fuentes que aseguraban manejar la versión
de los servicios secretos colombianos, según la cual la muerte
del mandatario habría sido firmada ya por uno de los médicos
y por Cilia Flores, procuradora general de la República y
mujer de Maduro. En Washington, el Departamento de Estado
estaba también al tanto de la posibilidad del fallecimiento, sin
que en sus contactos diplomáticos aclarara la procedencia del
dato ni la credibilidad que le otorgaba. En una comunicación
reservada, Estados Unidos compartió esa información con el
Gobierno de España, pero calificándola de rumor que aún no
había podido confirmar. Circulaba el dato de que sobre las
5:10 de la mañana se habría producido la desconexión del
paciente y que la muerte se habría registrado hacia las 11:00
horas. «Lo de ayer sí fue cierto», escribió a la mañana
siguiente en un correo electrónico Mario Silva, conductor de
La Hojilla, uno de los programas de televisión chavistas más
seguidos, donde yo mismo fui vilipendiado varias veces por
mis informaciones sobre el caso. «Se nos fue pero lo
revivieron, fue una complicación respiratoria sumamente
arrecha», continuó explicando Silva, cuyas comunicaciones
fueron hackeadas y publicadas más adelante en la prensa.
Fue una Nochevieja intensa en la que periodísticamente no
se podía bajar la guardia, a riesgo de que otro colega se
adelantara con el tubazo. Recurrir a las fuentes habituales no
me era posible en ese momento, pues los informes
confidenciales sobre la salud de Chávez aquí reseñados
siempre me llegaban con algunos días de retraso, siguiendo
una cadena que no se podía remontar de modo inmediato. Por
otra parte, si se había producido el fatal desenlace, ¿no era de
esperar que el Gobierno venezolano lo comunicara? La falta
de un anuncio oficial, no obstante, podía interpretarse como
un deseo de esperar al día siguiente, 1 de enero, para hacerlo
coincidir con el aniversario del triunfo de la revolución
cubana. Con un «Chávez, en coma inducido», que fue el titular
por el que finalmente optamos en el diario, entramos en el
nuevo año, personalmente sin haber podido seguir la tradición
española de comer las uvas.
Con el tiempo algunos mantendrían que en ese momento, o
quizás ya desde el 29 de diciembre, Chávez se encontraba en
una muerte clínica. El doctor Marquina cree que el dirigente
sufrió entonces un derrame cerebrovascular. Otros están
convencidos de que en realidad Chávez falleció en ese punto.
Es el caso de Leamsy Salazar, quien como jefe de seguridad
del presidente estuvo en Cuba y mantuvo esos días una
estrecha relación con el entorno familiar de Chávez. «El
último día que lo vi con vida fue el 23 de diciembre. Estaba
completamente sedado. Hacia el 29 diversos médicos
extranjeros firmaron un acta en la que decían que ya no se
responsabilizaban de la praxis cubana y se retiraron. El 31 se
empeoró. Una enfermera que tenía relación con un escolta
nuestro nos dijo después que murió ese día. A partir de
entonces el ambiente era de luto; los familiares lloraban. El
día 3 de enero nos mandaron a todos para Venezuela, sin que
el papá ni la mamá le pudieran volver a ver: los tenían
engañados, pero Adán [Chávez] sí sabía la noticia», cuenta.
Los cubanos pusieron psicólogos a las hijas para que, a pesar
del duelo interno, asumieran la obligación de no manifestar
externamente ningún quiebro emocional. A raíz de esas
circunstancias, Salazar tiene la convicción de que Chávez
murió entonces, pero nunca tuvo completa evidencia. Una
cuasi muerte cerebral, manteniendo artificialmente con vida al
paciente, podría haber provocado el mismo pesar entre la
familia.
El engaño estaba servido. Cortado completamente el
acceso a Chávez, los Castro fueron dueños de toda noticia
sobre la presunta evolución del presidente venezolano. Yo
seguí recibiendo informes, pero mirando hacia atrás ya no es
fácil determinar si a partir de ese momento continuaron siendo
genuinos o si los cubanos lograron fabricar la información a la
que accedían mis fuentes. Desde luego La Habana hizo todo lo
posible por cortar la más mínima fuga de información: debía
ser dueña de la muerte de Chávez y esta no tenía que
producirse, al menos su noticia, hasta poder entronizar a
Maduro.
El primer deadline político era el 10 de enero, fecha en
que Chávez debía juramentar el cargo revalidado en las
elecciones de tres meses antes. Al ver que el comandante no se
reponía, el Tribunal Supremo de Justicia, de fidelidad
chavista, se saltó la legislación y prorrogó en sus cargos al
presidente y a los miembros del Gobierno. Eso garantizaba la
continuidad de Maduro en la vicepresidencia y le permitía
ganar peso para una segunda violación institucional: cuando se
anunciara la muerte de Chávez debería estar en condiciones de
poder desplazar a Diosdado Cabello como jefe de Estado
provisional, pues correspondía al presidente de la Asamblea
Nacional hacerse cargo del país hasta la celebración de
inmediatas elecciones. Los cubanos temían que Cabello,
vetado por ellos como sucesor, aprovechara la interinidad
para imponerse como candidato a pesar del testamento de
Chávez. En sus aspiraciones, Cabello contó con el posible
nacimiento de Maduro en la ciudad colombiana de Cúcuta, lo
que le inhabilitaría para la presidencia (nunca se ha mostrado
su partida de nacimiento y es muy probable que Cabello la
tuviese), pero un órdago de ese tipo se veía neutralizado por la
amenaza cubana de hacer público los dossiers de narcotráfico
de Cabello.
Las mentiras del Gobierno fueron pasmosas. El Día de
Navidad, Maduro dijo en televisión al pueblo venezolano que
el presidente había estado caminando y haciendo ejercicios,
cuando Chávez nunca se levantó tras la operación, como el
propio sucesor admitiría inadvertidamente con el tiempo. En
otra ocasión, más adelante, con Chávez más muerto que vivo,
Maduro aseguró haber estado despachando cinco horas
asuntos de Estado con el mandatario. Los dirigentes
gubernamentales estuvieron diciendo que el líder conversaba
con ellos hasta que, tras una información que publiqué
asegurando que Chávez no podía hablar, tuvieron vergüenza de
seguir con esa comedia. Pero acostumbrados al engaño, nunca
se sonrojaron, ni siquiera cuando tomaban directamente el
pelo a la comunidad internacional.
Maduro leyó en Chile el 28 de enero una carta
supuestamente escrita por Chávez dirigida a los mandatarios
de la Celac. Lo normal hubiera sido enviar un vídeo o audio
grabado, a modo de saludo. Chávez no estaba en condiciones
de hacer eso, ni tampoco de escribir o dictar las diez páginas
de discurso que mostraba Maduro. Ni siquiera de producir su
propia firma con un trazo que era tan seguro y limpio que
muchas delegaciones de países no tuvieron más remedio que
asumir que era una reproducción, como la que se sospechaba
que se había utilizado para nombrar canciller a Elías Jaua el
15 de enero. «Ya está la carta, ya la terminé», decía el mensaje
con el que un colaborador de Maduro le enviaba a este el texto
leído en Chile. El documento, al que tuvo acceso uno de los
confidentes con los que luego contacté, llevaba la firma
claramente pegada.
Ante la burda manipulación de la rúbrica de Chávez,
Diosdado Cabello temió que Chávez ya hubiera muerto y que
la conspiración cubana estuviera gobernando el país, ganando
tiempo para instalar mejor a Maduro. Tres días después de la
pantomima en la cumbre latinoamericana, el 31 de enero
Cabello viajó a Cuba para comprobar que el comandante
seguía vivo. Se desconoce si los cubanos le permitieron
acceder a la habitación, pero a su regreso de La Habana
Cabello corrió entre sus filas que el presidente continuaba en
este mundo.
Movido día de San Valentín
Un Hugo Chávez todavía vivo y con cierta capacidad de
comunicación es el que refieren otras personas. Nidia Fajardo
Briceño, la antigua azafata con la que Chávez había mantenido
una de sus relaciones amorosas, asegura que el 14 de febrero,
San Valentín, estuvo visitando al enfermo en el Cimeq. Con
Nidia, pasado el tiempo, tuve una conversación a través de una
persona interpuesta, que mantenía un teléfono en cada oreja,
repitiendo mis preguntas a la mujer y transmitiéndome sus
respuestas. Contactamos porque a ella le interesaba forzar que
la familia de Chávez reconociera como hija de este a la
pequeña Sara Manuela, que había sido fruto de la relación
entre Nidia y el presidente. Los detalles que me dio acerca de
la niña quedaron corroborados con varias fotos de tiempo
atrás en las que salían Chávez y Nidia con Sara Manuela, y
con la partida de nacimiento de la pequeña. Esos documentos
los publiqué en colaboración con Braulio Jatar, director de la
publicación online venezolana Reporte Confidencial. Eso
contribuyó a que los Chávez aceptaran formalmente incluir a
Sara Manuela en la familia.
La versión de Nidia retrata a un presidente con
dificultades para expresarse, con una traqueotomía que
incomodaba la interlocución, pero suficientemente consciente
para reconocerle a ella. Cuenta que, siendo la fiesta de los
enamorados, la margariteña insistió en recordar a Chávez su
larga relación y su deseo de matrimonio. Dice que el enfermo
le prometió casarse al día siguiente. De ser cierto, habría que
tomarlo como una manera de dar largas: no eran circunstancias
para una boda. Nidia explica que durmió fuera de la
habitación y que al otro día ya no hubo ni siquiera ocasión de
apelar a la promesa. Refiere que el día 15 apreció mucho
movimiento en la habitación de Chávez y que ya no le fue
permitido ver al presidente.
La conversación con Nidia, como he dicho, fue a través de
otra persona, por lo que cabe que preguntas y respuestas no se
hubieran transmitido fielmente. Tal vez la mujer inventara,
fabulando ese episodio del día de los enamorados para
reivindicarse como el verdadero amor del comandante. No
obstante, las fechas apuntadas coinciden con otra fuente.
Alguien especialmente alto en la nomenclatura chavista,
que trabajó estrechamente con Chávez durante mucho tiempo,
pero quedaba excluido del personal autorizado en la corte
presidencial que los Castro acogían en Cuba, asegura haber
tenido información directa sobre las vicisitudes de la
enfermedad a través de un par de personas que atendían al
paciente. Eso no era fácil, porque había servidores habituales
de Chávez que habían sido desplazados por los cubanos.
Ayudantes domésticos que habrían podido seguir con su
trabajo junto a Chávez habrían informado a ese dirigente que
el 15 de febrero Chávez entró en coma, del que ya no se habría
recuperado. Esa fuente da como hecho que al día siguiente la
mayor parte del equipo médico internacional abandonó Cuba.
Tiene la convicción de que Chávez murió el 17 de febrero, el
día antes de que el Gobierno anunciara su traslado al Hospital
Militar Doctor Carlos Arvelo de Caracas.
Un contacto del 17 por la noche entre Maduro y Roy
Chaderton, embajador de Venezuela ante la OEA, que esos
meses pasaba temporadas en Cuba como observador de esa
organización en las negociaciones que mantenían en la isla el
Gobierno de Colombia y la guerrilla de las FARC, avala que
ese día pudo haber ocurrido algo. «No solo a los soldados,
también a los viejos civiles nos corren las lágrimas de dolor
en este momento», exclamó Chaderton en la comunicación,
obtenida por uno de mis informantes. «Yo soy parte de esos
civiles», le respondió Maduro. Sin embargo, ese intercambio
no apunta unívocamente a un fallecimiento. Los comentarios
también pudieron producirse ante una decisión de trasladar a
Venezuela al paciente, ya definitivamente desahuciado y de
muerte inminente.
El dirigente que abona la tesis de que murió ese día basa
su suposición en que ya nadie le comentó luego haber visto a
Chávez y en que en la zona reservada del Doctor Carlos
Arvelo jamás se apreció actividad médica. Sostiene que el
cuerpo muerto del presidente fue trasladado en avión
ambulancia a la capital venezolana con máscara de oxígeno y
sondas, para simular que seguía con vida, y llevado por
agentes de inteligencia cubanos disfrazados de enfermeros. De
la logística de recepción en Maiquetía, en la madrugada del
día 18 de febrero, se encargó un equipo designado por
Diosdado Cabello. La llegada se gestionó al margen de la
dirección del aeropuerto, con muchas luces apagadas y sin la
presencia del personal de guardia.
También Leamsy Salazar, jefe de seguridad de Chávez,
estuvo esa madrugada en Maiquetía. Vio el cuerpo y concluyó
que era el cadáver del presidente. Le pareció que no estaba
bien preservado, aunque de llevar muerto mes y medio y no
estar embalsamado lo normal es que para entonces estuviera
más descompuesto. También podía ocurrir que quien iba sobre
la camilla fuera otro individuo, vivo o difunto, pues nadie
pudo examinarlo de cerca, dado que todos los que rodeaban al
presunto paciente eran cubanos, como confirma Salazar.
De ser una simulación de traslado, se habría hecho a la
espera de una oportunidad para anunciar que el presidente
había juramentado finalmente el cargo en un acto sin público
celebrado en el Hospital Militar, aunque no fuera cierto. Eso
habría permitido falsificar la ratificación de Maduro como
vicepresidente, que de momento ejercía esa función por una
ficción jurídica. De hecho, la difusión el día 15 de febrero de
las fotos aparentemente trucadas de Chávez con sus hijas
habría tenido como misión dar la impresión de un presidente
en condiciones físicas para al menos jurar el puesto. Al
margen de la situación real de Chávez, el Tribunal Supremo
estuvo recogiendo las firmas de sus miembros para testificar
sobre una juramentación a la que ninguno había asistido, como
yo mismo desvelé.
Ni la máxima autoridad militar del hospital pudo entrar en
la novena planta, custodiada por cubanos, ni empleados del
centro vieron nunca que de ella saliera basura. En eso abunda
el periodista Nelson Bocaranda, quien afirma que ni siquiera
la familia de Chávez subía a verlo. Pocos familiares fueron
allí y cuando iba alguna de sus hijas no consta que accediera
al lugar custodiado por cubanos. «Sus hijas no subían;
tampoco Maduro y eso que en ocasiones decía que acababa de
estar con él. Se iban para arriba, pero no llegaban a la novena
planta; esperaban un tiempo y volvían a bajar», cuenta. Otra
rareza es que Evo Morales, probablemente el mandatario
latinoamericano más caro a Chávez, llegó al hospital el 20 de
febrero y no se le autorizó ver al enfermo. Además, solo uno
de sus familiares, su hija María Gabriela, asistió el 1 de marzo
a la misa celebrada en la capilla del centro, ofrecida por el
restablecimiento del jefe del Estado. Era algo sorprendente
ante lo fetichistas que con el culto son muchos venezolanos
cuando se trata de clamar al Cielo por la salud de un ser
querido.
Con ser sospechoso todo eso, Bocaranda confía en que en
este punto sus informantes tuvieran igual de razón que al
principio de la enfermedad de Chávez, aunque muy
probablemente ninguno de ellos tuvo evidencia personal y
directa de que el comandante, vivo o muerto, estaba realmente
en el Hospital Militar. Al periodista venezolano le
asegurarían, una vez anunciado el 5 de marzo el fallecimiento
de Chávez, que este fue desconectado ese día sobre las once
de la mañana, calculando que tardaría un par de horas en morir
y así el tránsito podría coincidir aproximadamente con la hora
del fallecimiento de Simón Bolívar, finado el 17 de diciembre
de 1830 a las 13:03 horas. El proceso habría sido
interrumpido, conectando de nuevo al moribundo a la
asistencia mecánica, para dar tiempo a la intervención
televisada que estaba realizando Maduro, en la que acusó a
Estados Unidos de haber inoculado el cáncer a Chávez y
adoptaba ya el tono sombrío con el que por la tarde comunicó
la desaparición del mandatario. Desenchufado de nuevo, el
líder habría muerto, según el dato oficial, a las 16:25 horas.
Una variante es la que le llegó al doctor Marquina, a quien una
fuente le explicó al final del día que el presidente había
fallecido a las 12:25, pero que se había ofrecido como hora
oficial el momento en que sus hijas dejaron la habitación, tras
un tiempo reservado para que velaran al recién fallecido.
Final de novela de intriga
¿Y si no fue ni una cosa ni la otra? La verdad es que el
lenguaje corporal de Nicolás Maduro y de quienes le
acompañaban en el anuncio televisado decía muchas cosas.
Ninguno de los militares o ministros que estaban de pie junto
al vicepresidente, mirando a la cámara desde un rincón de
honor de la entrada del hospital, mostraba la afectación que se
esperaría por la noticia de que en aquel momento y allí mismo
había muerto el carismático líder. Varios de ellos se giraron
hacia Maduro, como si estuviera exagerando, cuando la voz le
comenzó a temblar. El ministro de Información, Ernesto
Villegas, consultó varias veces su reloj como si aquello no
fuera con él. O Chávez no estaba allí o había llegado muerto a
Caracas… Aunque también cabe la explicación de que para
todos ellos el comandante, a quien no veían hacía tiempo,
comenzaba a ser ya para entonces una figura lejana.
Probablemente la mayoría no sabía absolutamente nada y a
estas alturas todos desconfiaban ya de cualquier versión
oficial que pudiera darse.
En la víspera del anunciado traslado de Chávez el 18 de
febrero al Hospital Militar, el equipo médico que había venido
tratando a Chávez quedó desmantelado del todo, por lo que se
rompió la cadena de información que había permitido elaborar
los informes confidenciales que me habían llegado a lo largo
de más de un año. Si ya en los dos últimos meses las
informaciones podían quizá ser menos fiables –los cubanos
habían hecho cada vez más hermético el caso–, los datos que
obtuve en esas dos semanas finales eran confusos. Se hablaba
del retorno a Venezuela, pero el transporte habría sido a «su
instalación médica secreta en la isla», expresión que siempre
había hecho referencia a La Orchila, en cuya residencia
presidencial, como ya se ha explicado, Chávez había recibido
previamente algunos tratamientos. Pero después los
informantes, que apuntaban a un rápido crecimiento del cáncer
en el pulmón izquierdo, creían que el enfermo había sido
llevado de regreso a Cuba el 1 de marzo, y que murió allí en la
noche del 4 al 5 de marzo, horas antes del anuncio oficial.
En el momento de escribir estas líneas sigue siendo
imposible saber cuál es la versión verdadera: que Chávez
falleciera en Cuba entre el 29 y el 31 de diciembre de 2012;
que lo hiciera el 17 de febrero de 2013, el día antes de su
traslado oficial a Venezuela; que la muerte ocurriera en el
Hospital Militar de Caracas el 5 de marzo como dijo el
Gobierno o que expirara esa fecha pero en Cuba. Lamento
defraudar a quienes lógicamente al llegar aquí esperaban
encontrar la solución del acertijo. Este capítulo termina como
esas novelas que ofrecen varios finales alternativos, que se
dejan a elección del lector.
Por los datos aquí expuestos, personalmente me cuesta
creer que Chávez dejara de existir a final de 2012 y me inclino
a pensar que siguió con vida, otra cosa es en qué condiciones,
al menos hasta mediados de febrero de 2013. Pero es solo una
apuesta. En cualquier caso, parece probable que falleciera en
la patria de Fidel y es posible que su cuerpo no fuera
trasladado a Caracas hasta que se anunció su defunción. Tuve
informaciones, imposibles de confirmar, que indicaron que el
cadáver de Chávez pudo llegar de Cuba el 5 de marzo por la
noche y ser transportado a la morgue del Hospitalito, en el
recinto de Fuerte Tiuna, donde está la Academia Militar.
Habría permanecido ahí hasta el momento de hacer un
cambiazo de ataúd cuando el cortejo fúnebre llegó al sótano
de la Academia, antes de subir a la capilla ardiente. No fueron
las únicas fuentes que indicaron que el féretro paseado durante
más de siete horas bajo el calor de Caracas e inmerso en un
baño de multitud iba vacío. El régimen utilizaba a placer el
sentimiento de miles de ciudadanos, con un engaño último que
coronaba todo el teatro de los últimos meses.
Sea cual sea la opción que se escoja como final de esta
historia, he aquí un hecho que señala bien quién dirigía la
tragicomedia: el 5 de marzo temprano, a eso de las 7 de la
mañana, fue interceptada una comunicación de La Habana
dirigida al Palacio de Miraflores. En ella se anunciaba la
muerte de Chávez. ¿Acababa de producirse en Cuba, era la
orden de desconectarle en Caracas o la luz verde para hacer
público un óbito ya ocurrido con antelación? Los Castro
comandaban, como lo harían en la campaña electoral que
inmediatamente se abría.

3. «ES VERDAD, AÑADIMOS VOTOS
FALSOS»
El fraude electoral
Las computadoras secretas de los chavistas lo indicaban bien
claro. A las seis de tarde, la hora en que en ese 14 de abril de
2013 debían cerrar los centros electorales en Venezuela, las
presidenciales las había ganado Henrique Capriles Radonski.
Suya era la banda tricolor que, no obstante, al final de un
proceso amañado, se acabaría poniendo Nicolás Maduro. Un
sistema informático paralelo al oficial permitía al chavismo
saber en tiempo real a lo largo del día la evolución del voto y
le facultaba conocer el número de votos falsos que debía
producir para girar el resultado. Eso ocurría en el marco de un
proceso completamente electrónico, como es habitual en
Venezuela, y con la complicidad de quien debía ser su árbitro,
el Centro Nacional Electoral (CNE). Gran parte de la trampa
se gestionó desde Cuba.
A las diez de la mañana, Diosdado Cabello se personó en
la sede del Ayuntamiento de Caracas, en el municipio
Libertador. El número dos del régimen acudió con su jefe de
seguridad, Leamsy Salazar. Ambos subieron a la planta del
despacho del alcalde y se encaminaron a una dependencia
próxima. Allí se había instalado una sala de seguimiento
informático electoral considerada top secret. De acceso
absolutamente restringido, en ella solo se dieron cita Cabello
y Jorge Rodríguez, alcalde caraqueño y gran mago del engaño
electoral chavista. También estuvo la hermana de este, Delcy
Rodríguez, luego nombrada titular de Exteriores, y el
vicepresidente Jorge Arreaza, quien fue convocado allí de
urgencia por la tarde cuando hubo que acelerar el golpe
electoral.
En la sala, dispuestos en forma de U, había veinticuatro
monitores, uno por cada estado venezolano, más uno central
que totalizaba los datos de todo el país. El alto grado de
reserva limitaba a uno o dos técnicos el personal a cargo del
manejo de los aparatos. Testigo ya de unos cuantos secretos
del chavismo, Salazar se dio cuenta desde el primer instante
de lo irregular de la situación: en las pantallas de los
ordenadores estaban apareciendo los votos que iban logrando
en cada momento Capriles y Maduro. Eso ni siquiera podía
conocerlo el CNE, dado que las máquinas electrónicas de
votación solo se conectaban en red al final de la jornada
electoral para transmitir los resultados. Pero esas máquinas,
que tienen capacidad de comunicación bidireccional como han
dicho las auditorías, durante el día podían transmitir datos o
recibirlos de modo inalámbrico.
Los centros electorales habían abierto a las seis de la
mañana y en pocas horas el candidato de la Mesa de la Unidad
(MUD) había cobrado ya buena delantera. Hacia las 11.30
horas Capriles, líder además del partido Primero Justicia y
gobernador de Miranda, tenía una ventaja de cuatrocientos mil
votos, según vio Salazar. Aunque el militar llevaba poco
tiempo a las órdenes de Cabello –había estado asignado a
Hugo Chávez hasta el funeral del comandante un mes antes–,
podía calibrar el grado del creciente nerviosismo del
presidente de la Asamblea Nacional, compartido por quienes
le acompañan en la sala. Refiere que les veía usar un teléfono
encriptado para hacer llamadas al CNE. El puesto de mando
de Libertador coordinaba centros de totalización parciales
distribuidos por el país, desde donde se podía operar sobre
las mesas electorales de cada zona.
El día pasaba y la perspectiva de la derrota estaba
haciendo enfurecer a la cúpula chavista. «Maldita sea, ¿vamos
a permitir que esta mierda de elecciones las gane este marico
el coño de Capriles?», preguntó Cabello, mirando alrededor.
Salazar cuenta que entonces los dirigentes del Partido
Socialista Unido de Venezuela (PSUV) hicieron una reunión de
urgencia, a la que luego se sumó el vicepresidente Arreaza.
Las gestiones para alterar la situación habían producido algún
efecto, pues al apurar el chavismo sus prácticas de coacción
del voto y de movilización forzada de electores la distancia se
había podido reducir. Pero hacia las cuatro de la tarde
Capriles seguía arriba, según nuestro testigo, por 220.000
votos. Había entonces que romper la baraja.
«Es cuando ese día se cayó el sistema de internet. Al poco
salió en público Arreaza anunciando que había habido un
problema con internet y que se estaba arreglando. Cuando se
restituyó el servicio las pantallas de las computadoras
comenzaron a revertir la situación: iban llegando más votos
para Maduro». El clima cambió en la sala y los jerarcas
chavistas empezaron a reírse cínicamente. «Estabas cagado,
¿verdad?», se tomaban el pelo entre ellos. Al final de la
noche, el CNE proclamó vencedor a Maduro por una
diferencia de 223.599 votos: le atribuyó 7.587.579 (50,6 por
ciento), frente a los 7.363.980 de Capriles (49.1 por ciento).
¿Qué había pasado?
Salazar aduce que la caída de internet fue provocada para
descargar el tráfico en la red telefónica y así poder manejar
con mayor garantía el complejo volumen de datos que
alimentaba el sistema informático paralelo del PSUV. Era vital
saber el reparto del apoyo con que se encaraba el final de las
votaciones, pues la producción de votos falsos a gran escala
requería una distribución que no chocara en exceso con la
tendencia que se registraba en cada mesa. Había que agotar la
bolsa de votos de personas con cédulas de identidad falsas y
transmitir órdenes a los miles de agentes chavistas repartidos
por los centros electorales para la emisión de votos falsos.
Bajo mano, el CNE había entregado a activistas del partido el
mando técnico de las máquinas de votación y de otros
procesos clave de la jornada.
Para esa operación final el chavismo necesitaba tiempo,
así que poco antes de las seis de la tarde, cuando debían
cerrar los centros electorales, el CNE anunció que prorrogaba
el horario hasta las ocho allí donde se necesitara. El vuelco se
dio en ese tiempo supletorio. Además, la sospechosa práctica
del CNE de no dar resultados hasta que, una vez ya ultimados,
hubiera una «tendencia irreversible» servía para tapar
movimientos hechos a última hora. También la proclamada
victoria de Chávez sobre Capriles de medio año antes se
consumó hacia el final de la jornada.
Máquinas bidireccionales
El testimonio de Salazar coincide con las averiguaciones
hechas por varios expertos. Umberto Villalobos, de la empresa
venezolana de estudios electorales Esdata, ha podido anotar
las horas en las que cada centro electoral envió esa noche sus
resultados al CNE, de acuerdo con el acta impresa por las
máquinas de votación. Esos datos arrojan una gráfica en la que
se ve cómo los votos para Maduro fueron más abundantes en
los centros que demoraron su cierre, con un inexplicable pico,
del todo anómalo, especialmente pronunciado entre las 19.30 y
las 20.05 horas. El guardaespaldas de Cabello confirma que
cuando el 75 por ciento de los centros electorales habían
enviado ya sus resultados, Capriles seguía estando en cabeza.
Fue en los centros que remitieron más tarde su escrutinio
donde se produjo el repentino cambio de tendencia.
¿Eran votos de electores reales, se debían a dedos
anónimos que indebidamente le daban a las máquinas de
votación (llamémosle voto plano) o se habían generado
electrónicamente desde un lugar remoto (voto virtual)? Eso es
algo que Salazar no puede precisar. Era la primera vez que
acudía a la sala secreta de seguimiento electoral del PSUV,
dado que en anteriores procesos electorales había
permanecido junto a Chávez y este delegaba la supervisión en
otros dirigentes, así que le faltaba información para atar
cabos. Pero no le cupo la menor duda de que durante aquella
jornada estaba presenciando un colosal pucherazo.
La respuesta a la pregunta está en las pruebas obtenidas
por los especialistas en seguridad informática Anthony Daquin
y Christopher Bello. Daquin trabajó para la agencia de
cedulación de Venezuela, en los comienzos de la manipulación
chavista del sistema de identificación. Bello participó en una
auditoría del sistema de votación venezolano llevada a cabo
entre 2011 y 2012, en la que detectó graves anomalías. Ambos
concluyen que en el censo –el Registro Electoral Permanente
(REP), que el CNE niega a la oposición– hay 1.878.000
electores más que el número las personas mayores de 18 años
incluidas en el registro oficial de identificación. Así, el
chavismo utilizaba ese volumen de votantes con varias cédulas
de identidad (o extranjeros cedulados de modo informal) como
colchón para modular sus victorias. Además, en su supervisión
del instrumental Bello comprobó que las máquinas de votación
tenían cuatro BIOS (Basic Input Output System), lo que
suponía una complejidad mayor de la necesaria y facilitaba la
comunicación con dispositivos externos. Esa conectividad
habría hecho posible tanto el conteo del voto como la emisión
de voto plano.
El corte de internet y de suministro de energía eléctrica en
ciertos lugares también fue propiciado por la cúpula del PSUV
para hacer frente a un ataque recibido en su sistema
informático paralelo. Jorge Rodríguez dio la voz de alarma
públicamente al ver cómo una operación de hackeo
antichavista estaba dañando información del REP –el listado
de votantes– con el objetivo de eliminar nombres repetidos u
otros rastros de electores ficticios. Eso posiblemente había
evitado que cerca de novecientas mil identidades falsas
tuvieran capacidad de votar. Restaurado el servicio de internet
quizás parte de esos votos pudieron emitirse, pues durante el
apagón el chavismo logró colocar un duplicado tomado de su
sistema de respaldo, pero la hora de cierre se estaba echando
encima. Entre las seis y las ocho, Maduro recibió más de
seiscientos mil votos, un volumen que materialmente no era
posible sumar mediante el procedimiento natural de votación.
Una parte importante tuvo que ser mediante voto plano.
La emisión de un monto tan grande de votos en escaso
tiempo lleva a Umberto Villalobos a pensar que el giro final se
debió al voto digital, cuya existencia siempre se temió: la
posibilidad de que desde un servidor central se cambiaran los
dígitos de las totalizaciones. En su opinión, las anomalías
registradas en esa totalización obedecieron a complejos
modelos de cálculo que no podían más que haber sido
ejecutados por una máquina central. Al ser bidireccionales, en
el momento de conectarse en línea para transmitir el resultado
electoral las máquinas de votación podrían recibir
información que lo modificara: las actas del reparto de votos
se imprimían una vez realizada la transmisión del resultado.
Christopher Bello, sin embargo, descarta el voto digital y
justifica que toda la ejecución fue física. Su experiencia
muestra que el esfuerzo del fraude se centró en origen,
alrededor de cada una de las mesas. Así también parece
indicarlo la lógica de toda la movilización del aparato
chavista que seguidamente va a describirse. Es posible que el
recurso al cambio informático de dígitos quedara como un
plan b, reservado para ocasiones en las que no hubiera otra
forma de ganar las elecciones; de hecho el procedimiento
había ido mutando, perfeccionándose de acuerdo con las
necesidades del partido.
Confesión del robo
El robo electoral fue confirmado confidencialmente a Estados
Unidos por algunos de los principales dirigentes chavistas.
Desoyendo las denuncias de irregularidades hechas por la
oposición y la llamada de algunos países y organizaciones
internacionales a un recuento que evitara la confrontación
nacional, el universo chavista inicialmente cerró filas en torno
al electo presidente. Pero solo fue una apariencia. No tardaría
en retomarse de nuevo la pugna soterrada entre Maduro y
Cabello, y distintos dirigentes oficialistas comenzaron a
entablar contactos indirectos con Estados Unidos para limpiar
su pasado: por si en un próximo futuro, convertidos en
alternativa a Maduro, requerían reconocimiento internacional,
o por si al final no tuvieran más remedio que marchar de
Venezuela y entonces necesitaran quedar a salvo de órdenes
internacionales de captura contra ellos por sus negocios
ilícitos.
Hubo encuentros de ese tipo en varias islas del Caribe y
también en alguna capital europea. No había pasado ni un mes
de las elecciones cuando emisarios de Cabello y del nuevo
ministro de Interior y Justicia, el general Miguel Rodríguez
Torres (los contactos eran por personas interpuestas, dado el
riesgo que suponía hacer viajes al extranjero con ese
propósito), reconocían lo que todo el mundo sospechaba.
–«Vale, es verdad. Añadimos trescientos cincuenta mil
votos. Las estaciones uno, dos y tres de los centros
electorales estaban operados por gente nuestra.
–Capriles nos quitó novecientos mil votos, y habrían
llegado a ser dos millones si no llega a haber voto
asistido y los demás procedimientos».
Puede que las cifras estuvieran redondeadas, y que ese
«añadir» se refiriera solo al voto plano fabricado de forma
compulsiva en el último momento. En cualquier caso era una
admisión en toda regla de que habían robado la presidencia.
«Para ellos no fue fácil decir eso», cuenta una de las personas
presentes en el encuentro. «Aunque estuvieran actuando contra
Maduro al contactar con Estados Unidos, se resistían a
deslegitimar el resultado electoral, porque entonces también
quedaba deslegitimado todo posible recambio chavista en la
jefatura del Estado. Pero al final se vieron tan presionados
para ofrecer signos de disposición a posibles tratos que
cedieron ante las insistentes preguntas».
La confesión admitía que novecientos mil votos se les
habían esfumado (obra del ataque recibido) y calculaba en dos
millones de votos el margen de seguridad con el que el
chavismo afrontaba cada elección (el grueso era la identidad
falsa). Sirva ese reconocimiento para sonrojo de algunos
acompañantes internacionales, como los enviados por el
Congreso de los Diputados de Madrid, que el día electoral
transmitieron beatíficamente su impresión de que todo había
transcurrido con normalidad.
No era la primera vez que capitostes del régimen
reconocían en privado que los procesos electorales en
Venezuela estaban trucados. Eladio Aponte Aponte,
magistrado del Tribunal Supremo hasta 2012, año en que
escapó a Estados Unidos, revela que así se lo explicó su
colega Francisco Antonio Carrasquero, que era vicepresidente
de la Sala Constitucional y previamente había presidido el
Consejo Nacional Electoral (2003-2005). También Jorge
Rodríguez, que igualmente fue presidente del CNE (2005-
2006) y luego dirigió las campañas electorales de Chávez y
Maduro, le comentaría a Aponte que el sistema estaba
adulterado. «No te preocupes, todo está controlado», asegura
que le dijo en una ocasión Rodríguez, en un contexto que no
dejaba lugar a dudas sobre el grado de dominio que el
chavismo tenía sobre todo el proceso. Algunas de esas
conversaciones tuvieron lugar en compañía de otros
magistrados del TSJ. En ellas se especificó que el sistema
electoral electrónico era supervisado desde Cuba, a través del
cable submarino que une esa isla con Venezuela.
Ese cable atraería la atención de un servicio secreto
extranjero no estadounidense, que días antes de las
presidenciales del 7 de octubre de 2012, a las que se
presentaba un Hugo Chávez ya muy enfermo, localizó su punto
de entrada en el mar desde tierra venezolana y determinó
dónde, a gran distancia de la costa, los buzos debían
sumergirse para inutilizarlo. Al final esa operación no fue
ejecutada. Sin estar confirmado que la irregularidad electoral
estuviera en la creación electrónica –ficticia– de miles de
votos desde un servidor central en Cuba, la acusación de
sabotaje a un agente externo o a la oposición era un precio que
no tenía sentido pagar. El centro de conexión con Cuba estaba
en el noveno piso de la torre Banesco de Caracas y los
servidores del operativo se encontraban a corta distancia, en
el segundo piso de la torre de CANTV, atendidos por personal
cubano y venezolano de inteligencia. Que en Cuba conocían
directamente la marcha de la votación lo corrobora el hecho
de que Raúl Castro felicitara a Chávez el 7-O de 2012 varias
horas antes de que el CNE le proclamara vencedor. Una
comunicación interceptada así lo puso de manifiesto.
El magistrado Aponte fue testigo ya en las presidenciales
de 2006, como Leamsy Salazar en las de 2013, del
funcionamiento de la sala situacional desde la que el chavismo
controlaba ilegalmente las elecciones. Estaba camuflada en
una casa de la urbanización El Placer, en el área metropolitana
de Caracas. La casa se encontraba cerca de las instalaciones
militares de Fuerte Tiuna, sede el Ministerio de Defensa,
donde estaba instalado el operativo del CNE para recepción
oficial de los datos de todos los centros electorales. Aponte
había sido convocado en calidad de coordinador de la
seguridad penal de la jornada electoral. Para ese día, la Sala
Penal del Tribunal Supremo de Justicia, que él presidía, había
establecido un listado de fiscales de guardia, todos ellos
decididamente afines al chavismo, para asegurarse la
detención de militantes opositores que con sus denuncias
alteraran la votación o para garantizar la libertad de activistas
oficialistas que intimidaran a otros votantes. «Había
motorizados que ponían a los votantes opositores en fila y les
pedían las cédulas de identidad; era para entorpecer su camino
al centro electoral y meterles miedo», apunta Aponte,
admitiendo que la consigna dada a los fiscales era que dejaran
hacer.
«Desde fuera la casa parecía un búnker: estaba
completamente cerrada, con un cercado muy potente; nadie
desde fuera podía ver lo que ocurría dentro», cuenta Aponte.
«Cada par de horas se actualizaban datos sobre cuántos votos
llevaba uno y otro candidato y se tomaban decisiones de
movilización». Allí estuvieron, entre otros, Francisco
Ameliach, jefe de la campaña presidencial de 2006; Diosdado
Cabello, número dos del partido, y Jorge Rodríguez, que hasta
hacía unos meses había sido presidente del CNE y coordinaba
las incestuosas relaciones entre el PSUV y la autoridad
electoral. Rodríguez se llevó del CNE a varios ingenieros
informáticos que conocían bien las tripas del sistema. Cuando
en 2008 accedió al cargo de alcalde de Caracas instaló en la
alcaldía esa especial sala situacional secreta.
Un psiquiatra en la ingeniería electoral
Jorge Rodríguez fue una persona clave en el proceso de
perversión del sistema de voto electrónico en Venezuela. Fue
él quien desde el Consejo Nacional Electoral se ocupó de la
concesión a Smartmatic, una empresa de reciente creación y
apenas conocida en el sector, de la solución integral telemática
de todos los pasos de la jornada electoral: votación,
escrutinio, totalización y adjudicación.
La automatización del voto en la democracia venezolana
fue acordada por ley al final de la presidencia de Carlos
Andrés Pérez. Se introdujo de la mano de Indra, una compañía
española de innovación tecnológica con cierta experiencia en
un campo entonces naciente. En una automatización
progresiva, Indra aplicó diversos desarrollos en las
elecciones de 2000, convocadas como legitimización de los
poderes públicos tras la nueva Constitución aprobada en
diciembre de 1999, casi un año después de que Chávez
accediera al poder. La Constitución bolivariana alargaba hasta
seis años el mandato presidencial, con lo que el nuevo
horizonte electoral de Chávez era 2006. Eso daba margen de
tiempo al chavismo para preparar su asalto a las máquinas de
votaciones, pero el referéndum de 2004 sobre la continuidad
del presidente forzado por la oposición aceleró los
preparativos.
Médico psiquiatra de formación, Jorge Rodríguez dejó de
lado la práctica de esa profesión para meterse en la sala de
máquinas de la producción del voto chavista. Con trayectoria
de militancia en movimientos de izquierda radical, hijo de un
líder marxista muerto en 1976 estando en custodia de los
servicios de inteligencia venezolanos, Rodríguez ofrecía
garantías de compromiso revolucionario. En 2003 entró en el
CNE como uno de sus rectores. Su misión fue la de organizar
una nueva licitación para designar la empresa encargada de la
completa automatización de las elecciones.
La opción más lógica hubiera sido apostar por la oferta de
Indra de ampliar y actualizar su sistema, pues en el pasado ya
había instalado en el país siete mil máquinas de votaciones. Al
concurso también se presentaban otras dos empresas. Una era
Diebold, cuya matriz estadounidense, ES&S, era líder mundial
del sector. La otra oferta estaba liderada por Smartmatic, una
pequeña firma con sede en Florida, constituida en 2000 por
varios jóvenes venezolanos, cuya tecnología nunca se había
puesto a prueba en unas elecciones y que ahora se proponía
diseñar y construir máquinas de votación con pantalla táctil.
Smartmatic se presentaba junto con Bista, una empresa de
ingeniería cubana que iba a aportar el software, y con CANTV,
el mayor proveedor de telefonía de Venezuela, a quien
correspondería la transmisión de los datos. La suma de esos
tres nombres había llevado a bautizar la sociedad como SBC.
En un proceso de gran rapidez y poca trasparencia, en febrero
de 2004 se dio por ganadora de la licitación a SBC.
El nuevo sistema se estrenó con prisa en el referéndum
revocatorio del 15 de agosto de 2004, que el presidente
Chávez ganó con el 59,1 por ciento de los votos, frente al 40,6
por ciento de quienes pedían su marcha. La sorpresa del
resultado, cuando se creía que el chavismo estaba contra las
cuerdas, y las estrechas relaciones entre Smartmatic y el
Gobierno asentaron las dudas que desde entonces habría sobre
la limpieza del proceso en todas las elecciones.
Antes de la adjudicación, sin que se hiciera público, el
Estado venezolano había adquirido el 28 por ciento de las
acciones de Bista. Tres años después Chávez renacionalizó
CANTV. A raíz de esos dos movimientos, y de las sombras
sobre la propiedad misma de Smartmatic, se puso en cuestión
la independencia de la compañía. Mediante la compra de una
empresa estadounidense con mayor experiencia, Smartmatic
había comenzado a prestar servicios en algunos lugares de
Estados Unidos, pero en 2007 tuvo que dejar de operar en ese
país porque la marca estaba contaminada por sus relaciones
con el chavismo. Se había sabido, por ejemplo, que en abril de
2005 Smartmatic pagó a Jorge Rodríguez, entonces presidente
del CNE, una estancia de lujo en un hotel de Boca Ratón
(Florida), dos meses antes de que la autoridad electoral
renovara el contrato para las legislativas de diciembre de ese
año. La negativa de la oposición a participar en esos
comicios, por su completa desconfianza hacia el sistema de
votación, permitió que el oficialismo pasara a controlar la
Asamblea Nacional y copara aún más las instituciones.
Smartmatic siempre defendió la inviolabilidad de su
sistema. Cuando este se estrenó en Venezuela, fue rubricado
por observadores internacionales, aunque no se trató de una
inspección exhaustiva. La Unión Europea, que elaboró
informes en 2005 y 2006, precisó que los encuentros fueron un
«foro de discusión entre expertos de los partidos políticos, la
sociedad civil y la administración electoral, pero no fueron
auditorías».
La automatización del voto tuvo ya un buen rodaje en las
presidenciales de 2006, pero un enfado monumental del líder
bolivariano llevaría a la enorme sofisticación del operativo
electoral chavista visto más adelante. En el referéndum del 2
de diciembre de 2007, las reformas constitucionales
planteadas, entre ellas la de permitir ilimitadas reelecciones
de presidente, fueron rechazadas por 4,5 millones de personas,
frente a los 4,3 millones que las apoyaron. El chavismo
quedaba claramente por debajo de los 7,3 millones de votos
con los que el presidente había sido reelegido en 2006.
«¿Dónde están los tres millones de votos que faltaron?»,
preguntó a sus colaboradores un Chávez soliviantado, que
despachó el triunfo de la oposición como una «victoria de
mierda». El líder bolivariano se cobraría la revancha con otro
referéndum, en febrero de 2009, que finalmente aprobó las
reformas. El toque de atención llevaría a la toma del control
de la movilización electoral por parte del Frente Francisco de
Miranda y a una mejor coordinación en la violación del
proceso mismo de votaciones.
El Frente Francisco de Miranda y las misiones
Bautizado con el nombre de uno de los héroes de la
independencia venezolana, el Frente Francisco de Miranda fue
creado en junio de 2003 en La Habana por Hugo Chávez y
Fidel Castro. Nacía con el propósito de actuar en Venezuela a
imagen y semejanza de los Comités de Defensa de la
Revolución de Cuba. En diez años llegaría a contar con cerca
de veinte mil militantes, llamados Luchadores Sociales
Bolivarianos (LSB) y agrupados en mil setecientas Escuadras
Bolivarianas Integrales (EBI). Eran cuadros doctrinalmente
formados en Cuba para ser la voz de la revolución –y también
sus oídos– entre la ciudadanía venezolana.
Esta organización «disciplinada», según proclamaban sus
postulados oficiales, surgió ante la necesidad de la revolución
venezolana de contar entre la población con actores sociales
«sólidos y efervescentes», que contribuyeran a la
«consolidación de la unidad cívico-militar» y estuvieran
dispuestos a actuar «con vehemencia» frente a amenazas
contra la soberanía nacional. Como máximos dirigentes,
puestos por el poder cubano en la sombra, figuraron Elías
Jaua, que en el Gobierno ocuparía, entre otros, los puestos de
vicepresidente y de canciller, y Erika Faría, dos veces
ministra del Despacho de la Presidencia con Chávez.
La creación del FFM coincidía con la puesta en marcha en
Venezuela de las misiones bolivarianas, algunas de las cuales
también nacían con ayuda cubana, como la misión Barrio
Adentro, que desde entonces desplegó miles de médicos
cubanos en territorio venezolano. Las misiones sociales
atendían necesidades específicas de la población con menos
recursos, pero no solo respondían a un propósito asistencial,
sino también clientelar y de control comunitario. De hecho, al
gestionarse al margen de los departamentos ministeriales y
financiarse no mediante el presupuesto del Estado sino de
Pdvsa, resultaban más una labor de beneficencia, cuyo
receptor debía agradecer al benefactor, que un derecho que
corresponde al ciudadano. La idea de instaurar el Frente y de
lanzar las misiones fue la receta que Fidel Castro le ofreció a
Chávez cuando este acudió a Cuba en busca de ayuda para
consolidarse en el poder, tras haber sido defenestrado
brevemente de la presidencia en abril 2002.
En preparación de las presidenciales de 2012, el año antes
Chávez lanzó las Grandes Misiones. A diferencia de la
treintena de misiones impulsadas con antelación, muchas de
objetivos reducidos y dedicadas a prestar determinados
servicios, las grandes misiones ofrecían la posibilidad de
sueldos, pensiones o casas a todos los que reuniendo las
condiciones requeridas se apuntaban a la lista. Prometían la
construcción y entrega de dos millones de viviendas en seis
años para familias sin hogares adecuados (Gran Misión
Vivienda), beneficios mensuales a familias con ingresos
inferiores al salario mínimo y tenían hijos menores o
discapacitados (Gran Misión Hijos de Venezuela),
capacitación y colocación de trabajadores cualificados (Gran
Misión Saber y Trabajo), pensiones a adultos mayores que no
pudieron cotizar a la seguridad social (Gran Misión Amor
Mayor) y apoyo a los agricultores con créditos y distribución
de sus productos (Gran Misión AgroVenezuela). En total tenían
una financiación asignada de veintiséis mil millones de
dólares, básicamente provenientes de Petróleos de Venezuela.
La esperanza de alcanzar el apartamento o la nevera
prometida, o bien de conservar la vivienda pública ya
obtenida, era un buen modo de tener cautivo al votante, por el
temor a un cambio de gobierno que acabara con esas dádivas o
por la extendida desconfianza sobre la confidencialidad del
voto. ¿A qué, si no, la insistencia de Chávez a los encargados
de los programas de que se alcanzaran los diez millones de
personas? A esa cifra se llegó en 2012 entre los beneficiarios
de las grandes misiones y el número de funcionarios. En
cuanto a estos, Venezuela había pasado de los 1,3 millones en
2002, a 2,4 millones diez años después. Un incremento del 83
por ciento debido a nacionalización de empresas y al
estiramiento de la plantilla de Pdvsa. En 2012, casi el veinte
por ciento de la población activa de Venezuela eran
trabajadores públicos, frente al cuatro por ciento en Colombia
o el poco más del ocho por ciento en Perú. Por su parte, las
personas apuntadas a las grandes misiones alcanzaban los 7,9
millones un mes antes de las elecciones. Ambos grupos
sumados –ser funcionario impedía registrarse en las grandes
misiones, y estas eran excluyentes entre sí– suponían un total
de 10.392.127 personas.
¿Por qué importaba alcanzar ese umbral? Porque con ello
se había creado dependencia sobre la mitad del electorado.
Esa cifra total era el 54,9 por ciento del censo (en realidad
algo más si tenemos en cuenta que en el registro electoral
había 1,8 millones de identidades falsas). Para ganar en las
urnas, pues, bastaba concentrarse en llevar a esas personas a
los centros de votación. Chávez nunca aspiró a convencer al
mayor número de venezolanos posible: su estrategia fue
siempre cuidar a las clases sociales populares y pobres, que
eran suficiente mayoría para ganar en las urnas, usando
además la lucha de clases para galvanizarlas; el suyo era un
lenguaje de confrontación. También Nicolás Maduro, cuando
en 2015 se lanzó a recoger firmas contra la sanciones
impuestas por Estados Unidos contra elementos
gubernamentales implicados en abusos de los derechos
humanos tuvo como meta alcanzar diez millones de rúbricas.
En algunos lugares, a quien firmaba se le regalaba un pollo.
Las grandes misiones se pusieron bajo la coordinación del
Ministerio del Poder Popular para las Comunas y Protección
Social, creado en 2009 como vehículo para impulsar una red
de comunas que con el tiempo pudiera sustituir a la
organización tradicional de estados y municipios. Ese
Ministerio para las Comunas se ideó como plataforma de
expansión de la revolución a la cubana utilizando la
penetración capilar de los cuadros del Frente Francisco de
Miranda. Erika Farías, dirigente del Frente, presidió el
ministerio en su arranque, y luego pasó a manos de Elías Jaua.
Fue el FFM, utilizando la infraestructura pública del
departamento –red informática, instalaciones, directorios,
bases de datos…– el encargado de asegurarse durante los
meses previos a las presidenciales de que cada uno de los
beneficiarios de las grandes misiones iba a votar rojo rojito.
Quien crea que se hizo con la informalidad característica del
Caribe peca de la ingenuidad con que muchas veces se juzgó
al chavismo. La milimétrica planificación habría sido
merecedora de un máximo premio de alta dirección
empresarial en cualquier santuario del capitalismo.
Todo eso estuvo ya en marcha en las elecciones del 7 de
octubre de 2012, las últimas a las que se presentó Chávez, y
volvió a reeditarse en las del 14 de abril de 2013, con Maduro
como candidato tras la muerte de aquel. En esa segunda
oportunidad, al tener el chavismo que falsear más aún el
proceso, fue más fácil verle las costuras a la trampa. Gran
volumen de documentos internos del FFM procedentes de una
filtración arrojan luz sobre el modus operandi de esa
movilización electoral.
Sistema programado desde Cuba
Dos días antes de que en la noche electoral, desde el balcón
del Palacio de Miraflores, Nicolás Maduro se comprometiera
a voz en grito, como retando, a «que las cajas hablen y digan
la verdad» –la promesa de un recuento trasparente de los
votos que nunca cumpliría–, desde Cuba se transmitían
instrucciones para enmascarar la mentira a punto de
manufacturarse en esas presidenciales del 14 de abril de 2013.
«Orden de operación Nº 004. Instrucciones para el sistema de
información. A partir de la información filtrada a los medios
de difusión, sobre el uso y manejo del sistema informático
electoral y con el fin de proteger los datos que por este
circulen, se orientan las siguientes medidas».
La orden, girada desde la sede del Frente Francisco de
Miranda, alertaba sobre lo que ese día yo había publicado en
ABC. La comunicación interna del FFM reproducía el titular
utilizado por el diario («el aparato chavista tiene un sistema
paralelo pasa saber ilegalmente en tiempo real cómo votan los
venezolanos el próximo domingo») y también el primer
párrafo de la información publicada: «miles de activistas
chavistas, con acceso en tiempo real a los datos de emisión
del voto, lo que constituye un claro fraude electoral, intentarán
modificar la evolución de la participación en las
presidenciales venezolanas del domingo en beneficio propio y
en perjuicio de la oposición, con la aparente connivencia del
Consejo Nacional Electoral (CNE)».
La transmisión confidencial desde la localidad cubana de
Pinar del Río reconocía que el contenido de la noticia
describía «en forma detallada y precisa» el sistema
informático, paralelo al del CNE, que el Frente Francisco de
Miranda utilizaba en las elecciones, conocido internamente
como Roque 2. El Frente se declaraba desconcertado sobre
«la fuente usada por el emisor del ataque» y requirió a sus
miembros el cambio de sus correos electrónicos, dando
directrices para actuar con sigilo: apertura de cuentas con
nombres que no tuvieran que ver con la organización y cuyos
perfiles, para despistar, estuvieran asociados a actividades
deportivas, culturales o académicas.
La orden del Frente incluía otra recomendación:
«considerando la filtración de información» a los medios, «se
debe garantizar que los LSB [Luchadores Sociales
Bolivarianos] desplegados no porten indumentaria con
símbolos alusivos a la organización». Con ello se pedía a los
activistas disimular su presencia el día electoral en los centros
de votación, con el fin de poder realizar su tarea sin ser
advertidos por observadores que pudieran cuestionar la
limpieza del proceso. La cautela no era para menos.
Emplazados en miles de centros electorales, los activistas
tenían como misión transmitir mensajes de móvil durante toda
la jornada electoral para alimentar el Roque 2. Cada cierto
tiempo debían elevar a sus mandos el número de votos rojos
(Nicolás Maduro) y votos azules (Henrique Capriles) que se
iban registrando.
No había manera de saber esos datos sin hacer trampa. Los
documentos obtenidos no especifican el modo de lograr esa
información. Los activistas del Frente podían sacarla de
cómplices situados en los puestos cruciales de los centros
electorales, pues una segunda operación que se desarrollaba
aquel día situaba a otros agentes chavistas al mando técnico
del procedimiento de votaciones en los centros, sin que su
filiación política fuera públicamente conocida. Militantes del
PSUV estaban a cargo del sistema de identificación inicial de
los electores, en la entrada de los centros, y de las máquinas
de votación, una por mesa. Y eso solo era posible con la
complicidad del CNE. Esa adjudicación secreta era algo que
vagamente se sospechaba ya entonces, pero documentación
detallada examinada posteriormente para la elaboración de
este libro certifica que ese despliegue ciertamente se realizó.
El chavismo había confeccionado listas que especificaban el
militante del PSUV responsable de cada distrito, así como el
nombre, el número de identidad y el teléfono móvil de quienes
en los diferentes centros iban a ejercer el día electoral de
Operadores de Máquinas de Votación (OMV) y de Operadores
de Estación de Información (OEI), estos últimos normalmente
utilizando máquinas captahuellas.
Quien operaba el proceso de identificación sabía el
número de personas que habían entrado en el centro. Si esa
información se cotejaba con la obtenida en los llamados
Puntos Rojos, los puestos del PSUV situados junto al acceso
de los centros electorales por los que el chavismo forzaba el
paso previo de sus votantes, era posible deducir la cantidad de
votos que tenía un candidato y otro. Otra posibilidad es que
con la mera identificación electrónica los chavistas podían
saber quiénes de sus votantes esperados habían acudido a
votar. La información privilegiada, obtenida de todas formas
de modo fraudulento, permitía alimentar el sistema electoral
paralelo del Roque 2, cuya finalidad primera era el monitoreo
y la movilización en esa jornada electoral. Con esos datos, el
PSUV podía volcarse en movilizar a sus votantes si cuando se
acercaba el cierre de los centros no se estaban cumpliendo los
objetivos del llamado 1×10 (cada militante comprometido
debía llevar a votar a otras diez personas).
El ingeniero Christopher Bello, dueño de la empresa
Hethical de seguridad informática, constató en la autoría que
hizo del proceso de Smartmatic que las máquinas de votación
podían tener conexión inalámbrica de modo continuo. Dada
esa y otras irregularidades se negó a avalar el sistema para no
perder la certificación internacional de su empresa y en 2012
abandonó Venezuela por el temor de amenazas. Detectó que a
las máquinas se las puede programar sobre la marcha para que
durante un determinado periodo generen un voto nulo siempre
que se vota por uno u otro candidato. «Yo no puedo agarrar un
voto que va para Capriles y ponérselo a Maduro, pero puedo
hacer que todos los errores vayan para Capriles», afirma.
También asegura que con una computadora personal o incluso
con un celular conectados a distancia –en una habitación
contigua o en la calle– los chavistas pueden saber
permanentemente el conteo que va haciendo la máquina de
votación.
Su versión apunta a un tercer operativo, además del
despliegue del FFM para alimentar con información el Roque
2 y de quienes se encargan oficialmente del manejo técnico de
la identificación y la máquina de votaciones: la existencia de
mesas electorales duplicadas o clonadas gestionadas al
margen completamente del CNE. Bello dice que estas pueden
estar cerca de las mesas oficiales, con la máquina de votación
alternativa instalada en una casa próxima o en una unidad
móvil. Eso ocurriría en mesas de dominio chavista, sin posible
supervisión de elementos de la oposición. Al estar las dos
máquinas interconectadas, el voto real producido en la oficial
se registraría también en la duplicada, y en esta se podría
introducir libremente gran cantidad de voto plano.
Últimos días: control y chantaje
En sus múltiples mensajes diarios desde su sede en Cuba, en
la recta final de las elecciones del 14-A, el Frente Francisco
de Miranda fue repasando una y otra vez los listados de los
responsables de las acciones, los objetivos encomendados y
su grado de cumplimiento. En una comunicación a once días de
los comicios, por ejemplo, una carta desde la dirección
nacional ejecutiva, dirigida a los jefes en los estados y a los
coordinadores de las misiones y del Ministerio para las
Comunas, recordaba las metas. Para la obtención del objetivo
de diez millones de votos, además de contar de partida con los
5,4 millones de militantes del PSUV, planteaba varios «anillos
de búsqueda». El foco prioritario eran las 3.307.543 personas
–así, con ese detalle– que participaban en las misiones o
recibían otro tipo de beneficios de la revolución y no
aparecían en los estadillos del 1×10 del PSUV.
No era meramente el exceso de celo en el que en ocasiones
incurren muchos gobiernos democráticos, a los que a veces se
les va la mano queriendo sacar rentabilidad electoral a sus
realizaciones. El FFM tenía registrado cada uno de los
beneficiarios de las ayudas, con sus nombres, direcciones,
teléfonos y en ocasiones correos electrónicos, y sabía quiénes
de ellos habían votado o se habían abstenido de hacerlo en
anteriores elecciones.
El Frente había constatado un «alto nivel de
desmovilización de los sectores atendidos directamente por la
Revolución, agrupados en las Grandes Misiones Sociales»,
cifrando en 2.333.283, casi una tercera parte, las personas
beneficiarias que no habían votado en las últimas
presidenciales de Chávez, en octubre de 2012. El comunicado
interno, firmado por María Isabella Godoy, directora nacional
ejecutiva del FFM, fijaba objetivos numéricos para cada una
de las grandes misiones y luego añadía: «la metodología de
contacto será a través de llamadas telefónicas y el Barrido
Casa por Casa. Para esto se debe disponer de todas las salas
de control y seguimiento habilitadas en el estado y de una
tropa entre servidores públicos y Luchadores Sociales
Bolivarianos, con el fin de dar cumplimiento a la meta diaria».
En el caso de la Gran Misión Vivienda, Godoy se lamentaba
de que a pesar de las 370.495 viviendas ya finalizadas y
asignadas, había alrededor de 1,4 millones de «misioneros
abstencionistas» en ese programa. «En cada torre de los
nuevos urbanismos», ordenaba la dirigente para combatir esa
situación, «deben conformarse los Comité Hugo Chávez, con
la tarea de desarrollar el contacto casa a casa y garantizar el
voto de la población objetivo».
¿Cómo no ver en esto una reverberación del control que en
Cuba, en cada cuadra de viviendas, ejercen los Comités de
Defensa de la Revolución? No en vano los cubanos movían los
hilos. Una minuta de una reunión de la dirección nacional del
FFM de mayo de 2012 detallaba la presencia de veintiséis
«asesores cubanos», que eran un tercio de la asistencia. En
varios meses de preparación de las elecciones, hubo 176 de
esos asesores repartidos por los puestos de mando del Frente
en cada estado.
No se dejaba nada al azar. FFM y PSUV hacían estadillos
para cualquier acción. Uno de ellos repartía el trabajo entre
los activistas para tomar control de las plantas de generación
eléctrica fundamentales del país, tanto estaciones como
subestaciones. Esos listados incluían los nombres y los
teléfonos de quienes, al margen del organigrama de la
empresa, se harían responsables de las plantas en caso de
necesitarse una acción. Los activistas estuvieron reportando
durante días si ya tenían asegurado su acceso a las
instalaciones para la jornada electoral o si se les habían
puesto dificultades para el trabajo encomendado. En un país
de frecuentes apagones, velar por el suministro es esencial
para garantizar el desarrollo de una votación, pero lo normal
es que las guardias las organizaran las propias plantas, no que
eso quedara al arbitrio de una fuerza política, que actuaba de
modo unilateral, con permiso tácito del Gobierno y sin
conocimiento de la oposición. El control de la producción
eléctrica podía permitir camuflar como incidencia lo que
podía ser un apagón político.
Un campo de continuo seguimiento por parte del FFM era
el de los medios de comunicación, tanto venezolanos como
algunos extranjeros, y redes sociales. Medio centenar de
personas seguía y analizaba la información en guardias
rotatorias durante las veinticuatro horas del día, en turnos que
iban de las ocho de la mañana a las once de la mañana
siguiente, con tres horas de solapamiento que servían para
reforzar la labor de preparación de informes sobre la prensa
matinal.
En esa vigilancia fue donde el FFM detectó de inmediato
el eco que comenzaba a tener la información antes mencionada
que yo había publicado. «La noticia fue conocida a través del
Twitter por el autor de la noticia Emili J. Blasco corresponsal
en Washington del diario español ABC.es, que
aproximadamente a las 8am tuiteó ‘@ejblasco: Así controlan
los chavistas la evolución del voto real en las elecciones.
Fraude’». La transcripción del informe incluía también la URL
del artículo, tal como había aparecido en el tuit. A
continuación se relacionaban los usuarios de Twitter que
habían retuiteado o mencionado la noticia. El impacto de la
revelación hizo aumentar el sigilo de FFM/Cuba, pero el robo
de las elecciones se acabaría igualmente produciendo.
Jornada electoral, Roque 2 en marcha
La dirección chavista llegó al 14 de abril de 2013 sabiendo
que las cosas no iban bien. El discurso político de Maduro,
con sus menciones al espíritu de Chávez aparecido en forma
de pajarito, podía dar idea de una campaña construida sobre el
puro humo. Pero al margen de los trances del candidato, su
equipo estaba bien asentado sobre la realidad, con una entera
visibilidad de lo que estaba ocurriendo. Con acceso a la
completa base de datos electorales y el estricto marcaje que se
estaba aplicando al propio universo de votantes, el plan
estratégico diseñado permitía conocer día a día el grado de
movilización, parroquia a parroquia.
A tres días de las elecciones, solo se había podido
contactar con el 54 por ciento de los misioneros
abstencionistas marcados como objetivo. Además, las
encuestas realizadas por empresas demoscópicas próximas al
chavismo estaban constatando un progresivo declive de
Maduro. Chávez ganó oficialmente a Capriles por diez puntos
en 2012, cuando algunos sondeos habían llegado a darle el
doble de ventaja, probablemente por la distorsión derivada
del miedo de parte de los encuestados a expresar su verdadera
opinión. Ahora, a dos semanas de las presidenciales, Maduro
veía reducida su delantera a ocho puntos (Datin Corp), luego a
siete (GIS XXI)…
En orden de batalla, desde las dos de la madrugada del 14-
A, cuatro horas antes de que comenzaran las votaciones, los
miembros del FFM se habían comenzado a distribuir por los
centros electorales. Su atención estaba en lo que
operacionalmente llamaban Centros de Votación Priorizados
(CVP): 3.433 centros, en su mayoría de más de tres mesas.
Esos lugares suponían la cuarta parte del total de centros
(13.638), pero concentraban algo más de la mitad de los
ciudadanos con derecho al voto (10,1 millones de votantes, el
53,4 por ciento de un censo de 18,9 millones). Ahí era donde
la oposición lograba más apoyo, por lo que la atención a los
CVP facilitaba cuantificar con bastante precisión los votos que
lograba Capriles.
Los militantes del FFM –los Luchadores Sociales
Bolivarianos– habían recibido previamente un tríptico con las
instrucciones de los mensajes de teléfono móvil que debían ir
transmitiendo, llamando a determinados números
automatizados, para alimentar directamente el Roque 2. Esto,
que era el seguimiento que estaba realizando una fuerza
política, se hacía con la ayuda del Ministerio del Poder
Popular para las Comunas y Protección Social, que funcionaba
como tapadera del FFM. El tríptico con los pasos a seguir
estaba editado por ese ministerio, cuyo logo se incluía en los
ejemplares impresos. «Si necesitas ayuda acerca del Sistema»,
se indicaba en un recuadro, «comuníquese [sic] con la Oficina
de Tecnología de la Información a través del correo
electrónico: elecciones2013 @mpcomunas.gob.ve».
El manual de instrucciones reproducía fotos de lo que las
pantallas de los celulares debían indicar en las distintas
oleadas de mensajes. Estos debían teclearse de acuerdo con
unos códigos: primero el tipo de información que en cada
momento del día se tratara (IPV: inicio del proceso de
votación; PTM: presencia de testigos de mesa; INC:
incidencia; FPV: fin del proceso de votación) y luego las tres
primeras letras del nombre del estado. La comunicación más
importante era la referida a la evolución del voto. Como
ejemplo, el tríptico incluía: VOTO AMA0001 VR30 VA15 (en
el colegio del estado Amazonas tipificado como número uno,
treinta personas –voto rojo– habían ya optado por Maduro y
quince –voto azul– lo habían hecho por Capriles).
A lo largo del 14-A, el envío de los sms de los Luchadores
Sociales Bolivarianos reportando el voto en tiempo real debía
producirse en tres momentos: el primero a partir de las diez de
la mañana; el segundo sobre las dos de la tarde, y el tercero a
las cinco. En ese proceso estaban en contacto con sus
compañeros chavistas empleados como técnicos en las
estaciones uno, dos y tres de los centros.
El proceso de votación en Venezuela tiene varias
estaciones. Al llegar el elector al centro electoral, (1) presenta
su cédula de identidad y pone su pulgar sobre una máquina
captahuellas, que reconoce la impronta dactilar en caso de
haberse almacenado previamente o la incorpora entonces al
banco de huellas. En esa primera estación se le informa al
votante a qué sala debe dirigirse para emitir el voto. Una vez
ha pasado a la sala correspondiente, (2) el votante muestra al
presidente de la mesa su cédula y pone el dedo en un segundo
captahuellas; reconocida su identidad, el presidente
desbloquea la máquina de votar. El elector entonces se dirige
a esta y (3) toca en la pantalla la opción preferida. Tras esa
acción se imprime un comprobante físico, que el elector (4)
deposita en una caja destinada a esos resguardos. Luego firma
y estampa su huella (5) en un cuaderno de registro con los
nombres de los censados en la misma mesa. Por último, (6)
sumerge el meñique en un frasco de tinta indeleble.
La verificación de la identidad del votante se hace en las
dos primeras estaciones, en ocasiones reducidas a una, pues en
los centros pequeños no existe un primer puesto de
información, sino que el ciudadano pasa directamente a la
mesa, donde en cualquier caso es comprobada su identidad. La
existencia en ese trámite de un captahuellas, muchas veces por
partida doble, siempre ha levantado suspicacias entre la
población.
El captahuellas es un dispositivo conectado a una
computadora personal que escanea las huellas dactilares. La
investigación de Bello y Daquin estimó que la comprobación
no era en línea con la base de datos nacional como
oficialmente se afirma, pues eso habría retrasado varios días
el proceso, sino que cada mesa, con quinientos electores de
promedio, tenía un archivo de huellas autónomo para cotejar.
Eso habría permitido votar en muchas mesas con la misma
huella (bastaba cambiar el número de cédula de identidad,
pudiendo conservar nombre, fotografía y marca dactilar), y al
mismo tiempo habría facultado establecer una correlación
entre identidad y voto al estar controlando el conteo en cada
mesa.
El hecho de que Cuba, mediante un acuerdo oficial con
Caracas, se encargara de la gestión y producción de las
cédulas de identidad y los pasaportes de los venezolanos
contribuía a arrojar dudas sobre la limpieza del proceso
electoral. Fuentes de inteligencia aseguraban que toda esa
información, así como la del censo y la de los resultados
electorales previos, se almacenaba en una base de datos en la
provincia cubana de Pinar del Río, precisamente desde donde
fluían las órdenes del Frente Francisco de Miranda. En
declaraciones a la cadena de televisión América Te Ve, el
exagente cubano Uberto Mario, que trabajó para la inteligencia
castrista en Venezuela, ubicó esa base de datos en la base
militar El Cacho, en la población de Los Palacios, de Pinar
del Río. Explicó que cuando en la década de 1990 la URSS
desmanteló su Centro de Exploración y Escuchas Radiofónicas
de la base Lourdes, en las inmediaciones de La Habana, Fidel
Castro desarrolló El Cacho como unidad secreta de rastreo
cibernético.
Uberto Mario responsabilizó de gran parte del trabajo del
control electoral en Venezuela al cubano Ernesto Raciel
García Ceballos, «agente Segundo», un ingeniero captado por
el G2 para seguimiento y monitoreo de la información y que
había dado clases en la Universidad de Ciencias Informáticas,
instalada precisamente en la antigua base Lourdes. Otras
fuentes atribuían la responsabilidad específica sobre el
sistema de identificación al cubano José Lavandero García.
Entre los cometidos de la asesoría cubana estaba la
usurpación de la identidad de los abstencionistas crónicos.
«Nosotros congelábamos el voto de los abstencionistas. Había
un grupo de más de doscientas personas que estudiaba el censo
y detectaba las personas que nunca iban a votar. Cuando se
sabía que tal persona no iba a ir a votar, se agarraba su cédula
de identidad», explicó Uberto Mario, quien dijo haberse
ocupado de esa tarea en las presidenciales de 2006. Calculó
en varios cientos de miles los votos que, mostrando esas
cédulas duplicadas, se habrían emitido en beneficio de Chávez
y Maduro.
Otro aspecto era el número de fallecidos que seguían
formando parte del censo. La oposición pudo comprobar que
en varias mesas de votación en las que el 7-O de 2012 se
registró un cien por cien de participación llegaron a emitir su
voto personas que en realidad habían fallecido. Todo ello
hinchó censo electoral. En 1998 este suponía el 50,5 por
ciento de la población; en 2013 constituía el 65 por ciento, sin
que ello respondiera a razones demográficas.
La emisión de cédulas falsas llevaba a situaciones
esperpénticas, con votantes con nombres como «Venezuela
Libre y Socialista Marcano Vázquez», Supermán o el Hombre
Araña. Apelativos de ese tipo se crearon en su día de modo
provisional para probar el sistema; una vez ya dentro se
perpetuaron y fueron vendidos a extranjeros en situación
irregular que querían nacionalizarse, de forma que hoy hay en
Venezuela unos cuantos hijos y nietos de superhéroes
americanos.
Un Consejo Electoral juez y parte
El Gobierno siempre exhibió los avales internacionales para
refrendar su sistema electoral. Esos avales se produjeron al
comienzo de la generalización del voto electrónico, pero con
el paso del tiempo el chavismo no aceptó la presencia de
observadores exteriores. En 2012 y en 2013 solo hubo
«acompañantes» internacionales, como los llamó el Gobierno,
sin apenas funciones ni itinerarios por algunos de los centros.
El Centro Carter de Estados Unidos, que al principio fue
muy condescendiente con el marco electoral venezolano,
acabó señalando el contexto de ventajismo chavista en el que
tenían lugar las elecciones. En marzo de 2013 denunció que en
la campaña de unos meses antes Chávez habló en cadena –algo
obligatorio también para radios y televisiones privadas,
además de las públicas– un total de cuarenta horas y 47
minutos, al margen de los espacios publicitarios de los
partidos. Sobre el proceso de votación en particular, apuntó a
probables arbitrariedades de la autoridad electoral: «al igual
que las instituciones venezolanas en la actualidad, el CNE está
profundamente afectado por el partidismo».
A nadie se le escapaba que el Consejo Electoral Nacional
era un brazo más del chavismo. ¿Cómo esperar independencia
de un organismo cuya presidenta desde 2006, Tibisay Lucena,
representaba en ocasiones a la entidad luciendo el brazalete
conmemorativo del golpe militar de Chávez de 1992 contra la
legalidad democrática? El CNE estuvo directamente
implicado en la preparación y ejecución de la movilización
chavista en los últimos procesos electorales. Miembros del
Consejo participaron antes de las elecciones en reuniones con
diversas organizaciones chavistas, para el diseño de la
distribución de centros electorales y del censo, la puesta en
común del padrón electoral (siempre negado a la oposición) y
la entrega de máquinas de registro electoral del propio CNE.
«El CNE apoyará con el cruce de las Datas de las
Misiones Sociales y las Grandes Misiones, para así poder
definir claramente una ruta de abordaje para cada territorio»,
se podía leer en un informe secreto del Frente Francisco de
Miranda. Las minutas de diversas reuniones, en las que
participaron representantes del CNE junto con dirigentes del
PSUV, FFM y el Ministerio Popular para las Comunas,
mostraban que allí se discutió sobre la instalación de nuevos
centros de votación en lugares más convenientes para el
chavismo, se puso en común la actualización del Registro
Electoral Permanente (REP) y se trató sobre el sorteo de los
miembros de mesa.
Diversos de esos encuentros tuvieron lugar en sedes del
Centro Nacional Electoral, como el celebrado en el estado
Guárico, que contó con la presencia del director regional,
Pedro Rodríguez. En Nueva Esparta, Joe Uzcategui, también
director regional del CNE, «procedió a dar inicio a dicha
reunión con el objetivo de establecer los destalles logísticos,
unificando y afianzando acuerdos, propuestas entre el MPPC,
Fundacomunal, FFM, Inparques, PSUV y CNE». En el estado
Amazonas, con asistencia de la coordinadora regional, María
Aragort, los mismos actores diseñaron la reubicación de
electores a nuevos centros.
Esto último, siguiendo la técnica de gerrymander, se hizo
sobre todo para conformar y segregar mesas electorales de
dominio chavista, de manera que incluso votantes no afines
que quedaran en ellas se vieran abrumados por la hegemonía
del PSUV. Muchas de esas mesas asumían gran parte del censo
falso y podían operar sin vigilancia, incluso ya cerrado el
centro al cumplirse el horario oficial. También hubo
deslocalización de votantes: ciudadanos opositores
denunciaban que de pronto se les asignaba un centro de
votación distante de sus domicilios, incluso a cientos de
kilómetros. La ruptura del principio de vecindad ayudaba a
borrar trazos de falsa identidad y creaba un entorno menos
atento a sobre posibles irregularidades.
Mucho de lo aquí expuesto sobre el fraude electoral fue
llegando a conocimiento de la oposición, pero la dirección de
la MUD siempre se negó a reconocer públicamente que las
elecciones estaban amañadas. Hacerlo era desincentivar el
voto y deslegitimar comicios de los que también emanaban sus
propios cargos electos. La estrategia fue llevar a las urnas a
más votantes que los votos que lograra el chavismo con sus
trucos. Pero era algo ilusorio.
Cúmulo de irregularidades
«Yo no pacto ni con la mentira ni con la corrupción. Mi pacto
es con Dios y con los venezolanos. Yo no pacto con la
ilegitimidad. El gran derrotado el día de hoy es usted». La
fuerza con la que Henrique Capriles hablaba la noche electoral
del 14 de abril de 2013, dirigiéndose a Maduro a través de las
cámaras de televisión, sorprendió a propios y extraños. Era un
Capriles bien distinto del que apenas seis meses antes había
tirado rápidamente la toalla, concediendo de inmediato la
derrota e inclinándose en exceso ante Chávez, aunque tampoco
entonces las cifras le cuadraban y su comando de campaña
abrigaba sospechas de tongo electoral, operado especialmente
al final de la jornada. Esta vez, no obstante, el esfuerzo del
chavismo para girar el resultado había tenido que ser mayor y
las irregularidades denunciadas se acumulaban. «Nuestro
conteo es distinto», denunció Capriles, alegando manipulación
de votos.
La oposición alegó alrededor de tres mil doscientas
irregularidades. La ristra de denuncias incluía categorías
diversas. Había habido amedrentamiento contra electores y
testigos opositores: Capriles indicó que la violencia fue
protagonista en 397 centros (personas amenazadas y agredidas
en las inmediaciones por grupos de motorizados) y que en 286
los representantes de la oposición fueron conminados a
abandonar el lugar, en algunos casos a punta de pistola, lo que
en total había afectado a colegios con un universo de más de
un millón de votantes. A pesar de que la ley decía que los
centros debían cerrar a las seis de la tarde, salvo que hubiera
cola de gente esperando votar, hubo centros que cerraron antes
de tiempo, especialmente en zonas contrarias al chavismo, y
otros que abrieron de nuevo para permitir el voto de autobuses
de chavistas que llegaban.
El abuso del voto asistido contó con ejemplos en Youtube,
en los que se veía a personas que no necesitaban asistencia –
prevista legalmente para incapacitados y ancianos– siendo
acompañados hasta la máquina de votación por activistas que
supervisaban el voto. La Red de Observación Electoral,
gestionada por una ONG local, aseguró haber detectado esa
irregularidad en el cinco por ciento de los centros que
monitoreó en todo el país.
La impudicia llegaba lejos: un alcalde amenazó a través de
la televisión local con despedir a los empleados públicos que
no aceptaran el voto asistido. Era un anticipo de la caza de
brujas que luego se desataría en los ministerios al comprobar
la deserción electoral de muchos funcionarios a pesar de las
presiones que habían recibido. La advertencia del titular de
Vivienda en una asamblea de trabajadores, grabada de modo
oculto, dio la vuelta al mundo.
Otro de los sonados abusos de la jornada de votaciones
fue la aparición en un centro de un individuo que llevaba
cuarenta cédulas de identidad, todas expedidas en agosto
2012, presumiblemente ya utilizadas en las anteriores
presidenciales. El sujeto fue interceptado cuando repartía los
carnets a personas que bajaban de un autobús, a las que
testigos presenciales atribuyeron acento cubano.
Por todo ello, la oposición exigió que hubiera un recuento
de todos los votos. Era el «abrir las cajas» que inicialmente
Maduro dijo aceptar, para luego volverse atrás escudándose
en que el CNE no lo estimaba necesario. El reglamento que
regula el voto automático venezolano contempla que en la
noche electoral se abra el 53 por ciento de las cajas que
contienen los resguardos en papel de los votos emitidos
electrónicamente. En la práctica, no obstante, el número acaba
siendo muchísimo menor: en las presidenciales de 2013 fue el
veinte por ciento, y en las de 2012 tan solo el cinco por ciento.
Cuando esa verificación ciudadana se lleva a cabo en centros
con varias mesas solo pueden abrirse algunas de las urnas,
elegidas por sorteo. Algunas informaciones apuntan a que ese
sorteo está trucado, por lo que los chavistas saben de
antemano cuáles serán abiertas y cuáles no.
El resultado oficial arrojaba números poco consistentes.
En 1.776 centros electorales los votos logrados por Maduro
superaban los cosechados por Chávez seis meses antes, lo que
se antojaba extraño, pues el chavismo, según el CNE, bajó
4,46 puntos, con una similar participación, en torno al ochenta
por ciento. El caso más extremo era el de una escuela del
estado Yaracuy en la que el PSUV y sus aliados aumentaron su
apoyo un 943 por ciento. Otro de los ejemplos citados por
Capriles era el de un liceo del estado Trujillo, en el que se
contaron 717 papeletas cuando el censo era de 536 personas.
El examen detenido de los datos fue arrojando luz los
siguientes días.
El tamaño importa: la victoria de Capriles
El presidente de Venezuela debiera llamarse Henrique
Capriles. Suya fue la victoria de las elecciones del 14 de abril
de 2013, con una ventaja suficiente aunque difícil de
determinar, dada la variedad de métodos utilizados por el
chavismo para cometer su fraude. Ahí están las denuncias por
el voto asistido, el amedrentamiento ejercido por grupos
violentos, la coacción sobre los trabajadores públicos y la
presión sobre los beneficiarios de los servicios sociales. A
eso hay que sumarle el voto ejercido por personas con falsa
identidad (múltiple cedulación, difuntos, extranjeros…) y el
voto que aquí hemos llamado plano, emitido accionando
indebidamente la máquina de votación.
De acuerdo con las evidencias estadísticas, la
manufacturación de votos falsos se focalizó en los centros
electorales pequeños, que con los años habían proliferado
intencionadamente. Operadas las máquinas de votación por
agentes chavistas, el entorno amigo podía permitir votar tantas
veces como fuera conveniente, dentro de los límites del censo,
porque la máquina producía el comprobante que luego se
metía en el urna. Ese operador múltiple luego podía inventar
firmas y repetir su huella física en los cuadernos de votación
estipulados, que nunca eran revisados.
La empresa de estudios electorales Esdata expuso que en
los centros con tres o más mesas, que agrupaban al 79,2 por
ciento de los votantes, Capriles ganó por medio millón de
votos. En los de dos mesas, perdió por 332.000, pero
juntándolos con los precedentes, y sumando el voto en el
extranjero, la ventaja de Capriles en ese 91,1 por ciento de los
votos era de 263.000. En los de una mesa, que reunieron al 8,8
por ciento de los votantes, Maduro ganó por 477.000 y eso le
permitió hacerse con la presidencia. Esto constituye una clara
anomalía estadística. El candidato chavista ganó en los centros
de una y dos mesas, los cuales no tuvieron un comportamiento
similar al del resto del país.
Cabría pensar que los centros pequeños se habrían
constituido en lugares rurales o remotos en los que, por
razones socioeconómicas, el voto oficialista tendería
naturalmente a ser mayor. Pero su distribución en cambio
obedecía al propósito de trocear centros para poder operar
con mayor impunidad. Entre 2006 y 2012, los centros con una
sola mesa aumentaron en un 63,8 por ciento.
Los centros pequeños, además, eran los que contaban con
más gente censada sin tener su huella digital registrada, lo que
daba margen a un menor rigor en la verificación de la
identidad. El CNE publicó antes de las elecciones de 2012
que el ocho por ciento de los censados (1,5 millones de
personas) no tenían su impronta en el Registro de Huellas, una
cantidad que se había casi quintuplicado en nueve años. Y en
esos comicios, de acuerdo con las cifras oficiales, 1,6
millones de personas votaron sin que la huella que se les
tomaba coincidiera con la almacenada previamente. Muy
probablemente ahí estaba esa bolsa de votos falsos de que
disponía el oficialismo a conveniencia.
Un informe de la organización VotoLimpio indicó que los
centros con menos de mil electores (totalidad de centros de
una mesa y algunos centros de dos) concentraban dos veces y
media la cantidad de electores sin huellas digitales. «Esto no
puede ser explicado por el azar», advertía. Asimismo,
denunciaba que a pesar de que en 2009 se declaró obligatoria
la inclusión de la huella cuando una persona se diera de alta en
el padrón electoral, entre 2010 y 2012 se incorporaron
456.290 electores sin que el CNE hiciera cumplir ese
requisito. «Esa cantidad de electores irregulares resulta
superior a la diferencia de votos obtenida por el candidato
Nicolás Maduro», destacaba esa organización.
VotoLimpio coincidía con Esdata en la sospechosa
anomalía de los resultados en los centros pequeños. En los de
mil o más electores, con 15,6 millones de personas con
derecho al voto (83 por ciento del censo), Capriles ganó por
casi medio millón de votos. En los de menos de mil, con un
censo de 3,1 millones de electores (16,9 por ciento), Maduro
recibió casi el doble de votos que su rival y ese corto tramo le
permitió dar la vuelta al resultado. ¿Iba la oposición a aceptar
el robo? Militares y paramilitares estaban en la calle para
apuntalar a Maduro en el Palacio de Miraflores.
Militares, paramilitares y bozal de arepa
El Plan República, activado en Venezuela en cada proceso
electoral o referéndum para garantizar el pacífico desarrollo
de la jornada de votaciones, tuvo en las presidenciales del 7
de octubre de 2012, las últimas de Hugo Chávez, y en las del
14 de abril de 2013, con Nicolás Maduro como candidato, una
novedad importante. Por primera vez, unidades de la Milicia
Bolivariana, compuesta por elementos de absoluta obediencia
chavista, participaron en el despliegue militar, ante la
posibilidad de disturbios. La Milicia fue creada por Chávez en
2007 como un cuerpo paramilitar de civiles uniformados y
armados, dirigido por mandos militares, con jerarquía propia
y dependiente directamente del Comando Estratégico
Operacional de la Fuerza Armada Nacional (FAN).
El plan contemplaba que la Milicia controlara el orden en
el 49 por ciento de los centros electorales, precisamente en las
áreas generalmente más afines a la oposición, mientras que la
FAN se ocupaba de la seguridad en el 51 por ciento restante.
La ligera mayor responsabilidad dada a las fuerzas regulares
pretendía suavizar la suspicacia con la que muchos militares
veían a los milicianos. De todos modos, la columna vertebral
del despliegue de la FAN correspondía a la Guardia Nacional,
que dentro de la Fuerza Armada Nacional se había distinguido
por ser la más maleable en las manos del chavismo.
El interés del poder chavista en sacar la Milicia a la calle
era que esta podía coordinarse mejor con grupos de acción
directa articulados como Redes de Movilización Inmediata
(REMI). Estas redes se nutrían en parte de los colectivos, las
bandas callejeras armadas que tanto servían al chavismo en
términos de coacción social. De acuerdo con documentación
que publiqué días antes de las últimas presidenciales de
Chávez, las REMI tenían como misión «la alerta temprana y la
antelación» ante posibles protestas opositoras por
irregularidades electorales. Preparadas durante meses, se
definían como «fuerza de acción rápida y de acción de calle,
con capacidad para bloquear o aperturar [sic] puntos críticos
de los corredores viales, áreas geográficas o localidades», así
como «defender los espacios aledaños a las instituciones del
Estado». Al igual que ocurría con el Frente Francisco de
Miranda para la movilización y monitoreo de los votantes, las
REMI también tenían un sistema de envío de mensajes de
móvil, que contemplaba supuestos como «acuartelamiento en
puntos acordados», «ubicarse cerca del objetivo» y «avanzar
sobre los objetivos asignados».
Cuatro meses antes de las elecciones mandos del Ejército
les comenzaron a repartir fusiles AK-103, arma rusa de la que
Venezuela tenía licencia de fabricación. Las REMI estaban
dirigidas por Carlos Lanz, un radical que siempre había
defendido la violencia como táctica. Lanz había mantenido
estrechos contactos con Irán, cuya fuerza Basij, instrumento
usado por los ayatolás para abortar la Primavera Verde en
2009, inspiraba esas redes venezolanas. Lanz reportaba
directamente al jefe de la Milicia, el general Gustavo Enrique
González López. Después de que este general pasara a la
reserva, Maduro lo volvió a llamar al servicio activo,
poniéndolo al frente del SEBIN, el cuerpo de inteligencia:
acababa de estallar la protesta estudiantil de febrero de 2014 y
González tenía experiencia de manejar a los colectivos
armados.
Las Fuerzas Armadas llegaron a esos procesos electorales
presionadas desde el Gobierno. En 2010, el jefe del Comando
Estratégico Operacional, el general Henry Rangel Silva, luego
ministro de Defensa, descartó la posibilidad de que pudiera
ganar la oposición. «Sería vender al país y no lo va a aceptar
la gente; la FAN no, y el pueblo menos», dijo en declaraciones
públicas. «La Fuerza Armada Nacional no tiene lealtades a
medias, sino completas hacia un pueblo, un proyecto de vida y
un comandante en jefe. Nos casamos con este proyecto de
vida».
Para tener a los militares satisfechos, amarrar su voto y
disipar los escrúpulos que algunos pudieran tener sobre el
descarado partidismo de la institución militar, el Gobierno
procedió a un incremento del cuarenta por ciento del salario.
Más delante, a un mes del 7-O de 2012, puso en marcha la
Gran Misión Negro Primero (apodo dado al único oficial de
color en las filas de Simón Bolívar) para «garantizar la
protección socioeconómica de la familia del soldado
venezolano». La primera actuación de esa misión fue prometer
la compra en el extranjero de veinte mil vehículos, que se
venderían a precio subvencionado a quienes se registrasen en
una lista. Con ello el chavismo se aseguraba el voto de los
muchos uniformados que aspiraban a uno de ellos, en un país
de galopante inflación, sin casi acceso a divisas y enorme
escasez. Era un bozal de arepa, como dicen en Venezuela
cuando se atiborra a alguien para callarle. Debían callar o
mirar hacia otro lado cuando las Milicias o la Guardia
Nacional, principalmente, hacían el trabajo sucio electoral.
La operación incluía el plan, revelado por la oposición, de
desplegar el 14-A de 2013 más de mil quinientas motos,
autobuses y vehículos militares que serían puestos a
disposición de las organizaciones chavistas para llevar gente a
votar. Serían las mismas motos desde las que los días
posteriores, cuando los seguidores de Capriles cuestionaron
los resultados, guardias y civiles dispararían sobre los
manifestantes. En las protestas callejeras postelectorales hubo
nueve muertos en varios lugares del país.
Si no bozal de arepa, sí comida gratis la proporcionada
por Pdvsa el día de las elecciones a los combatientes
chavistas. La petrolera había pagado ya durante la campaña,
como en ocasiones anteriores, el gasto de diversos actos y
prestado parte de su infraestructura y parque móvil. El propio
presidente de Pdvsa, Rafael Ramírez, era el coordinador jefe
de logística, movilización y despliegue de la campaña
electoral del PSUV, y varias sesiones de trabajo se
mantuvieron en la presidencia de la empresa estatal. Que
Pdvsa y el chavismo eran una misma cosa hacía años que el
propio Ramírez lo había dejado claro, cuando conminó a los
trabajadores reunidos en asamblea a votar a Chávez. «Pdvsa
es roja rojita», dijo. Así le fue a la compañía.

4. EL MONEDERO DE LA
REVOLUCIÓN
Los pozos petroleros quedan exhaustos
Prriiiii… «¡Pa’fuera!». En directo en televisión, así, a golpe
de pito, Hugo Chávez despidió de sus puestos a parte de la
dirección del hólding público Petróleos de Venezuela (Pdvsa).
Fue en el Aló, presidente del 7 de abril de 2002. Chávez ya
había protagonizado cien emisiones de ese popular programa,
en el que se pasaba ante la cámara gran parte del domingo:
comenzaba a las once de la mañana y podía acabar hacia las
cinco de la tarde, aunque la hora de conclusión dependía de
cómo de dicharachero estuviera ese día el presidente. En el
talkshow, habitualmente sentado a una mesa, el comandante
repasaba asuntos de actualidad y pontificaba sobre lo divino y
lo humano, saliéndose de su propio guión con continuas
improvisaciones. En aquel programa número 101, emitido
desde el Palacio de Miraflores, quizás fue una ocurrencia
súbita el pedir que le trajeran un silbato –«¿no hay un pito por
ahí? Consíganme un pito, porque yo les voy a pitar offside»–,
pero su anuncio de expulsión de siete directivos de Pdvsa no
era improvisado, pues llevaba la lista. Después de leer el
nombre y el cargo, Chávez despachaba a cada persona con un
«pa’fuera, está usted despedido, caballero», mientras el
público presente coreaba «¡fuera!, ¡fuera!».
Justo una semana después, en ese pulso con los partidos de
oposición, la patronal empresarial Federación de Cámaras
(Fedecámaras) y la Confederación de Trabajadores de
Venezuela (CTV), en medio de masivas huelgas, el propio
Chávez fue echado del poder. Su expulsión duró apenas tres
días. Restaurado por un grupo de militares fieles, el líder
volvió más decidido que antes a consumar su asalto a Pdvsa.
Los escalafones medios y altos de la compañía se resistieron
al control y organizaron el llamado paro petrolero, entre
diciembre de 2002 y febrero de 2003. Chávez lo liquidó
expulsando a la mitad de la plantilla. Para él fue lo que
muchos observadores han calificado de «bendición
disfrazada»: una grave crisis que le dio pie para ejecutar el
más trascendente jaque mate de toda su presidencia. Pdvsa se
convirtió en la caja de la revolución. Sine illa nihil.
Sin ella, nada: ni posibilidad de clientelismo político en el
interior con el que prolongarse en el poder, ni opción a
comprar el aplauso o al menos el silencio exterior cuando fue
necesario. Sin contar con Pdvsa como fuente directa de
inmensos ingresos, al margen de supervisiones y auditorías
parlamentarias ecuánimes, el chavismo ni siquiera se habría
permitido tanto experimento económico desastroso. No habría
habido tanto margen para la corrupción ni para el blanqueo,
tan ilimitado que coadyuvó decisivamente a que Venezuela se
erigiera en gran estación del narcotráfico. Al final, los
bolsillos de muchos apparatchick se llenaron y la caja de
Pdvsa quedó vacía.
Chávez tuvo la doble suerte política de ser presidente
durante un prolongado tiempo de continuo crecimiento del
precio del petróleo, y de marchar justo cuando, tambaleándose
el valor en el mercado y reducida la producción de crudo por
falta de autoinversión, comenzaban a llegar los problemas. La
grave situación económica vivida bajo Nicolás Maduro no fue
propiamente responsabilidad de este, aunque a él se debía la
huida hacia delante, sino la consecuencia de haber abusado
durante tanto tiempo de una compañía que aportaba el 45 por
ciento de los ingresos del Estado y generaba un tercio del
Producto Interior Bruto de Venezuela.
Venezuela es el país con mayores reservas probadas de
petróleo del mundo, con alrededor de trescientos mil millones
de barriles. De esas reservas, el veintisiete por ciento
corresponde a crudo convencional (tanto liviano como
mediano y pesado) y el resto, casi las tres cuartas partes, a
crudo extrapesado, más laborioso de obtener. De ese volumen
solo se ha desarrollado aproximadamente el cinco por ciento.
Se trata de un gran potencial que históricamente Venezuela
supo gestionar, en líneas generales, aprovechándolo para gozar
de un desarrollo económico mayor que el de inmediatos
vecinos regionales. Aunque problemas políticos e
institucionales trabaron la línea ascendente de la sociedad
venezolana a final de la década de 1980 y durante la de 1990,
el sector petrolero se mantuvo como punta de lanza
económica. A la muerte de Chávez, sin embargo, no solo
Pdvsa se encontraba en un brete financiero –más de un
cuarenta por ciento de déficit de caja y una reducción de la
producción del veintiséis por ciento en ese año–, sino que el
conjunto de la economía presentaba un cuadro realmente
crítico.
A final del año en que Chávez murió –y la situación se
agravaría aún más después–, el déficit público consolidado
superaba el quince por ciento del PIB y el país alcanzaba una
inflación del 56,3 por ciento, la más alta del mundo. La
escasez de alimentos, noticia diaria por las elocuentes
estanterías vacías de los supermercados y las colas que se
organizaban para comprar específicos productos que llegaban
a las tiendas, se situaba en el veintitrés por ciento. No faltaba
solo papel higiénico o pañales, algo que tantos titulares de
prensa provocó en el mundo, sino otros muchos productos de
primera necesidad sin los que la vida de las familias se veía
alterada, como leche en polvo, azúcar, aceite de oliva y
harina, cuya escasez rondaba el ochenta por ciento
(desabastecimiento en ocho de cada diez supermercados). Con
la empresa privada crecientemente arrinconada por la
expansión forzada del sector público y por las dificultades
para obtener divisas con las que importar mercancías, el
mercado cada vez se veía peor surtido. Ni siquiera el
Gobierno, con una deuda externa e interna superior a los
trescientos mil millones de dólares, estaba en condiciones de
resolver el problema con importaciones.
¿Cómo era posible algo así en un país que, en medio de un
boom del precio del petróleo, había producido en los últimos
quince años crudo por valor de 1,1 billones de dólares? La
historia del chavismo es la historia del abuso de Pdvsa. Al
final de la era Chávez Venezuela se había convertido en
importador neto de gasolina. ¿Puede haber algo más simbólico
que eso?
En el principio fue el agujero negro y viscoso
Venezuela supo que flotaba en una balsa de petróleo en el siglo
XIX, cuando el desarrollo incipiente de la industria petrolera
mundial condujo a hacer catas en un territorio en el que desde
antiguo sus habitantes conocían la presencia de esa viscosidad
negra. Cuando en 1539 las autoridades coloniales enviaron un
barril de petróleo al emperador Carlos V, supuestamente para
aliviarle el severo mal de gota que padecía, poco sospechaba
la Corona española que esa commodity iba a ser tan
importante como el oro que andaba buscando por su imperio, y
cuya ausencia en las provincias venezolanas había restado
entusiasmo de los conquistadores por ellas. Así como los
metales preciosos de sus posesiones de ultramar –aquellos
grandes cargamentos de plata– generarían a España una
enorme riqueza, para luego despilfarrarla, también Venezuela
estaba malgastando su oro negro.
El desarrollo de la industria petrolera tomó velocidad en
Venezuela en la década de 1920, acabada la Primera Guerra
Mundial, cuando las compañías extranjeras, que eran las que
tenían la tecnología necesaria, pudieron empezar a explotar a
fondo sus concesiones. Ese modelo de explotación,
protagonizado por los conglomerados transnacionales, se
mantuvo por cincuenta años, con una importante corrección en
1943 en materia de impuestos y plusvalías con el fin de que el
Estado también obtuviera un beneficio importante de su propia
riqueza. El boom petrolero que comenzó a experimentar el
país hacia el final de la Segunda Guerra Mundial permitió un
espectacular desarrollo nacional en la década de 1950,
durante la dictadura de Marcos Pérez Giménez, cuando se
construyeron buena parte de las infraestructuras que llevaron a
llamar a Caracas la Miami del Sur.
El sistema de explotación cambió en 1976, cuando la
primera presidencia de Carlos Andrés Pérez procedió a la
nacionalización del sector. Con ello, Venezuela seguía el
ejemplo dado por algunos países árabes a lo largo de las dos
décadas previas, enmarcado en el proceso de descolonización
que vivía el mundo y que ya había dado origen en 1960 a la
Organización de Países Exportadores de Petróleo (OPEP).
Esta asociación había nacido para arrebatar la batuta de esa
industria a las compañías transnacionales, que dominaban el
mercado petrolero internacional y mantenían precios bajos.
Aunque estos fueran reducidos, las petroleras podían sumar
los beneficios de la actividad en cada uno de los países; en
cambio, para estos, las cifras tomadas individualmente eran
pequeñas. Precisamente un venezolano, Juan Pablo Pérez
Alfonzo, ministro de Energía y Minas del Gobierno de Rómulo
Betancourt, fue el alumbrador de la organización, junto a su
homólogo saudí, Abdulá al Tariki.
Con la nacionalización, las distintas explotaciones
siguieron preservándose como unidad de negocio, ahora bajo
la modalidad de empresas públicas verticalmente integradas.
Sobre ellas, como paraguas, se constituyó Petróleos de
Venezuela Sociedad Anónima (Pdvsa). Aquel traspaso se
definió como transición tranquila, bien diferente de las
convulsiones que Hugo Chávez provocaría en el sector. A la
compra de activos de las compañías extranjeras siguió la
contratación de la misma fuerza de trabajo nacional que ya
estaba ocupada en pozos y oficinas, con la permanencia de
directivos venezolanos y su promoción a puestos antes
reservados a personal de las matrices foráneas. Ello aseguró
la continuidad del alto grado de preparación técnica y el
mantenimiento de prácticas gerenciales de exigentes
estándares.
Creada la marca, a comienzos de la década de 1980 los
venezolanos salieron fuera a expandir su mercado, en un
proceso de internacionalización. Adquirieron refinerías en
Suecia, Dinamarca y Alemania y un patio de tanques en varias
islas del Caribe donde almacenar el crudo. Esa estrategia de
internacionalización, que hacía frente al descenso de precios,
fue diseñada por Humberto Calderón Berti, nombrado
presidente de Pdvsa en 1983, en el mandato de Luis Herrera
Campins. El plan también incluyó la compra de la
estadounidense Citgo, refinadora de petróleo y
comercializadora de gasolina en Estados Unidos, que se
convirtió en la principal filial de Pdvsa en el exterior.
En la oscilación del precio de petróleo, con sus ciclos de
subidas y bajadas, a la mayor parte de la década de 1990 le
correspondió un descenso prolongado. Para no decaer en
ingresos a raíz de esa menor cotización del crudo en los
mercados, las empresas de Pdvsa hicieron un esfuerzo de
incremento de la producción. De forma que en 1998, al tiempo
que se registraba un precio mínimo de 10,5 dólares por barril,
se lograba la extracción máxima de 3,3 millones de barriles
diarios. Con el deseo de ampliar aún más la capacidad
productora, con la inyección de capital fresco, en 1997 el
presidente Rafael Caldera había procedido a la apertura
petrolera. Esta consistió en abrir de nuevo Venezuela, tras
veintiún años de exclusión, a las transnacionales. Pero las
concesiones se limitaron a campos residuales que, por costo
de inversión y menor rentabilidad, Pdvsa no explotaba.
Dentro de ese plan comenzó una mayor actividad en la
Faja del Orinoco, de petróleo extrapesado, cuyo
aprovechamiento requería nueva tecnología. Hasta entonces lo
extraído de la Faja se había comercializado como orimulsión,
un producto especial que podía quemarse como si fuera
carbón. La tecnología que con la apertura petrolera aportaron
multinacionales como Exxon o BP permitió elevar su utilidad y
ponerlo en el mercado como crudo sintético.
En este nuevo estadio, en todas esas operaciones con
compañías extranjeras se aplicó la fórmula de convenios
operativos, en los cuales los socios del exterior extraían el
petróleo, Pdvsa se encargaba de venderlo y las dos partes se
repartían los beneficios al cincuenta por ciento. Pdvsa, por su
parte, se acababa de constituir en empresa única al integrar las
sociedades estatales de los distintos campos petroleros. En
ese punto de precios mínimos y máxima producción, Chávez
llegó al poder. La ecuación iba a cambiar por completo.
Asalto a Pdvsa y mando en la OPEP
Hugo Chávez ganó las elecciones de diciembre de 1998 e
inauguró su presidencia en febrero de 1999. Llegó con el
objetivo claro de tomar el control político de Pdvsa para
utilizarla como caja de la revolución. «Para ello, lo primero
que intentó romper dentro de Pdvsa fue la cultura interna de la
meritocracia, propia de una empresa competitiva, que permitía
ir ascendiendo en la escala gerencial de acuerdo con tus
conocimientos y aportaciones». Antonio de la Cruz, experto
petrolero y director ejecutivo de Inter-American Trends,
llevaba dieciséis años en Pdvsa cuando fue expulsado junto
con el resto del estamento gerencial, a raíz de la huelga
petrolera. Ingeniero del estado Zulia, gerente de planificación
de mantenimiento de la compañía, había progresado en el
escalafón a lo largo de los años, como muchos otros, sin
contar con padrinos políticos. «Arriba iban llegando personas
que habían estado expuestas a todas las áreas. Para meter el
elemento político, Chávez tenía que romper eso», explica.
De la Cruz refiere que los criterios de promoción interna
basados en la preparación y la hoja de servicios de los
empleados, propios habitualmente de las firmas privadas, se
aplicaban también normalmente en esta compañía estatal, que
debía competir con corporaciones multinacionales cuyos
propietarios o grandes accionistas no eran estados y por tanto
no padecían ningún tic funcionarial o de sumisión a continuas
directrices políticas. Luego de años de intensa actividad
profesional, Pdvsa ocupaba algunas de las posiciones más
altas en la clasificación mundial, incluso el primero o segundo
puesto en algunos parámetros. Había logrado un reconocido
prestigio que rompía con los estereotipos sobre la laxitud
caribeña y era vista con cierta admiración. Aunque empresa
pública, Pdvsa mantenía separación orgánica respecto del
Gobierno y sus cuentas eran sometidas a control
parlamentario, en un marco de trasparencia.
El desencuentro de Chávez con la estructura gerencial de
Pdvsa comenzó con su primer nombramiento para el puesto de
presidente de la empresa. Héctor Ciavaldini, aunque había
trabajado en la compañía en el pasado, no había llegado a los
niveles superiores de dirección. Conocida su adscripción de
izquierda, fue percibido de inmediato como alguien que
llegaba con una misión política. Eso creó tensión interna y
puso en contra a muchos, que acogieron el nombramiento como
una violación de la cultura corporativa.
Chávez fue consumiendo presidentes de Pdvsa en su
confrontación con la petrolera. A Ciavaldini le sucedió un
militar, el general Guaicaipuro Lameda, quien encontró algo
de acomodo porque entendía la estructura jerárquica de la
corporación, pero tuvo que presentar su renuncia por seguir
demasiado los criterios de los técnicos de la empresa y desoír
las consignas de Chávez. Siguió Gastón Parra Luzardo, un
economista de izquierda de la Universidad del Zulia que no
provenía del sector, contra el que numerosos empleados
realizaron protestas, apoyando los paros en otros sectores
convocados contra el Gobierno a principios de abril de 2002.
Las marchas masivas conducirían a la crisis que desalojó a
Chávez de la presidencia del 12 al 14 de abril. Dimitido
entonces Parra, le sucedió Alí Rodríguez Araque, un antiguo
guerrillero comunista que inmediatamente antes había sido
elevado a ministro de Energía y secretario general de la OPEP.
Con él tuvo lugar el cese de actividad petrolera de diciembre
del mismo año, incrustado en una huelga general que,
debilitada, se prolongó formalmente hasta febrero de 2003.
Fue la mayor huelga patronal de la historia latinoamericana.
Ahora Chávez no caería, como meses antes, sino que
aprovechó el choque para tomar el control efectivo de Pdvsa.
El paro petrolero fue un pulso directo con Chávez por
parte del núcleo duro de la empresa y de los empleados
descontentos con el Gobierno. Pdvsa dejó de bombear o
refinar más crudo, justificando que se veía forzada a detener
su trabajo por la huelga que había en otros sectores, como el
del transporte. La compañía alegaba una causa externa porque,
al tener la plantilla de la petrolera la consideración
constitucional de fuerza laboral estratégica, corría el riesgo de
ser acusada de sabotaje por paralizar el país, pues estaba
dejando las gasolineras sin abastecer. Pero a las dos semanas
Chávez consiguió movilizar parte del engranaje, con la
contratación de otras tripulaciones para sacar los tanqueros de
los puertos y así dejar sin argumento a la élite profesional de
Pdvsa por estar de brazos cruzados.
Los despidos en la petrolera habían comenzado ya en la
confrontación de abril, cuando el presidente anunció el cese de
contratos y jubilaciones en directo, en Aló, presidente. Ahora
las Fuerzas Armadas tomaron el control de las instalaciones y,
apostadas en los portones, impidieron el regreso al trabajo de
toda la clase gerencial, que en total eran unas ciento veinte
personas. El conflicto se cerró con el despido de veintidós mil
trabajadores –la mitad del total–, cuya antigüedad en la
empresa tenía una media de quince años. Fueron reemplazados
por empleados que ya colaboraban mediante subcontratas,
pero también por gente sin ningún tipo de experiencia en las
operaciones petroleras. Una nueva ola de depuraciones tendría
lugar en 2004, al ser prejubilados, hostigados o echados
quienes firmaron la petición de un referéndum revocatorio
contra Chávez, como ocurrió en todos los ámbitos laborales y
sociales con esos firmantes de lo que luego fue llamada lista
Tascón.
Dominada ya Pdvsa, ese mismo año de 2004 tomó sus
riendas Rafael Ramírez, de pedigrí revolucionario por ser
primo del terrorista Ilich Ramírez, alias Carlos el Chacal.
Prueba de que la compañía quedaba atada en corto por el
chavismo es que el nuevo presidente era desde dos años antes
ministro de Energía y Minas, cargos que ya siempre
compatibilizó. Tradicionalmente Venezuela había evitado esa
superposición, por razones de contrapeso y supervisión. En
septiembre de 2014, Nicolás Maduro separó los dos puestos,
pero no por trasparencia, sino porque en su esfuerzo por
consolidarse necesitaba laminar cualquier posible
contrapoder. A Ramírez lo puso de canciller y luego lo envío a
Nueva York como embajador ante la ONU.
Cuando se produjo el nombramiento de Ramírez al frente
de la compañía estatal, Chávez ya había conseguido hacer
prosperar en el seno de la Organización de Países
Exportadores de Petróleo su nueva política petrolera, no
basada en una prioridad volumétrica, como había sido hasta la
fecha, sino de precios. En una de sus primeras muestras de
habilidad para el escenario internacional, el líder bolivariano
logró aglutinar voluntades de distintos países y convocó en
Caracas en 2000 la II Cumbre de la OPEP. En aquel momento
su misma celebración era ya de por sí un éxito, pues era la
primera en veinticinco años. Las cifras oficiales de la OPEP
eran engañosas: dados los bajos precios que había en el
mercado, los países de la organización anunciaban
públicamente producciones que en realidad, por debajo de la
mesa, superaban con el fin de lograr más ingresos. En la
cumbre de Caracas los países participantes adoptaron el
compromiso de ajustarse de verdad a las cuotas de producción
de cada uno, ya que de esta manera, al haber menos oferta real,
aumentaría la demanda y por ende el precio del barril. La
estrategia funcionó.
Siembra petrolera con rédito electoral
La consolidación del chavismo no se explica sin la escalada
de precios del petróleo que se produjo desde que Hugo
Chávez se colocó la banda presidencial. El tener que pagar
más por llenar el tanque del automóvil es algo que los
ciudadanos del resto del mundo lógicamente nunca iban a
aplaudir, pero el nuevo presidente tuvo el mérito de propiciar
una situación que en principio beneficiaba a su país. Si en los
diez años previos, el precio del barril se había mantenido
bastante estable, fluctuando básicamente entre trece y
dieciocho dólares el barril (precio de la llamada cesta
venezolana: promedio de los distintos crudos que produce el
país), en el decenio que siguió a la llegada de Chávez a la
presidencia hubo una imparable línea ascendente: del mínimo
de 10,5 dólares por barril de 1998 se pasó a 25,9 en 2000;
46,1 en 2005; 83,7 en 2008, 101,7 en 2011 y 103,4 en 2012.
La sobreabundancia de fondos, sin embargo, no se utilizó
para mejorar sustancialmente las infraestructuras de
Venezuela. Hubo poca inversión en carreteras o aeropuertos y
la persistencia de frecuentes apagones daba fe de una red
eléctrica deficiente necesitada de actuaciones de gran alcance.
Tampoco se empleó propiamente para un salto en las
condiciones estructurales de los sectores más desfavorecidos.
Es cierto que se destinaron importantes sumas en beneficio de
los grupos de población de menos renta, conocidos como C, D
y E (clase media baja o popular, pobre y muy pobre), que
representaban más del setenta por ciento de los venezolanos,
pero los avances no fueron mayores que los registrados en
otros países.
De acuerdo con cifras del propio Gobierno, durante los
catorce años de presidencia de Chávez, unos quinientos mil
millones de dólares fueron dedicados a políticas sociales. Eso
supone casi la mitad de la renta petrolera, pues entre 1999 y
2012 Venezuela produjo crudo por valor de unos 1,1 billones
dólares. El gasto social fue claramente extraordinario. No
obstante, la reducción de la pobreza fue menos pronunciada
que en otras naciones del entorno. Así, como indica la
Comisión Económica para América Latina (Cepal), entre 1999
y 2011, Venezuela redujo su pobreza un 38,5 por ciento, cifra
inferior a la reducción obrada en Perú (41,4 por ciento),
Brasil (44,3) y Chile (49,3). De hecho, un pronunciado
descenso fue la tendencia generalizada en la región, con
avances también notables en Colombia (33) o especialmente
en Uruguay (un 63 por ciento entre 2007 y 2011). Los datos del
Banco Mundial situaron a Venezuela en el noveno puesto de
reducción de la pobreza en Latinoamérica en el último
decenio.
La falta de mayor efectividad de ese gasto social se debe a
que en el fondo el propósito de mejora real, sostenida y
duradera de las clases menos favorecidas se quedada en un
efecto colateral de una acción que tenía otro fin prioritario. Lo
que Chávez bautizó como siembra petrolera formalmente
pretendía derramar la riqueza petrolera hasta los rincones más
marginales del país, en la forma de ayudas sociales o en la
prestación de servicios. Pero en última instancia, a lo que esa
siembra en gran medida aspiraba era a cosechar votos. La
consigna de que los beneficiados directos de la revolución
alcanzaran los diez millones de personas adultas para así tener
cautivo el voto de algo más de la mitad del censo electoral,
pone bien en evidencia el mecanismo clientelar para el que se
utilizaban lo ingresos de Pdvsa.
Eso estaba probablemente en el subconsciente del ministro
de Educación cuando en febrero de 2014, en plenas protestas
callejeras contra el Gobierno de Maduro, dijo: «no es que
vamos a sacar a la gente de la pobreza para llevarla a la clase
media, para que después aspiren a ser escuálidos». Por
escuálidos Héctor Hernández entendía a los votantes de la
oposición, cuyos integrantes eran llamados así por el
chavismo. Se deduce que el ministro quería a los venezolanos
antes pobres que disidentes.
Chávez no se prodigó en gasto social hasta que tuvo que
prepararse para el referéndum revocatorio de 2004; incluso
desmanteló algunos programas de previos gobiernos en sus
primeros años de presidencia. Los datos de la Cepal presentan
una gráfica singularmente expresiva: la línea de la pobreza se
mantuvo plana durante el primer quinquenio de Chávez, luego
descendió de modo pronunciado a raíz de la puesta en marcha
de las misiones a finales de 2003, pero pasado el referéndum
de 2004 y las presidenciales de 2006 la línea volvió a
estancarse, sin más progresos, aunque el gasto social siguió
siendo importante. Más adelante los problemas económicos
heredados por Maduro llevaron a un rebrote de la pobreza,
prueba de que las mejoras habían sido endebles. En 2013,
Venezuela fue la única nación de Latinoamérica en la que
aumentó el número de pobres, y en 2014 su porcentaje superó
al que había en el país cuando Chávez llegó al poder.
La petrolera estatal fue la gran repartidora, encargada
directamente de sustentar las misiones bolivarianas. Entre
2006 y 2011 Pdvsa les destinó 56.132 millones de dólares;
solo en 2012, año de la última batalla electoral de Chávez, la
partida fue de 26.444 millones. La compañía también hacía
importantes aportaciones al Fondo de Desarrollo Nacional
(Fonden), orientadas a efectuar los pagos necesarios para la
ejecución de proyectos de obras, bienes y servicios. Las
elevadas transferencias financieras se mantuvieron incluso en
momentos de gran constricción financiera y del crédito, como
fue la crisis internacional de 2008.
Dentro del hólding de Pdvsa, además, se fueron integrando
muchas de las empresas que, ajenas al negocio del
combustible, el chavismo iba expropiando. Bajo la excusa de
que actuaban en sectores estratégicos, entendido esto de modo
discutiblemente holgado, el Gobierno decretó
nacionalizaciones cuya cuenta pagó Pdvsa. Con ello, Petróleos
de Venezuela fue engrosando su estructura consolidada con
sociedades de objeto diverso. La más importante era Pdval,
para la producción, distribución y venta de alimentos de
primera necesidad, con precios regulados por el Gobierno. La
empresa estatal también gestionó constructoras en el marco de
la Misión Vivienda.
La compañía se convirtió en el monedero del chavismo.
Como resume Antonio de la Cruz, «Pdvsa pasó a ser para el
Estado venezolano su brazo financiero, la pieza clave para el
desarrollo de sus proyectos sociales, el comprador de activos
sociales y el instrumento de su política exterior». Esto último
era la dimensión internacional de la estrategia de siembra
petrolera, que Chávez cosechaba como asesoramiento directo
de Cuba y como votos en la Organización de Estados
Americanos (OEA) u otras organizaciones regionales. Los
aproximadamente cien mil barriles diarios de petróleo
regalados al régimen castrista y los casi doscientos mil
entregados a precio desvirtuado a los países integrados en
Petrocaribe suponían una reducción de los ingresos debidos a
Pdvsa. De esta forma la compañía estatal también corría a
cargo de la factura de las relaciones públicas internacionales
de Chávez y le costeaba el podio regional sobre el que se
encaramaba.
Desde el punto de vista financiero Pdvsa fue el instrumento
que permitió mantener la liquidez de caja para el Estado: el 96
por ciento de las exportaciones y el 95 por ciento de las
divisas que entraban en el país lo hacían a través del negocio
petrolero y del mercado de capitales generado por Pdvsa. Las
emisiones de bonos de Petróleos de Venezuela, a las que
recurría el Gobierno cada vez que se quedaba corto de
presupuesto en lugar de promover emisiones del Tesoro,
debido a la mayor valoración de los petrobonos, permitieron
el acceso a 35.000 millones de dólares entre 2003 y 2011.
También el petróleo, como commodity a futuro, hizo posible
créditos de China y Rusia. Desde 2006, cuando se creó el
llamado Fondo Chino, hasta mediados de 2015, Pekín entregó
a Venezuela 49.000 millones de dólares. Por su parte, Rusia
aportó en 2014 un crédito de dos millones de dólares como
anticipo de petróleo que iba a recibir.
Pozos esquilmados
Volcado en financiar la revolución, en Venezuela y fuera de
ella, Hugo Chávez estranguló la gallina de los huevos de oro.
En el decálogo de la industria petrolera uno de los principales
mandamientos es el de realizar constantes inversiones para al
menos mantener el potencial de producción. La declinación
natural de los pozos, que varía en función de las
características de las perforaciones y explotaciones, hace
necesario un exigente trabajo de mantenimiento. La Pdvsa
chavista descuidó esa obligación y la producción comenzó a
descender. A ello también contribuyó el despido en 2003 de
miles de trabajadores especializados y su sustitución por
personal menos experimentado, una permuta que se acusó
especialmente en una industria de pozos maduros, como era
esencialmente la venezolana. Al tratarse al comienzo de una
empresa bien engrasada, los efectos no fueron inmediatos,
pero desde entonces la producción entró en una contracción
casi constante. Mientras el precio el barril iba en aumento, que
salieran menos bidones al mercado no pareció preocupar, pero
el problema fue acuciante cuando, ya con Maduro, los precios
comenzaron a bajar. Así, el precio de la cesta venezolana fue
de 103,4 dólares el barril en 2012; de 98 en 2013, y de 88,4
en 2014. A comienzos de 2015 se hundió hasta los 40,3
dólares por barril.
De acuerdo con los informes anuales de la OPEP, cuyos
datos esta organización encarga a un medidor independiente,
Venezuela tuvo su momento de mayor producción en 1998, con
3,3 millones de barriles diarios, culminando un progresivo
incremento de años anteriores. A partir de ahí empezó el
descenso, con un desplome circunstancial en 2003 derivado
del paro petrolero; superada esa disfunción, el número de
barriles mejoró ligeramente para pronto volver a decaer: se
encontraba en 2,3 millones en 2013. Así, pues, frente a
presidencias pasadas de constante crecimiento de producción,
el periodo presidencial de Chávez supuso una reducción de
cuota de un millón de barriles diarios. Venezuela, que había
estado entre los primeros productores mundiales, en 2012
había bajado al puesto número trece. En Suramérica la había
sobrepasado Brasil, con 2,6 millones de barriles diarios: los
brasileños habían duplicado la producción en diez años.
Ávida por obtener cash con el que pagar la realización del
Socialismo del Siglo XXI, según concluye Antonio de la Cruz,
Pdvsa se transformó «en una empresa preponderantemente
exportadora de crudo, que utiliza el petróleo como fuente
financiera de un proyecto político y no como una compañía
mercantil». La evolución de la fuerza laboral de Pdvsa
muestra la burocratización y politización que sufrió la
compañía. El hecho de que en diez años casi se triplicara el
número de sus empleados, sin que eso fuera parejo a un
incremento de la producción, debe interpretarse como un
deseo de extender la masa de personal dependiente de una
nómina estatal. A comienzos de 2002 Pdvsa contaba con
cuarenta mil personas de plantilla; en 2012 eran ciento once
mil, todos ellos conminados a votar al PSUV, como dejó bien
claro públicamente su presidente, Rafael Ramírez. La
productividad bajó de cien barriles por trabajador a
veinticinco. Fue una caída permanente de competitividad:
entre 2001 y 2008 los costes operacionales por barril se
duplicaron y los totales se triplicaron.
El descenso de producción también fue consecuencia de un
proceso de renacionalización. Las compañías extranjeras,
salidas de Venezuela con la nacionalización de 1976,
regresaron con la apertura petrolera de 1997 para ocuparse
de campos residuales. Se establecieron entonces convenios
operativos por los que las multinacionales operaban esos
pozos y luego se repartían las ganancias a medias con la
estatal Pdvsa.
Ese nuevo trato interesaba a Venezuela porque las
inversiones requeridas, normalmente muy elevadas debido a
que eran campos de mayor costo de producción o menor
rentabilidad, correspondían a las compañías foráneas. Pero
cuando los precios del crudo comenzaron a subir las
multinacionales pasaron a obtener unos niveles de rentabilidad
que el Gobierno no había previsto. Ante eso Chávez denunció
que Venezuela había hecho un mal negocio y decidió cambiar
unilateralmente las reglas. Exigió a las multinacionales
traspasar las operaciones a empresas mixtas en las que Pdvsa
tendría la mayoría accionarial. Eso era una nueva
nacionalización. Algunas compañías habían hecho inversiones
a largo plazo, especialmente en la Faja del Orinoco, y se
negaron aceptar la indemnización ofrecida por la
expropiación. Las principales litigantes fueron las
estadounidenses ExxonMobil y ConocoPhillips. El arbitraje
internacional acabaría fallando contra Venezuela, obligada a
pagar más de mil millones de dólares en compensaciones.
Es sorprendente el descuido en que Chávez dejó el sector
petrolero, y eso que él mismo lo había puesto en el centro de
la revolución bolivariana. Lógicamente otros presidentes
también basaron su política en los ingresos que aportaba el
crudo, pero ninguno de ellos permitió que los pozos
languidecieran de esa forma. Así lo subrayan los economistas
Javier Corrales y Michael Penfold en su libro Dragon in the
Tropics (2011), al insistir en la contradicción de una Pdvsa en
gran medida consagrada formalmente a financiar programas
sociales, al tiempo que se permitía bajar la productividad que
lastraba la consecución de esos objetivos del Gobierno. Para
Corrales y Penfold la politización de la petrolera «llevó a un
preocupante declive de la actuación operacional de Pdvsa, que
terminó dañando las propias metas socialistas de ayudar a los
pobres». Haber comprometido producción a cambio del
trueque de servicios, como en el caso de Cuba, o de
productos, como ocurría con parte de la factura petrolera en
Petrocaribe, restó musculatura financiera a la compañía
estatal.
Debido a todos los procesos señalados, con el tiempo
Pdvsa dejó de poseer la capacidad gerencial, tecnológica y
financiera necesaria para expandir la producción de petróleo,
según consideran los citados economistas. «Hacen falta miles
de millones de dólares y un experto know-how para convertir
alquitrán en crudo pesado que pueda refinarse, y eso es el
único tipo de producción de crudo que Venezuela puede
fácilmente expandir. Eso hace que la compañía sea
crecientemente dependiente de inversión extranjera para
reconstruir la industria petrolera». Jugando con el título de su
libro, Corrales y Penfold afirman que el petróleo «puede haber
sido el combustible del fuego del dragón, pero al final, el
dragón mismo acabó quemado por su propio fuego». Se podría
añadir que no solo se quemó el dragón, sino que también la
tierra del país resultó abrasada: la fuente de riqueza de
Venezuela quedaba maltrecha… e hipotecada.
Dinero chino hoy con petróleo de mañana
El enorme gasto del chavismo, la estrategia clientelar, los
fondos discrecionales que se tomaba el presidente para usos
políticos inmediatos y la galopante corrupción en todo el
sistema eran prácticas que con el tiempo comenzaron a
requerir más dinero del que Pdvsa podía ir generando. Hugo
Chávez prefirió hipotecar el petróleo que debía sustentar a las
siguientes generaciones de venezolanos con tal de asegurarse
su mantenimiento en el poder. Con sus dos principales
asociados internacionales en poca disposición de aportar cash
–Irán sufría especiales dificultades de flujo financiero y Rusia
tenía otras prioridades– Chávez llamó a la puerta de China,
incorporándola así a sus cálculos geopolíticos alternativos.
Los créditos chinos se negociaron justo cuando Venezuela
acaba de poner en marcha la operación de Petrocaribe. El
petróleo que Pdvsa dejó de vender en el mercado abierto y las
ralentizadas retribuciones económicas con las que los países
amigos correspondían a la dádiva chavista, dejó al Estado
venezolano sin unos ingresos y unas divisas que necesitaba
recuperar por algún lado. La plata que quitaba a la revolución
en la propia Venezuela para intentar extenderla allende las
propias fronteras la procuró recuperar con una vía de
financiación supletoria. Tras comenzar el envío de cargueros
hacia los hermanos del Caribe en 2006 (el convenio
específico con Cuba había comenzado antes), el presidente
abrió en 2007 con Pekín una línea de crédito por la que
Venezuela recibió 49.000 millones de dólares en siete años.
La cantidad estuvo repartida en varios empréstitos, a cambio
de petróleo y productos derivados a futuro. Chávez lograba
llegar a sus últimas elecciones presidenciales con oxígeno
financiero, pero Venezuela quedaba atada a entregar barriles a
los chinos, ya cobrados por adelantado, al menos hasta 2020.
Nunca antes el país había pagado con producción futura.
La negociación de la apertura de la línea de crédito la
llevó a cabo Rafael Isea, entonces viceministro de Finanzas y
presidente del Banco de Desarrollo Económico y Social de
Venezuela (Bandes). Isea relata desde Washington, a donde
escapó tras caer en desgracia con la llegada de Maduro, las
duras negociaciones que mantuvo con China para conseguir
que en el primer crédito que acordaban, de cuatro mil millones
de dólares, Pekín no pusiera demasiadas condiciones. «Mira,
Rafael», le pidió Chávez, «necesito que me cierres un acuerdo
con los chinos, que aquí todos hablan pero nadie cierra el
trato». Isea recuerda lo difícil de un tira y afloja en el que los
chinos aparecían cada vez con equipos de negociación
distintos, con los que había que volver a discutir asuntos que
ya se habían solventado. China quería que parte del crédito
fuera para proyectos que realizarían sus propias empresas.
Isea forzó la situación en su visita a Pekín. En su cena final
con sus interlocutores del Banco de Desarrollo de China
(CDB, por sus siglas internacionales) anunció que al día
siguiente volaba a España, en su regreso a Caracas, y se iba
sin llevarle a Chávez el documento concluido. A las tres de la
madrugada le llamaron a la puerta de la habitación del hotel
presentándole el acuerdo firmado. El primer desembolso
llevaba fecha del 18 de febrero.
«Los chinos creen en el número ocho», explica Isea, que
aprendió que el mundo chino de los negocios siente atracción
por ese número, considerado de buena suerte, y que muchos
inauguran su empresa en un día del mes que concluya en ocho.
Chávez también tuvo suerte, por decirlo de algún modo. «Los
cuatro mil millones del crédito fueron entregados al presidente
en cash. Nadie sabe dónde fueron». Ese dinero no entró en la
contabilidad del Estado, para perplejidad del viceministro de
Finanzas.
En siguientes créditos, los chinos lograron imponer la
exigencia de que sus empresas se encargaran de diversos
proyectos en Venezuela. Pero muchos de los convenios no se
ejecutaron. De los 243 proyectos que se habían considerado
hasta la muerte de Chávez, solo se realizaron diez y tres no
funcionaron. Realmente no es que hubiera habido intención de
materializar tods esas iniciativas, pues, como atestigua Isea,
varias eran una tapadera para limpiar dinero de Irán. Una
manera que tenía Teherán de recuperar fondos que había
colocado en China eran las transferencias que esta hacía a
Venezuela. También los tratos sucumbían a la corrupción:
Ramírez, presidente de Pdvsa, reclamaba llevarse
personalmente un veinte por ciento de los contratos que
Venezuela debía cerrar con empresas chinas, como las
adjudicatarias de la construcción de vivienda pública. Los
chinos replicaban con un reparto del diez por ciento para cada
parte.
Toda esta línea de financiación es lo que se llamó el Fondo
Chino. Como muchas otras cosas en el chavismo, el nombre
ofrecía la cara opuesta de lo que realmente era. Ciertamente se
había constituido un fondo, pero no eran inversiones, sino
créditos que Venezuela debía devolver. Formalmente era un
préstamo al Gobierno por parte del Banco de Desarrollo
Económico y Social de Venezuela (Bandes), con una pequeña
aportación del Fondo para el Desarrollo Endógeno (Fonden).
Pero en realidad era el Banco de Desarrollo de China (CDB)
el que inyectaba los préstamos en el Bandes. En el trato, como
contrapartida, Pdvsa entregaba el crudo pactado a la
Corporación Nacional de Petróleo de China (CNPC), y esta
era quien lo vendía en el mercado o lo compraba para el
consumo nacional. Si el precio era mayor del fijado a la hora
de valorar el crédito –fue lo habitual en los primeros años
porque las estimaciones fueron bajas– el remanente era
depositado por la CNPC, previo cobro de intereses, en una
cuenta del Bandes en la República Popular.
La gestión de ese remanente era un extraño mecanismo,
que generaba un curioso resultado: una cuenta al margen de la
jurisdicción del pueblo venezolano, fuera del alcance del
Banco Central de Venezuela. A mediados de marzo de 2012,
esa cuenta podía haber acumulado, como apuntaban algunos
expertos, alrededor de veinticuatro mil millones de dólares,
que estaban a disposición del Bandes y de quien autorizara
Chávez. Era un dinero que no iba a la caja de Pdvsa, y eso que
salía de su petróleo. Maduro acabó con esa práctica cuando, al
acceder al poder, tuvo que rebañar todos los recursos que
pudo para asegurar el funcionamiento diario de su Gobierno. A
partir de mediados de 2013 los barriles entregados a China se
valoraron a un precio alineado con el mercado –la carga bajó
de los seiscientos setenta mil barriles diarios previstos a
cuatrocientos setenta mil–, lo que ya no dio origen a ningún
remanente reembolsable después.
Pagar y dar el vuelto
La negociación de los préstamos chinos fue cada vez más
ardua. A raíz de la guerra civil que terminó con la dictadura y
la vida de Muamar Gadafi en 2011, China exigió que los
acuerdos se formalizaran en decretos que fueran aprobados
por la Asamblea Nacional, para darles mayor legitimidad y
conseguir que, en caso de cambio político, los nuevos
gobernantes estuvieran atados a los compromisos. Pekín tenía
inversiones de cerca de cuarenta mil millones de dólares en
Libia y muchas fueron desconocidas por los nuevos dirigentes
en Trípoli.
Inicialmente, el uso concreto de las partidas del Fondo
Chino, destinado a proyectos de desarrollo y económico de
Venezuela, estuvo en las solas manos de Caracas. Pero con el
tiempo Pekín vinculó la mitad de su préstamo a adjudicaciones
de empresas chinas. Así, por ejemplo, el Gobierno venezolano
compró entre 2010 y 2012 tres millones de aparatos de aire
acondicionado, televisores y electrodomésticos a Qingdao
Haier, para el programa gubernamental «Mi casa bien
equipada»; la Corporación de Ingeniería de Ferrocarriles de
China se ocupó de la construcción de una línea férrea de casi
quinientos kilómetros en el estado Guárico, y CITIC Group
recibió el encargo de levantar 33.000 viviendas. Por su parte,
la gran compañía de ingeniería CAMC firmó en 2010 acuerdos
por valor de 1.680 millones de dólares, que supusieron más de
la mitad de sus operaciones mundiales.
Como escribió el economista Emilio Nouel, «con el Fondo
Chino se paga y dan el vuelto». China se cobraba dos veces el
préstamo que avanzaba: con el crudo de Pdvsa y con el
beneficio que para empresas chinas suponía la adjudicación de
obras o la compra de sus productos.
Es lo que el experto Antonio de la Cruz presenta como
neocolonialismo 2.0. «El país receptor de la línea de crédito
compromete la producción de materia prima que pertenece a
futuras generaciones y crea una dependencia tecnológica de las
empresas chinas, comprometiendo el desarrollo de la industria
nacional. Es un modelo que crea valor económico para China
y destruye valor económico para el país receptor del crédito».
En ese modelo, aplicado por China también a otros lugares de
Latinoamérica y África, la industria nacional pierde mercado
pues el país en cuestión encarga proyectos a empresas chinas y
le compra sus productos. De la Cruz recuerda cómo en el siglo
XX la teoría de la dependencia desarrollada por Cardoso y
Faletto denunciaba el neocolonialismo de Estados Unidos,
país que obtenía los recursos naturales de los países
subdesarrollados a precio de mercado, los transformaba en
mercancías y los vendía luego a los países de la periferia a
través de las grandes corporaciones. «Mediante las líneas de
crédito a los países deudores, China reescribe las nuevas
formas de dominación y de neocolonialismo del siglo XXI,
obteniendo a cambio los recursos naturales que transforma en
mercancías, que son incluidas en los proyectos que desarrollan
en esos países las grandes empresas chinas».
La plata se acaba, más créditos
Agujereada como un colador, donde plata que llegaba plata
que se esfumaba casi de inmediato debido a las mil urgencias
políticas de Hugo Chávez, a la corrupción y a los pagos de
intereses, Pdvsa se encontraba en una huida hacia delante solo
sostenible, sin incurrir en quiebra, con nuevas aportaciones
financieras. Mendigados ya los gobiernos de China y Rusia y
sin otro aliado al que recurrir, el siguiente paso fue pedir
prestado a las petroleras privadas que se habían integrado en
las empresas mixtas de explotación. Aprendida la lección de
dinero hoy a cambio de petróleo de mañana se trataba de
intentar aplicar esa misma fórmula con otros socios.
El recurso a las transnacionales fue la última idea lanzada
antes del fallecimiento del comandante. El oficialismo los
llamó planes de remediación, pues los presentó ante la
opinión pública como inversión para remediar la declinación
de la producción petrolera, ofreciendo en ocasiones
pronósticos demasiado optimistas sobre el incremento de
barriles que iba a suponer esa financiación. En su plan
estratégico elaborado en 2010, la dirección de Pdvsa
contemplaba alcanzar una producción de cinco millones de
barriles diarios en 2015 (no hubo ningún aumento sensible y al
alcanzar ese año no estaba ni a la mitad de la meta) y de 6,5
millones en 2020.
Acudiendo al mercado internacional, Pdvsa podía obtener
algo con sus emisiones de bonos, pero los costos era muy altos
porque Venezuela se percibía como un país de riesgo y las
agencias calificadoras internacionales veían con preocupación
el ritmo de endeudamiento de la petrolera. ¿Por qué no
entonces transferir el riesgo a las compañías extranjeras que
participaban en la actividad de Pdvsa? Que fueran ellas las
que obtuvieran créditos con su buen nombre internacional y
luego le dieran los fondos a Petróleos de Venezuela,
reembolsables con producción. Esto, además, resolvía la
cuestión de la inversión en los campos en explotación. Al
menos en aquellos en los que operaban las empresas mixtas,
constituidas con una mayoría accionarial venezolana y un
paquete minoritario de las multinacionales, Pdvsa no tendría
que preocuparse de buscar capital para su gestión, pues ahí se
invertirían los correspondientes créditos.
Especial empeño se puso con Chevron, porque otras
compañías podrían ser convencidas si veían que la
multinacional de San Ramón (California) daba el paso. Pero
Chevron puso duras condiciones. Documentación interna de la
consultoría jurídica de Pdvsa evidenció sorpresa en los
primeros meses de 2013 por las exigencias que comenzó a
plantear la transnacional, cuyas relaciones con el chavismo
siempre habían sido excelentes. Pero es que los problemas de
la partner venezolana aconsejaban amarrar bien, con garantías
añadidas, todos lo extremos del acuerdo. Las condiciones del
crédito de dos mil millones de dólares eran tan especiales que
el propio presidente y CEO de Chevron, John Watson, no se
atrevía a explicarlas. «No desvelamos los términos de la
devolución del crédito», me respondió cuando le pregunté en
el Centro Estudios Estratégicos e Internacionales (CSIS), en
Washington, donde acababa de dar una conferencia sobre el
futuro energético de Norteamérica. Me quedé con su elocuente
negativa, sin destaparle que yo tenía todos los detalles.
Las condiciones del crédito, a devolver en trece años,
fijaban unos intereses del 4,5 por ciento, con lo que Chevron
ganaba en la operación entre mil doscientos y mil
cuatrocientos millones de dólares. El tipo de interés, muy
superior al 0,5 por ciento que venía utilizándose en el Fondo
Chino, resultaba claramente excesivo, sobre todo teniendo en
cuenta que la inversión era para Petroboscán, empresa mixta
entre Pdvsa y Chevron, que explotaba un campo maduro y casi
urbano, en el área oeste de Maracaibo (Zulia), totalmente
equipado y explorado. Petróleos de Venezuela, que era quien
operaba la explotación, se comprometía a cancelar el crédito
con veintiséis mil barriles diarios a Chevron hasta 2025 a un
precio especial, fijado de acuerdo con una fórmula que incluía
un factor descuento. La introducción de ese factor
indeterminado, cuya cuantificación sería decidida por las
partes cada tres meses, suponía un elemento no trasparente,
atípico en los acuerdos petroleros internacionales. Los
ingresos por esa venta irían directamente a una cuenta
fideicomiso en Panamá, para cuya gestión Chevron creó una
compañía en Holanda (Chevron Boscan Finance). El objetivo
de la cuenta era hacer posible que la multinacional se cobrara
los dividendos que le correspondían del conjunto de la
actividad de Petroboscán (la producción total del campo
estaba en 107.000 barriles diarios).
La operación respondía a la necesidad de Pdvsa de más
inversión de capital, para al menos poder seguir operando en
Boscán, y a la conveniencia de Chevron de asegurarse un
mecanismo para repatriar sus beneficios. Dada la fuga de
recursos económicos hacia un sinfín de urgencias del
Gobierno chavista, Pdvsa no había repartido dividendos en los
últimos años a su socio minoritario en Petroboscán. La deuda
ascendía a 785 millones de dólares, de manera que, restada
del valor nominal del crédito a Pdvsa, en realidad este no era
de dos mil millones sino de 1.215 (tanto como el monto final
del interés).
Lo único que el presidente de la petrolera estadounidense
me reconoció es que el trato había sido «diseñado para
facilitar la repatriación de fondos», que además se veía
entorpecida por las rigideces del mercado oficial de divisas
venezolano, y «para facilitar la continuidad de la operación en
el campo Boscán», lo que contradecía la proclamación
gubernamental. Que ni con dos mil millones de dólares Pdvsa
pudiera plantearse subir la producción en esos pozos,
mostraba cómo el chavismo había cegado la fuente de riqueza
nacional.
Otros acuerdos de remediación se cerraron por entonces.
Aprobaron créditos o bien inversión diversas compañías que
intervenían en empresas mixtas (la italiana ENI, la española
Repsol, la rusa Rosneft y la China CNPC) y ofrecían servicios
(Schlumberger, Halliburton y Weatherford International). En
total, entre finales de 2012 y mediados de 2014, Pdvsa se
aseguró el acceso a más de once mil millones de dólares,
destinados directamente a la explotación petrolera. Rafael
Ramírez declaró varias veces que con ello Pdvsa se proponía
duplicar la producción en los campos implicados, aunque en
otros momentos se traicionaba, al reconocer que el propósito
era que «no exista interrupción en la prestación de los
servicios por problemas de flujo de caja o por problemas de
pago».
Déficit de caja y venta de activos
Tampoco ayudaba a Pdvsa que la gasolina estuviera casi
completamente subvencionada en el mercado doméstico.
Tenido como un bien nacional, que pertenece a todos,
tradicionalmente los venezolanos han pagado muy poco por el
combustible de sus gasolineras, independientemente del color
del Gobierno. Es el precio más bajo en el mundo. Mientras
que entre 1999 y 2014 el precio de la gasolina de exportación
se había más que triplicado, la destinada a consumo interno
venezolano no solo había mantenido un precio constante, sino
que las devaluaciones incluso la habían abaratado aún más en
términos reales atendiendo el cambio con el dólar. Así, tras
las últimas correcciones a la baja de la moneda nacional, a
principios de 2014 el precio de un litro de gasolina de 95
octanos era tan solo de 0,015 dólares, de manera que llenar un
tanque de cuarenta litros salía prácticamente por medio dólar.
Poco antes, el superministro Ramírez se había quejado de
la sangría que esto suponía para Pdvsa, pues los algo más de
trescientos mil barriles diarios de gasolina consumida por los
venezolanos (del total setecientos mil barriles diarios de
petróleo que asumía el mercado interno) habían obligado a un
subsidio de 12.500 millones de dólares al año. «Pdvsa paga
para que el usuario compre gasolina», advertía Ramírez, y
subrayaba el sinsentido de que el combustible para el
automóvil fuera más barato que el agua. Con lo que se pagaba
por una botella de agua mineral se podían comprar 72 litros de
gasolina; doscientos cincuenta litros de diésel, con lo que
costaba un refresco. Con precios así dedicarse a regentar una
estación de servicio era muy mal negocio, por el nulo margen
de ganancias. El subsidio para el conjunto de combustibles
suministrados al mercado doméstico supuso anualmente
durante el Gobierno de Chávez el siete por ciento del PIB; en
2013 llegó a los veintiocho mil millones de dólares, una
cantidad que superaba los presupuestos de Educación y
Sanidad y constituía alrededor del sesenta por ciento de lo que
Pdvsa obtuvo ese año por exportaciones.
Congelados los precios desde finales de la década de
1990, era difícil saber cuánto tiempo más el Gobierno podría
pasar sin proceder a un ligero incremento. El chavismo no lo
había hecho en todos esos años, y ahora, en medio de
dificultades, Nicolás Maduro se resistía a dar motivo para que
las clases pobres se echaran a la calle. La mayor revuelta
popular recordada, el Caracazo de 1989, había estallado
precisamente por un aumento del precio de la gasolina
decidido por Carlos Andrés Pérez.
El presidente de Pdvsa había planteado que, en todo caso,
debía hacerse un esfuerzo por reducir el consumo. Venezuela
es de los países con mayor consumo de gasolina per cápita,
solo superado por las naciones del Golfo Pérsico. De 2,8
barriles anuales por persona en 1999 se pasó a 3,7 en 2012,
cifra que suponía 1,6 litros diarios por individuo. En ese
último año, los venezolanos consumieron dos veces más que
los brasileños y cinco más que los colombianos, como
atestiguaba un informe del Instituto de Estudios Superiores de
Administración (IESA).
Para agravar la situación contable, parte de la gasolina de
los surtidores de Venezuela era importada. En 2013 era
alrededor de un seis por ciento del consumo diario, un
volumen que había aumentado tras el incendio en agosto de
2012 en la gran refinería de Amuay, en el que murieron 42
personas. Pdvsa compraba gasolina en Estados Unidos y luego
la regalaba a los venezolanos: a un coste entonces en el
mercado internacional de 110 dólares por barril, perdía 107
dólares.
Esta era otra de las múltiples facetas del fraude que el
chavismo cometía con Petróleos de Venezuela. El régimen
estaba aniquilando una empresa cuyo liderazgo generaciones
anteriores habían hecho posible y cuyo beneficio generaciones
posteriores verían inevitablemente reducido. Entre 1998 y
2013 la producción había descendido un veintitrés por ciento.
De los 2,3 millones de barriles diarios, solo el 30,2 por ciento
–la partida vendida a Estados Unidos, cuyo porcentaje había
ido descendiendo– suponía ingresos regulares a precio de
mercado. El resto, básicamente, tenía destinos que suponían un
peso para la compañía: consumo nacional subvencionado
(29,3 por ciento de la producción); cancelación de los
empréstitos ya recibidos de China (veintitrés por ciento);
convenios de cooperación energética con países de
Petrocaribe y Alba (nueve por ciento), que financiaban la
factura a veinte años y podían cancelarla con productos
agropecuarios, y acuerdo especial con Cuba (4,1 por ciento),
que contemplaba que todo el petróleo entregado fuera pagado
con servicios.
Todo esto supuso una creciente constricción de la cuenta
de resultados de Pdvsa. La deuda financiera externa
consolidada, en ascenso los últimos años, llegaba a final de
2013 a 43.384 millones de dólares, lo que suponía un déficit
de caja superior al cuarenta por ciento de su presupuesto.
Además, la compañía debía al Banco Central de Venezuela del
orden de cien mil millones de dólares. «Ante este cuadro»,
concluye De la Cruz, «la venta de activos de la empresa
aparece como una de las pocas herramientas que la estatal de
petróleos puede tener a mano para enfrentar su delicada
situación financiera y para sostener los abultados
compromisos internos y externos adquiridos por el Gobierno
venezolano». De esta forma el chavismo, que había hecho de
la nacionalización un emblema máximo de su política
económica y social estaba en la tesitura de tener que pasar a
una agenda de privatizaciones.
En esa línea, la compañía anunció en 2014 su intención de
vender Citgo, su subsidiaria en Estados Unidos, uno de sus
principales activos, con plantas en Luisiana, Texas e Illinois y
una red de seis mil gasolineras. Con los precios del crudo en
descenso, no salió inmediato comprador. «Citgo no debe de
costar menos de diez mil millones de dólares», había dicho
Hugo Chávez. Esa era la cifra que el Gobierno venezolano
tenía en mente. Pero a ella había que sumar dos millones de
dólares de pasivo y las amplias comisiones que se llevaría la
corrupción: para el enriquecimiento por coimas de unos y para
el lavado de dinero del negocio de otros.

5. ENRIQUECERSE CON EL
SOCIALISMO
Corrupción económica y judicial
Si Diego Salazar Carreño no hubiera bebido tanto esa noche
de finales de 2012 en París, su primo Rafael Ramírez Carreño
hoy quizás podría disfrutar tranquilo de la fortuna que durante
años estuvo robando a los venezolanos como presidente de
Petróleos de Venezuela (Pdvsa). En el universo de la
corrupción económica chavista, Ramírez era con creces el
astro más bañado en plata. Amasó un patrimonio personal que
podría estar por encima de los diez mil millones de dólares.
Pero en marzo de 2015 a Ramírez se le quitó el sueño: las
autoridades estadounidenses estaban golpeando a su puerta.
Mientras intentaba aparentar normalidad como embajador de
Venezuela en la ONU, en la misma Nueva York, al sur de
Manhattan, los fiscales analizaban información fresca. Había
nuevas pruebas sobre la cobertura dada por Pdvsa para el
blanqueo de capital de la droga, con servicios al
narcoterrorismo de las FARC colombianas y de la
organización libanesa Hezbolá, y para burlar las sanciones
internacionales contra Irán por su programa nuclear.
Es posible que Diego Salazar fuera habitualmente
generoso en las propinas, pero en el hotel Crillon de París,
quizás por su estado de embriaguez, se le pasó la mano.
Colocado por su primo en la cúpula de Pdvsa, Salazar manejó
los seguros y reaseguros de la compañía, un área que en el
negocio petrolero mueve mucho dinero. Así que la chequera le
sobreabundaba y ese día firmó un talón de cien mil euros como
propina a un empleado del hotel. Alarmado, el agraciado se lo
comentó al gerente del establecimiento y este dio aviso a la
Policía. El pago era de una cuenta en Andorra, el pequeño país
de los Pirineos que atraía muchos clientes con sumas opacas.
Cuando las autoridades galas se lo comunicaron a las
andorranas, estas bloquearon a Salazar doscientos millones de
dólares que tenía en la Banca Privada de Andorra (BPA).
El entonces directivo de Pdvsa logró parar la
investigación con un soborno de ochenta mil dólares (para él,
otra propina), en gran parte destinado a honorarios de
prostitutas para los agentes que estaban al mando de la
investigación. La decisión de BPA de levantar el bloqueo de la
cuenta contó con el asesoramiento de Baltasar Garzón, el
famoso exjuez español. Cuando más adelante eso se supo,
Garzón alegó que su relación había sido directamente con el
banco, no con Salazar. Adujo que su despacho de abogados se
había limitado a elaborar un informe para el gabinete jurídico
de BPA.
Diego Salazar se creía bajo el mismo manto intocable que
Rafael Ramírez por su estrecha relación de sangre. La
particular vinculación entre ambos obedecía a especiales
circunstancias familiares. Parte de la familia había tenido
inclinaciones guerrilleras. Un primo segundo de Ramírez,
Illich Ramírez Sánchez, se convertiría en el legendario Carlos
el Chacal; desde 1994 está preso en Francia, condenado a
cadena perpetua. Cuando el padre de Rafael Ramírez fue
detenido por actividad guerrillera en los años sesenta, el
pequeño Rafael fue acogido por el padre de Diego Salazar.
Cuando el tío falleció le encomendó a Ramírez el cuidado de
su hijo Diego, unos veinte años menor que él. Con esa
responsabilidad casi de padrastro, Ramírez entró en Pdvsa
llevando de la mano al joven, a quien fue situando en
posiciones clave de la compañía. Diego se convirtió en su
principal testaferro.
Estados Unidos sabía que rascar en las cuentas de Salazar
era seguir la pista de Ramírez, a quien hacía tiempo deseaba
dejar al descubierto, aunque sin éxito. El Tesoro
estadounidense no pasó por alto el episodio de la propina
parisina y hurgó en Andorra. A mediados de marzo de 2015 la
unidad de antiblanqueo del Tesoro, FinCEN (Financial Crimes
Enforcement Network), hizo público un informe que indicaba
que altos ejecutivos de BPA habían facilitado transacciones
financieras a grupos de lavado de dinero, proporcionando
servicios a individuos y terceros involucrados en crimen,
corrupción, contrabando y fraude. Además de señalar a mafias
de Rusia y China, el FinCEN también apuntó a Venezuela. Así,
cuantificó en 4.200 millones de dólares las transferencias
relacionadas con blanqueo de dinero venezolano, de los cuales
unos dos mil millones tenían que ver con Pdvsa. Esa actividad
se hizo a través de una red con cientos de empresas ficticias
panameñas, integradas por personas que eran o habían sido
altos cargos gubernamentales chavistas.
Las investigaciones sobre el banco andorrano y sobre su
filial Banco Madrid, desarrolladas estas por la Comisión de
Prevención de Blanqueo de Capitales e Infracciones
Monetarias de España, aportaron una lista de casi una
treintena de clientes venezolanos con activos contaminados.
Entre ellos figuraban Diego Salazar y Nervis Villalobos –el
primero y el segundo en importancia de los testaferros de
Ramírez–, así como Javier Alvarado Ochoa y Francisco
Rafael Jiménez Villarroel. Todos ellos estuvieron en la cúpula
de Pdvsa o en la del Ministerio de Energía durante el reinado
de Ramírez en ambas. El golpe de las autoridades de Estados
Unidos y España no era solo contra el zar petrolero, sino que
también afectaba a Diosdado Cabello, zar del narco, pues al
menos dos de sus hombres próximos aparecían también en la
lista: el exviceministro de Interior Alcides Rondón y Carlos
Aguilera, exmilitar que dirigió los servicios secretos y que
tenía como misión en sus negocios desviar fondos a las hijas
de Chávez.
Un chivatazo avisó a Nervis Villalobos y Javier Alvarado
de que la Audiencia Nacional de Madrid podía dictar orden de
captura en España contra ellos. Uno había sido viceministro
de Energía por diez años, y el otro, también por largo tiempo,
presidente de Bariven, filial de Pdvsa para la adquisición de
materiales y equipos y para la gestión de inventarios y
almacenes. A diferencia de otros implicados, ambos residían
en España, así que actuaron con rapidez. Para no ser detenidos
en el aeropuerto, salieron del país por carretera. En ese punto
se plantearon una colaboración con las autoridades
estadounidenses, pero les retenía una consideración: la
perspectiva de una sentencia de cárcel en Estados Unidos no
era alentadora, por más que pudieran reducirla notablemente
ayudando a clarificar la tupida red de corrupción de
Venezuela.
Si bien intranquilo por todos esos movimientos, Ramírez
parecía sentirse seguro por ahora. El cargo de embajador ante
las Naciones Unidas le daba inmunidad diplomática. También
le ofrecía contactos de relevancia para explorar alguna tabla
de salvación. Pero con el avance de la pesquisas por
corrupción y lavado de dinero del narcotráfico, no estaba
claro por cuánto tiempo podría evitar que las agencias
estadounidenses cayeran sobre él.
De momento la investigación seguía. Los 4.200 millones
de dólares localizados en el sistema de la Banca Privada de
Andorra se quedaban cortos frente a los 6.000 millones que
los implicados en la trama reconocían haber remitido a
Liechtenstein y Luxemburgo. Y eso era solo una parte de los
16.000 millones de dólares que, tirando bajo, la red de
Ramírez y sus testaferros habían ganado en los diez años que
gobernaron el conglomerado de Pdvsa: del billón de dólares
generado por el petróleo en ese tiempo, cobros de comisiones
de al menos un tres por ciento en multitud de operaciones daba
como resultado aproximado esa cifra.
Finalmente se había podido encontrar el cabo del que tirar
para lograr desenredar la principal madeja. Durante mucho
tiempo la atención se había centrado en pistas parciales. Una
de ellas había sido el caso Illarramendi.
Alarma nuclear
Todo comenzó en el sótano de una casa de Bethesda, junto a
Washington DC, un fin de semana de 2008. Mientras los niños
jugaban arriba, un investigador privado robaba unas cuantas
horas al descanso para avanzar, a la luz del flexo, en un
trabajo encomendado. Estaba repasando documentación acerca
de José Zambrano, un venezolano que había comenzado su
vida profesional vendiendo ropa de caballeros y, vueltas que
da la vida, se había hecho con uno de los bancos de Venezuela.
El BaNorte, fundado en 2004, era un banco pequeño que
Zambrano estaba gestionando de modo arriesgado. Las
inspecciones que la Superintendencia de Bancos realizó
cuando Zambrano estaba a punto de adquirir otra entidad –el
Banco Federal, que acabaría desapareciendo–, llevaron a la
intervención del BaNorte. La Superintendencia adujo
problemas de solvencia, autopréstamos y dependencia de
fondos públicos. El banco fue intervenido en diciembre de
2009 y al año siguiente quedó incorporado a la banca pública.
No es que las prácticas de Zambrano distaran de las de otros
nuevos banqueros, pero por las razones que sean él cayó en
desgracia. No sería el único.
Aquel fin de semana en Bethesda el ratón se movió por
varios documentos, abrió diversas carpetas y dio con algo
insospechado. En Estados Unidos parece que todos los
grandes descubrimientos tengan que ocurrir en garajes o
sótanos de los suburbios residenciales. Son muchos los que
ahora quieren atribuirse el mismo comienzo épico que Steve
Jobs (Apple) y Jeff Bezos (Amazon). Hay mucho impostor,
pero lo cierto es que a luz de aquel flexo comenzó una
investigación que fue creciendo y acabó destapando un gran
caso de corrupción. No el más significativo, ni el más
voluminoso, pero sí uno en el que quedaba a la vista el manejo
corrupto de los fondos de Petróleos de Venezuela que hacían
sus directivos y la alta rentabilidad que le sacaban a sus
ilícitas fortunas otros muchos chavistas.
Entre las cuentas de Zambrano figuraba la recepción de un
préstamo de 30,7 millones de dólares procedente de un hedge
fund. Era un préstamo inusual, porque no parecía ir unido a
condiciones. Desde el sótano de Bethesda hubo una llamada
de alerta a la Fiscalía de Distrito de Manhattan y esta se puso
a rastrear. Encontró que el fondo, a través de su firma Michael
Kenwood Energy, había hecho fuertes inversiones en una
empresa de Oregón dedicada a la planificación y desarrollo de
plantas nucleares para su venta… ¡con dinero de Petróleos de
Venezuela! En momentos de una estrecha cooperación entre
Venezuela e Irán y una extrema sensibilidad internacional
hacia cualquier acceso iraní a la tecnología del átomo, aquello
puso los ojos de plato en la Fiscalía. La Securities &
Exchange Commission (SEC), el organismo que en Estados
Unidos regula el mercado financiero, empezó entonces a
desenredar el ovillo. Así surgió el caso Illarramendi.
En enero de 2011, la SEC presentó una demanda civil
contra Francisco Illarramendi y sus sociedades y fondos,
básicamente agrupados en Michael Kenwood Group. Luego
siguió una demanda criminal. Francisco Illarramendi, al que
familia e inversores conocen como Pancho, es un venezolano
corpulento, de aspecto de niño gigantón, con un temprano éxito
en las finanzas. Cuando estalló el caso tenía 41 años y ya
llevaba más de quince de acumulada experiencia en Wall
Street. La mayor parte de ese tiempo, de 1994 a 2004, estuvo
en Crédit Suisse, en donde fue director de mercados
emergentes. Desde esa entidad, con frecuentes viajes entre
Estados Unidos y Caracas, Illarramendi asesoró al Gobierno
de Chávez, al que presentó una fórmula que parecía un conejo
sacado de la chistera: la permuta.
En un mercado cambiario controlado férreamente como el
venezolano, en el que la conversión bolívar-dólar es fijada
por el Gobierno, existía una gran dificultad de individuos y
empresas para acceder a la compra de la moneda fuerte.
Illarramendi explicó al Gobierno cómo podía sostener el tipo
de cambio del bolívar en relación al dólar, al tiempo que daba
a particulares, importadores y empresarios una válvula de
escape. Con el sistema de permuta se crearon casas de bolsa
en las que los venezolanos podían adquirir acciones de
empresas que cotizaran a la vez en Caracas y en Nueva York,
comprando en bolívares en la Bolsa caraqueña y vendiendo en
dólares en la neoyorquina. Ambas operaciones podían hacerse
de forma casi simultánea, de manera que venía a ser una
permuta de divisas, a un precio más conveniente que el cambio
oficial fijado por el Gobierno venezolano. Esto se hizo sobre
todo con acciones de CANTV, compañía telefónica nacional
que, privatizada en 1991 y adquirida por capital
estadounidense, cotizaba en ambos países (fue renacionalizada
en 2007). Fue algo muy utilizado que dio lugar al dólar
permuta. Permitía acceso a divisas y aflojaba la presión sobre
el tipo de cambio, de forma que el dólar no se disparaba en el
mercado negro.
Experimentados los vericuetos del mercado cambiario,
Illarramendi dejó en 2004 las estrecheces formales de Crédit
Suisse para gestionar directamente los movimientos
especulativos de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) en la oficina
que esta compañía nacional tenía en Nueva York. Se convirtió
así en asesor senior de PDV USA, Inc., la rama de asesoría
financiera internacional de la petrolera. Diferencias internas le
llevaron a instalarse por su cuenta en 2005, aunque pronto tuvo
a Pdvsa como cliente. Una vez propagada su fama de mago de
jugosas rentabilidades mediante la especulación dólar-bolívar,
Illarramendi engrosó su cartera de inversores llegados desde
las altas esferas chavistas. Operaba desde Connecticut, con
cuentas en Panamá, islas Caimán y Suiza.
Los fondos de Illarramendi tuvieron múltiples actividades
financieras, no únicamente las relativas a la conversión entre
divisas. Pero las rápidas conversiones de moneda siguieron
siendo parte de su negocio. En la compra-venta de activos, la
suma en bolívares era convertida en dólares según el cambio
oficial, que sobrevaloraba la moneda nacional venezolana.
Luego esos dólares pasaban a bolívares en el mercado
paralelo de acuerdo con la relación real entre las dos
monedas, lo que aumentaba el monto original. Y así
sucesivamente. La práctica no estaba restringida en Estados
Unidos, donde no hay control de cambio. En Venezuela fue
legal hasta mayo de 2010, cuando Chávez decidió cortar con
lo que había degenerado en una clara vía para la fuga de
capitales. A pesar de su carácter estatal, Pdvsa siguió con esa
especulación de divisas de la mano de Illarramendi, hasta que
en 2011 los activos de las sociedades del financiero de
Connecticut fueron congelados por las autoridades
estadounidenses.
Intereses de hasta el 82 por ciento
La SEC, autoridad estadounidense en el sector financiero, no
cuestionaba los procedimientos cambiarios de Francisco
Illarramendi, sino el hecho de que este hubiera utilizado, entre
diciembre de 2009 y noviembre de 2010, un total 53,7
millones de dólares de uno de sus fondos –patrimonio
perteneciente a sus inversores– para realizar compras a
nombre de empresas suyas o que controlaba. La SEC
catalogaba esto como «apropiación de activos» y «fraude», ya
que se tomaba dinero de un fondo sin que sus cláusulas
autorizaran ese tipo de inversiones personales de Illarramendi.
De ese desvío de capital, veintitrés millones correspondían a
la adquisición de la mayoría accionarial de NuScale, empresa
dedicada al desarrollo de prototipos de pequeñas plantas
nucleares. En el momento de la presentación de la demanda, el
hedge fund del que procedía el dinero, Short Term Liquidity I
Ltd, tenía un valor de quinientos cuarenta millones de dólares,
el noventa por ciento de los cuales correspondía al fondo de
pensiones de los trabajadores de Pdvsa.
El proceso fue noticia por las razones equivocadas. En
primer lugar, porque fue presentado como un esquema Ponzi,
cuando propiamente no lo era, pues en el fraude piramidal los
primeros inversores reciben como intereses el dinero de
nuevos inversores, pero en este caso había rentabilidad
procedente de las operaciones realizadas. Y en segundo lugar,
porque las pérdidas no eran tan astronómicas: de los 2.183
millones de dólares de compensaciones que inicialmente
reclamaron los clientes, el interventor rebajó la cifra a casi
trescientos millones. La mayoría habían abultado sus
demandas. Entre ellos uno de los principales empresarios de
Venezuela, Oswaldo Cisneros, que había sido socio de
Illarramendi en el fondo Highview Point Offshore. Cisneros
rebajó su primera demanda de 1.354 millones, hecha bajo
juramento, a solo veinte millones. Probablemente algunos
habían querido aprovechar la tesitura para maquillar sus
propias cuentas. La defensa de Illarramendi alegó que en
realidad no hubo pérdidas, pues los inversionistas ya se
habían beneficiado con creces anteriormente. De hecho, Pdvsa
acabó asegurando que no se había causado perjuicio a su
fondo de pensiones. El juez desoyó ese argumento sobre
beneficios pasados reales y condenó al financiero a trece años
de prisión por fraude.
Más allá de Illarramendi –al fin y al cabo, un operador, a
quien sobre todo puede objetarse el hecho de que se tapara la
nariz ante dinero de muy mal olor–, la noticia estaba en los
márgenes de beneficios que habían obtenido figuras
destacadas de la Venezuela chavista. En algunos casos las
inversiones eran premiadas con intereses de hasta un 82 por
ciento anualizado. «La gente del Gobierno de Venezuela, por
la vía de Pancho, ganó miles de millones de dólares, así que
no pueden alegar pérdidas, porque ganaron mucho», advierte
Ramón Illarramendi, padre del operador de los hedge funds.
Añade que cuando una vez le presentaron a Jorge Giordani,
ministro de Planificación y la persona que tuvo con más
duradera influencia en el área económica del Gobierno, este le
dijo: «así que usted es el papá de Pancho. ¡Caramba, no sabe
usted lo que le debemos a su hijo!».
Veterano copeyano, de cuando la política venezolana se
dividía entre los democristianos de Copei y los adecos de
Acción Democrática, Ramón Illarramendi fue ministro,
embajador y asesor estratégico del presidente Rafael Caldera.
Con 76 años cuando se presentaron las demandas contra
Pancho, Illarramendi Sr se volcó en lograr la libertad del
imputado, para quien hizo de abogado en el proceso civil,
dada la imposibilidad de pagar letrados por la congelación de
bienes. Al fin y al cabo, el padre era de quien había partido la
idea de comprar NuScale, la operación que sobre todo había
motivado la apertura de la investigación. NuScale era una
empresa de Oregón que desarrollaba un modelo propio de
Small Modular Reactors (SMR), una nueva generación de
reactores de pequeñas proporciones.
La idea de la inversión se abrió paso por las perspectivas
de futuro de ese sector y por la intensidad con la que el viejo
copeyano exponía sus causas. No era algo nuevo. Tiempo
atrás, por ejemplo, según asegura, logró que Robert F.
Kennedy mostrara serio interés en la posibilidad de proponer
la afiliación del Partido Demócrata de Estados Unidos a la
Internacional Demócrata Cristiana, en la que los venezolanos
siempre tuvieron gran peso. El asesinato de RFK truncó ese
posible acercamiento.
La clarividencia de apostar por ese negocio quedó pronto
reivindicada. En diciembre de 2013 el Departamento de
Energía de Estados Unidos anunció que destinaba hasta 226
millones de dólares a apoyar el desarrollo de Nuscale.
Después de haber cortado la inyección de dinero venezolano,
la Administración se apresuraba a financiar el proyecto de
diseño y comercialización de esos mini reactores instalados
bajo el agua, no fuera que, en tan estratégico sector, fondos de
otros países acudieran a cubrir las necesidades de NuScale.
«Chamo soy tu mejor productor jajajajaja»
¿No veía Francisco Illarramendi, dada la corrupción en
Venezuela, que ese dinero u otras aportaciones podían tener
procedencia ilícita, o que inversiones de empresas públicas
generaran beneficios que terminaran en cuentas personales?
«Pancho ya se daba cuenta de que a veces olía mal. Pensaba
que no debía preocuparle el origen, pues, dado el principio de
unidad de caja que forman las empresas públicas, el dinero
venía mayormente del Tesoro de la república. Pero luego le
decían que depositara un pago en una cuenta, otro pago en otra
distinta… Y por más que sospechara, había un clima de
intimidación y extorsión», cuenta Illarramendi Sr en tono
exculpatorio. «Muchas veces las coacciones y las amenazas
las vestían de forma amistosa, diciéndole: ‘oye, ten cuidado’,
como dándole un consejo que en realidad era una clara
advertencia. Algunos casos de muertes no esclarecidas eran
suficiente alarma. Pancho llegó a la conclusión de que ni en
Estados Unidos se encontraba seguro».
En una ocasión, de acuerdo con su relato, la amenaza vino
directa de un testaferro de algunos de los hombres más
poderosos del régimen y que más dinero oculto manejaban,
Diosdado Cabello y Alejandro Andrade. Ese intermediario,
Danilo Díaz Granados, le exigió a Francisco Illarramendi,
durante una visita a Caracas, que pagara la cantidad prometida
de una venta de bonos de Crédite Lyonnais que habían bajado
de precio en el mercado y aportaban menos dinero del
esperado. Díaz Granados defendía los intereses de más
personas, entre ellas la contraalmirante Carmen Meléndez de
Maniglia, que sería ministra del Despacho de la Presidencia
en la transición entre Chávez y Maduro y luego titular de
Defensa. En ese clima intimidatorio el financiero pagó lo
exigido, a costa de crear un déficit de cinco millones de
dólares en sus cuentas.
Esas pérdidas serían señaladas por la SEC estadounidense
como supuesta evidencia de que se trataba de un fraude
piramidal. «Pero eso no es verdad», objeta Illarramendi Sr,
«porque había docenas de operaciones diarias, que iban
dejando muchas ganancias. Lo que pasa es que mucha gente
tiene miedo a ser llamada a declarar». Había muchos que no
querían que se supiera que se habían llevado abultados
beneficios. Y la propia Asamblea Nacional venezolana,
controlada por el Partido Socialista Unido de Venezuela
(PSUV) y presidida por Diosdado Cabello, corrió a tapar
sospechas, con una rápida y superficial investigación
parlamentaria que concluyó que todos los servidores públicos
implicados en el caso eran inocentes. ¿Todos inocentes? El
interventor nombrado en el proceso de Connecticut, John
Carney, documentó que un alto cargo financiero de Pvdsa, Juan
Montes, había cobrado treinta millones de dólares en
sobornos. También indicaba que se habían beneficiado «otros
funcionarios» de la petrolera.
Montes trabajaba entonces como gerente de inversiones de
Pdvsa. Tenía el sobrenombre de «Black» en las
comunicaciones entre Francisco Illarramendi y Moris Beracha,
otro genio financiero que ayudó a multiplicar el patrimonio de
los jerarcas chavistas. «Te daré instrucciones para la nueva
cuenta que voy abrirle en el HSBC», escribió Beracha en uno
de sus correos electrónicos a Illarramendi en relación a un
pago a Montes de siete millones de dólares.
Esos correos, difundidos por el International Consortium
of Investigative Journalists, ponían de manifiesto cómo la
huida hacia delante de Illarramendi no habría sido posible sin
las sumas facilitadas directamente por Beracha, cuya amplia
red de contactos con las fortunas rojas le permitían obtener
liquidez inmediata para las inversiones. «Chamo soy tu mejor
productor jajajajaja», le escribió Beracha en noviembre de
2007. «Aquí va la relación del profit», le decía, adjuntando
una suma de cifras que superaban los quince millones de
dólares, producto en su mayoría de la venta de bonos. También
enviaba una relación de cuentas corrientes en Suiza entre las
que se debían distribuir esas ganancias. En sus
comunicaciones, utilizaban un vocabulario que daba idea de
algo opaco. Se hablaba de pagar un «peaje» y de quedarse
ambos parte de los bonos reportando un precio menor.
Si Illarramendi fue el inventor de la permuta en su etapa
de asesor del Gobierno de Venezuela al comienzo del
chavismo, Beracha estuvo detrás de la creación de las notas
estructuradas cuando él desempeñó la labor de asesoramiento
del Ejecutivo. Venezolano con estudios y práctica financiera
previa en Estados Unidos, Beracha era realmente cautivador
cuando se lo proponía. Se declaró a su esposa de un modo tan
inusual como irresistible. La llevó en helicóptero a la cumbre
de un tepuy, esas cimas planas que se elevan en el paisaje
amazónico, recortadas por altas paredes verticales, y allí les
recibió toda una orquesta.
Con asistencia de Beracha, el viceministro de Finanzas
Rafael Isea lanzó en 2006 el nuevo producto financiero,
consistente en una combinación de bonos de la deuda pública
de Venezuela, Argentina, Ecuador, Bolivia e incluso
Bielorrusia. Al paquete se le dio el nombre de nota
estructurada. Para su comercialización fueron escogidos
operadores financieros cercanos al alto funcionariado del
Gobierno, en un proceso sin subasta y falto de trasparencia.
Los bonos eran vendidos a los bancos venezolanos en
bolívares con una prima. Los bancos los vendían por debajo
de su valor nominal en dólares, y luego de obtenidos estos, los
colocaban en el mercado de divisas paralelo y lograban
ganancias inmediatas. Como detallan Carlos Tablante y
Marcos Tarre en Estado delincuente, el sesenta por ciento de
las ganancias eran para las autoridades del Ministerio de
Finanzas y el cuarenta por ciento para el banco recomendado.
Haciendo un cálculo conservador, ambos autores concluyen
que solo en los dos primeros años se generaron «pérdidas
para la nación» de veinte mil millones de dólares. El objetivo
invocado desde el Gobierno para lanzar las notas
estructuradas había sido el de facilitar el acceso a divisas y
tratar de que no se desbocara el mercado paralelo del dólar,
pero propició tal la fuga de capitales que Chávez aniquiló las
notas estructuras en 2010.
Como la prensa internacional hurgaba en el caso
Illarramendi hubo importantes beneficiarios que se quitaron de
en medio cuanto antes para no salir en los periódicos. Uno de
ellos fue Víctor Vargas, presidente del Banco Occidental de
Descuento (BOD), entidad de importancia en Venezuela.
Vargas había invertido un par de centenares de millones de
dólares, según Illarramendi Sr, pero declinó solicitar la
devolución de sus activos. Con ello evitaba ser llamado por el
interventor y tener que someterse a sus preguntas. Si algo
definía la exitosa carrera de Vargas, sin orígenes chavistas, era
el cálculo en sus relaciones. Solo así se explicaba su ascenso
y consolidación durante el chavismo, sin haber caído en la
purga de banqueros que se produjo en 2009.
Los caballos de Vargas, como en El Padrino
Un cable de la diplomacia estadounidense de julio de 2008,
filtrado por Wikileaks, destacaba precisamente la buena
estrella de Vargas, cuyas ganancias en el negocio de la emisión
de las notas estructuradas también subrayaba: «Vargas, de
quien se dice que obtuvo ganancias de esas negociaciones, es
un banquero cuya estrella se ha elevado grandemente durante
la presidencia de Chávez». Y también durante la de Maduro.
Uno de sus servicios al nuevo Gobierno fue financiar con
quinientos millones de bolívares la compra en octubre de 2013
del grupo de comunicación Cadena Capriles. Como confesaría
en privado el ministro de Comunicación, según fue recogido
por la prensa venezolana, detrás de la operación se encontraba
Tareck el Aissami, poderoso exministro del Interior. De esta
manera el chavismo se hacía con uno de los grupos mediáticos
de oposición, editor del diario más leído, Ultimas Noticias, y
del económico El Mundo.
Sea por ese saber moverse, o porque ciertamente el amor
no tiene fronteras, Vargas emparentó con la nobleza de España
y Francia. Su hija Margarita se casó en 2004 con Luis Alfonso
de Borbón, hijo de Alfonso de Borbón, duque de Cádiz, y
María del Carmen Martínez Bordiú, nieta de Franco. El
marido de Margarita, que ha trabajado para el banco de su
suegro, es considerado por los legitimistas galos como
pretendiente al trono francés, con el título de duque de Anjou.
Si ese enlace trajo glamour a la familia Vargas, de aparición
frecuente en la crónica rosa, el matrimonio de otra hija del
banquero, María Victoria, con el empresario Francisco
D’Agostino unió el apellido a la crónica negra de la
corrupción en Venezuela. D’Agostino tenía vinculación con
Derwick, una compañía agraciada irregularmente con
múltiples contratos públicos.
Vargas, en cualquier caso, se andaba con cuidado. Lo que
le pasó el 19 de abril de 2009 recordaba demasiado a una de
las escenas más famosas de El Padrino, en la que un enemigo
de Vito Corleone amanece con una cabeza de caballo entre las
sábanas ensangrentadas de su cama. Ese domingo del Abierto
de Polo de Estados Unidos, en el Club Internacional de Polo
de Palm Beach, en Wellington (Florida), la exquisita gradería
se quedó horrorizada. Cuando los caballos del equipo Lechuza
Caracas, propiedad de Vargas, hicieron acto de presencia al
bajar de sus remolques, poco antes de comenzar la
competición, se fueron derrumbando uno tras otro. Veintiún
caballos. Dos se desplomaron de inmediato y los otros,
mareados y desorientados, acabaron también largos en la
hierba. Los veterinarios intentaron refrescarlos con
ventiladores y agua y algunos ayudantes colocaron unas lonas
para evitar que la multitud contemplara la agonía de los
animales. Siete de los equinos murieron allí y los otro catorce
fallecieron cuando eran atendidos en un servicio de urgencia
veterinaria. Todos mostraron niveles de selenio, un mineral
común que ayuda a los músculos a recuperarse de la fatiga,
muy superiores a lo normal.
Al final se determinó que la sobredosis se había debido a
una descompensación de la fórmula del fármaco que el equipo
había encargado a un laboratorio farmacéutico de Florida,
Franck’s Compounding Lab. Este aceptó que el compuesto era
erróneo, si bien quien lo confeccionó aseguró haberse ceñido
a la receta que se le había entregado. Vargas valoró la pérdida
en cuatro millones de dólares, casi a doscientos mil dólares
por caballo.
Andrade, el tesorero que atesoraba
La investigación no encontró una mano negra que hubiera
propiciado un envenenamiento, pero con la reminiscencia de
El Padrino tan inmediata en el imaginario colectivo, lo
primero fue pensar en el consigliere que, como en la película
de Francis Ford Coppola, podría haber enviado el aviso. Y no
había otro que Alejandro Andrade, también nuevo rico y
dueño de una gran cuadra de caballos. Sublevado en el
fracasado golpe de 1992, el teniente Andrade fue escolta y
asistente de Chávez en las presidenciales de 1998. Al año
siguiente, ya fuera de la milicia, formó parte de la Asamblea
Constituyente. En 2002 se hizo cargo de la presidencia del
Fondo Unico Social y en 2007 pasó a tesorero de la nación y
viceministro de Gestión Financiera. En 2008 acumuló esos
puestos con el de presidente del Banco de Desarrollo
Económico y Social (Bandes), hasta 2010. Nacido en un
barrio humilde de Caracas, llegó al Gobierno con escaso
patrimonio; lo abandonó con una fortuna estimada en varios
miles de millones de dólares. No cabe otra explicación que el
manejo corrupto de fondos públicos. Y es que Andrade estuvo
en los lugares perfectos para engrosar sus cuentas bancarias,
casi diríase que como llevado de la mano por Chávez.
Probablemente fue la manera de Chávez de compensar a
Andrade por haberle dejado tuerto. Un día jugando a chapita
en el Palacio de Miraflores, Chávez tiró con muy mala fortuna.
En un juego, a modo de béisbol, que consiste en lanzar una
chapa de botella para que sea bateada con un palo de escoba,
el presidente le dio en el ojo a Andrade con la pieza metálica
que volaba. Desde entonces, Andrade llevó un ojo de cristal y
fue situado siempre por Chávez en lugares que ofrecían
posibilidad de ordeño. Ser protegido del comandante ofrecía
cierta patente. Con el tiempo acumuló denuncias de supuestas
irregularidades en la Tesorería Nacional, y eso aconsejó su
retirada. Pero se marchó sin que el presidente propiciara
ninguna investigación y dejando como sustituta a una persona
de su confianza, Claudia Díaz, que había sido enfermera de
Chávez. Nicolás Maduro situaría luego en el cargo a un
sobrino de Cilia Flores, esposa del nuevo presidente. Ya se ve
que el puesto era para allegados.
La muerte de Chávez dejó a Andrade sin las salvaguardas
anteriores. La vida se le complicó en mayo de 2013, cuando la
Securities and Exchange Commission (SEC) de Estados
Unidos puso al descubierto un esquema fraudulento
desarrollado por el Bandes venezolano durante la presidencia
de Andrade. La SEC detectó que, entre 2009 y parte de 2010,
el Bandes había realizado operaciones ilícitas con una casa de
bolsa de Nueva York, Direct Access Partners. La correduría
de bolsa compraba bonos que luego vendía más caros a la
tesorería del Bandes, y esta entidad ofrecía a la casa de bolsa
parte de sus bonos a precios inferiores del mercado. La
investigación de las autoridades estadounidenses indicó que
esa práctica había llevado a unas ganancias de 66 millones de
dólares. Los beneficios eran enviados a una empresa con sede
en Panamá, que a su vez operaba con cinco cuentas bancarias
en Suiza. Dos de los balances semestrales que recogían los
movimientos del Bandes fueron firmados por Andrade,
mientras que un tercero llevó la firma de su sustituta en el
banco. El señalamiento de Andrade vino también con la
detención, durante un viaje a Miami, de María de los Ángeles
González, exgerente del Bandes.
La investigación del Buró Federal de Investigación (FBI)
dejó a Andrade sin visa de entrada en Estados Unidos y por
tanto sin poder visitar lo que era la niña de sus ojos: Hollow
Creek Farm, su finca de caballos en Carolina del Sur. Se trata
de unas instalaciones de primera clase dedicadas al cuidado
de caballos de competición y a la capacitación de jinetes,
muchos de ellos procedentes de Latinoamérica, a los que se
entrena para la participación en torneos ecuestres
internacionales. El hijo de Andrade, Emanuel, se ha
convertido en un consumado jinete, con un palmarés ya de
varios trofeos de salto. Por su carrera el padre había
confesado estar dispuesto a darlo todo.
Andrade era un asiduo de los clubs ecuestres de Caracas,
ciudad en la que las clases selectas siempre han mostrado gran
afición por la equitación. Su dinero le facultaba actuar como
benefactor de algunos de esos clubs. Pero si deseaba seguir
las carreras de su hijo por todo el mundo sin miedo a ser un
día detenido, al antiguo guardaespaldas de Chávez no le
quedaba más remedio que negociar con Washington. No era
solo la investigación del FBI a raíz de la denuncia de la SEC
por los bonos del Bandes, también la Administración para el
Control de Drogas (DEA) y el Tesoro estadounidenses se
interesaron por sus operaciones de blanqueo. El exmilitar
negoció en 2013 su colaboración con Washington y obtuvo
autorización para instalarse en el país.
Milmillonarios en apenas diez años
Resulta misión imposible intentar determinar cuánto han
robado quienes se erigieron en dueños de Venezuela. «Si el
Estado venezolano reportase cuentas sujetas a auditorías
independientes se podría llegar a un estimado», indica Alek
Boyd, periodista venezolano afincado en Londres cuyos posts
han desvelado multitud de detalles de la rampante corrupción
en su país. «El problema es que el Estado venezolano no
reporta cuentas, sino que las inventa para lucir lo mejor
posible. La cifra exacta de producción de Pdvsa es
desconocida. La cifra exacta de recaudación del Seniat [la
agencia tributaria] es desconocida. La cifra exacta de fondos
disponibles en los diferentes vehículos creados por el
chavismo (Fonden, etc.) es desconocida. Ello aplica a la
totalidad de los dineros públicos de Venezuela».
Un dato del que se puede partir es el del desfase entre las
cantidades liquidadas por la Comisión de Administración de
Divisas, o Cadivi, y las dedicadas a importación. Cadivi fue
creada en 2003 con el fin de autorizar la conversión en
moneda extranjera para el pago de facturas de compras en el
exterior. Pero hasta 2012, Cadivi liquidó 75.000 millones de
dólares más que la cifra oficial de importaciones, una fuga de
divisas que aún pudo ser mayor ante la sospecha que también
pudo haber importaciones falsas. No es descartable que a la
fuga contribuyeran empresarios no alineados con el chavismo,
pero esas operaciones solo eran una parte de la corrupción
facilitada desde el Gobierno.
Alek Boyd señala otras muchas situaciones de corrupción:
apropiación indebida, sobreprecios en contrataciones
públicas, emisiones de deuda, regalía a otros países sin
debida aprobación, compras innecesarias, gasto irresponsable,
pago por expropiaciones, financiamiento a aliados políticos…
«No es algo nuevo, ni debe atribuírsele exclusivamente al
chavismo. Lo que diferencia al chavismo de todas las
administraciones anteriores es la cantidad de recursos que ha
recibido. Según el estimado de ingreso total desde 1999, el
chavismo ha percibido, en quince años, mayor cantidad de
recursos que todas las administraciones del siglo XX juntas.
Así, la corrupción chavista se ha multiplicado a la n
potencia». Boyd calcula por encima que el monto de la
corrupción, desde la llegada de Chávez al poder hasta su
muerte, pudo ascender a 150.000 millones de dólares, pero
alude a otras estimaciones que hablan de cuatrocientos mil
millones, equivalente a todo el PIB del país.
El exagerado nivel de corrupción ha sido señalado
repetidamente por organismos internacionales, que ponen a
Venezuela entre los países más afectados por esa lacra. En su
índice de percepción de corrupción, la organización
Transparencia Internacional situaba a Venezuela en 2013 como
el país más corrupto de Latinoamérica y entre los quince más
corruptos del mundo, una liga integrada por estados como
Somalia, Corea del Norte, Libia o Guinea Bissau. Ese mismo
año, después de que la muerte de Chávez aflojara la disciplina
interna, voces del mismo chavismo denunciaron el problema.
Freddy Bernal, un histórico diputado del PSUV, admitió
públicamente que «la corrupción roja rojilla es incluso peor
que la blanca, la verde o la amarilla», en referencia a los
colores de los partidos clave de la anterior República. Otros
dirigentes advirtieron que el país se estaba «desangrando»
mediante la fuga de divisas realizada a través de compañías
fantasma de chavistas. Era la robolución.
¿Qué grado de responsabilidad tuvo Chávez en que se
extendiera tanto la corrupción? ¿Dejó hacer, promovió,
participó o las tres cosas? Boyd responde sin ambages: «Al
haber estructurado un régimen unipersonal y populista,
mediante el cual todas las decisiones de relevancia tenían que
pasar por él, porque todas las instituciones del Estado estaban
subordinadas, su responsabilidad es inobjetable, ineludible.
Sin duda, fue algo que utilizó con gran habilidad para sus
propios propósitos políticos dentro y fuera de Venezuela. Por
tanto, las tres cosas».
La implicación de Chávez en el uso discrecional de
ingresos de Venezuela y en el diseño de prácticas de
corrupción queda manifiesta en estas páginas. Más difícil es
vincular al propio Chávez en operaciones de enriquecimiento
personal, pues el uso de testaferros y la gran opacidad de las
transacciones en Venezuela dificultan el escrutinio. Pistas
surgidas en la investigación para este libro apuntan a un
posible desvío hacia sus hijas de sobornos relacionados
principalmente con obras de construcción e infraestructura,
que ascenderían a varios cientos de millones de dólares.
Persona clave en ese desvío habría sido Carlos Aguilera,
empresarialmente implicado en numerosa obra pública, como
en el caso del metro de Caracas.
Además está la rápida prosperidad del resto de la familia
de Chávez, como su hermano Adán, gobernador del estado
Barinas, o su hermano Argenis, que fue viceministro de
Energía Eléctrica y presidente de la Corporación Eléctrica
Nacional y resultó acusado por la oposición, entre otras
irregularidades, de comprar plantas anticuadas con
sobreprecio. La lista de familiares beneficiados incluye
también a Asdrúbal Chávez, primo del presidente, y varios
sobrinos, de sospechosa actividad. Asdrúbal Chávez fue
elevado en 2007 a vicepresidente de Pdvsa, con control de un
aspecto tan clave como la comercialización del crudo; Maduro
le nombró en 2014 ministro de Petróleo y Minería.
Casto Ocando, otro de los periodistas venezolanos que
más ha documentado la corrupción chavista, como reportero
de investigación en Miami de El Nuevo Herald y de
Univisión, la presenta como algo generalizado entre quienes
ocuparon posiciones de privilegio dentro del chavismo. «Hay
fortunas extraordinarias entre los militares, que por manejar
tropas, recursos, vehículos y controlar alcabalas en las
carreteras del país o en las fronteras se han enriquecido con el
negocio de la droga, y se han beneficiado también del tráfico
de gasolina, de materiales robados, como el aluminio, y de
otras actividades ilícitas. Luego está el segmento de los
funcionarios, que también han reunido fortunas desorbitadas,
como el teniente Alejandro Andrade, que es un caso icónico:
un hombre que pasó de ser un simple oficial de la alcaldía de
Caracas a convertirse, con su nombramiento de tesorero de
Venezuela, en uno de los hombres más ricos. Y luego están los
empresarios y los banqueros, como Víctor Vargas, que también
han multiplicado extraordinariamente la fortuna, obviamente
utilizando las conexiones con el sistema, sobre todo en
relación a la administración de divisas. También hay
testaferros, operadores…»
Ni socialismo ni muerte: petrobonos de Ramírez
La ristra de los grandes corruptos de la revolución bolivariana
es larguísima. No es el propósito aquí de escribir muchos
nombres. Algunos ya han salido y otros figurarán más adelante.
Pero si hubiera que destacar uno, por sobrepasar a los demás
en riqueza acumulada, ese es Rafael Ramírez. Nombrado
ministro de Petróleo y Minería en 2002, desde 2004 unió ese
cargo al de presidente de Petróleos de Venezuela. En 2014
dejó ambos puestos para pasar primero a canciller y luego a
embajador ante la ONU. Mientras proclamaba el lema «Pdvsa,
socialismo o muerte», él y sus testaferros se enriquecieron con
su particular impuesto revolucionario. Durante sus diez años
de gestión, por sus manos no solo pasó la enorme renta
petrolera, sino también la actividad emprendida por la
compañía fuera del sector: producción y distribución de
alimentos y promoción de vivienda pública, algo
especialmente apropiado para la recepción de sobornos y
comisiones.
Igualmente había provecho en el uso privado de los fondos
públicos de Pdvsa, como puso de manifiesto el caso
Illarramendi, o incluso pactos para la alteración en el mercado
del precio de los bonos de la compañía estatal. En noviembre
de 2009, días después de una emisión de títulos por algo más
de tres mil millones de dólares, Ramírez anunció una nueva
emisión. Sus palabras estaban pensadas para tumbar el precio
del primer paquete de petrobonos, en una concertada
operación con inversores amigos, que aprovecharon la ocasión
para comprar un elevado número. Cuando el mercado vio que
la doble emisión no era un indicativo de problemas en la
compañía, la cotización subió y entonces los confabulados
vendieron. Los inversores se habían comprometido a
repartirse las ganancias a medias con Ramírez y sus cómplices
en Pdvsa. El secretario de la junta directiva era quien firmaba
los movimientos y repartía el dinero de todas esas operaciones
irregulares.
La abundante compra de bonos de Pdvsa por parte de la
elite chavista explicaba que la compañía cumpliese con los
vencimientos, entregando miles de millones a inversionistas
mientras el Gobierno de Maduro, al filo de la bancarrota,
postergaba el pago a proveedores de comida, medicina y otros
productos de primera necesidad. No era deferencia con Wall
Street: los pagos no iban a parar a corporaciones
internacionales, sino a las fortunas de la Venezuela socialista.
La actuación de Ramírez, avalada por Hugo Chávez y
Nicolás Maduro, no solo descapitalizó Pdvsa, sino que la puso
incluso en riesgo de quiebra. Concluir de forma documental,
como estaba haciendo el Tesoro de Estados Unidos, que la
petrolera había amparado en sus estados financieros la
regularización de fondos provenientes del narcotráfico, en un
servicio tanto a jerarcas chavistas como a las FARC y a
Hezbolá, o había ayudado a Irán a romper el cerco al que era
sometido por la comunidad internacional, podía conllevar la
aplicación de sanciones contra la compañía. Como tutor de las
operaciones que en el mundo se hacen en su moneda, Estados
Unidos tiene la potestad de prohibir a determinados actores
que utilicen el dólar en su actividad. Sin poder comercializar
en esa divisa, que domina las transacciones petroleras, Pdvsa
quedaría condenada al trueque y la inanición.
Esa amenaza fue utilizada por la DEA, la agencia
antidroga de Estados Unidos, en los contactos mantenidos con
Ramírez para forzar su colaboración. ¿Era ir demasiado lejos
tratar de ganarle como confidente? ¿Dónde estaba la línea
entre la necesidad de obtener información y el conveniente
castigo a los criminales? En caso de un juicio en Estados
Unidos, Ramírez difícilmente se libraría de la cárcel, pero su
contribución a la investigación se vería premiada con
reducción de pena. Sin embargo, si la perspectiva era un
castigo elevado, podría optar por encerrarse en Venezuela,
aunque también allí con el tiempo nuevos gestores del
chavismo podían pasarle cuentas.
El camino hacia Washington estaba muy transitado y había
algunos facilitadores. Así, algunas de las personas que se
volvieron hacia Estados Unidos contrataron para resolver su
situación legal al abogado Adam Kaufmann, quien hasta 2012
había trabajado en la Fiscalía de Distrito de Manhattan,
encargado precisamente de investigar muchas de las oscuras
cuentas del chavismo. En la web de la firma Lewis Baach, a la
que se asoció, se indica que Kaufmann se ha especializado en
representación para «crímenes de cuello blanco» y en ayudar a
clientes «a navegar crisis y mitigar su exposición a riesgos
regulatorios y criminales».
Manga muy ancha había también en la gestión misma del
presupuesto del país. Jorge Giordani, ministro de
Planificación, ataba corto a los distintos ministerios en la
elaboración del presupuesto ordinario, que era el que se
exponía ante la Asamblea Nacional, pero luego este se
estiraba con partidas adicionales. «El sesenta o el ochenta por
ciento del crédito adicional se lo quedaban personalmente
ministros y gobernadores», afirma otro de los venezolanos que
han colaborado con las autoridades estadounidenses. «Cuando
Chávez visitaba un lugar, le decían: ‘presidente, que aquí no
tenemos tal cosa’, y entonces Chávez la prometía. Luego el
gobernador iba al ministro y le decía: ‘el presidente mandó
hacer aquí una Universidad’ o lo que fuera, y el ministro le
daba los reales. Y si el proyecto costaba una cosa hacían
poner un precio mayor».
Además de esas prácticas, también se producía un
enchufismo sin tapujos. Pocos meses después de su toma de
posesión como presidente, Nicolás Maduro creó el Cuerpo de
Inspectores de la Presidencia y puso al frente a su hijo,
Nicolás Ernesto Maduro Guerra, conocido como Nicolasito,
de 23 años y sin ningún tipo de estudios relacionados con el
cargo. Tampoco tenía experiencia cinematográfica y más
adelante fue nombrado coordinador de la nueva Escuela
Nacional de Cine. La esposa del presidente, Cilia Flores, ya
repartió puestos cuando fue presidenta de la Asamblea
Nacional: la oposición contabilizó hasta 42 nombramientos de
hermanos, sobrinos, primos, nuera, exmarido y demás
familiares o allegados.
Boliburgueses y bolichicos
La gracia caribeña da el nombre de boliburgueses a quienes
han hecho grandes fortunas durante lo que se suponía era una
revolución anticapitalista. Mientras Hugo Chávez y Nicolás
Maduro acusaban al Imperio de todos los males, los
boliburgueses y sus familias llenaban los vuelos a Miami para
ir de compras. –«A Bal Harbour, por favor». Los taxis
peregrinaban al famoso centro comercial de Miami Beach,
conocido por sus tiendas de marca y altos precios. «A esa
gente le gusta comprar un montón de cosas. La posición mía no
es discutir para qué lo compran. Pero yo sé que son chavistas,
tú sabes. Hay gentes que son bien reconocidas», comentó el
propietario de uno de los negocios al periodista Casto Ocando
y su cámara de Univisión. «Estamos comprando una línea de
iPads de oro, que es una serie limitada… hay muchas gentes
de Venezuela que llegan, ven el producto y lo compran». El
iPhone con diamantes incrustados tenía un precio de 75.000
dólares, y el iPad de oro macizo salía por 45.000.
Como cuenta Ocando en su libro Chavistas en el Imperio
(2014), la Fuerza Armada venezolana tenía una oficina de
adquisiciones en Miami, en el sector de Doral, cerca de la
gigantesca tienda de descuentos Walmart, «donde muchos
coroneles y generales mandaban a comprar sus vituallas para
la vida diaria en Venezuela». Durante los primeros siete años
del chavismo, todas las semanas salió de Miami un avión
Hércules C-130 de la Fuerza Aérea venezolana «cargado con
toda clase de suministros como televisores, equipos de alta
definición, artículos de tocador, motos acuáticas y hasta
vehículos, al lado de los usuales envíos de municiones y
equipamiento militar». El propio Ocando viajó en ese avión,
en una ocasión en que el principal cargamento era un gimnasio
completo para un general. El cierre de esa oficina «causó
consternación en la alta oficialidad chavista».
No a todos los que se han enriquecido se les llama
boliburgueses. Normalmente hace falta un plus de ostentación:
dejar asomar el cinturón Gucci en la cadera o una gruesa
cadena de oro en la muñeca; tener uno o varios jets privados
esperando en la pista; acumular caballos de raza en el campo
de polo o mansiones en Florida… Y los miembros del
Gobierno venezolano se han esmerado por no sacar del
armario sus mejores galas. Pero al margen del calificativo, la
lista de burgueses y aburguesados del chavismo es larga.
Incluye también a ideólogos de izquierda, como José Vicente
Rangel, a quien la ágil web de La Patilla descubrió llevando
un Rólex encofrado en oro de dieciocho quilates, de casi
treinta mil dólares. O como Mario Silva, quien durante años
ejerció de oficiante del dogma chavista con su programa La
Hojilla. Cuando Silva cayó en desgracia tras la defunción de
Chávez, por una conversación grabada en la que criticaba a
otras facciones del partido, salieron fotos de él haciendo
viajes privados en aviones de Pdvsa. «Unos aviones que no se
justificaban, aquí compraron aviones y aviones… con dinero
del Estado, que son dineros del pueblo», había criticado
Chávez al llegar al poder en 1999. Catorce años después,
cuando la muerte cerró su mandato, ahí estaba Silva como
símbolo de la hipocresía populista.
La corrupción ha pasado ya, además, a nuevas
generaciones. Hijos de chavistas o de fortunas agraciadas por
el chavismo comenzaron a practicar lo que, por edad, siempre
vieron hacer en Venezuela. Son los bolichicos. El caso más
citado es el de los directivos de la compañía Derwick
Associates, Alejandro Betancourt y su primo Pedro Trebbau,
con los que está vinculado Francisco D’Agostino. Jóvenes
bien relacionados, no extraños a las páginas cuché –
Betancourt es hijo de la ex del torero Palomo Linares;
D’Agostino, cuñado de Luis Alfonso de Borbón–, han
utilizado sus contactos para hacer negocio en la Venezuela de
las contratas amañadas.
Derwick, empresa constituida en Estados Unidos, obtuvo
doce contratos valorados en tres mil millones de dólares para
proyectos eléctricos aprobados por el Gobierno venezolano en
catorce meses, entre 2009 y 2010, sin proceso de licitación
pública. La cifra era realmente abultada. Según la denuncia
presentada contra ellos en Nueva York por el exdiplomático
estadounidense Otto Reich, una vez que los contratos estaban
garantizados y el dinero había sido transferido a cuentas
bancarias en Manhattan, los acusados se quedaban sumas
millonarias y subcontrataban la ejecución de los proyectos
energéticos a empresas de Estados Unidos.
La demanda afirmaba que D’Agostino confesó a un amigo
que «por supuesto» pagaban sobornos, porque en Venezuela
«siempre tienes que pagar». Para cuatro contratos con Pdvsa
habrían untado a su presidente, Rafael Ramírez, y para otros
tres firmados con la Corporación Eléctrica Nacional, al
ministro de Industrias Básicas y Mineras, Rodrigo Sanz. La
demanda también mencionaba como receptores de varias
comisiones a Nervis Villalobos y Javier Alvarado, que
aparecerían después como titulares de cuentas sospechosas en
Banco Madrid.
En un pleito separado, planteado asimismo en Estados
Unidos por el periodista venezolano Thor Halvorssen
Mendoza, se aseguraba que el presidente de la Asamblea
Nacional, Diosdado Cabello, recibió de los hombres de
Derwick cincuenta millones de dólares en sobornos. Según
Halvorssen, que dirige la Human Rights Foundation, esos
pagos «facilitaban el lavado de dinero y la sobrefacturación».
Hugo Chávez premió el favor político que le hicieron
algunos empresarios durante sus momentos difíciles de las
huelgas de 2002-2003 y les retribuyó con creces. Wilmer
Ruperti utilizó su flota de cargueros para dar salida a la
producción de Pdvsa que se había acumulado por el paro
petrolero. Ruperti incrementó luego sus contratos hasta
constituirse en un poder naviero valorado por él mismo en mil
cuatrocientos millones de dólares. El empresario cuidó
siempre su relación con el presidente, a quien en 2012 regaló
dos pistolas que habían pertenecido a Simón Bolívar y a su
compañera sentimental, Manuela, cuyo precio se estimó en
millón y medio de dólares. Por su parte, Ricardo Fernández
Barrueco, inicialmente dueño de aparcamientos en Caracas,
puso a disposición de Chávez su parque de vehículos para
transportar alimentos cuando las cadenas de distribución
habían quedado paralizadas en 2002. Con negocios en
progresión, entre 2008 y 2009 Fernández Barrueco se hizo con
el control de cuatro bancos: Confederado, BanPro, Bolívar
Banco y Canarias.
De ser «un pata en el suelo» a banquero
Fueron años de ascenso de empresarios metidos a banqueros
sin ninguna experiencia previa en el sector. El negocio
bancario era especialmente atractivo como medio para generar
rápidas ganancias, pues en un clima de fáciles contratas
públicas si se tenían las conexiones adecuadas, lo que hacía
falta simplemente era aportar capitales para constituir
sociedades que iban a tener inmediata cartera de clientes o
pedidos, y los banqueros sin muchos escrúpulos podían tomar
prestado el dinero de los ahorradores o autoprestarse créditos.
Eran tiempos en los que el disparado precio del barril de
petróleo parecía no tocar techo y en todo el mundo se corrían,
hasta que llegó la crisis, excesivos riegos financieros.
Además, los bancos también obtenían importantes ingresos de
las operaciones con las notas estructuradas –los paquetes de
bonos de deuda combinados– que eran la manera de acceder a
divisas en un mercado cambiario controlado.
El problema llegó con el estallido de la burbuja financiera
global, que se tradujo en la crisis bancaria venezolana de
2009. Debido a que muchas notas estructuradas se habían
negociado cuando el dólar paralelo estaba alto, ahora los
bancos se encontraban con que debían vender esos títulos a
precios más bajos, causando pérdidas en sus balances. En un
momento para ajustar cuentas, el Gobierno también denunció
que había banqueros que utilizaban los fondos de los
ahorradores para comprar empresas, hacer colocaciones o
comprar bonos. En total, entre finales de 2009 y mediados de
2010 se intervinieron doce bancos, se detuvo a diecisiete
banqueros y otros veinticinco se dieron a la fuga.
Los primeros bancos intervenidos en esa crisis fueron los
de Ricardo Fernández Barrueco, quien a final de 2009 fue
encarcelado acusado de apropiación de fondos de los clientes
de sus bancos; no salió de la prisión hasta 2011. El siguiente
en caer en desgracia fue Arné Chacón, directivo de las
entidades bancarias Baninvest, Central y Real, por
apropiación de ahorros y aprovechamiento fraudulento de
fondos públicos. «Yo no me explico cómo Arné Chacón, que
viene de la Marina, de ser un pata en el suelo como nosotros,
ahora aparece como presidente de un banco», dijo Chávez en
televisión. Su caso tuvo especial repercusión política, pues
Jesse Chacón, compañero de armas de Chávez en el golpe de
1992, dejó su puesto en el Gobierno por la detención de su
hermano. Después de la salida del banquero de la cárcel en
2012, Jesse Chacón entró en el Ejecutivo de Nicolás Maduro.
Uno de los evadidos de la Justicia fue el dueño de
BaNorte, José Zambrano, el tipo cuyas irregulares cuentas
llevaron a comenzar a destapar el caso Illarramendi.
Zambrano tuvo de padrino en sus inicios a Pedro Carreño,
quien presidió la Comisión de Investigación del Contrabando
de Dólares de la Asamblea Nacional, fue miembro de
Parlamentarios de América Latina contra la Corrupción y llegó
a ministro del Interior. Contrariamente a lo que cabría esperar
por el desempeño de esos puestos, Carreño lanzó a Zambrano
a negocios ilícitos. Una de sus actividades fue la venta de
fertilizantes a las FARC para su utilización en los campos de
producción de cocaína. Zambrano actuaba como puente entre
Pequiven, la petroquímica nacional, y los narcoguerrilleros
colombianos. También creó una empresa en Honduras que
vendía insumos a Pdvsa a cambio del combustible que esta
entregaba al país centroamericano, dentro del esquema de
pago en especie acordada para el suministro de petróleo de
Venezuela a las naciones hermanas. El negocio se hacía al
precio que Zambrano pactaba con Eudomario Carruyo,
director financiero de Pdvsa, para conveniencia personal de
ambos. Con el fin de evitar sospechas, el empresario se
divorció de su esposa, con la que en realidad no estaba
formalmente casado, para así simular que no tenía nada que
ver con la compañía de Honduras, que estaba a nombre de la
mujer. Son datos pasados a las autoridades estadounidenses
por aquel investigador privado que, en un sótano de Bethesda,
abría este capítulo.
Cuando perdió el favor del régimen, Zambrano huyó a
Miami, donde exhibió su patrimonio moviéndose entre las
playas con un Rolls Royce. En Miami también buscó refugio
Eligio Cedeño, otro banquero que no es que acabara mal con
Chávez, es que ya empezó con mal pie. Cedeño fue acusado a
finales de 2003 de que uno de sus bancos, el Canarias, había
autorizado una operación de obtención de dólares fraudulenta.
La compañía de material informático Microstar, propiedad del
joven empresario Gustavo Arráiz, había solicitado veintisiete
millones de dólares a la Comisión de Administración de
Divisas, pero al parecer los equipos que se iban a exportar no
existían y se aportaban facturas falsas. El problema, en
realidad, no estaba ahí. Cedeño había sabido navegar en las
primeras aguas del chavismo, pero sus bancos eran un botín
apetecido por otros más comprometidos con el partido en el
poder.
La negativa de Cedeño a vender sus títulos tuvo
consecuencias. Gustavo Arráiz había tenido un affair con Rosa
Virginia, la hija mayor de Chávez, y había grabado un vídeo de
su relación íntima. Arráiz se lo habría mostrado al banquero y
este se habría visto denunciado ante el círculo del presidente
por uno de los jefes de seguridad del banco, Pedro Luis
Martín, quien luego llegaría a un alto puesto en la DISIP, el
servicio de inteligencia venezolano. La cólera de Chávez, que
atribuyó a Cedeño un intento de extorsionarle usando a su hija,
fue incontenible, y el banquero pagó con varios años de cárcel
sin juicio. La inquina se vertió también sobre la jueza que lo
dejó marchar.
Corrupción judicial
El sangrante caso de la jueza María Lourdes Afiuni es
especialmente emblemático en la liquidación de la
independencia judicial obrada por el chavismo. «¡Es una
bandida!», exclamó Hugo Chávez desde el Palacio de
Miraflores en una emisión en cadena nacional, a la hora de
más audiencia televisiva. Ocurría el 11 de diciembre de 2009,
al día siguiente de la fuga del banquero Eligio Cedeño y de la
detención de la jueza Afiuni. El presidente llegó a dirigirse
directamente a la presidenta del Tribunal Supremo, Luisa
Ortega, presente en la sala: «yo exijo dureza… Habrá que
meterle una pena máxima a esa jueza, treinta años de prisión.
Debe estar en la cárcel. Esa jueza tiene que pagar con todo el
rigor de la ley lo que ha hecho y cualquier otro juez al que se
le ocurra algo parecido».
Lo que había hecho Afiuni era aplicar la ley venezolana,
que prohibía que una persona pudiera estar más de dos años
detenida en prisión preventiva. Cedeño llevaba casi tres. Cada
vez que su situación se veía en audiencia, los fiscales no
comparecían, con lo que era enviado de vuelta a la cárcel, sin
que pudiera comenzar el juicio. Cuando el banquero se
presentó ante Afiuni, titular del Juzgado 31 de Control de
Caracas, la jueza decretó la libertad provisional. Cedeño salió
del juzgado, tomó una moto-taxi y se esfumó entre el tráfico de
la capital venezolana. Meses después aparecería en Miami.
La jueza fue acusada de inmediato de corrupción, cómplice
de fuga, abuso de poder y conspiración criminal. En su
petición de dureza contra ella, Chávez invocó el santo nombre
del Libertador. «Simón Bolívar hizo un decreto: aquel que
tome un centavo del Tesoro público será pasado por las armas,
es decir, fusilado, y el juez que no lo hiciera será también
pasado por las armas». El Ministerio Público alegaba que
Afiuni había sido sobornada por Cedeño, sin entrar a
considerar, en cambio, la ilegalidad de prolongar la detención
del banquero.
El caso fue condenado por el Consejo de Derechos
Humanos de Naciones Unidas, cuyo Grupo de Trabajo sobre la
Detención Arbitraria calificó la actuación contra Afiuni de
«particularmente grave», catalogándola de detención arbitraria
y acto de represalia. En un duro régimen de internamiento,
Afiuni desarrolló diversas dolencias y fue sometida a varias
intervenciones quirúrgicas. En febrero de 2011 pasó a arresto
domiciliario, combinando su estancia en casa con temporadas
en el hospital. En noviembre de 2012 comenzó su juicio en
ausencia, después de que dos años antes ella se declarara en
desobediencia civil. En junio de 2013 le fue concedida la
libertad condicional.
Para la organización no gubernamental Human Rights
Watch (HRW), el caso Afiuni supuso un punto de inflexión –de
muy mal a mucho peor– en la situación de la justicia en
Venezuela. Desde que Chávez «manipuló» la composición del
Tribunal Supremo de Justicia (TSJ) «llenándola de
incondicionales» en 2004, el resultado fue una justicia
«partidaria dedicada a legitimar prácticas abusivas», según
José Miguel Vivanco, presidente de HRW para América. En
esas circunstancias, los jueces se mostraban reacios a dictar
sentencias que pudieran disgustar al Gobierno. Pero si
entonces temían perder sus empleos, a partir del
encarcelamiento de Afiumi, en 2009, temieron además ser
juzgados por cumplir la ley. Es lo que se ha llamado el
«fenómeno Afiuni»: los jueces se veían intimidados y
chantajeados con el temor a una sanción penal. Como dice
Jesús Ollarves, profesor de la Universidad Central de
Venezuela, «el juez que quiere ajustarse a derecho recibe una
llamada del TSJ o de los órganos responsables del régimen
disciplinario». En Venezuela, concluye Ollarves, «hay una
judicialización de la política y una politización de la justicia».
En el centro de la manipulación judicial estuvo Eladio
Aponte, magistrado del TSJ, de cuya Sala Penal llegó a ser
presidente. Su testimonio al huir de Venezuela en 2012 resultó
demoledor. En las declaraciones que hizo en Costa Rica, justo
antes de refugiarse en Estados Unidos como testigo protegido,
describió un sistema de atropello sistemático de los derechos
individuales.
Aponte relató ante una cámara de SoiTV que todas las
semanas, los viernes por la mañana, había una reunión en la
sede de la vicepresidencia ejecutiva del país para fijar las
consignas que debían seguir los órganos judiciales en las
actuaciones procesales. Él mismo acudió a varias de esas
sesiones, a las que asistía el vicepresidente del Gobierno, la
presidenta del Tribunal Supremo, la fiscal general, el
presidente de la Asamblea Nacional, la procuradora general y
la contadora general. En ocasiones se sumaba alguno de los
jefes de los cuerpos policiales. ¿De qué se hablaba allí? «De
cuáles son los casos que están pendientes, qué es lo que se va
a hacer. O sea, se daban las directrices de acuerdo con el
panorama político».
Llamadas de Miraflores para amañar juicios
Hugo Chávez seguía directamente los principales casos
judiciales. «En Venezuela no se da puntada si no lo aprueba el
presidente», aseguraría Eladio Aponte. En ocasiones el
presidente venezolano intervenía personalmente. Como titular
de la Sala Penal del Tribunal Supremo, Aponte recibió
llamadas de Chávez para que propiciara la condena de
inocentes. Ocurrió así en el caso conocido como el de los
Paracachitos. Se trataba de un grupo de jóvenes colombianos
reclutados como paramilitares que fueron detenidos en 2004
en Caracas cuando supuestamente iban a matar al presidente
venezolano y promover un golpe. Hubo sospechas de que el
grupo había sido alistado por elementos del propio chavismo
para acusar a la oposición y hacer purgas en las Fuerzas
Armadas. Pero Chávez pedía a Aponte «que llevara las
investigaciones adelante, demostrando que eso era algo contra
el Gobierno, que debiera mostrarse que era tal cosa». Fueron
condenados a largas penas. Pasado un tiempo el presidente los
amnistió.
Otra intervención directa de Chávez, según Aponte, fue la
que afectó a los once condenados por los sucesos de Puente
Llaguno, un paso vehicular elevado en el centro de Caracas,
cerca del Palacio de Miraflores. El puente fue escenario de
enfrentamientos de manifestantes en la jornada del 11 de abril
de 2002, que llevó al transitorio golpe contra Chávez. En esos
disturbios murieron diecinueve personas, tanto del bando
oficialista como de la oposición. Con el tiempo fueron
acusados diversos miembros de la extinta Policía
Metropolitana. En abril de 2009 el tribunal condenó a tres
comisarios (Iván Simonovis, Lázaro Forero y Henry Vivas) y
ocho agentes a penas de hasta treinta años de cárcel. Antes de
que la sentencia fuera firme, los condenados presentaron
recurso de casación ante el Supremo. Ahí actuó Aponte. El
caso tenía muchos puntos flojos y para el presidente de la Sala
Penal era evidente que había habido presiones políticas desde
arriba en todo el proceso previo. Ahora las recibió él. «La
orden que personalmente me dio el presidente Chávez», según
hizo constar Aponte en una declaración firmada y notariada en
Costa Rica, fue «salir de eso de inmediato, sin más tardanza».
«Condénelos de una vez», le apremió. El magistrado trasladó
a sus colegas las órdenes del presidente y todos «se
apresuraron a firmar». La oposición denunció una persecución
política y organizaciones internacionales llevaron a cabo una
serie de campañas en pro de la liberación de los presos,
especialmente centradas en la figura de Simonovis, a quien el
Gobierno trató con singular severidad. En septiembre de 2014,
después de nueve años de permanecer entre rejas, Simonovis
obtuvo prisión domiciliaria por su delicada salud.
El magistrado Aponte recibía instrucciones aún más
frecuentes de la entonces fiscal general, Luisa Ortega, y sobre
todo de quien presidía el TSJ, Luisa Estela Morales. Le
informaban de «cuándo se iba a imputar a una persona, cuándo
se le iba a privar de libertad, cuándo se iban a hacer los
allanamientos». Con esa información él debía «organizar» lo
necesario y buscar al juez «más idóneo». ¿Casos
manipulados? «Fueron bastantes».
En una de las situaciones le pidieron avalar una doble
injusticia. «Buscaron un preso, lo encapucharon y lo pusieron
como testigo» para incriminar a una persona. El preso fue
premiado con la libertad por su falso testimonio, y el inocente
que fue así burdamente acusado, José Sánchez Montiel,
conocido como Mazuco, resultó condenado a diecinueve años
de prisión por homicidio. Se le adjudicó la muerte de un
agente de la Dirección de Inteligencia Militar ocurrida en
2007 en el estado Zulia, del que era gobernador Manuel
Rosales, candidato perdedor frente a Chávez en las
presidenciales de 2006. Mazuco era jefe policial del estado y
su acusación se interpretó como un intento de acoso político
contra Rosales. Elegido diputado en 2010 y condenado justo
después, Mazuco entró en la Asamblea Nacional en 2013 con
la condena aún pendiente de cumplir. La confesión de Aponte
desde el exilio no llevó a las autoridades judiciales a revisar
la sentencia dictada en su día.
La farsa también ocurría en la Justicia castrense. El propio
Aponte, cuando antes de llegar al Tribunal Supremo actuaba
como fiscal militar, recibió órdenes desde el Gobierno de
lograr la condena de Francisco Usón. Se trataba de un general
retirado que fue alto cargo del Ejecutivo de Chávez y
nombrado ministro de Hacienda a comienzos de 2002, puesto
del que dimitió a las pocas semanas por discrepancias sobre
la represión callejera gubernamental desatada en el marco de
los sucesos de abril de ese año. Se reincorporó al Ejército,
pero fue forzado a jubilarse por realizar nuevas críticas. Ya
como civil, Usón hizo en abril 2004 unas declaraciones en
televisión en las que habló de la posibilidad, sin darla como
cierta, de que el incendio que en marzo había quemado vivos a
ocho soldados en una celda de castigo de la base militar de
Fuerte Mara hubiera sido provocado intencionadamente con un
lanzallamas. Aponte fue conminado a «manipular» el caso,
porque a Usón «había que imputarlo». Se le acusó de
calumniar a las Fuerzas Armadas y en octubre de 2004 un
tribunal militar –una clara violación, pues había vuelto al
estatus civil– le condenó a cinco años y medio de prisión. Fue
liberado en diciembre de 2007 a condición de no hablar de su
caso, ni participar en actos o reuniones políticas.
El chavismo fue transformando la judicatura, removiendo
jueces que no se doblegaban a sus propósitos y sustituyéndolos
por personal jubilado de la Justicia militar –se dio una
militarización parcial de los tribunales– o por personas sin
credenciales suficientes, que obtuvieron meteóricos ascensos.
Hubo quien de vender cedés piratas o de ser comerciante de
fiambres pasó en poco tiempo a ocupar un importante cargo
judicial; incluso se produjo la promoción de un juez que tenía
antecedentes por asaltar un banco. Eso avivó todavía más la
corrupción.
Además de la reunión de los sábados en la vicepresidencia
de la República de todos los altos cargos relacionados con el
proceso judicial, los lunes había un encuentro en cada circuito
donde se repasaban los casos que afectaran a personas
destacadas de la oposición o del oficialismo, con el fin de
repartir encargos a los jueces. Fue algo que se gestó bajo el
ala de José Vicente Rangel, un veterano ideólogo de izquierda
con gran peso en el chavismo, de alto impacto en la agenda
política mediante su programa de televisión semanal de
entrevistas y reflexiones.
Durante su época de vicepresidente –la más larga de
cuantos ocuparon con Chávez ese cargo, de 2002 a 2007–,
Rangel se aseguró de la persecución en los tribunales de
enemigos políticos y de clase. Ello dio pie al surgimiento de
un grupo de abogados dispuestos a la manipulación de
expedientes y a la presión sobre determinados jueces. La
llamada banda de los Enanos acabó teniendo dinámica propia
al adoptar el aprovechamiento económico como principal
móvil. Con buenas conexiones con la Fiscalía, aunque esta los
combatía en ocasiones por percibirlos como rivales, los
Enanos se dedicaron abiertamente a la extorsión, ocultando
antecedentes penales o usando testigos falsos en función de si
el acusado aceptaba o no pagar altas sumas.
Alguien que prosperó en ese grupo fue Raúl Gorrín, quien
en 2013 se convirtió en dueño de Globovisión, el último canal
privado generalista que seguía resistiéndose al oficialismo. La
compra de Globovisión se hizo sobre todo con capital de
Alejandro Andrade, enriquecido durante su época de tesorero
de la república. «Andrade no es mi amigo, es mi hermano del
alma», le dijo Gorrín a la periodista Nitu Pérez Osuna, una de
las estrellas de Globovisión, poco antes de que fuera
despedida. Pérez Osuna había investigado a la banda de los
Enanos y su programa «Yo prometo» era muy incómodo para
el chavismo.
La operación de compra fue apoyada políticamente por
Diosdado Cabello, pero al ver que el canal de televisión no
quedaba a su disposición como había esperado el presidente
de la Asamblea Nacional utilizó como testaferro al empresario
Rafael Sarría para hacerse en julio de 2014, a través de una
complicada trama de empresas, con el diario El Universal,
hasta entonces líder de información y opinión no sujetas a las
directrices del Gobierno. En menos de un año, tres grupos de
comunicación no gubernamentales –Cadena Capriles,
Globovisión y El Universal– caían doblegados por el peso de
fajos de millones de oscura procedencia.
El testimonio del magistrado Eladio Aponte sobre la
completa sumisión de las instancias judiciales venezolanas al
poder político explicaba otras actuaciones posteriores, como
el hostigamiento en los tribunales a líderes de la oposición,
como Leopoldo López, Antonio Ledezma y también María
Corina Machado, a la que se despojó de su inmunidad
parlamentaria e impidió realizar viajes al extranjero. Pero las
revelaciones de Aponte también apuntaban en otra dirección…

6. EL DROGADUCTO BOLIVARIANO
Narcotráfico dirigido desde arriba
Semanalmente, el jefe de la Dirección de Inteligencia Militar
(DIM) daba cuenta a Hugo Chávez de las operaciones en
marcha. En su informe, el general Hugo Carvajal incluía un
repaso de la implicación de altos militares en actividades de
narcotráfico. Carvajal, alias el Pollo, informaba a Chávez de
un negocio que el presidente controlaba, no en el detalle, pero
sí en los grandes trazos. La implicación de las estructuras del
Estado en la compra de la droga a la guerrilla colombiana y su
distribución desde Venezuela había nacido de la concepción
geopolítica de Chávez. Pero gestionar un narcoestado con
fines estratégicos no impedía hundirse en la criminalidad. La
actividad fue un veneno para las Fuerzas Armadas y la razón
de la fortuna ilícita de muchos cuadros del régimen. Chávez
amparaba el negocio, dejando hacer a sus narcogenerales,
interviniendo cuando había que dividir el territorio entre
capos o llamando directamente a los poderes judiciales para
que unas veces hicieran la vista gorda y otras condenaran a
chivos expiatorios.
Testigo de excepción de ese control, como presidente de la
Sala Penal del Tribunal Supremo de Justicia (TSJ), fue el
magistrado Eladio Aponte Aponte. Cuando Aponte cayó en
desgracia y pasó de acusador a acusado –de organizar causas
a ver organizada una en su contra–, desveló algunos secretos
tras su huida del país en 2012. La acusación que tiraba más
alto era la que presentaba a Chávez no solo al tanto del
narcotráfico operado en Venezuela, sino además como
instigador del mismo.
No debía extrañar. Si se observa el mapa de Suramérica,
Colombia era la gran pieza que faltaba en el proyecto
panbolivariano chavista. Sin Colombia no cabía hablar de una
fraternidad política de los pueblos que liberó Simón Bolívar,
aunque se sumaran de manera entusiasta Ecuador y Bolivia. El
Perú de Ollanta Humala encajaba en esos designios, aunque
pronto se alejaría. Pero ni la Colombia de Álvaro Uribe ni la
de Manuel Santos coquetearon un segundo con la idea. El
interés de Chávez fue provocar un debilitamiento del Gobierno
en Bogotá mediante un fortalecimiento de los grupos
terroristas que lo combatían, principalmente las
autodenominadas Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC) y también el Ejército de Liberación
Nacional (ELN).
«La manera de fortalecer a los narcoterroristas era
incrementando la venta de droga, y como los canales que estos
habían hecho servir estaban siendo torpedeados por el Plan
Colombia, Chávez les abrió Venezuela», cuenta un venezolano
estrecho colaborador de la Administración para el Control de
Drogas (DEA) de Estados Unidos. «Chávez dio entonces
órdenes a los militares para que no detuvieran las operaciones
que en territorio patrio iban a desarrollarse, y con el tiempo
los mismos militares se metieron de lleno en ellas». El
noventa por ciento de la droga producida en Colombia llegó a
distribuirse desde Venezuela.
Había una cobertura ideológica para tranquilizar las
conciencias que aún no estuvieran maleadas por la corrupción:
en la guerra asimétrica que Venezuela decía combatir contra
Estados Unidos todo instrumento era válido para dañar al
enemigo. Esta arma, a diferencia de otras de elevado costo,
tenía la ventaja de que además producía dinero, para la
revolución bolivariana y, especialmente, para sus agentes
abanderados. En ese esquema, el chavismo requería también
de una Justicia que igualmente podría calificarse de
asimétrica, y de unos cuantos jueces que la oficiaran. El
magistrado Eladio Aponte fue uno de ellos.
«Te sientes importante porque el presidente te llama,
porque vas al Palacio de Miraflores», contaría avergonzado.
Después de meses viviendo en Washington, el exmagistrado
veía las cosas con otra luz. En diversos encuentros que
mantuvimos para que rememorara su labor en Venezuela,
Aponte se sorprendía a sí mismo elogiando el equilibrio de
poderes que apreciaba en Estados Unidos. No renegaba de su
formación comunista, pero se daba cuenta de que el chavismo
había sido una huida hacia delante que había destruido el
Estado de Derecho. Admitía culpa en ese proceso, aunque
menos de la que probablemente le correspondía, pues
guardaba silencio sobre ciertos aspectos y aducía frecuentes
argumentos exculpatorios. Como redención, decía querer
ganarse el respeto de los venezolanos. La vía más directa para
eso era contar la verdad, y el señalamiento de Chávez,
aseguraba, era parte obligatoria de esa verdad.
Así, Aponte explicaba que era convocado a Miraflores
muchas veces de madrugada. No por afán de secretismo, sino
por el ritmo vital del comandante que, si bien no se levantaba
tarde, acumulaba desordenadamente gestiones para el final de
la jornada. Si ya era impredecible durante el día, más lo era
por la noche, con lecturas de libros a destiempo, llamadas a
algunos programas de televisión en directo y reuniones fuera
de agenda con los principales peones del chavismo. El
resultado era cierto insomnio entre los altos rangos del
Gobierno, pues nadie podía darse al descanso –ni asistentes ni
ministros– sin temer una llamada de Palacio preguntando por
un dato o requiriendo respuestas presenciales. «Llamaba a las
dos de la madrugada y, aunque podía fastidiar, alguien como
yo se sentía distinguido por ser convocado. Por la presidencia
pasaban Diosdado Cabello, Jesse Chacón, Rangel Silva…
todos eran entonces amigos míos, formabas parte de algo».
En esas citaciones sobre la marcha, los solicitados a veces
tenían que hacer pasillo mientras esperaban su turno con el
presidente. En otras ocasiones, unas audiencias se solapaban
con otras. Esa fue la manera en que Aponte pudo asistir a parte
de algunas presentaciones de informes que el jefe de la DIM
refería a Chávez, en los que se hacía mención a operaciones
de tráfico de droga llevadas a cabo por mandos de las Fuerzas
Armadas. Al magistrado, con experiencia previa en la milicia
–ejerció de fiscal general militar antes de pasar al Tribunal
Supremo–, aquello le servía de referencia para saber cómo
tenía que actuar cuando alguna de esas operaciones quedaba al
descubierto. Aunque no siempre las instrucciones llegaban en
ese momento. Chávez también se las transmitía sin esperarse a
la tranquilidad de la madrugada, como en uno de los casos que
quedaron implicados varios uniformados de altas conexiones.
Era urgente.
El Ejército se polvorea de blanco
El mensaje de voz quedó grabado en el celular. «Maracucho,
es López, dile a Ricardo que (…) tranquilo, que eso se va a
resolver, que le ponga corazón, que los caminos están abiertos,
que no desespere, ¿ok?». Pero el maracucho, como se designa
coloquialmente a los originales de Maracaibo, no pudo
escuchar esas palabras transmitidas desde el móvil de un
abonado del Ejército, porque a pesar de la confianza que
quería transmitir el mensaje, los caminos se habían cerrado: el
de Maracaibo había sido detenido, y no solo él. Era 19 de
noviembre de 2005. Cerca del mediodía, dos miembros de la
Guardia Nacional pararon un vehículo que llevaba una placa
militar. Era un punto de control en el municipio de Torres
(Lara), situado a mitad del trayecto que estaba realizando el
Chevrolet Kodiak de color blanco interceptado. Como
concluyó después el juez en su escrito –pude hacerme con todo
el expediente del caso–, el vehículo de carga había salido de
La Fría (Táchira), en la frontera con Colombia, y se dirigía a
Puerto Cabello (Carabobo). Bastaba conocer ese itinerario
para sospechar inmediatamente de la misión, pues mucha de la
droga que salía por barco de Venezuela era recibida de las
FARC en el área fronteriza y transportada al principal puerto
del país, donde los capos tenían sus propios galpones. Pero
los guardias no se movían por sospechas, sino que el probable
soplo de una banda rival había alertado al puesto de control.
En el registro se encontraron dos mil panelas llenas de
cocaína, que sumaban un peso de 2,2 toneladas. Iban
camufladas bajo casi trescientos paquetes de un tipo de
ladrillos, caico colombiano, que permitía justificar que el
desplazamiento se originara en la frontera. Fueron detenidos el
conductor del vehículo, Edgar Alfonso Rincón, que era un
civil que llevaba más de diez años trabajando para el Ejército,
y el subteniente Ricardo Antonio Lacre. Al conductor le fue
encontrado un móvil y en él había grabados varios mensajes,
con voz en creciente alarma. «Edy, hágame el favor cuando
escuche el mensaje, este [es] el amigo del señor que le mandó
hacer el trabajito». «Mire, maracucho, comuníquese con el
mayor, hágame el favor, urgente, que he marcado toda la tarde
y usted no contesta, para que lo llame urgente, dígale a Lacre».
Los números de teléfonos y la revisión de las comunicaciones
llevaron a la detención de otros dos militares: uno era el
mayor Héctor José López; el otro, el teniente coronel Pedro
José Maggino, el señor que «mandó hacer el trabajito».
El teniente coronel Maggino, el mayor López y el
subteniente Lacre habían pasado juntos la noche anterior en el
pequeño hotel «Stancia’s Suite», en la población de La Fría,
como indicó el registro del establecimiento y atestiguaron
algunos de sus empleados. En ese encuentro habían
supervisado la logística para la entrega de la droga, que iba a
ser suministrada por un par de colombianos. La droga llegó a
través del inmediato puesto fronterizo de Orope y fue
emplazada en una camioneta Chevrolet. El vehículo, al que se
había colocado una placa militar despojada de un auto del
Ejército, pernoctó en la base militar de Orope, vigiladada por
las tropas. De madrugada, el cargamento partió para ser
embarcado hacia Europa en Puerto Cabello. Hasta un mes
antes de esos hechos, el teniente coronel Maggino había sido
por dos años jefe del batallón de cazadores que custodiaba esa
parte de la frontera con Colombia. Todo indicaba que en el
pasado se habían realizado operaciones similares, pues
Maggino, aunque ya había cambiado de destino, pudo contar
con la colaboración de anteriores subalternos, como el
conductor Rincón, que había sido su chófer, y el subteniente
Ismael Andrés Barrios, también detenido, que estaba al frente
del puesto de Orope.
El tribunal del estado Lara que inicialmente se ocupó del
caso destacó con especial estupefacción que el cargamento
fuera guardado en una instalación militar. «Ese sitio no fue
otro que la propia base de protección fronteriza de Orope, en
la cual los soldados, tropa y oficiales destacados en esa
unidad militar, por una noche protegieron el vehículo cargado
de la sustancia ilícita», subrayó el juez. El propio subteniente
Barrios admitió haber ordenado a su personal de tropa que no
activase el plan de reacción o de defensa cuando llegase el
mayor López con el Chevrolet, a pesar de que ni el mayor ni el
vehículo tenían autorización para entrar en la base. Todo esto
fueron hechos que el Ministerio Público consideró probados y
que llevaron a la prisión preventiva del pez gordo de la
operación, el teniente coronel Maggino, imputado de
«transporte ilícito agravado de sustancias estupefacientes y
psicotrópicas en grado de cooperado». Todo apuntaba a una
condena, hasta que se cruzó Eladio Aponte, del Tribunal
Supremo.
Siguiendo órdenes de arriba, Aponte desactivó el
procesamiento. Decretó el avocamiento sobre el caso por
parte la instancia judicial superior; estableció que ciertos
derechos de Maggino se habían vulnerado; ordenó la anulación
de su prisión preventiva, y luego devolvió la causa a un
tribunal inferior para que empezara de nuevo. Ni que decir
tiene que los cargos contra Maggino fueron sobreseídos, en
mayo de 2007, a pesar de que la investigación determinó que
su nivel de ingresos no se correspondía con su salario. Fue
aceptada su alegación de que la noche en que se produjo la
entrega de la droga no estuvo en el área fronteriza. Su ascenso
a coronel ni siquiera esperó a su exculpación y fue aprobado
dos meses antes.
El militar en apuros tenía unos cuantos padrinos, como con
los años atestiguaría Aponte. El magistrado aseguró haber
actuado en su favor por indicación del Palacio de Miraflores y
otras altas instancias. Recibió llamadas «desde la presidencia
de la república para abajo». «Me llamó el ministro de la
Defensa, que para ese entonces era Baduel. Me llamó Rangel
Silva [jefe de la DISIP, los servicios secretos]. Me llamó
Hugo Carvajal [jefe de la DIM, la inteligencia militar]. Me
llamó un almirante… Aguirre creo [Luis Enrique Cabrera
Aguirre, del Estado Mayor Presidencial]. O sea, que mucha
gente abogó por ese señor».
–«¿Qué le decían exactamente?
–Bueno, que ese era un buen muchacho, que el presidente
estaba muy interesado en ese caso.
–¿Pero sabían que tenía droga metida en el cuartel del
Ejército?
–Sí. ¿No lo iban a saber? Parece ser que este Maggino fue
edecán de la mamá del presidente y había ese vínculo».
Eran preguntas de la periodista Verioska Velasco, quien le
pudo entrevistar para SoiTV en Costa Rica, en una escala de
su fuga de Venezuela. En esa entrevista, Aponte hizo
públicamente otras acusaciones, implicar en el narcotráfico al
general Clíver Alcalá, entonces jefe de la División Blindada,
así como al general Néstor Reverol, director nada menos que
de la Oficina Nacional Antidroga (ONA) y luego ministro del
Interior. «Manejé y manejo mucha información», advertía.
Durante unos tres meses Aponte estuvo sacando archivos del
país, sospechando que algo se movía en su contra.
Otras perlas las reservó para el momento de gestionar su
entrega a la DEA estadounidense, como la de los informes
periódicos que se presentaban a Chávez sobre el narcotráfico
de Estado que se realizaba. También, singularmente, estaba el
señalamiento de Diosdado Cabello, considerado el número
dos del chavismo, como «el capo de los capos». Aponte fue la
primera de las defecciones que apuntó con fuerza hacia
Cabello, a quien atribuía ser el organizador de la red de
blanqueo de dinero a través de todo el entramado de empresas
y bancos controlados por el régimen. En su relato sobre su
salida de Venezuela, Aponte no olvidaba que la amenaza más
grande le había llegado precisamente de Cabello.
Aponte, la gran evasión
«Acuérdate de lo que Fidel le hizo a Ochoa». Eladio Aponte
reconoció de inmediato la voz de quien le transmitía ese aviso.
Se trataba de un alto cargo chavista con el que mantenía una
sincera relación. Era uno de tantos gerifaltes con los que se
codeaba, pues él mismo, como jefe de la Sala Penal del
Tribunal Supremo y anterior fiscal general militar, formaba
parte de los escogidos a los que Chávez llamaba de
madrugada al Palacio de Miraflores. Muchos de ellos miraron
hacia otro lado cuando comenzaron a notar que la suerte se le
había girado al magistrado; otros incluso se sumaron al coro
de acusaciones orquestadas. En el reino de las arbitrariedades,
al que Aponte sirvió con sus sentencias mientras gozó de la
gracia del régimen, nadie estaba a salvo. Como en Cuba no lo
había estado Arnaldo Ochoa, el general más condecorado de
la isla.
Aponte había reconocido al instante a su interlocutor y con
la misma inmediatez comprendió el aviso: su vida peligraba.
Las palabras de quien no se arriesgaba a facilitar auxilio, pero
al menos destapaba crípticamente lo que se avecinaba, se
movieron como el relámpago en la mente del magistrado del
Supremo. El caso de la purga del general Ochoa, hecho fusilar
por Fidel Castro en 1989, fue muy seguido por los
venezolanos, pues el militar, participante de la revolución
contra Batista y nombrado «Héroe de la República de Cuba»,
había dirigido en la década de 1960 la incursión de guerrillas
en varios puntos de Venezuela y protagonizó sonadas
emboscadas contra el Ejército. En 1989 se le acusó de
operaciones de narcotráfico, en conexión con el cartel de
Medellín. En el juicio, televisado durante un mes, Ochoa
admitió los cargos, que también implicaban a otros trece
oficiales, y pidió para sí la pena de muerte. Su ejecución, en el
año de la caída del Muro de Berlín, fue un aviso de que Fidel
seguía conservando el poder en un puño y equivalía al golpe
sobre la mesa que el régimen chino daba esos mismos días en
Tiananmen.
Tras la llamada, Aponte actuó con presteza. Era el viernes
17 de marzo de 2012 por la mañana. Para el martes 20 se
había programado una sesión de la Asamblea Nacional,
convocada por el Poder Moral (un quinto poder establecido
por Chávez) con la formalidad de escuchar al propio Aponte
en relación a las acusaciones hechas por un destacado
narcotraficante. Estaba claro que en esa sesión iban a
despojarle de su inmunidad, arrojarle del cargo de magistrado
y entregarle a la Justicia. Y Aponte sabía de muy primera
mano cómo funcionaban al dictado los tribunales en Venezuela.
Por si había dudas de cuáles eran las intenciones, el día antes
de esa sesión el presidente de la Asamblea Nacional,
Diosdado Cabello, reunió a varios diputados de la oposición.
«Voy a poner a Aponte Aponte para que hagan con él lo que
les dé la gana», les dijo, según le llegó al juez. Para entonces,
el hasta ese momento jefe de la Sala Penal del TSJ ya había
huido del país.
Acabada de escuchar la advertencia telefónica en su
oficina, Aponte tomó un taxi para ir a casa a recoger su
pasaporte. Contactó a varios panas, con los que trazó la vía de
escape. Hacia las once de la mañana salió con dos de ellos en
automóvil desde Caracas. Uno hacía de conductor, el otro
actuaba de vigía. Tardaron unas tres horas en llegar a Tucacas
(Falcón), una localidad costera en la que Aponte contrató a un
pescador para que en su peñero le llevara a Curasao, isla de
soberanía holandesa situada frente al litoral venezolano.
Fueron unas tres horas de navegación, en un bote a motor de
unos nueve metros de eslora, en el que Aponte viajaba con la
intranquilidad de que entre las olas de varios metros que se
levantaban apareciera de pronto una lancha guardacostas.
Hacia las cinco de la tarde el peñero llegó a puerto y el
pasajero saltó a la isla. Llegaba como turista, no como
prófugo, pues a pesar de las acusaciones que públicamente se
le hacían nada se había sustanciado aún ante los tribunales. De
ahí que el plan original fuera pasar una temporada fuera,
quizás dos o tres meses, esperar a que las aguas se calmaran y
regresar a Caracas.
Aponte estuvo saltando de un país a otro por el Caribe:
cada vez que la estancia máxima para una visita ordinaria de
turista se le vencía, cruzaba otra frontera. De Curasao voló a
la República Dominicana y de ahí luego a Panamá. Allí se
percató de que el chavismo, presuntamente con ayuda del
espionaje cubano, finalmente había logrado localizarle, por lo
que se movió de nuevo, esta vez a Costa Rica. Ante la
evidencia de la persecución política, Aponte pensó que podía
estar facultado para solicitar asilo en ese país
centroamericano, pero las cosas se le torcieron cuando la
prensa local, citando fuentes del Gobierno venezolano, le
atribuyó delitos de narcotráfico. «Es cuando entro en contacto
con los gringos. Era la única manera que tenía de salvarme»,
explica Aponte. Ante las informaciones que le situaban en
Costa Rica, aportando por primera vez un paradero desde su
desaparición, Venezuela se apresuró a preparar la solicitud de
extradición y de activación de la alerta roja de Interpol.
Se desató entonces una carrera contrarreloj. Con la
burocracia de Washington paralizada por el fin de semana y la
poca disposición del Departamento de Estado a tramitar de
urgencia un visado para el fugitivo, la DEA movilizó al
veterano congresista republicano Frank Wolf, en cuyo distrito
electoral del norte de Virginia se encuentra Langley, donde
está la sede de la Agencia Central de Inteligencia (CIA). Wolf
no era nuevo en esos menesteres de echar una mano a las
agencias gubernamentales para urgir a la toma de decisiones
en la Administración. Mientras, ese fin de semana del 14 y 15
de abril de 2012 tenía lugar en la ciudad colombiana de
Cartagena la VI Cumbre de las Américas. Ante el temor de que
Venezuela, a través del canciller Nicolás Maduro –Hugo
Chávez no acudió por su enfermedad–, pidiera directamente a
Barack Obama que Estados Unidos no acogiera a Aponte, la
presidenta de Costa Rica, Laura Chinchilla, comenzó a
pregonar en la cumbre que el juez ya estaba en manos de la
DEA. Eso dio tiempo a que las gestiones de Wolf desde el
Congreso lograran desencallar la entrega del visado. El mismo
Wolf consiguió que el Pentágono enviara a la capital
costarricense un avión de la Fuerza Aérea, dado que los
aparatos a disposición de la DEA que cubren el Caribe, con
base operacional en Puerto Rico, se encontraban en otras
misiones.
El thriller no acabó ahí. El avión llegó al aeropuerto de
San José sobre las siete de la tarde del lunes 16 de abril.
Cuando la Policía costarricense, que había custodiado a
Aponte las últimas 48 horas, se lo entregó a los agentes de la
DEA y todo quedó a punto para el traslado a Estados Unidos
ya era pasada la media noche. A esa hora, sin otros vuelos
programados, parte del centro operativo del aeropuerto ya se
encontraba cerrado, así que no había cómo poder pagar el
reabastecimiento de combustible. El ministro del Interior de
Costa Rica tuvo que aparecer entonces, acompañado del
director del aeropuerto, para recibir el cobro. Ese 17 de abril
de 2012 el fugitivo llegó a Washington, ganando la carrera a
las autoridades de Venezuela: el 18 la Fiscalía General
venezolana publicaba la orden para su captura. Para cuando se
dictó la alerta roja internacional, el día 20, Aponte ya estaba
en plenas sesiones de debriefing con la DEA en territorio
estadounidense.
La Guardia Nacional protege el narcoestado
Estados Unidos llevaba tiempo recogiendo información sobre
la telaraña que había ido tejiendo el chavismo en el negocio
de la droga, incrustada en el aparato del Estado, como ponía
de relieve la implicación de altos mandos militares y
gobernadores, la utilización de infraestructuras de las Fuerzas
Armadas, el amparo del Tribunal Supremo o la legitimización
de capitales a través de bonos y facturas de Petróleos de
Venezuela.
En ese momento, las agencias estadounidenses tenían
elaborada una lista interna, nunca hecha pública, de una
treintena de venezolanos declarados de interés por su relación
con el narcotráfico. Los más significativos, con los cargos que
al menos entonces ocupaban puestos entre paréntesis, eran:
Diosdado Cabello (presidente de la Asamblea Nacional),
Adán Chávez (hermano del comandante y gobernador del
estado Barinas), Rafael Ramírez (presidente de Pdvsa), Tareck
el Aissami (ministro de Interior), Henry Rangel Silva
(ministro de Defensa), Hugo Carvajal (jefe de la inteligencia
militar), Manuel Barroso (presidente de la Comisión de
Administración de Divisas o Cadivi) y Wilmer Flores
(director general del Cuerpo de Investigaciones Científicas,
Penales y Criminalistas). También figuraban otros altos
militares (Haissam Dalal-Burgos, inspector general de las
Fuerzas Armadas) y gobernadores (Luis Felipe Costa Carles).
Varias deserciones posteriores (el magistrado Eladio
Aponte, el extesorero Alejandro Andrade y el capitán de
corbeta Leamsy Salazar), así como el testimonio de otras
personas que aceptaron colaborar desde dentro, completarían
un cuadro en el que quedaba clara la implicación de la propia
jefatura del país, primero Hugo Chávez y luego Nicolás
Maduro, en el negocio. Hay que concluir que era un caso de
narcoestado.
Hablar de narcoestado no quiere decir ni que el cartel
gubernamental o paraestatal tuviera el monopolio hermético
de una actividad que de por sí es multiplicadora de grupos
delincuentes, ni que todas las instituciones estuvieran
mayoritariamente carcomidas por el gusano de la
criminalidad. Pero sí ocurría que funcionarios
gubernamentales participaban en las redes de tráfico de drogas
como parte de su misión encomendada, simultaneando sus
cargos oficiales con esa actividad ilícita, con protección de
jerarquía más alta.
La principal función de Venezuela en el negocio de los
estupefacientes era facilitar el tránsito de los cargamentos de
cocaína, básicamente producida en Colombia y facilitada por
las FARC, y asegurarse de que podían ser colocados en
destino por carteles mexicanos. También fueron apareciendo
cultivos en zona venezolana y parte de la droga podía ser
terminada de manufacturar en laboratorios del propio país, a
los que a veces llegaba mercancía de Perú o Bolivia. En
cualquier caso, la implicación de los poderes del Estado en
esa actividad criminal se orientaba en primer lugar a facilitar
que el transporte se llevara a término. «Están usando
Venezuela como una gran autopista; para contar con garantías
necesitan que se asegure el acceso y control de vías, puertos y
aeropuertos, y la responsabilidad de la seguridad viaria y el
control de aduanas es de las fuerzas del orden», explica
Carlos Tablante, quien bajo la segunda presidencia de Caldera
dirigió la Comisión Nacional Contra el Uso Ilícito de Drogas,
luego rebautizada como ONA. De ahí que las Fuerzas
Armadas, y en especial la Guardia Nacional, presente en las
carreteras de todo el territorio, así como en las fronteras, fuera
el sector institucional más ocupado en el narcotráfico.
Una actividad delictiva raramente se presenta sola, y en
este caso iba acompañada de contrabando de gasolina,
extorsión, secuestros, sobornos o corrupción. Esa múltiple
delincuencia era llevada a cabo por miles de bandas –Tablante
habla de dieciocho mil–, con las que mandos militares,
gobernadores y otros altos cargos podían estar aliados en
multitud de combinaciones. Aunque en esa amalgama reinaba
en gran medida la anarquía, en el gran negocio de la droga
había una mente ordenadora que se ocupaba de preservar los
canales de determinados operadores oficiales.
Cuando Chávez comenzó a volcarse en poner los resortes
del Estado sobre esas operaciones decidió expulsar del país al
gran gendarme de la región en materia de narcóticos. En 2005
denegó el permiso de estancia a los agentes de la DEA
estadounidense que servían de enlace en Caracas con su
contraparte venezolana. La expulsión se producía después de
que la DEA acusara de narcotráfico a seis mandos de la
Guardia Nacional y les prohibiera su entrada en Estados
Unidos. Entre ellos se encontraba el jefe de la unidad
antidrogas de la Guardia Nacional, el general Frank Morgado.
También la Agencia Británica contra el Crimen Organizado
(SOCA) apuntaba ya entonces a la «gran escala de corrupción
con el narcotráfico entre la Guardia Nacional de Venezuela».
Sin la supervisión exterior de la DEA, las instrucciones
sobre cómo dar salida a cargamentos de las FARC o cómo
preservar también un espacio del negocio a Hezbolá podían
ejecutarse con mayor libertad. La Oficina Nacional Antidrogas
(ONA) podía emplearse a fondo deteniendo a traficantes fuera
de las redes amigas, o interviniendo en vendettas internas de
la propias fuerzas de seguridad, que también las había, al
tiempo que dejaba camino expedito a envíos que contaban con
salvoconducto.
Abriendo la puerta al narcotráfico y fomentando ese paso
de la droga a través de Venezuela, Chávez dañó enormemente
a su país. Nuevamente se ve cómo, por intereses políticos y
económicos propios, el alto chavismo hundía a las clases más
vulnerables de Venezuela, como denuncia Tablante. En su obra
Estado delincuente, firmada junto con Marcos Tarre, se
destaca que «quien llegó al poder en nombre de los pobres y
el socialismo, y reclamaba una hegemonía parlamentaria para
favorecer a esos pobres, lo que estaba haciendo era
perjudicarles especialmente a ellos». Con clases acomodadas
que podían pagar seguridad privada y medidas de protección
en sus zonas de residencia, o en su caso conllevar los costes
monetarios y sociales de la drogodependencia, eran los
pobladores de los barrios necesitados los más afectados por la
degradación personal y comunitaria acarreada por las drogas.
De Makled al cartel de los Soles
En el arranque del chavismo, entre los traficantes de droga
sobresalió Walid Makled García, un empresario libanésvenezolano,
con sobrenombre del Turco o el Arabe, que contó
con la cobertura de las autoridades de las zonas donde
operaba. A medida que Chávez fue militarizando las
instituciones, situando personal que procedía de las Fuerzas
Armadas en muchos puestos clave, militares próximos al
presidente se hicieron con el mando en diversos estados –las
gobernaciones– por vía electoral. Tanto ellos como los
responsables de las guarniciones militares en determinados
lugares fueron entrando en la red de Makled. Entre 2000 y
2006, este dirigió un dispositivo que recogía la droga de las
FARC de los llanos colombianos a través de las fronteras con
los estados venezolanos de Apure y Táchira. Sus
gobernadores, los hasta entonces capitanes Luis Aguilarte y
Ronald Blanco, respectivamente, amparaban las operaciones.
De allí los cargamentos eran transportados hasta la ciudad de
Valencia, para ser embarcados en Puerto Cabello. Eso ocurría
en el estado Carabobo, cuyo gobernador, el general retirado
Luis Felipe Acosta Carlez, también daba protección al
entramado. Makled contaba, además, con la asistencia del
presidente de ese puerto, el almirante Carlos Aniasi, según
revelaría el propio traficante cuando fue detenido.
Fue un continuo intercambio de favores. Durante la huelga
general de 2002, Makled puso a disposición de Chávez sus
propios transportistas. Como pago obtuvo la concesión de
venta de urea, un fertilizante usado en el cultivo de la planta de
coca, algo conocido de sobra por la empresa estatal que lo
facilitaba, Petroquímica de Venezuela o Pequiven. «En
gratitud» a un donativo de dos millones de dólares para la
campaña electoral chavista, como explicó el empresario, este
recibió la concesión de control de Puerto Cabello, la principal
instalación portuaria de Venezuela. Entre nóminas y sobornos,
entregaba un millón de dólares mensuales a altos cargos. De
eso «vivía mucha gente del alto Gobierno», declaró a la
cadena colombiana RCN cuando tiempo después fue detenido.
Aseguraba haber acumulado un patrimonio de mil doscientos
millones de dólares.
Con el tiempo, la red de Makled, conocida como el cartel
de Beirut por el origen libanés del capo, comenzó a tener
competencia debido a la implicación directa de mandos del
Ejército. Esos militares ya no se conformaban con recibir una
participación de los beneficios, sino que deseaban ser los
repartidores. La ocasión para un mayor protagonismo militar
en el negocio de la cocaína se presentó cuando las
narcoguerrillas colombianas FARC y ELN lograron plena
movilidad en Norte de Santander, un área del vecino país
limítrofe con Venezuela. La localidad de Puerto Santander
cuenta con un paso fronterizo que conecta directamente con el
poblado venezolano de Orope (Táchira), donde hay un
destacamento del Ejército. Amparado por el jefe de la región
militar, el general Wilmer Moreno, comenzó el tráfico de
droga utilizando esa base como punto de operaciones. La
implicación directa de los militares dio lugar al cartel de los
Soles, llamado así por los emblemas de la charretera del
generalato venezolano. Makled vio esto como una injerencia y
presumiblemente fue el responsable del soplo a la Guardia
Nacional acerca del alijo de 2,2 toneladas de cocaína que el
teniente coronel Maggino había hecho recoger en Orope en
noviembre de 2005, caso antes relatado.
Quien a hierro mata, a hierro muere, y más en ese mundo
criminal de clanes y mafias. Cuando en 2007 el general Clíver
Alcalá fue trasladado al estado Carabobo su actividad de
narcotráfico dio un considerable salto al disputar con Makled
el control de Puerto Cabello, punto estratégico para el
embarque de los estupefacientes. La pugna se saldaría con lo
que presumiblemente fue una celada contra el venezolanolibanés.
En noviembre de 2008, oficiales de la Dirección de
Inteligencia Militar (DIM) encontraron en su finca dieciocho
cajas con sello de la Cruz Roja, conteniendo casi
cuatrocientos kilos de cocaína. Sus hermanos fueron
arrestados, pero Walid logró escapar. En agosto de 2010 fue
detenido en Colombia y extraditado. Makled aseguró que el
alijo encontrado en su finca había sido puesto por los agentes
de la DIM y lanzó acusaciones a diestro y siniestro.
Estados Unidos había seguido de cerca el caso de Makled.
Entre las pruebas en su contra se encontraba el caso de un
avión DC-9 sin pasajeros, cargado con 5,5 toneladas de
cocaína, que en abril de 2006 partió de Maiquetía, el
aeropuerto internacional de Caracas Simón Bolívar, con
destino a la ciudad mexicana de Guadalajara. Por un fallo
hidráulico el aparato tuvo que aterrizar en la península de
Yucatán, ya en México. Uno de los pilotos pudo escapar nada
más producirse el aterrizaje de emergencia en Ciudad del
Carmen, pero el otro fue detenido. Como equipaje se hallaron
128 maletas negras idénticas, repletas de cocaína. La prensa
de investigación descubrió que el DC-9 era propiedad de una
compañía fantasma de Florida, Titan Group, que pertenecía a
L-3 Communications. Esta prestaba servicios de transporte a
la DEA y tenía otros contratos con el Gobierno
estadounidense. La información dio lugar a que en algunos
blogs se acusara de corrupción a la empresa, por entrar en
negocios oscuros con alguien de la reputación de Makled, y
además se calificara de ineptos a los mandos de la DEA, por
haber sido burlados en sus propias narices. La realidad era
muy otra.
Fuentes familiarizadas con la operación aseguran que el
DC-9 fue facilitado por la CIA para tender una trampa a
Makled. De hecho, el grupo empresarial había servido
diversos aviones a la CIA para su controvertido programa de
rendition (transporte de supuestos terroristas islámicos para
su interrogatorio). El aparato en concreto había sido ya
utilizado en una ocasión previa para una operación secreta de
droga. La inteligencia estadounidense tuvo conocimiento de
que el Turco estaba buscando una aeronave de grandes
proporciones. A través de intermediarios que no levantaban
sospechas le hizo llegar que había un DC-9 dispuesto para ser
alquilado en Florida. En el momento del trato, el cartel de
droga declinó el ofrecimiento de pilotos, pues prefirió contar
con tripulación propia. Lógicamente el aparato llevaba
escondidos micrófonos y emisores de señales que permitieron
a la CIA y a la DEA conocer los detalles de lo que los
narcotraficantes se llevaban entre manos. No está claro si el
avión fue entregado además con deficiencias de vuelo
programadas para ser manifiestas durante el trayecto.
A pesar de haber formalizado una causa contra Makled,
Washington mantuvo el indictment en secreto hasta que el capo
fue detenido en Colombia, junto a la frontera venezolana, en
una operación conjunta de las autoridades de Bogotá y la
DEA. En su indictment contra Makled de noviembre de 2010,
la Fiscalía del Distrito Sur de Nueva York le acusó de haber
«controlado y operado pistas aéreas localizadas en
Venezuela». Esas pistas «las usó para facilitar el envío de
cantidades de toneladas múltiples de cocaína de Venezuela a
Centroamérica y México por numerosas organizaciones de
tráfico de droga, sabiendo que una porción estaban destinadas
a Estados Unidos». Le presentaba como «rey entre los capos»
(king among kingpins), «incluso entre los traficantes globales
de narcóticos», y aseguraba que de ser juzgado y condenado en
Estados Unidos se enfrentaría a un pena de hasta sesenta años
de cárcel.
La intervención de la corte federal estadounidense asustó
en Venezuela, porque Makled podía tirar de la manta si los
colombianos se lo entregaban a Washington. El propio
traficante lanzó advertencias. «Le di dinero a quince generales
venezolanos», aseveró; «si soy detenido por un DC-9 cargado
de drogas desde el aeropuerto Simón Bolívar, el general Hugo
Carvajal, director de inteligencia militar de Venezuela; el
general Henry Rangel Silva, jefe de la inteligencia interna; el
general Luis Mota, comandante de la Guardia Nacional, y el
general Néstor Reverol, cabeza de la Oficina de lucha contra
las drogas, deben ir a la cárcel por esa misma razón». Según
informes de la firma privada de inteligencia Stratfor,
divulgados por Wikileaks, militares venezolanos ejercieron
fuertes presiones sobre Chávez para que se evitara a toda
costa que el narcotraficante Makled fuera extraditado a
Estados Unidos.
La actitud de la Administración Obama fue extraña. A
pesar de las pruebas de la DEA y de que la embajada
estadounidense en Bogotá avisó con antelación a la cancillería
colombiana de que iba a solicitar la extradición, si Makled era
encontrado y detenido, al final el Departamento de Estado
tardó tiempo en formalizar la petición. El republicano Marco
Rubio, recién elegido senador por Florida, llamó al jefe de
gabinete de Barack Obama para urgirle a que el presidente
apoyara la solicitud de extradición. Pero todo fue
indebidamente lento, como dando tiempo a que Venezuela
llegara a un acuerdo con Colombia. Chávez logró la
extradición prometiendo al presidente Juan Manuel Santos que
saldaría la deuda de ochocientos millones de dólares que
entonces reclamaban sin suerte los productores colombianos, y
que había provocado un plantón comercial por parte de estos.
El preso llegó a Caracas en mayo de 2011, pero en un intento
de enfriar el caso el juicio no comenzó hasta un año después y
aún luego el proceso apenas caminó.
Narcogeneral ascendido a ministro de Defensa
La detención de Makled sacudió los equilibrios de
compromisos que existían en el hampa del chavismo. Al capo
le fue hallado un carnet judicial supuestamente facilitado por
el magistrado Eladio Aponte, al que aseguró tener en su
nómina. Aponte negaría esos extremos, pero esa fue la razón
para promover su destitución que esgrimió el Gobierno,
buscando disociarse de tantos lazos con la droga como
entonces quedaban al descubierto ante los ciudadanos.
Fue un momento de ajuste de cuentas entre bandos. El
mismo día que Aponte llegaba a Estados Unidos para
colaborar con la DEA, el general Wilmer Moreno, que había
sido jefe en la región militar que incluía el estado Táchira, fue
asesinado a balazos. Dos semanas antes había muerto a
consecuencia de un atentado Jesús Aguilarte, capitán retirado
y anterior gobernador del estado Apure. Táchira y Apure son
fronterizos con Colombia y puerta usual de la droga, en cuyo
negocio ambas figuras habían estado envueltas.
Caer en desgracia a resultas del cambio de marea en el
narcotráfico no era algo nuevo en el universo chavista. El
general Raúl Isaías Baduel se encontraba pagando pena de
prisión, entre otras cosas, por su denuncia sobre la creciente
implicación de altos militares en el negocio de la droga.
Miembro del círculo íntimo de Chávez, a quien liberó de su
detención en La Orchila cuando fue trasladado a esa isla
durante su breve expulsión del poder en 2002, Baduel fue
nombrado ministro de Defensa en junio de 2006. En enero de
2007 dirigió al presidente una comprometida carta. En ella, el
general Raúl Baduel acusaba de narcotráfico al general de
brigada Henry Rangel, director de los servicios secretos y
contraespionaje. Lo hacía en relación al ya explicado caso
Maggino.
Tras dirigirse en su encabezamiento al «ciudadano»
Chávez, algo preceptivo en la revolución bolivariana, la carta
entraba rápidamente en materia. «Existen suficientes elementos
que vinculan de manera directa al G/B (Ej) Henry de Jesús
Rangel Silva», escribía el ministro, poniendo en práctica el
gusto venezolano por utilizar todos los nombres y apellidos,
«con la investigación y juicio seguido por la Fiscalía» a los
implicados en el hallazgo del alijo de droga que pernoctó en el
cuartel de la población fronteriza de La Fría. Según añadía, el
conductor del Chevrolet Kodiak que transportaba el
cargamento de cocaína era primo del general, «con quien ha
mantenido comunicación telefónica». Baduel no daba más
detalles, pero estaba claro que los conocía, por el arriesgado
paso que estaba dando. «Muy respetuosamente sugiero se abra
una profunda investigación y auditoría de sus bienes, al
Ciudadano G/B (Ej) Henry de Jesús Rangel Silva, y el cese de
sus actividades laborales, hasta que se pueda descartar su
participación en los hechos antes mencionados. Comunicación
y remisión que respetuosamente hago llegar a usted, para su
conocimiento y demás fines consiguientes».
Las pruebas contra Rangel debían de ser concluyentes y
clamorosas, pues recomendar el cese del jefe del espionaje no
era algo que competía al ministro de Defensa. Por ello, las
siguientes decisiones de Chávez no solo cabe calificarlas de
encubrimiento, sino de reivindicación de que todo aquello
tenía su autorización personal. A los pocos meses, Baduel
dejaba el Ministerio. Fue arrestado en 2009 y condenado en
2010 a ocho años de prisión por supuesta apropiación
indebida de fondos durante su corta etapa ministerial. Entre
Chávez y Baduel se había dado un creciente distanciamiento,
que apartaba a este del calor del Palacio de Miraflores y le
constituía en altavoz de una crítica política cada vez más
directa.
Henry Rangel fue nombrado titular del Ministerio de
Defensa en 2012, a pesar de que ya para entonces no era
ningún secreto su vinculación con el narcotráfico y su
destacado papel clave en el contubernio delictivo que el
aparato del Estado mantenía con los guerrilleros colombianos.
Las FARC en la Harley del general
Unas fotografías a los lomos de una Harley Davidson del líder
guerrillero de las FARC Iván Márquez, del que raramente se
obtenían imágenes, se difundieron rápidamente en internet tras
aparecer publicadas en Semana, una importante publicación
de Colombia. Además de que constituía una exclusiva
informativa, el reportaje gráfico obtuvo en la red un gran eco
por lo llamativo del contraste de dos símbolos opuestos: un
antiimperialista, que había llamado al alzamiento de los
pobres, subido sobre uno de los iconos por excelencia de
Estados Unidos. Con un precio de unos quince mil dólares, la
Harley no era un lujo que se pudiera permitir la mayoría de
sus compatriotas. Un antiguo comandante guerrillero ya
desmovilizado, Alexander García, alias Caracho, aseguró a
medios colombianos que las fotos habían «causado
desconcierto y caído mal en la guerrillada, porque mostró las
diferencias y privilegios de unos y otros».
Semana publicó las imágenes en febrero de 2013, pero
todo indicaba que correspondían a una serie tomada en 2007.
Las partes cromadas de la Harley Davidson reflejaban el
mural de la fachada de un edificio próximo ante el cual
Márquez y otros de sus compañeros habían posado en unas
instantáneas que ya habían circulado anteriormente, al ser
halladas en computadoras requisadas a la guerrilla. Esas fotos
previas, en las que se veía a la senadora venezolana Piedad
Córdoba con un ramo de flores, junto a los altos mandos de las
FARC Iván Márquez, Jesús Santrich y Rodrigo Granda, habían
sido realizadas en Venezuela durante conversaciones
formalmente convocadas para tratar sobre la liberación de
prisioneros en poder de la guerrilla.
Aunque se aducían razones humanitarias para esos
contactos, las flores y gestos eran reveladores de una
comunión que el chavismo no podía ocultar, máxime cuando el
Gobierno colombiano de Álvaro Uribe tenía bien documentada
la acogida logística que Chávez prestaba a los insurrectos del
vecino país.
La serie fotográfica completa fue tomada en Fuerte Tiuna,
complejo militar de Caracas. Eso es algo que se suponía, dado
que en los correos electrónicos encontrados en los
ordenadores de los campamentos de Raúl Reyes y Mono
Jojoy, en 2008 y 2010, respectivamente, se hallaron
comunicaciones en las que Márquez informaba de sus
encuentros en Caracas. «Nos reunimos en nuestro búnker de
Fuerte Tiuna con Gabino y Antonio en un ambiente
distensionado y muy fraternal», escribió Márquez,
mencionando a los dos líderes del ELN. Fuentes que han
frecuentado Fuerte Tiuna confirman el escenario e indican que
la Harley Davidson en la que el terrorista Márquez asentó sus
posaderas era muy probablemente la moto del general Clíver
Alcalá, jefe de la División Blindada.
Las relaciones de mandos del Ejército venezolano con los
dirigentes de las FARC y el ELN eran muy estrechas. Esa
exhibición de camaradería ocurría probablemente en
noviembre de 2007, meses después de las conversaciones
secretas de Chávez con los narcoterroristas con las que
comenzaba este libro. Ahora, en sesiones en Fuerte Tiuna o en
el Palacio de Miraflores, donde el líder bolivariano recibió
públicamente a Márquez, los insurrectos colombianos se
reunieron con los jefes de inteligencia, los generales Rangel
Silva y Hugo Carvajal (servicios secretos e inteligencia
militar, respectivamente), y con los generales Wilmer Moreno
y Clíver Alcalá, que tenían mando en zonas de tráfico de
droga. También con Ramón Rodríguez Chacín, capitán de
navío retirado, quien a partir de esos encuentros se consolidó
como el interlocutor de Chávez con la guerrilla; al par de
meses fue nombrado ministro de Interior y Justicia.
«Las relaciones con el Ejército están muy próximas a lo
que plantea el Plan Estratégico. Tenemos amistad y buena
empatía por lo menos con cinco generales. Es más, Chávez
impartió delante de mí la instrucción de crear en la frontera
sitios de descanso y atención a enfermos y designó una especie
de Estado Mayor para estas relaciones», reportaba Márquez
aquellos días al resto de la dirección narcoguerrillera. Punto
principal de ese plan estratégico de la banda pasaba por el
reconocimiento internacional de su estatus como beligerante
(no terrorista, como era calificado en muchos países), algo que
Chávez promovió en la Asamblea Nacional venezolana en
enero de 2008. Pero el plan también incluía la salida de mayor
volumen de droga a través de Venezuela, y para ello se pactó
una crecida implicación del Ejército en el negocio.
El terreno para la cooperación directa e intensa entre las
FARC y el chavismo lo había abonado los últimos años el
general Rangel Silva. Como jefe de la DISIP el general había
estado recorriendo los campamentos terroristas, también en
suelo colombiano, lógicamente a espaldas de Bogotá.
«Cuadramos para que viniera Rangel. Acá y donde Iván»,
escribió Timoshenco, alias de quien pronto iba a ser
comandante en jefe de la organización, en uno de los correos
electrónicos encontrados. «Luego de su visita a Timo,
recibimos aquí al general Rangel Silva (…) Manifestó que su
visita estaba debidamente autorizada por Chávez», tecleó a su
vez Iván Márquez. Se trataba de mensajes de 2006. En la
reunión de Caracas de 2007, Márquez volvió a referirse a
Silva: «ya de salida hacia acá hablamos un poco con el
general Rangel Silva (…), gran amigo de Timo, a quien quiere
visitar después del dos de diciembre. El participó en el
almuerzo donde nos reunimos Chávez, elenos, FARC. Está
encargado de la seguridad de los elenos» [dirigentes del
ELN].
Un año después, Estados Unidos tomó medidas contra
Rangel Silva y dos de sus colegas, incluyéndoles en la lista de
la Oficina de Control de Bienes Extranjeros (OFAC), del
Departamento del Tesoro. De esta forma se congelaban
posibles activos que tuvieran en suelo estadounidense y se
prohibía cualquier relación financiera con ellos. En esa
decisión de diciembre de 2008, el Tesoro dio por probado que
Rangel había «asistido materialmente» las actividades de
narcotráfico de las FARC y había «promovido una mayor
cooperación» entre los terroristas colombianos y el Gobierno
venezolano.
El Tesoro acusó al general Hugo Carvajal de «asistencia»
a la guerrilla, lo que incluía «proteger de las autoridades
antinarcóticos venezolanas los envíos de droga y proveer
armas a las FARC, permitiéndoles mantener un baluarte en el
codiciado departamento de Arauca». Tras especificar que en
esa región colombiana se cultivaba coca y se producía
cocaína, la acusación también adjudicaba a Carvajal el
«proveer a las FARC de documentos de identificación del
Gobierno que permite a los miembros de las FARC viajar a
Venezuela y desde Venezuela con facilidad». Por último, a
Rodríguez Chacín se le señalaba como «el principal contacto
sobre armamento» entre el Gobierno de Chávez y los terrorista
colombianos, los cuales «utilizan lo que obtienen de la venta
de droga para comprar armas del Gobierno venezolano». En
este sentido, se destacaba que Rodríguez Chacín había
quedado en la reunión de Caracas de 2007 como el gestor de
un préstamo de trescientos millones de dólares a las FARC.
Venezuela justificó formalmente sus contactos públicos con
la guerrilla colombiana, entre ellos la recepción de algunos de
sus cabecillas en el Palacio de Miraflores, como un intento de
mediar en la puesta en libertad de prisioneros. Ese tipo de
contactos mediadores de un Gobierno con un grupo armado de
otro país no son inusuales. Durante la segunda presidencia de
Carlos Andrés Pérez ya hubo conversaciones de ese tipo, y la
propia Francia estaba interesada en la intercesión de Chávez
para lograr la liberación de Ingrid Betancourt, la dirigente de
nacionalidad franco-colombiana que sería rescatada por el
Ejército en julio de 2008. Chávez también contaba con
implicar a España en el proceso. Pero ese tipo de mediaciones
internacionales nunca ocurre con cláusulas a espaldas del país
democrático que sufre la violencia del grupo en armas. Ni
mucho menos esconde ayuda económica, logística y de
armamento a la guerrilla que combate el orden institucional de
un país vecino, legítimamente constituido mediante la
expresión de la voluntad popular.
Traspaso de negocio por defunción del dueño
Los militares que llevaban las riendas de esas actividades
eran de la máxima confianza de Chávez. A muchos los conocía
de su tiempo en la Academia Militar y varios habían
participado en el fallido golpe del 4 de febrero de 1992.
Había una hermandad de sangre que básicamente perduró
durante la presidencia del comandante. Para evitar una
eventual postergación tras su muerte, Chávez ató que varios de
ellos se presentaran como candidatos a gobernadores en las
elecciones regionales de 2012, que tuvieron lugar en
diciembre de ese año, cuando ya él estaba moribundo en Cuba.
Así ocurrió con los exministros de Defensa Henry Rangel
Silva, Carlos Marta Figueroa y Ramón Carrizález, y el
exministro de Interior Ramón Rodríguez Chacín, que
resultaron elegidos como gobernadores de los estados
Trujillo, Nueva Esparta, Apure y Cojedes, respectivamente.
Esos cuatro veteranos eran parte sustancial del cartel de
los Soles, en el que también se destacaba Adán Chávez,
hermano del líder de la revolución y gobernador de Barinas,
así como Tareck el Aissami, gobernador de Aragua. El
Aissami aportaba además la coordinación con Hezbolá,
igualmente implicada en el narcotráfico. En el cartel, el Pollo
Carvajal venía a ejercer las funciones de jefe de operaciones
(COO en términos societarios), mientras que José David
Cabello, superintendente del Seniat (agencia tributaria y
aduanera), se desempeñaba como jefe de finanzas y logística
(CFO); su hermano Diosdado estaba al frente del entramado,
con el poder propio de un consejero delegado (CEO). Una
estructura así era la que se deducía de las revelaciones de
Leamsy Salazar cuando en enero de 2015 el que había sido
asistente personal de Diosdado Cabello llegó a Washington
para testificar contra él (también lo hizo el responsable de las
operaciones de droga para el oriente del país). Todo indica
que un par de meses después quedó listo su indictment, aunque
probablemente iba a permanecer sellado durante un tiempo.
En ese esquema, Pdvsa actuaba como gran instrumento de
lavado de dinero al servicio de ese negocio ilícito paraestatal,
pero también había otras vías para la legitimización de
capitales. Como ministro de Industrias, cargo que
simultaneaba con el de jefe del Seniat, José David Cabello
tenía bajo su mando a Minerven, la sociedad pública dedicada
a la extracción de oro. Precisamente uno de los búnkeres
llenos de dinero que Salazar atribuía al presidente de la
Asamblea Nacional estaba en Bolívar, el estado de mayor
tradición aurífera y sede de Minerven. La colaboración de los
dos hermanos en el narcotráfico había revestido muchas
modalidades: cuando José David era presidente del
aeropuerto de Maiquetía, lo que hacían era utilizar un Boeing
727 al que le quitaban los asientos y llenaban de droga para
enviarlo semanalmente a México, como aportó otro de los
confidentes contra Cabello que comenzaba a tener Estados
Unidos.
Durante su mandato, Chávez actuó como presidente de esta
trama. Probablemente más como chairman no ejecutivo,
aunque intervenía para marcar direcciones. «Todos
responsabilizan a Chávez del gran narcotráfico en Venezuela.
Confirman y reconfirman que tenía el control, que sabía el
estado del asunto en cada momento, aunque era un control
conceptual, no operativo, pues los detalles de ejecución los
dejaba a otros», cuenta en Washington alguien que ha
mantenido contactos con miembros de ese gran engranaje para
su posible colaboración con las autoridades estadounidenses.
¿Y Maduro? ¿Heredó también la silla al frente del consejo de
administración del narcoestado? «Todos aceptaban la
autoridad del comandante, y así se podía tener bajo control un
negocio que tiende a la anarquía y a las traiciones mutuas.
Maduro también está al tanto y en ocasiones ha querido
intervenir en algunos aspectos del día a día, pero eso creaba
tensiones y Cabello ha logrado más autonomía», afirma esa
persona. Con autorización del padre, en cualquier caso,
Nicolasito Maduro estaría volcado en sacar ventaja del tráfico
de droga, según habría indicado el testigo Salazar en su
debriefing. El hijo del presidente actuaría mano a mano con su
hermanastro Walter Jacob Gaviria Flores, hijo de la primera
combatiente, Cilia Flores, y juez titular de primera instancia
en casos penales.
Esa colaboración juvenil seguía al tándem formado por el
hijo de Chávez, Huguito, y el del embajador cubano Germán
Sánchez Otero, quien dirigió la embajada de Cuba en Caracas
durante quince años y tuvo una estrecha relación con el líder
bolivariano. Los transportes de cocaína, con conocimiento de
Sánchez Otero y otros funcionarios castristas, se realizaban
generalmente en aviones pequeños de Pdvsa, que iban de
Venezuela a Cuba y cuya carga era luego dirigida a Estados
Unidos por una red en la isla, de acuerdo con la versión
ofrecida por Salazar. En 2009, al trascender en exceso el
rumor de esa actividad, el hijo del embajador fue detenido un
día cuando volaba solo, mientras que su socio fue obligado a
someterse a rehabilitación. Cuba relevó al diplomático pues su
continuidad era embarazosa.
Es difícil precisar el grado de complicidad de los Castro
con el narcoestado chavista. Tratándose su régimen de una
dictadura y teniendo tanto control sobre Venezuela, cuando
menos cabría hablar de amparo. Pero hay ejemplos que
también suponen colaboración y beneficio. «La secretaría de
la gobernación de Apure, que es el estado con frontera más
permeable a las FARC, está controlada por los cubanos. El
servicio de inteligencia cubano se financia con operaciones de
narcotráfico», asegura la fuente citada unas líneas más arriba.
Con todo, la foto se movía ante la situación fluida de
alianzas de poder de un chavismo en modo de supervivencia.
Maduro cambió varias veces de sitio al general Hugo
Carvajal. Irónicamente lo designó presidente de la Oficina
Nacional Contra el Crimen Organizado, y luego lo recuperó
para su tradicional puesto de jefe de la Dirección de
Inteligencia Militar. En enero de 2014 lo envió de cónsul a la
isla caribeña de Aruba, dominio neerlandés frente a las costas
venezolanas, donde podía ser igualmente útil para el tráfico de
droga.
La DEA estadounidense vio en ese último nombramiento
una oportunidad para enjaular al Pollo. Quería aprovechar el
lapso de tiempo que normalmente transcurre entre la
designación para un puesto diplomático en el exterior y la
aceptación oficial del enviado por parte del país de destino.
Hasta que no ocurre ese reconocimiento final la persona
designada no goza de inmunidad diplomática. Con un soplón
en el aeropuerto de Aruba, la DEA controló las llegadas del
militar y supo de un aterrizaje a comienzos de julio.
Washington se coordinó con las autoridades holandesas,
dispuestas a proceder al arresto y a la extradición, pero el
narcogeneral abandonó Aruba en un yate sin que pudiera
llevarse a cabo la detención. El 23 de julio Carvajal llegó de
nuevo, en un avión propiedad de un testaferro del presidente
de Pdvsa, y fue detenido.
Estados Unidos le acusó formalmente de haber
«coordinado» en 2006 el envío de 5,6 toneladas de cocaína de
Venezuela a México, cargamento que luego habría traspasado
la frontera estadounidense, de acuerdo con los cargos
elevados por las fiscalías federales de Nueva York y de
Miami, en sendos indictments sellados tiempo atrás y que
habían permanecido en secreto hasta entonces. También le
acusó de haber mantenido a lo largo de los años una estrecha
asociación con narcotraficantes «dándoles protección para
evitar su captura, aportándoles información sobre las
actividades del personal militar y policial, e invirtiendo en
cargas de cocaína exportada desde Venezuela». El pliego
fiscal también advertía que «otros oficiales de alto rango,
civiles y militares» habían participado en la cobertura del
tráfico de droga.
Pero cuando todo apuntaba a un macrojuicio en Estados
Unidos, con Carvajal como figura central en el banquillo y la
expectación de que implicara al resto de la alta jerarquía
chavista, las enormes presiones de Caracas sobre las
autoridades de Aruba y de Holanda se hicieron sentir. A pesar
de que el juez y el fiscal de la isla dieron por sentado que
habría extradición, Holanda se corrigió y, contraviniendo su
propia práctica, aseguró que en realidad Carvajal sí tenía
inmunidad diplomática. Rápidamente un avión enviado por
Maduro recogió al general, que fue recibido como un héroe
por el oficialismo. ¿Por qué Holanda cambió de actitud?
¿Temió efectos colaterales petroleros? ¿Se vio intimidada por
las maniobras militares que Venezuela realizó cerca de Aruba?
Alguien que participó en el operativo para apresar al Pollo se
inclina a pensar que, más bien, se debió a que el Gobierno
holandés desistió de hacer un favor a Estados Unidos cuando,
justo en esos días, juzgó como fría la reacción de Barack
Obama ante el avión de pasajeros abatido por los rebeldes del
este de Ucrania. La atención inicial de Obama sobre la única
víctima de nacionalidad estadunidense, cuando hubo 298
muertos, 193 de ellos holandeses, y la poca eficacia de
Washington en su presión sobre Rusia para permitir el acceso
al lugar del siniestro pudieron hacer desistir a Holanda de dar
la cara por Estados Unidos frente a Caracas.
Los mapas de la DEA no engañan
No hay nada más gráfico sobre la importancia adquirida por
Venezuela en el narcotráfico –cerca de trescientas toneladas en
2014, cinco a la semana– que los mapas del Caribe que
maneja la DEA. Están realizados a partir del monitoreo de las
trazas aéreas de narcotraficantes, detectadas por los radares
de largo alcance del Comando Sur de Estados Unidos. Esos
mapas elaborados por las autoridades estadounidenses
reproducen en trazo rojo el itinerario de cada uno de los
vuelos ilícitos –principal vía de transporte en el área del
Caribe–, mostrando de modo muy visual cuáles son los lugares
de origen y destino más habituales, así como las rutas
seguidas.
Si hasta el año 2000, la mayor parte de esos vuelos se
originaban en Colombia, en el mapa de 2005 se manifestaba
muy claramente la presión del duro plan Bogotá-Washington
de combate contra el narcotráfico (Plan Colombia), que hacía
que las FARC estuvieran desviando parte de su mercancía a
través de su vecino oriental. Ese vuelco era clamoroso en el
mapa de 2012, donde prácticamente aparecía una sola gran
mancha roja: casi todos los vuelos sospechosos en la región
salían de Apure, estado venezolano lindante con la frontera
colombiana, volaban hacia el norte, adentrándose en el Caribe,
y luego daban un quiebro de casi noventa grados hacia el oeste
para llegar a Honduras, evitando así los radares instalados en
Colombia. El Departamento de Estado norteamericano
calculaba que casi el ochenta por ciento de los vuelos que
partían con droga de América del Sur llegaba a Honduras,
para continuar luego por tierra o mar a México y finalmente a
Estados Unidos.
La mayor parte del cargamento iba a bordo de pequeñas
avionetas Cessna, en ocasiones hasta diez diarias, con
trescientos o cuatrocientos kilos de cocaína. Algunos
transportes se hacían en modelos King 300, algo mayores, con
capacidad para desplazar setecientos u ochocientos kilos.
Normalmente la mitad del interior de los aparatos iba repleta
de droga y la otra mitad estaba habilitada para tanque de
combustible: el peso se ajustaba a la distancia que debía
cubrirse. Las seis horas de vuelo entre Venezuela y Honduras
podían aliviarse con una escala en Punto Fijo (Falcón), antes
de dejar territorio nacional.
Las narcoavionetas eran operadas por piloto y copiloto,
que podían cobrar unos cincuenta mil dólares por misión, dado
el riesgo de volar en aparatos sometidos a un uso continuo, sin
apenas mantenimiento y con ocasionales siniestros por fallos
mecánicos. En caso de graves daños de la avioneta por
aterrizaje en terrenos inadecuados, la norma era prenderle
fuego una vez extraída la carga para dejar los menos rastros
posibles. Los beneficios cubrían de sobra la compra de un
nuevo aparato: en el mercado podían obtenerse diez mil
dólares por kilo de cocaína, es decir, que cada vuelo permitía
hacer entre tres y ocho millones de dólares de caja.
En una situación continuamente cambiante –se alude al
efecto globo: apretar en un lado desplaza el tráfico hacia otro
lugar– la ruta aérea a Honduras había perdido su casi
hegemonía en 2014, debido a la presión gubernamental
ejercida en ese país. Pero con un gran frente litoral en el
Caribe –el mayor de la cuenca–, Venezuela seguía
conservando su estatus de gran distribuidor de la droga. Los
vuelos hacia Centroamérica se redujeron un tercio y la
mercancía llegada a Estados Unidos a través de las islas del
Caribe, especialmente la República Dominicana, ascendió al
dieciséis por ciento. Las rutas marítimas tenían escalas en
Aruba y también utilizaban como base las Bahamas; de ahí
muchas veces la carga era dejada en el mar con flotadores
equipados con GPS, que podían ser recogidos por pesqueros o
botes de recreo con base en puertos de Estados Unidos.
En cuanto a la cocaína colombiana que va a Europa, en su
mayoría sale en barcos pesqueros que zarpan de los puertos
venezolanos de Puerto Cabello y Maracaibo. A Europa
también llega la droga generada por Perú y Bolivia, países que
ya en 2012, con una producción cada uno de trescientas
toneladas, habían sobrepasado el volumen aportado por
Colombia, que fue de aproximadamente doscientas toneladas,
según datos de la Oficina de Política Nacional de Control de
Droga de la Casa Blanca. Los cargamentos que tienen su
origen en Perú y Bolivia se distribuyen básicamente a través
del Cono Sur.
La principal vía de entrada en el continente europeo es
España, a cuyas costas atlánticas llegaba directamente la
mercancía en la década de 1980. La mayor vigilancia ha
obligado a los carteles a buscar África Occidental como
cabeza de playa, de manera que, antes de saltar a España u
otros destinos europeos, la droga llega primero a Mauritania,
Senegal, Guinea Bissau, Sierra Leona o Costa de Marfil.
Debido al aumento del control marítimo ha crecido el
transporte trasatlántico aéreo. Se trata de vuelos que sobre
todo salen de ciudades venezolanas como Barcelona o
Valencia. De esta última ciudad, por ejemplo, partió en
febrero de 2012 un jet Bombardier con 1,2 toneladas de
cocaína, con llegada a la isla de Gran Canaria: nueve guardias
nacionales bolivarianos fueron detenidos. Gran alarma creó en
noviembre de 2009, por el salto de envergadura que suponía,
el hallazgo de los restos de un gran avión, un Boeing 727, en el
desierto de Mali. Había sido incendiado después de
transportar desde Venezuela un cargamento de cocaína,
probablemente de varias toneladas.
Un último episodio de enorme eco, en septiembre de 2013,
fue el transporte de 1,3 toneladas de cocaína en un avión de
pasajeros de Air France que hacía el trayecto Caracas-París.
La droga iba en una treintena de maletas. ¿Cómo fue posible
burlar la vigilancia en Maiquetía y pasar los controles en
París? Todo sugiere que la facilidad encontrada en Francia
para introducir la droga se debió a que secretamente las
autoridades francesas articularon una operación de entrega
controlada. En origen, en cambio, la implicación de altos
responsables de la seguridad del aeropuerto era cierta. Ante la
repercusión internacional, Venezuela tuvo que proceder a una
amplia redada, que incluyó al teniente coronel Ernesto Mora,
jefe de seguridad del Maiquetía, y otros militares de la
Guardia Nacional de su equipo.
Que las detenciones se habían hecho de mala gana lo
indicó la reacción de Maduro, que en lugar de felicitarse de
que se hubiera detectado la vulnerabilidad del aeropuerto
internacional de Caracas, para así enmendarla, cargó contra el
exterior. «Cuidado si no está metida detrás la mano de la
DEA. Estamos investigando», dijo, atribuyendo a los
estadounidenses el empeño en fabricar pruebas para acusar a
Venezuela de narcoestado. La verdad es que Washington tenía
ya pruebas para eso y para vincular a Maduro con otras
ocultas actividades.

7. NICOLÁS EN LA GUARIDA DE
HEZBOLÁ
Vinculaciones con el extremismo islamista
Móntate en un avión, que nos vamos a Irán». Al otro lado de la
línea, la voz de Hugo Chávez sonó tan imperativa como
cuando repartía órdenes en el fallido golpe del 4 de febrero de
1992. Rafael Isea, de solo 24 años aquel 4-F, tenía grabado
ese día que unió su destino al de Chávez, incluyéndole en el
estrecho círculo de confianza del futuro presidente. Los
recuerdos de todo lo que vendría después los repasó Isea
cuando en septiembre de 2013 voló de la República
Dominicana a Washington, en un viaje sin retorno para
colaborar con investigaciones en curso en Estados Unidos.
Pero en 2007, cuando Chávez le llamó para incorporarle a la
visita oficial a Teherán –aquel «móntate en un avión, que nos
vamos a Irán»–, Isea no tuvo ocasión de rememoraciones,
porque de inmediato tenía que prepararse para el intenso
trabajo de las siguientes jornadas. Como viceministro de
Finanzas y presidente del Banco de Desarrollo Económico y
Social (Bandes), debía poner al día las cifras que utilizaría
durante la estancia en Teherán. Sus preparativos, sin embargo,
le sirvieron de poco para la gran sorpresa que le esperaba.
A Isea, que se iba a añadir a la comitiva oficial
directamente en la capital iraní, le dieron un pasaje de avión
con escala en Damasco. Era la ruta que una semana cubría
Conviasa, la compañía de bandera venezolana, y la siguiente
lo hacía Iran Air. La línea, inaugurada en marzo de 2007, no se
abrió porque hubiera demanda real, sino porque facilitaba un
rápido transporte de personas y de carga entre la Venezuela de
Chávez y el Irán de Ahmadineyad sin que hubiera que dar
explicaciones a terceros países. La iniciativa fue acordada por
los dos presidentes en la entrevista que tuvieron en Caracas en
enero de ese año, en la que también se preparó el misterioso
viaje del que estas líneas dan cuenta y se cerró el favor entre
Argentina e Irán que más tarde se explicará.
Al principio la ruta aérea incluyó escalas técnicas en
Madrid, pero tras la insistencia de las autoridades españolas,
en aplicación de las regulaciones de la Unión Europea, de
inspeccionar la carga, los operadores se aseguraron de usar
aviones con mayor depósito de combustible para no tener que
repostar. Esa directa conectividad con Oriente Medio sirvió
para poner el Caribe más rápidamente al alcance de Hezbolá y
para facilitar el tráfico de cocaína y armas. Una vez rodada
esa relación y desarrolladas otras vías de asiduo contacto, el
vuelo regular pudo suspenderse en 2010, cuando su verdadera
misión –se llegó a conocer como aeroterror– era ya un clamor
y tanto Conviasa como Iran Air podían ser castigadas
internacionalmente.
Uno de los militares que con el tiempo entró también
contacto con Washington contó, en una de las confesiones que
me llegarían, que en uno de esos viajes, yendo de Damasco a
Caracas, su esposa comenzó a hacer más fotos de la cuenta,
entretenida en retratar a las azafatas iraníes (era un servicio de
Iran Air que había partido de Teherán). Las encontraba
pintorescas por el velo que llevaban cubriéndoles el cabello.
A los pocos segundos –la puerta aún seguía abierta–, un
guarda de seguridad requirió la máquina y se aseguró de que
quedaban borradas todas las fotos. No fue el único incidente
del viaje. A los diez minutos de estar en el aire, el capitán
anunció que volvían a Damasco debido a un percance. Cuando
aterrizaron, el militar vio cómo operarios volvían a sujetar
unas cajas que al parecer se habían desatado. Rápidamente las
identificó como transporte de armas, probablemente granadas,
a juzgar por los códigos que había en las cubiertas. La
mercancía no pareció alarmar a nadie en la pista –al fin y al
cabo la escala de la línea se realizaba en una base militar, no
en el aeropuerto civil de Damasco–, pero la esposa del militar
no pudo pegar ojo en todo el trayecto pensando que aquello
podía explotar en medio del Atlántico.
También Rafael Isea se llevó un sobresalto en Damasco.
Cuando el avión aterrizó en la base militar, solo para repostar,
de pronto un oficial de seguridad sirio subió al aparato y le
pidió que le acompañara. «Tiene que bajarse aquí, tiene una
reunión; le está esperando un funcionario de su país», le dijo.
Sin recibir respuesta a su demanda de más información, fue
conducido en un coche oficial del Gobierno de Bashar al
Assad hasta un hotel. Allí las medidas de seguridad eran fuera
de lo común. Una vez tomado el ascensor y llegado a la
habitación que se le asignaba, el viceministro recibió una
llamada. Era Nicolás Maduro, entonces en el puesto de
canciller, que le pedía que fuera a la habitación en que él se
encontraba. «¿Qué hace aquí Nicolás? ¡Qué raro!», se dijo.
Cuando Isea llamó a la puerta del lugar al que era convocado y
entró en la estancia se encontró allí a Maduro con Hasán
Nasralá, el jefe de Hezbolá, uno de los hombres más buscados
por Estados Unidos. Con ellos había un traductor. Al día
siguiente de aquel inesperado encuentro, Maduro e Isea se
trasladaron en vuelo privado, con avión de Pdvsa, a Teherán,
donde se juntaron con Chávez.
Lo que se trató en aquella habitación de hotel no ha sido
desvelado, aunque ciertas informaciones permiten sospechar
que allí se acordó dar espacio a Hezbolá en Venezuela, en
aspectos como el narcotráfico. También se prometió a la
organización el transporte de armas al Líbano, así como su
acceso a pasaportes venezolanos para facilitar el
desplazamiento de sus militantes. Isea ofreció los detalles de
esa conversación a las autoridades de Estados Unidos. Si su
testimonio interesaba a Washington era precisamente por
informaciones como esa.
Las vinculaciones del Gobierno chavista con Hezbolá, la
milicia libanesa de filiación chií, financiada por Irán, apoyada
y entrenada por la Guardia Revolucionaria iraní y respaldada
también por Siria, habían sido denunciadas en muchos foros.
Sin embargo, la falta de atentados terroristas que se hubieran
planificado o llevado a cabo por células de Hezbolá ubicadas
en Venezuela o el resto de Latinoamérica restaba atención a
ese entrelazamiento entre Hezbolá y la propia estructura de
seguridad del Estado venezolano. Hay que remontarse a las
masacres de 1992 y 1994 en Buenos Aires para hablar de
efectivo terrorismo islámico al sur de Río Grande. Pero la
ausencia de ataques no privaba del riesgo de que pudieran
ocurrir. De hecho, la inspiración iraní había estado detrás de
varias acciones frustradas, de diversa seriedad, en Estados
Unidos y México. El ascenso a través de Centroamérica de las
redes de Hezbolá controladas desde Venezuela fue el
detonante de una mayor conciencia en Washington. Que se
ponga en jaque la seguridad de su propia frontera es el nervio
que siempre acaba por activar una intensa colaboración entre
las distintas agencias estadounidenses.
Documentos que pude examinar –comunicaciones entre
embajadas y pasajes de avión, justamente en la línea de
Conviasa entre Oriente Medio y Caracas–, confirman la
celebración el 22 de agosto de 2010 de una pequeña cumbre
de dirigentes del extremismo islámico. En la sede de la
inteligencia militar venezolana se reunieron mandos de
Hezbolá, Hamás y otros agentes de la yihad. En la cita estaban
implicados los embajadores en Damasco de Venezuela, Imán
Saab Saab, y de Irán, Ahmad Mousavi. Precisamente el
número dos de la diplomacia chavista en la capital siria, el
libanés naturalizado venezolano Ghazi Nassereddine (también
escrito Nasr al Dine), era la persona más prominente de
Hezbolá en Venezuela. Nassereddine, a su vez, mantenía una
estrecha relación con Tareck el Aissami, ministro del Interior
entre 2008 y 2012.
Nassereddine y El Aissami fueron señalados por fiscales
de Estados Unidos como los principales interlocutores de
Chávez con Hezbolá. Al primero le atribuía la financiación de
operaciones terroristas; al segundo, la entrega de pasaportes a
activistas de esa organización, por mediación de
Nassereddine. Un estudio de Joseph Humire, Iran’s Strategic
Penetration of Latin America (2014), ha podido contar hasta
173 individuos vinculados básicamente con Hezbolá y la
Guardia Revolucionaria de Irán que usaron pasaportes
venezolanos en viajes a otros países, entre ellos Canadá.
Los Nassereddine, visados desde Beirut
Consultar internet para saber a qué hora debía postrarse para
orar fue «un riesgo indebido que Oday Nassereddine nunca
debió correr de manera voluntaria», advierte un informador –a
él se deben las siguientes revelaciones– que ha seguido de
cerca la actividad de ese individuo y otros miembros de su
familia. Oday cuidó dónde y cuándo llamaba con su teléfono
móvil, para evitar ser localizado en determinadas misiones,
pero no se percató de que cuando en Venezuela tecleaba sus
coordenadas en una página web para conocer los momentos de
puesta y salida del sol, estaba pregonando en la red su propia
localización. Sus dígitos, leídos a distancia, permitieron trazar
sus pasos. Así, la DEA estadounidense supo que residía en
Barquisimeto, a solo veintiséis kilómetros del campo de
entrenamiento que Hezbolá tenía en Yaritagua, en el vecino
estado Yaracuy, y que el propio Oday Nassereddine
comandaba. Las prácticas de guerrilla se realizaban en la finca
que le fue expropiada al diputado de la oposición Eduardo
Gómez Sigala.
La ubicación satelital permitió atar algunos cabos y cerrar
más el cerco sobre Ghazi Nassereddine, hermano de Oday,
considerado el gran operativo de Hezbolá en Venezuela. Un
viaje que hicieron juntos en los primeros meses de 2013 a
Cancún fue la campanada de alerta que la DEA necesitaba en
la complicada burocracia de Washington para que todas las
agencias, incluida la CIA, acabaran de ponerse en marcha. En
ese viaje a México, los dos hermanos contactaron con la mafia
de la droga en la península de Yucatán. El trato beneficiaba a
las dos partes: ayuda logística para que células de Hezbolá
pudieran llegar hasta la frontera de Estados Unidos y
atravesarla, a cambio de parte de la droga que la propia
organización terrorista chií manejaba en Venezuela.
Ghazi entró en la historia de Venezuela por otro hermano
suyo, Abdalá, quien a comienzos de la década de 1980 emigró
desde el Líbano al país caribeño y se instaló en la isla
Margarita. Parte de la familia seguiría después, de forma que
varios hermanos acabaron residiendo en Venezuela. Ghazi hizo
frecuentes viajes entre ambos países, con largas estancias en
suelo venezolano que le permitieron obtener una segunda
nacionalidad: su cédula de identidad venezolana fue expedida
en julio de 1998. La victoria de Hugo Chávez a final de ese
año supuso un ascenso de estatus para la familia. Abdalá, que
financió la campaña chavista en la isla Margarita gracias a sus
negocios de lavado de dinero, fue elegido diputado en la
Asamblea Constituyente al año siguiente. Ghazi entró entonces
a trabajar en la Cancillería: saber árabe y farsi, entre otros
idiomas, ayudaba a abrir puertas a las que ahora el chavismo
deseaba llamar.
Captado en su juventud por Hezbolá, Ghazi Nassereddine
supo aprovechar bien las ventajas que aportaba su nueva
situación diplomática para ganar en peso estratégico dentro de
la organización. Un conjunto de comunicaciones internas que
una filtración puso en mis manos –podríamos bautizarlas como
los cables de Nassereddine– muestran el papel jugado por
este en la facilitación de visados y pasaportes venezolanos a
elementos de Hezbolá. En 2005, por ejemplo, siendo ministro
consejero en la embajada de Siria, Nassereddine se movía a
sus anchas entre ese país y Líbano, en cuya embajada también
se inmiscuía a pesar de no tener formalmente competencias.
Según quejas confidenciales expresadas entonces al Ministerio
de Exteriores en Caracas, el libanés-venezolano se había
presentado en Beirut con la intención «de realizar una
evaluación de todas las áreas» de la embajada, a la que no
pertenecía, como denunciarían los diplomáticos en plaza. En
esa ocasión, Nassereddine pidió revisar las solicitudes de
visas presentadas «procediendo a analizar, estudiar y decidir
sobre el otorgamiento o no de la totalidad de los visados»,
algo que además solo correspondía a la autoridad de Caracas.
Durante los dos siguientes años, la embajada en Beirut se vio
sujeta a «la continua presencia de innumerables ciudadanos
libaneses manifestando ser recomendados» por quien parecía
ejercer de plenipotenciario, «para que les sea concedida
inmediatamente la visa sin querer cumplir con los requisitos
exigidos».
Nassereddine acusó luego a la embajadora en Beirut, Zoed
Karam, de haber pasado esa información a la CIA y, en
colaboración con esta, de haber torpedeado su siguiente
nombramiento. En 2007, meses después de que Nicolás
Maduro tomara el mando del Ministerio del Poder Popular
para las Relaciones Exteriores, el nuevo canciller quiso situar
al controvertido diplomático donde más útil le estaba siendo y
le designó ministro consejero en Beirut. Ese era el tiempo en
que Maduro se había reunido secretamente cara a cara con
Hasán Nasralá, el supremo líder de Hezbolá, y Nassereddine
era una pieza clave en el entramado. Pero, poco dados a
formalismos, ni Maduro ni su protegido cayeron en la cuenta
de que, como libanés, el recién nombrado no podía ejercer un
puesto diplomático destacado en el Líbano. Alertadas las
autoridades nacionales del país anfitrión –Nassereddine
aseguraría tener pruebas de que fue la propia embajadora,
Zoed Karam, la que dio el chivatazo–, el nombramiento fue
rechazado. Karam se quejó ante Maduro de la irregularidad de
todo el procedimiento, que ponía en evidencia unas extrañas
prisas: el nuevo ministro consejero ya estaba en Beirut antes
incluso de recibir la notificación del nombramiento, y nada
más llegarle este por fax se personó en la embajada, sin que
nadie en ella fuera previamente informado.
El afectado montó en cólera y pidió represalias contra
Karam, pero tuvo que volverse para Siria, aunque continuó
con viajes al vecino país. Aún en 2012 insistía en el cambio:
«propongo que se me autorice mi renuncia a la nacionalidad
libanesa inmediatamente y enviarme como ministro consejero
a Líbano y posteriormente se me designe como embajador
apenas se logre sacar a esa traidora», escribió a la
Cancillería. Esa designación ulterior parecía haber sido ya
parte del plan original pactado entre Maduro y Nassereddine.
En caso de no poder llevarse esto a cabo, pedía vivir en
Beirut, manteniendo el pasaporte diplomático tanto para él
como para su esposa y sus hijos, dado que sus actividades le
habían puesto en la mirilla del «maldito imperio». Hacía gala
de haber «conformado varias organizaciones sociales de
carácter revolucionario» y «mantenido relaciones directas de
hermandad con todas las fuerzas políticas progresistas y
antiimperialistas» de Oriente Medio. Sin puesto, pero con
pasaporte diplomático, hizo estancias más largas en Venezuela,
instalado en el hotel Alba de Caracas, nombre que el chavismo
dio al cinco estrellas de la cadena Hilton expropiado. En
plena guerra civil siria, puso a su cuenta de Twitter el nombre
de «Siria resiste», acompañado de una foto de él con Al Assad
y Chávez.

Isla Margarita, lavado de dinero
La actividad de los hermanos Nassereddine transformó la isla
Margarita, a veintitrés kilómetros de tierra firme, en un bastión
del lavado de dinero y en una estación del tráfico de droga.
Siendo un principal destino turístico, y además zona libre de
impuestos, la isla reúne características que fomentan el flujo
de mercancías de lujo y de personas no residentes. De casi
setecientos mil habitantes y unos mil kilómetros cuadrados,
tradicionalmente la isla había acogido a la casi única
comunidad islámica de Venezuela, que era principalmente de
origen palestino y suní. No era muy numerosa, pues la
inmigración árabe, más repartida por el país, había sido
fundamentalmente cristiana, de Siria y de Líbano.
Entre la población musulmana de la isla, conocida
popularmente como los turcos, había muchos pequeños
comerciantes dispuestos a ayudar a la Organización para la
Liberación de Palestina (OLP), con contribuciones y también
con blanqueo de dinero. Esa actividad siempre fue a pequeña
escala, dado que los volúmenes de capitales que podían mover
sus comercios eran reducidos. Estados Unidos calculaba que
las sumas enviadas a la OLP no sobrepasaban en su conjunto
los cien mil dólares anuales. Con todo, durante aquellos años
el espionaje estadounidense estuvo atento a lo que pasaba en
ese punto del Caribe, casi el único lugar de Venezuela donde
la CIA se movía sobre el terreno.
Las dinámicas internacionales puestas en marcha por Hugo
Chávez llevaron a que la isla mudara la piel. Una nueva ola de
inmigrantes musulmanes de Siria y de Líbano dio a los chiís el
protagonismo: negocios de línea blanca, venta de automóviles,
aventuras financieras… y la droga, convertida en el gran
instrumento para bombear sangre arterial a Hezbolá. En una
estructura hasta entonces limitada a legitimización de capitales
en sumas de tímidas cuatro cifras, Ghazi Nassereddine se hizo
claramente un sitio con operaciones de blanqueo que
fácilmente llegaban a los cuarenta millones dólares, como
atestigua la documentación en la que la Fiscalía de Nueva
York basaba sus acusaciones. La droga había estado siendo
despachada hacia Africa, para pasar luego a Europa y ser
distribuida allí por las células de Hezbolá. Las operaciones
globales incluían contrabando y venta de armas.
El Tesoro de Estados Unidos incluyó en 2008 a
Nassereddine en su lista negra por auxilio del terrorismo,
basándose en informaciones que el FBI utilizó en 2015 para
situarlo también en su lista de personas buscadas. «Es
extremadamente perturbador ver al gobierno de Venezuela
emplear y dar seguridad y protección a facilitadores y
recaudadores de fondos de Hezbolá», declaró la Oficina de
Control de Bienes Extranjeros (OFAC). Según las pesquisas
del Departamento del Tesoro, Nassereddine había asesorado a
donantes de Hezbolá sobre cómo hacer llegar el dinero a la
organización, indicándoles las cuentas bancarias que eran
usadas por Hezbolá. La investigación también aseguraba haber
comprobado que el diplomático se había reunido con «altos
funcionarios» de Hezbolá en el Líbano para discutir «temas
operacionales» y había organizado viajes de militantes de la
organización hacia y desde Venezuela. Uno de esos viajes, en
2005, según precisaba el Tesoro, fue a Irán para participar en
un curso de entrenamiento. Al año siguiente Nassereddine
organizó una visita a Caracas de dos representantes del grupo
islámico en el Parlamento libanés para recaudar fondos y
coordinar la apertura de un centro comunitario y una oficina
patrocinados por Hezbolá.
Esos movimientos eran gestionados en Caracas por las
agencias de viajes de Mustafá Kanaan. Señalado también por
el Tesoro estadounidense, Kanaan «se reunió con altos
oficiales de Hezbolá en el Líbano para discutir aspectos
operativos, incluyendo posibles secuestros y ataques
terroristas», e incluso «viajó también con otros dos miembros
de Hezbolá a Irán para recibir entrenamiento». Kanaan, dueño
de las agencias Hilal y Biblos, ambas abiertas en el mismo
edificio del centro de Caracas, negó las denuncias. No
obstante, cuando el Tesoro eleva alegaciones contra alguien,
congelando sus posibles bienes en Estados Unidos y
prohibiendo a todo ciudadano nacional mantener interacciones
económicas con la persona señalada, es que ha revisado bien
sus pruebas. De lo contrario se arriesga a un pleito por dañar
el patrimonio del afectado.
El hecho de que Hezbolá tenga un doble mostrador, uno
desde el que dispensa acción política y red social entre las
comunidades que controla y otro en el que apoya el cañón de
sus armas, ha complicado su percepción en el mundo como una
organización terrorista. Estados Unidos la venía catalogando
así desde hacía años, pero la Unión Europea no lo hizo hasta
2013, e incluso entonces con reticencias de algunos de sus
miembros por temor a castigar al todo por la actividad de una
parte. Como concluye Matthew Levitt en Hezbollah. The
Global Footprint of Lebanon’s Party of God (2013), la
organización ciertamente no puede ser entendida sin sus
actividades políticas, sociales y militares en el Líbano, «pero
sus actividades fuera del Líbano son igualmente
fundamentales, incluyendo sus empresas criminales y redes
terroristas». Levitt constata que el ala de las operaciones
encubiertas internacionales, encargada de procurar
financiación y logística, así como de realizar acciones
terroristas, está bajo la autoridad última de su consejo rector,
como el resto de sus divisiones.
No es una obsesión gringa por satanizar a todo
simpatizante de los movimientos radicales de Oriente Medio.
El propio núcleo del régimen chavista fue bien consciente de
los riesgos de abrazarse a Hezbolá. «Chávez no era un
pendejo. Podía jugar con fuego, pero tomaba sus
precauciones», asegura alguien por cuyas manos pasó una lista
de alrededor de trescientos nombres de operativos de Hezbolá
residentes en Venezuela, con sus datos personales bien
registrados: direcciones, cédulas de identidad, teléfonos,
correos electrónicos… A una docena de ellos se le daba la
consideración expresa de terroristas. La mayoría eran de
origen libanés, pero también había sirios. Era un listado bien
custodiado que Diosdado Cabello llegó a ofrecer en sus
contactos posteriores con Estados Unidos, en su frustrado
intento de negociar que Washington le viera con buenos ojos
como alternativa a Maduro. Chávez había acordado que
Hezbolá extendiera su red en el país, pero también había
tomado precauciones: puso a agentes de inteligencia
venezolanos a seguirles y a escuchar sus conversaciones. Una
unidad de la DISIP (luego SEBIN) los vigilaba las veinticuatro
horas. Chávez les dejó una parte del negocio de la droga y les
dio vía libre para el lavado de dinero, pero siempre les
mantuvo un ojo encima, controlando que no se hicieran con un
trozo de pastel más grande que el que les dejaba o llegaran a
ejecutar alguna acción terrorista que excediera la hoja de ruta
presidencial.
Playas para el Mossad y Al Qaeda
El Mossad conoce bien las playas blancas de las islas
venezolanas. Cuando la inteligencia israelí quería premiar con
un buen descanso a sus agentes, les enviaba a Los Roques, un
archipiélago en las Antillas menores, perteneciente a
Venezuela, aún más bello que la isla Margarita. La elección
tenía que ver con las condiciones paradisíacas del lugar, pero
también había una razón práctica. En aquellos islotes no se
podía pagar con tarjeta de crédito, sino que todo había que
costearlo en efectivo, algo que podía ser un grave
inconveniente para los turistas, pero constituía una bendición
para los agentes, pues así no dejaban ningún rastro de su
estancia en esas latitudes: se hacían tan transparentes como las
propias aguas que bañaban Los Roques. Las estupendas
vacaciones de esos israelíes terminaron cuando Hugo Chávez
llegó al poder, pues no era cuestión de tentar la suerte,
tumbándose desprevenidos sobre la fina arena.
De todos modos, si no de descanso, el Caribe continuó
siendo lugar de trabajo del Mossad. Y una de las primeras
cosas que le sorprendió a la inteligencia israelí, explica un
exagente, «era la cooperación que veíamos entre Hamás y
Hezbolá, a la que no estábamos acostumbrados». La
colaboración entre el extremismo suní y el chií no era
frecuente, pero en lugares de Venezuela, singularmente en la
isla Margarita, ambas comunidades compartían el mismo
espacio geográfico. Cuando se produjo la segunda ola
inmigratoria islámica a Venezuela, procedente de Líbano y de
Siria, esta fue a parar –en parte por cuestiones de idioma, pues
no conocían suficiente español– allí donde ya había árabes
musulmanes asentados, que eran de origen palestino. La
apertura de Chávez a Irán actuaría de argamasa. «Los
elementos de la Guardia Revolucionaria iraní son los que
pusieron orden. Dijeron a unos y a otros que había dinero para
todos en los negocios ilícitos que llevaban entre manos»,
asegura el exagente.
Donde comen dos, comen tres. También activistas de Al
Qaeda o conectados con sus células fueron relacionados con la
isla Margarita, aunque siempre como lugar de paso o para
enfriar su identidad, nunca como base operacional de posibles
atentados futuros. El caso más pregonado fue el de Mustafá
Setmarian Nasar, también conocido como Abu Musab al Suri,
un sirio de Aleppo, de adquirida nacionalidad española.
Inicialmente se le había considerado el cerebro del atentado
de Madrid del 11 de marzo de 2004, en el que murieron 191
personas como resultado de diez explosiones casi simultáneas
en cuatro trenes. Se le relaciona con el ataque de 1985 contra
el restaurante El Descanso de Madrid, frecuentado por
militares estadounidenses de la base de Torrejón de Ardoz,
que causó la muerte de dieciocho personas. Su presencia en
Venezuela fue alertada en septiembre de 2005 por Johan Peña,
un comisario del servicio secreto venezolano que se había
exiliado en Miami. El hecho de que semanas después fuera
anunciada la detención del sirio en Pakistán hizo desvanecer la
conexión caribeña. Pero informes manejados por el FBI
confirman ese paso por Venezuela. La pista la levantó
internamente Bob Levinson, un antiguo agente de ese buró que
trabajaba como consultor privado tanto para el FBI como para
la CIA. Levinson sería secuestrado en Irán en 2007. Su
secuestro sería atribuido por Washington a los servicios
secretos iraníes.
De acuerdo con esa investigación llevada a cabo por
diversos colaboradores del FBI, una copia de la cual pude
obtener, Mustafá Setmarian entró en Venezuela el 9 de junio de
2004, con el nombre de Hartinger Luis Gunter Santamaría y
cédula de identidad número 82.187.492. Se trataba
probablemente de una identidad usada en varias ocasiones
para distintas personas, hasta quedar quemada. Setmarian fue
seguido en Caracas y en Puerto Ordaz, donde fue visto subir
varias veces a un barco con bandera de Liberia. Luego
desapareció, hasta que poco después fue anunciada su
detención. Las informaciones llegadas al FBI consideraron que
esa desaparición fue consecuencia del chivatazo público de
Johan Peña, que con antiguos colegas de la DISIP podía haber
estado buscando una recompensa en caso de conseguir
entregar a Setmarian a las autoridades de Estados Unidos.
Pero su detención no conllevó su puesta a disposición de la
Justicia. Al parecer, en el mismo Pakistán donde fue apresado
pasó a custodia estadounidense, y de ahí a manos de Siria,
donde también se le requería formalmente. Después su rastro
volvió a esfumarse.
Algo parecido había ocurrido con Hakim Mohamed Alí
Diab Fattah, venezolano que cursó clases de aviación en dos
de las academias de Nueva Jersey a las que asistió Hani
Hanjour, uno de los terroristas del 11 de septiembre de 2001.
El suicida Hanjour estuvo a los mandos del avión de American
Airlines que se estrelló contra el Pentágono. Fattah fue
arrestado en Estados Unidos el 18 de octubre, un mes después
del 11-S, por haber ido a extender su visado a una oficina de
extranjería de Milwaukee cuando ya había excedido su
estancia legal en el país. Le fueron encontrados múltiples
documentos de identidad con diferentes nombres.
En medio del caos y las prisas con que comenzaron las
investigaciones sobre la trama del 11-S, en un momento en que
las bases de datos estadounidenses estaban aún fragmentadas
entre las distintas agencias, un juez determinó su expulsión de
Estados Unidos. El FBI lo entregó a las autoridades
venezolanas con el compromiso de estas de mantenerlo bajo
arresto, determinar su verdadera identidad y facilitar su
regreso en caso de que, avanzada la investigación del 11-S, se
requiriera un interrogatorio más amplio. Según la
comunicación estadounidense enviada al Ministerio del
Interior venezolano, «mientras estaba asistiendo a clases de
aviación en el área de Nueva Jersey, Fattah hizo amenazas de
que iba a hacer estallar un avión de una aerolínea israelí».
También se añadía que el individuo había estado en el pasado
«bajo tratamiento médico por problemas psicológicos y bajo
medicación».
Fattah llegó al aeropuerto caraqueño de Maiquetía el 8 de
marzo de 2002. «Una comisión de la DISIP, a la cual se le
había avisado de la deportación, entró hasta el avión y nunca
salió por la salida de pasajeros para que se le efectuaran los
peritajes correspondientes», revelaría luego en su blog el
general de brigada Marco Ferreira Torres, que fue director de
Identificación y Extranjería y días después abandonó el país.
Al FBI le llegó información, presuntamente confirmada por
uno de los agentes de la DISIP encargado de hacer
desaparecer a Fattah, de que este fue conducido
inmediatamente a la isla Margarita, siguiendo órdenes
impartidas desde la cúspide del Gobierno, y allí fue «enfriado
y protegido» por agentes de inteligencia. En la isla fue
localizado y fotografiado por informantes del FBI, mientras el
Gobierno venezolano respondía que nunca llegó al país,
desoyendo así la petición de Washington de que Fattah
volviera a Estados Unidos para ser interrogado, como se había
convenido.
Narcoterrorismo
Fattah trabajó en la isla como recaudador para un grupo de
residentes autoidentificados como parte de Hezbolá y que el
FBI tenía etiquetados como personas de interés, por el lavado
de dinero, especialmente a través de Panamá y Curasao, y por
la introducción ilegal de personas en el país. En ese grupo se
encontraban Abdalá Nassereddine (hermano de Ghazi N.),
Fatthi Mohammed Awada, Hussein Kassine Yassine y Nasser
Mohammed al Din.
El primero de ellos, según las informaciones llegadas al
FBI que estamos siguiendo, organizó la entrada ilegal de una
larga lista de árabes, con la ayuda del director regional de
Identificación y Extranjería. Uno de los que introdujo en el
país fue al parecer Hassan Izz al Din, un terrorista de Hezbolá
al que la Justicia estadounidense reclamaba en relación al
secuestro de un avión de la TWA en 1985, en el que los
atacantes asesinaron a un pasajero. También se le vinculaba
con el secuestro de un aparato de Kuwait Airways en 1988, en
una crisis que duró dieciséis días y en la que los terroristas
mataron a sangre fría a dos personas. Justo tras el 11-S,
George W. Bush le incluyó en la lista de los veintidós
terroristas más buscados por Estados Unidos. Hassan Izz al
Din habría sido visto hacia 2004 en Porlamar, la capital de
isla Margarita, en casa de Nasser Mohammed al Din, una de
las citadas personas bajo el radar del FBI. Había ido allí antes
de partir hacia Ticoporo, reserva natural del estado Barinas,
en la frontera con Colombia. A esa zona forestal también
acudieron miembros de las FARC, en un encuentro en el que
Ramón Rodríguez Chacín, exministro del Interior y Justicia,
actuó como anfitrión.
La conexión de Hezbolá con las FARC y sobre todo con el
narcoestado venezolano, que no solo le protegía sino que
además le daba capacidad de financiación mediante el tráfico
de droga, permitió extender la red de Hezbolá en
Latinoamérica. Hasta la llegada de Hugo Chávez a la
presidencia, el lugar de elección de elementos del radicalismo
islámico era la llamada Triple Frontera, la zona limítrofe entre
Paraguay, Brasil y Argentina. La porosidad fronteriza en ese
punto; la exitosa zona de libre comercio de Punta del Este
(Paraguay), que es la tercera mayor zona franca del mundo tras
Miami y Hong Kong, y el continuo urbano de esa localidad con
las otras dos ciudades vecinas, Foz do Iguaçu (Brasil) y Puerto
Iguazú (Argentina), hicieron del lugar el perfecto enclave para
burlar la seguridad y blanquear fondos.
En la Triple Frontera tuvo su origen la preparación
material de los grandes atentados de Buenos Aires contra
intereses judíos de 1992 y 1994, según concluyó la Justicia
argentina. La oportunidad abierta por Chávez al chiísmo
radical sería después señalada por los sucesivos jefes
militares del Comando Sur de Estados Unidos (consagrado a
América Central y del Sur, al Caribe y, como área de atención
específica, al canal de Panamá). Ya en 2003, el jefe entonces
del Southcom, James Hill, advertía de que los grupos
islámicos estaban operando más allá de la Triple Frontera, en
lugares como la isla Margarita y otros puntos. Esos grupos
generaban «cientos de millones de dólares a través de la droga
y el tráfico de armas traficando con narcoterroristas».
El tiempo hizo pequeñas las palabras del general Hill. El
jefe del Southcom reservaba el término narcoterrorismo a
grupos autóctonos como las FARC. Pero el investigador
Matthew Levitt no duda en aplicarlo a Hezbolá: no son
terroristas que se dedican al narcotráfico como actividad
adicional, sino que han situado el negocio de la droga en el
centro mismo de su acción como grupo terrorista global. Por
lo demás, sus células habrían llegado a la frontera misma de
Estados Unidos, de la mano de los carteles mexicanos.
Esa fue la sorpresa que se llevó un antiguo miembro del
Mossad invitado a dar un curso a la Policía de un condado
fronterizo estadounidense. Según cuenta, cuando le mostraron
el morral que dejó atrás un presunto inmigrante ilegal que
había logrado entrar en el país, no lo dudó: en él había cosidos
escudos de varias unidades de Hezbolá, que conocía bien. En
2010, el diario kuwaití Al Siyasah publicó que la detención de
un residente de Tijuana, Jameel Nasr, por parte de las
autoridades mexicanas, obedecía al intento del supuesto
militante de Hezbolá de establecer «una infraestructura
logística formada por ciudadanos mexicanos de ascendencia
libanesa chií para asentar una base de operaciones». Al
parecer, entre los movimientos sospechosos del detenido se
incluía una estancia de dos meses en Venezuela en 2008.
Venezuela aparecía una y otra vez tras operaciones de
tráfico de drogas y armas atribuidas a Hezbolá. En 2009,
cuatrocientos kilos de cocaína llegaron a las puertas del
Líbano, transportados en el estratégico vuelo de Conviasa que
cubría la ruta Caracas-Damasco-Teherán. Difícil no imaginar
en ello complicidades oficiales: el punto de partida era
especialmente controlado por las autoridades venezolanas, y
la parada en la capital siria era en una base militar. De allí el
cargamento fue trasladado por tierra hasta la frontera libanesa,
donde dos ciudadanos venezolanos y dos libaneses fueron
detenidos. La situación creó zozobra en la embajada de
Venezuela en Beirut, como atestiguaron fuentes diplomáticas.
Ese mismo 2009 hubo otro momento de inquietud para la
embajadora Zoed Karam, aunque los datos que comprometían
al Gobierno de Chávez tardaron en aparecer. Cuarenta
contenedores con más de trescientas toneladas de armas fueron
interceptados por Israel cerca de Chipre en un barco, el
Francop, con bandera de Antigua. Luego se supo que la carga
había sido llevada desde Venezuela hasta el puerto de Bandar
Abbas, en Irán, y que de allí pasó al de Damietta, en Egipto,
de donde salió el barco finalmente interceptado. Su
destinatario era Hezbolá, con entrega prevista de la mercancía
en un puerto de Líbano o Siria. La carga –miles de cohetes
katiushas, proyectiles de mortero, obuses y otras municiones,
de origen ruso– llevaba inscripciones en español e iba en
contenedores marcados con códigos iraníes.
La actividad delictiva de Hezbolá en Venezuela y en el
resto de Latinoamérica no era a gran escala, ni era atribuible
siempre a la propia organización. La financiación que lograba
el grupo era muchas veces a través de compatriotas no
reclutados y que contribuían económicamente por afinidad
ideológica o por presión del entorno en el que se encontraban.
En realidad no existía un único modelo, tal como recoge el
estudio de Matthew Levitt citando oficiales de la DEA.
«Algunos pertenecen a familias vinculadas con Hezbolá,
algunos simplemente pagan dinero a Hezbolá porque
representa la causa [de resistencia contra Israel y Occidente].
Parte de lo que vemos es Hezbolá activamente implicada en
drogas [como grupo], parte son simplemente libaneses chiís
implicados en drogas que sucede que son simpatizantes de
Hezbolá».
En el caso de Venezuela, sin criminalizar lógicamente a la
mayoría de la población musulmana originaria de Oriente
Medio, la financiación del terrorismo de Hezbolá y Hamás
salía muchas veces de residentes con actividad económica en
sus principales lugares de implantación. Era lo que ocurría en
la zona de la ciudad de Maracaibo conocida como Las
Playitas, que había logrado atraer parte de la actividad
comercial que tradicionalmente tenía lugar en la cercana
Maicao, población de Colombia situada justo al otro lado de
la frontera. Maicao, donde se levanta la mayor mezquita del
Caribe, era señalada oficialmente con frecuencia como foco
de contrabando. Los puestos de venta de Maicao y Las
Playitas, muy interconectados, estaban dominados por árabes
musulmanes.
El lavado de dinero que se producía en esos lugares, no
obstante, se quedaba corto con el operado presuntamente en la
isla Margarita, donde una mayor cobertura financiera siempre
levantó grandes sospechas de Estados Unidos.
Campos de formación y entrenamiento
«Aquí hay un banco de un libanés, con el que trabajamos todos
los comerciantes pues nos da facilidades. La DEA vino e
investigó el banco por tres meses. Investigaron todas las
cuentas. Cliente por cliente, y nada», aseguraba Mohamad
Abdul Hadi, de origen libanés y vicepresidente de la
Comunidad Islámica de Margarita, en una entrevista en 2006
con Antonio Salas, pseudónimo de un periodista español que
ha escrito varios libros a raíz de sus infiltraciones en
diferentes grupos. En El Palestino (2010), Salas relató su
inmersión en el mundo del extremismo islámico, que incluyó
varias estancias en Venezuela. Hadi añadía en aquella
conversación: «se fueron sin encontrar nada raro. Pero seguían
diciendo que si terroristas, que si campos de entrenamiento en
Macanao… Macanao es desértico, no hay nada, solo muchos
conejos y unos comerciantes libaneses que los domingos iban
a cazar, ¿será que confundieron los conejos con terroristas?».
Hadi se quitaba de encima dos de las principales
insinuaciones que se hacían desde Washington. Sin embargo,
contra lo que parecieran indicar las palabras de esa entrevista,
la DEA no archivó su investigación sobre las operaciones
bancarias desde Margarita y seguía atenta, más tras el
desenlace que afectó al Banco Libanés Canadiense, de Beirut.
Mientras las transacciones de ese banco parecieron legales
cuantas veces se examinaron previamente, la apertura de sus
libros en 2011 destapó un lavado de dinero de 329 millones de
dólares en cinco años. La entidad aceptó pagar a Estados
Unidos una sanción de 102 millones de dólares. Como
entonces detalló The New York Times, el dinero lavado
procedía sobre todo de la droga generada en Colombia, que
básicamente salía a través de Venezuela, y fluyó a cuentas
relacionadas con Hezbolá.
Es muy probable que Hadi tuviera razón sobre la
inexistencia de un campo de entrenamiento en Margarita que,
justo en los años inmediatamente posteriores al 11-S, hubiera
estado preparando para la yijad a miembros de Al Qaeda. Eso
era algo que las autoridades de Washington nunca habían
verbalizado. En realidad, cuando el Palestino y Hadi
hablaron, aún se estaba estrechando la colaboración entre
Venezuela e Irán, que es la que aportaría el marco estratégico
para la cobertura del islamismo radical en la zona. Así, en
2010 se produjo la ya referida cumbre terrorista en Caracas
entre elementos de la alta jerarquía de Hezbolá y Hamás. Ese
mismo año, dos entrenadores iraníes, uno de ellos con cédula
de identidad venezolana, fueron conducidos por un miembro
de la Dirección de Inteligencia Militar (DIM) hasta Macanao,
la península occidental de Margarita, donde tuvieron lugar
clases de técnicas de terrorismo urbano, según fue puesto de
manifiesto en el Congreso de Estados Unidos.
En un destino tan turístico como Margarita es fácil que los
visitantes pasen desapercibidos, debido a su gran número,
pero también es más complicado tapar según qué actividades a
los ojos de los extraños. En cualquier caso, Macanao, en el
lado opuesto a la capital, Porlamar, donde se concentra el
turismo, cuenta con una población reducida, playas libres de
construcciones y un gran espacio central árido apenas
urbanizado, sin carreteras que lo crucen. Las pruebas parecen
indicar que allí se dio algún curso de violencia callejera,
seguramente ocasional.
Cursos de instrucción guerrillera más permanentes los
hubo en otros lugares del país. Ya se ha citado el campo de
Yaritagua, a cargo de Oday Nassereddine, de Hezbolá. Por su
parte, el Palestino se refirió a los de la Guaira, donde él
mismo fue instruido, Santa Teresa, Santa Lucía y Filas de
Mariche, todos ellos en los alrededores del área metropolitana
de Caracas: estaban dedicados por el chavismo al
entrenamiento en los conceptos y la práctica de la guerra
asimétrica de sus ilegales fuerzas bolivarianas de choque, con
la participación de elementos del Ejército y la colaboración
del Ministerio del Interior. También estaban las instalaciones
gestionadas por las FARC en sus santuarios al oeste del país.
Por la constelación de campos venezolanos han pasado
para su adoctrinamiento miles de jóvenes de toda América
Latina. En su comparecencia de 2013 ante el Comité de
Seguridad Interior de la Cámara de Representantes de Estados
Unidos, el experto Douglas Farah aseguró haber hablado con
estudiantes que habían sido reclutados y entrenados en
Venezuela, en algunos casos como estación previa a una
formación más intensa en Qom (Irán). Los interlocutores de
este investigador del Center for Strategic and International
Studies procedían de El Salvador, pero testimonios semejantes
de jóvenes de México y de otros países, recogidos por varios
estudios, permiten constatar que hubo un flujo permanente de
potenciales adeptos, así como un modelo constante de
reclutamiento. Este tenía lugar a través de individuos
vinculados con los gobiernos de los países del Alba, con
frecuencia en mezquitas o centros culturales islámicos.
Como primer paso, a los jóvenes se les ofrecía la
oportunidad de asistir a cursos doctrinarios en Venezuela, con
el atractivo de encontrarse allí con otros jóvenes
latinoamericanos igualmente atraídos por la épica de la
revolución. Eran una suerte de festivales revolucionarios
transnacionales, con pasaje pagado por las autoridades
venezolanas. Una vez allí, según Farah, a un grupo escogido se
le invitaba a viajar a Irán para recibir entrenamiento, con
instructores venezolanos por cuestión del idioma. El
adiestramiento podía durar entre uno y tres meses, y
comprendía clases sobre inteligencia y contrainteligencia,
control de masas e incitación a la violencia en protestas
callejeras. También había un componente de adoctrinamiento
chií, que presentaba a Estados Unidos como el gran Satán y
justificaba la destrucción de Israel. Normalmente su regreso
era también a través de Venezuela, de forma que en sus países
de procedencia nunca constaba que hubieran hecho un viaje a
Irán, sino recorridos de ida y vuelta a Caracas.
«¿Cuál es la potencial amenaza?», se preguntó Farah ante
los congresistas estadounidenses. «Que Irán está creando
pequeños grupos de células durmientes a lo largo de la región,
gente con entrenamiento especializado que no son ciudadanos
iraníes y por eso están sujetos a mucho menos escrutinio por
sus respectivos gobiernos y por Estados Unidos en el caso de
que viajen aquí». Sus cálculos indicaban que, al menos desde
2007, cientos de reclutas habían sido llevados anualmente a
Irán.
Plan de ciberataque con cámara oculta
Anfitrión de las estancias en Qom, ciudad santa del chiísmo,
era Moshen Rabbani, considerado uno de los principales
patrones del radicalismo islamista en Latinoamérica. Rabbani
ejercía de asesor de política internacional en una institución
educativa de Qom consagrada a la propagación del Islam chií
en el mundo. En informes presentados ante las dos cámaras del
Congreso estadounidense, Roger Noriega, anterior
subsecretario para el Hemisferio Occidental del Departamento
de Estado, catalogó a Rabbani como la cabeza de la otra gran
red de Hezbolá en Venezuela, junto a la coordinada por Ghazi
Nassereddine. Noriega identificó «al menos dos redes
terroristas paralelas, pero que colaboran entre sí»: la operada
por la Fuerza Qods de la Guardia Revolucionaria iraní, de
influencia en todo el continente, cuyos hilos al parecer movía
principalmente Rabbani, y la ya expuesta en páginas
precedentes, más restringida a Venezuela, vinculada
principalmente a Nassereddine. Además, se daban otras
posibles intervenciones, tanto de carácter autónomo como
dirigidas muy directamente desde Beirut. En cualquier caso, se
estimaba que Irán ejercía un papel de coordinación sobre
todos los elementos del extremismo chií.
A Rabbani se le ha vinculado con el atentado perpetrado
en Buenos Aires contra la embajada de Israel, en 1992, en el
que hubo 29 muertos, y sobre todo con el que demolió el
edificio de la Asociación Mutual Israelita Argentina (AMIA),
en 1994, que causó la muerte de 85 personas. Ambas bombas
provocaron decenas de heridos y un enorme impacto
emocional en la comunidad judía de Argentina, la mayor de
toda América Latina. El primer ataque fue reivindicado por la
Organización de la Yijad Islámica, un grupo fundamentalista
chií, financiado y entrenado al menos parcialmente por Irán,
que fue especialmente activo en la década de 1980 en el
Líbano. Algunos expertos consideran que era parte del
entramado del que estaba surgiendo Hezbolá. Las
investigaciones sobre los autores materiales fueron poco
concluyentes; las pistas se perdían en la Triple Frontera.
Lo mismo ocurrió respecto al segundo atentado, que no fue
reivindicado y cuyo proceso de instrucción resultó
especialmente accidentado. En 2006, los fiscales Alberto
Nisman y Marcelo Martínez Burgos comunicaron el final de
sus pesquisas: «hemos determinado que la decisión de atacar
la AMIA fue tomada en agosto de 1993 en los más altos
niveles del Gobierno iraní, que entonces delegó la
organización y ejecución del ataque a Hezbolá». La lista de
acusados fue tramitada por Interpol, que en 2007 emitió
órdenes de detención contra cuatro iraníes y un libanés:
Moshen Rabbani, agregado cultural de la embajada de Irán en
Buenos Aires en el momento del atentado; Ahmad Reza
Asghari, tercer secretario de la embajada; Ahmad Vahidi y
Moshen Rezai, oficiales de la Guardia Revolucionaria; Ali
Fallahian, ministro de inteligencia iraní, e Imad Fayed
Moughnieh, operativo de Hezbolá. Según el fiscal Nisman,
Rabbani había servido de puente entre Hezbolá y la llamada
conexión local. El antiguo diplomático iraní siempre negó su
implicación. El caso recobró actualidad en enero de 2015 por
la muerte de Nisman, probablemente asesinado, cuando iba a
denunciar a la presidenta Cristina Fernández de Kirchner por
tratar de encubrir la conexión iraní.
Como luego se verá, la figura de Rabbani apareció en un
reportaje de Univisión, emitido en diciembre de 2011, que
tuvo notable eco entre los legisladores estadounidense. El
reportaje, centrado en otros sospechosos, estaba basado en el
trabajo realizado con cámara oculta por varios jóvenes
mexicanos infiltrados. La emisión ponía de manifiesto el
posible uso por parte de Irán, con cierta colaboración de
Venezuela y Cuba, de células autóctonas latinoamericanas para
realizar hipotéticos ataques contra Estados Unidos. Las
grabaciones fueron llevadas a cabo entre 2007 y 2010 por
Juan Carlos Muñoz, un estudiante de la Universidad Autónoma
de México experto en bases de datos y sistemas informáticos,
al percatarse de que su colaboración con un profesor de la
UAM, Francisco Guerrero Lutteroth, estaba yendo demasiado
lejos. Lutteroth, que algunos medios identificarían luego como
posible agente cubano, le había puesto en contacto con las
embajadas de Irán, Venezuela y Cuba en Ciudad de México
para un proyecto informático que derivó en intenciones de
ciberataque. Muñoz creó un equipo con amigos y conocidos
para seguir la corriente y poder así inculpar a sus
interlocutores. Lutteroth reclamó un listado de objetivos en
Estados Unidos, como centrales nucleares e instalaciones
militares. En las grabaciones se vio a Muñoz comentar esos
objetivos con el entonces embajador iraní en México,
Mohammad Hassan Ghadiri, y también con quien era agregada
cultural de la embajada de Venezuela, Livia Acosta.
Es difícil establecer si el plan estaba realmente concebido
por Irán o si más bien Ghadiri simplemente dejaba hacer a
aquellos jóvenes, como luego declararía a Univisión desde
Irán, para ver dónde llegaba todo aquello. Lo incuestionable,
en cualquier caso, es que el embajador se estaba formalmente
implicando en la preparación de un posible ataque a Estados
Unidos, que no solo buscaba destrucción en el mundo virtual,
sino también en el físico. Al ser informada de esos
preparativos Acosta pidió todos los datos para hacérselos
llegar a Chávez, mostrándose segura de le interesarían mucho
al presidente.
A Ghadiri los servicios secretos mexicanos le seguían de
cerca, como reveló un cable publicado por Wikileaks en 2009.
Su intención de abrir un consulado en Tijuana, justo en la
frontera con Estados Unidos, había provocado alarma en ese
país. Washington se tomó en serio las nuevas revelaciones,
aunque fuera posible que solo constituyeran un castillo en el
aire. Cuando salieron a la luz, el diplomático iraní ya había
regresado a Teherán, pero la venezolana Acosta estaba al
alcance de Estados Unidos, pues estaba de cónsul en Miami.
En enero de 2012 fue expulsada. Chávez respondió con el
cierre del consulado. El profesor Lutteroth, entre tanto, había
muerto de cáncer.
Atravesar Río Grande
La rápida decisión de expulsar a la cónsul Acosta de suelo
estadounidense, tomada por una Administración Obama en
otras ocasiones tarda en replicar la agresividad del Gobierno
de Chávez, se explicaba por el estado de susceptibilidad en
que se encontraba Washington. La capital estadounidense
estaba atenta ante la más mínima percepción de humo de
terrorismo chií colándose por las rendijas de la frontera con
México. El anuncio, apenas dos meses antes de la emisión de
Univisión, de que mandos de la Fuerza Qods, la unidad de
operaciones especiales de la Guardia Revolucionaria de Irán,
habían planeado asesinar al embajador de Arabia Saudí en
Washington, con implicación de un ciudadano de origen iraní y
el auxilio de un cartel mexicano, cambió muchos cálculos. El
11 de octubre de 2011, el fiscal general de Estados Unidos,
Eric Holder, y el director del FBI, Robert Mueller, acusaron a
un iraní que también tenía pasaporte estadounidense, Manssor
Arbabsiar, y a su directo interlocutor en la Fuerza Qods,
Gholam Shakuri, de haber proyectado poner una bomba en un
restaurante frecuentado por el embajador saudí, Adel al Jubeir.
El plan, concebido en visitas de Arbabsiar a Irán, seguidas
de conversaciones telefónicas, preveía que la introducción de
los explosivos en Estados Unidos y la ejecución del atentado
corriera a cargo de varios miembros de un cartel mexicano,
según los detalles de la causa. Solo que el contacto de
Arbabsiar en México era una fuente de la DEA, por lo que los
preparativos nunca se ejecutaron, si bien hubo varias
transferencias de dinero desde Irán que demostraban la
voluntad iraní de asesinar al embajador, causando una matanza
en la capital de Estados Unidos. Ya en el tramo final,
Arbabsiar fue detenido en Nueva York el 28 de septiembre de
2011. Confesó el plan y, en conversación telefónica
monitoreada por el FBI, trató las últimas órdenes con Shakuri,
quien siempre permaneció en Irán. En mayo de 2013
Arbabsiar fue condenado a veinticinco años de prisión.
A pesar de las pruebas presentadas, el caso provocó
extrañeza entre los expertos. Primero, porque en todo el
proceso había ciertos aspectos de improvisación, algo que
chocaba con la meticulosidad atribuida a la profesionalidad de
la Fuerza Qods: Arbabsiar se dedicaba a la compra-venta de
coches en Texas y su única vinculación original con el aparato
de seguridad iraní era que tenía un primo que él creía alto
mando en ese cuerpo de operaciones especiales. Y segundo,
porque en su actividad de «operaciones encubiertas en el
extranjero, incluyendo ataques terroristas, asesinatos y
secuestros», como la describía el Gobierno de Estados
Unidos, la Fuerza Qods echaba mano de individuos o grupos
del radicalismo islamista, especialmente la organización chií
Hezbolá, pero no acudía a elementos del todo ajenos como era
el mundo del cartel mexicano. Además, si bien el fiscal
general y el FBI insistían en que algo así debía haber sido
autorizado por el líder supremo, el ayatolá Alí Khamenei, y el
jefe de la Fuerza Qods, el general Qassem Suleimani, a nadie
le parecía normal que la cúspide del poder en Teherán buscara
dar un golpe tan duro en el mismo Washington. Eso iba a crear
una situación de gran riesgo para Irán, en medio de la
precariedad provocada ya por las sanciones internacionales.
La respuesta rápida a esas objeciones era que podía haberse
tratado de un ataque planeado por elementos del aparato de
seguridad del régimen que iban por libre.
Cabía, no obstante, otra interpretación, más preocupante
para Estados Unidos. La posibilidad de que el radicalismo
chií, a raíz de su ascenso hasta México por la creciente
penetración de Hezbolá en el narcotráfico global, comenzara a
buscar socios al sur de Río Grande para saltar la frontera. Era
algo que tenían en común la trama contra el embajador saudí y
la gestada a través de la embajada de Irán en México para
ciberataques contra instalaciones sensibles de Estados Unidos.
Ambas presentaban un mismo patrón: representantes del
régimen iraní dejaban que iniciativas aparentemente
autóctonas fueran tomando cuerpo, desarrolladas por
insospechados individuos –un comerciante de coches, unos
estudiantes mexicanos– sin aparente rastro hasta Teherán. ¿Era
un new normal, la expresión anglosajona para algo que
deviene en habitual? Tal vez. La alarma sonó de nuevo cuando
Ghazi y Oday Nassereddine fueron localizados por las
agencias estadounidenses en Yucatán a principios de 2013:
Hezbolá negociando con los carteles el reparto del mercado,
acercando sus pies al borde estadounidense.
Rabbani de nuevo
«Muerto en extrañas circunstancias» fue la única explicación
dada cuando ciertas fuentes quisieron contactar de nuevo con
un argentino que, como infiltrado en Hezbolá, un tiempo antes
había enviado información sobre un curso de entrenamiento
con armamento en el corazón de la Corporación Petroquímica
de Venezuela, o Pequiven, el mayor complejo petroquímico
del país. Su viuda no relacionaba directamente la muerte con
esa misión, pero no dudaba de que las actividades de su
marido como confidente de la Policía Federal de Brasil le
habían ganado enemigos.
En la misión de Pequiven, el infiltrado aseguró haber
participado en actividades de adoctrinamiento y manipulación
de explosivos organizadas para personas vinculadas al
extremismo islamista llegadas desde varios países de
Latinoamérica. El curso se desarrolló en marzo de 2010 en el
Centro de Capacitación de la Industria Petrolera, que forma
parte de las instalaciones de Pequiven, en el término municipal
de Morón (Carabobo). Los congregados acudían a rezar a una
pequeña mezquita levantada en el mismo recinto, construida en
previsión de los iraníes que iban a colaborar con diversos
proyectos de fábricas de pólvora y otras sustancias, dentro de
los acuerdos entre Irán y la Compañía Anónima Venezolana de
Industrias Militares, una de cuyas sedes principales está
también en la zona. El envío de capataces iraníes para
impulsar esas iniciativas servía de coartada para la actividad
de formación terrorista. La mayor revelación fue que los
asistentes a aquel curso recibieron la visita de Moshen
Rabbani.
El destacado iraní seguiría siendo mencionado como
responsable de reclutamiento y formación de activistas por
diversas personas. El referido reportaje de Univisión de
diciembre de 2011 le señalaba directamente. José Carlos
García, un estudiante de 19 años de la Universidad Autónoma
de México, se ofreció al embajador de Irán en esa capital,
Mohammad Hassan Ghadiri, para ser enviado a la república
del Golfo Pérsico a un curso sobre el Islam en español. Su
propósito era grabar subrepticiamente la experiencia. A
principios de 2011 voló para recibir clases en Qom. Allí tuvo
de profesor a Rabbani. Cuando sus instrumentos de grabación
fueron descubiertos, el estudiante buscó refugio en la
embajada de España en Teherán. Pudo regresar a México y
luego, con su familia, pidió asilo en suelo estadounidense por
temor a represalias de agentes iraníes.
Para su programa, Univisión había logrado también
imágenes inéditas, facilitadas por el FBI, que inculpaban a los
participantes de un plan para atentar contra el aeropuerto John
F. Kennedy, de Nueva York, puesto al descubierto en 2007. En
el juicio contra los implicados, en su mayoría originarios de
Guyana, quedaron de manifiesto las relaciones de uno de ellos,
Abdul Kadir, con Moshen Rabbani, a quien los conspiradores
pensaban acudir con el fin de recibir la ayuda necesaria para
cometer el atentado. Entre diciembre de 2010 y febrero de
2011 los jueces dictaron condena de cadena perpetua contra
Kadir y contra el jefe del grupo, Russell Defreitas, por
conspiración para cometer un ataque terrorista. Defreitas,
antiguo empleado del JFK, había convencido a sus
compañeros de provocar una explosión masiva haciendo volar
los grandes tanques de combustible del aeropuerto, integrados
en un sistema de 65 kilómetros de gaseoductos. Uno de los
conspirados era confidente del FBI, por lo que este en todo
momento supo del estado de los preparativos. Eso creó
controversia sobre el verdadero riesgo que había supuesto el
complot. En cualquier caso, la conexión Rabbani quedaba al
descubierto. Converso al chiísmo, Kadir tenía contactos con
círculos extremistas de Venezuela e Irán. Fue detenido cuando
abordaba en Trinidad y Tobago un avión de Aeropostal,
compañía aérea venezolana, que le iba a llevar a Caracas,
donde tenía previsto recoger un visado para volar acto seguido
a Teherán. Allí había programado asistir a una conferencia
islámica, en la que pensaba verse con Rabbani.
A pesar de estar formalmente buscado por Interpol en
relación al atentado contra la AMIA de Buenos Aires, Rabbani
seguía viajando sin ser detenido, posiblemente por hacerlo con
documentación falsa. Además de haber sido visto en
Venezuela, en el curso de capacitación de Morón, algunos
medios daban por cierto que en ocasiones viajaba a Curitiva,
ciudad de Brasil donde vivía su hermano, Mohammad Baquer
Rabbani Razavi, fundador de la Asociación Iraní de Brasil.
También se le asociaba con imanes discípulos suyos que
estaban al cargo de mezquitas en Brasil y Argentina. Las
excelentes relaciones entre Irán y Venezuela amparaban
muchos movimientos.

8. CHÁVEZ-IRÁN, AMOR A PRIMERA
VISTA
Pacto para evadir sanciones
internacionales
Fue lo que se llamaría un amor a primera vista. No hay duda
de que los dos tipos, cuando se vieron, se gustaron. Ocurrió en
Teherán en una de las primeras visitas de Hugo Chávez a Irán.
Mahmud Ahmadineyad era entonces alcalde de la capital iraní
y Chávez inauguró allí un monumento a Simón Bolívar. «Siento
que he hallado un hermano y un compañero de trinchera tras
haberme encontrado con Chávez», diría tiempo después el
dirigente iraní. La hermandad se selló con el acceso de
Ahmadineyad a la presidencia en agosto de 2005. Desde
entonces, sus respectivos mandatos se solaparon. Fueron ocho
años de intensa colaboración, en los que Ahmadineyad llegó a
visitar Venezuela media docena de ocasiones, mientras que
Chávez completó la docena en sentido inverso, incluyendo sus
desplazamientos presidenciales de años previos. «Si el
imperio de los Estados Unidos tiene éxito en consolidar su
dominio, entonces la humanidad no tiene futuro. Por lo tanto,
tenemos que salvar a la humanidad y poner fin al imperio
norteamericano», dijo Chávez en una de esas visitas,
describiendo bien el propósito de la alianza.
Las relaciones entre los dos países no partían de cero,
como es natural. La puesta en marcha de la Organización de
Países Exportadores de Petróleo (OPEP) en 1960, iniciativa
impulsada especialmente por Venezuela y Arabia Saudí, creó
un marco de contacto rutinario entre Caracas y Teherán. En
1970 se produjo el primer intercambio de embajadores; cinco
años después el Sha estuvo en la nación caribeña y en 1977
Carlos Andrés Pérez devolvió la visita. La revolución
islámica de 1979 supuso un relativo distanciamiento, hasta que
Chávez llegó al poder. El nuevo presidente venezolano fue
activo en un cambio de política en la OPEP, abogando por una
subida de precios que se oponía a la táctica practicada
entonces, por especial presión saudí, de garantizarse niveles
de ingresos mediante el aumento de la producción. Durante esa
ofensiva de maximalismo de precios, Chávez encontró un
aliado en Irán, el natural contrapeso de Arabia Saudí en
Oriente Medio.
Precisamente en preparación de la cumbre de la OPEP de
2000, que tendría lugar en Caracas y consagraría el cambio de
política, el año anterior Chávez hizo una gira que incluyó
Libia, Irán e Irak, tres regímenes condenados
internacionalmente. Fue el momento de la famosa imagen de
Sadam Husein al volante de su Mercedes Benz llevando a
Chávez: debido a la exclusión aérea decretada sobre Irak, el
presidente venezolano viajó en helicóptero de Teherán hasta la
frontera iraquí, y allí le recogió su anfitrión en coche. En esa
gira arrancaron las conversaciones entre el dirigente
bolivariano y el entonces presidente iraní Mohammed Jatamí,
que permitieron desarrollar una agenda de visitas y acuerdos
luego claramente propulsada con el ascenso de Ahmadineyad.
La primera coincidencia estratégica, en el sector petrolero,
daría paso a una comunión de propósito más amplia: combatir
la influencia de Estados Unidos, vista como limitadora de la
proyección de sus respectivos gobiernos, haciéndolo con
espíritu de frente de naciones.
«Un primario, y quizás único punto real de convergencia
entre Ahmadineyad y Chávez al forjar su relación», dice
Douglas Farah, experto en la actividad iraní en Latinoamérica,
«es que ambos líderes declararon abiertamente hostilidad
hacia Estados Unidos y sus aliados». «Ciertamente, ese común
deseo de construir una estructura de poder alternativa, libre
del dominio de Estados Unidos, es una de las pocas razones de
que gobiernos populistas, autodenominados revolucionarios y
acérrimamente seculares de Latinoamérica hayan hecho causa
común con un régimen reaccionario y teocrático islamista».
Ese juicio de Farah, expresado en un simposio del Woodrow
Wilson Center dedicado a las relaciones de Irán con países
latinoamericanos, se vio sintetizado en una gráfica frase dicha
en ese encuentro: la vinculación Venezuela-Irán se debía
esencialmente al mutuo deseo de poner a Washington tan
nervioso como fuera posible acerca de tantas cuestiones como
fuera posible. Los crecientes contactos iraníes con los
miembros de la Alianza Bolivariana para los Pueblos de
Nuestra América, o Alba, mostraban que el país del Golfo
Pérsico aprovechaba toda oportunidad para enseñar que no
estaba aislado y para cuestionar la influencia de Washington en
su propio patio trasero.
Ahmadineyad se refirió a su pacto con Chávez como algo
destinado a «producir tres cosas: tractores, influencia y
miedo». A la vista del bajo grado de materialización de los
acuerdos comerciales y de inversión firmados por Irán con
Venezuela y con otras naciones del Alba habría que concluir
que el interés fundamental de Irán no había sido precisamente
el primer elemento de esa triada, sino los otros dos. La
mención de los tractores aludía a una de las iniciales
concreciones de las relaciones económicas entre Caracas y
Teherán: una fábrica de ensamblaje de maquinaria agraria
iraní en suelo venezolano. Era uno de los aproximadamente
doscientos acuerdos establecidos por ambos presidentes
durante sus años de convivencia; una cartera valorada en unos
treinta mil millones de dólares.
El portfolio comercial iraní también se disparó en otros
países del Alba. Seguramente todos ellos vieron la posibilidad
del avance productivo que ofrecía el codearse con el más
desarrollado amigo persa, así como la oportunidad de reducir
la dependencia de mercancías y capital de Estados Unidos.
Con todo, muchas de las iniciativas proyectadas se
emprendieron de modo renqueante o encontraron problemas
tras sus primeros pasos; no pocas se quedaron a medias, y es
larga la lista de las que nunca se ejecutaron. Todo eso hizo
que, a pesar del aumento cierto de los intercambios, las
respectivas balanzas comerciales no registraran ningún vuelco.
Así, a pesar de la cacareada relación especial entre Irán y
Venezuela, el comercio entre esos países supuso solo el 0,02
por ciento del comercio total venezolano en 2010, por tomar
como muestra un año en que el entendimiento Chávez-
Ahmadineyad se movía a velocidad de crucero. Irán suponía el
socio económico número 48 para Venezuela. Por su parte, los
países latinoamericanos mejor situados en la cartera comercial
de Irán quedaban en el puesto dieciocho (Brasil) y 34
(Argentina), sin que ninguno de los miembros del Alba
estuviera entre los cincuenta primeros. Todas las naciones de
América Latina seguían teniendo a Estados Unidos como
principal interlocutor comercial. Desde entonces, China ha
pasado a ser número uno para varios países, pero Irán quedó
siempre en una división muy inferior. No obstante, Teherán
sacó claramente partido financiero de su dedicación de
atención y tiempo a Venezuela. Por sinceras que fueran las
lágrimas de Ahmadineyad en el entierro de su pana caribeño,
también el bolsillo iraní estaba de luto, compungido por el
temor a un cambio de fortuna.
La estafa iraní
Lo de Irán en Venezuela había sido el gran negocio del siglo.
También lo de China, y por supuesto lo de Cuba, en diferentes
órdenes. Pero el caso iraní fue el primero en ser denunciado al
presidente Chávez por alguien de su equipo económico, sin
que el jefe de la nación venezolana hiciera nada por impedir el
expolio. Rafael Isea, nombrado viceministro de Finanzas en
2006 y ascendido a ministro en 2008, había revisado las
cifras. Le sorprendía la masa de dólares que los iraníes
lograban repatriar con autorización del Banco Central
venezolano. Era un flujo que no se correspondía con el
volumen del negocio en el que los iraníes estaban envueltos.
Llevado por sospechas, llamó a varios operadores cambiarios
para saber quién estaba convirtiendo grandes cantidades de
divisas. Sus indagaciones le permitieron comprender el
esquema.
Con los pagos que recibía por levantar miles de viviendas
en Venezuela, una empresa de la construcción iraní, por
ejemplo, podía acudir al mercado negro cambiario. Si había
obtenido originalmente ochenta millones de dólares, la
operación le podía reportar más de cuatrocientos millones de
bolívares. La empresa se presentaba luego con ellos ante los
operadores oficiales de cambio, y lograba cerca de ciento
ochenta millones de dólares, con lo que había más que
doblado su retribución inicial. Esa última cifra era la que
pedía al Banco Central venezolano poder repatriar a Irán, en
aplicación del acuerdo especial de libre repatriación firmado
entre los dos países. Los iraníes habían aprendido muy
rápidamente lo que veían hacer a su alrededor. Cuando el
ministro le expuso el caso a Chávez, el presidente no pareció
sorprendido y declinó llamar a la atención a Ahmadineyad.
–«Presidente, que nos estamos desangrando.
–Rafael, hay que cuidar las relaciones estratégicas.
–Sí, presidente, pero ¿a qué costo?»
Venezuela estaba perdiendo sus reservas internacionales a
alta velocidad. El mal negocio mostraba lo dañino que
objetivamente eran para el país los juegos de alianzas
estratégicas de Chávez. El líder bolivariano lograba sobresalir
en la escena internacional, pero Venezuela y sus ciudadanos
pagaban la cuenta. Los tratos con Irán no eran una mera
cuestión de opciones, una inocua preferencia ideológica –una
apuesta por la cooperación Sur-Sur perfectamente defendible–
a la hora de escoger un socio comercial. Tenían un claro coste
para las arcas públicas (estafa sobre las reservas en dólares,
que permitía a los iraníes un cobro desmesurado por la
ejecución de proyectos); dañaban el prestigio y credibilidad
de Venezuela en el mundo (ayudar a Irán a evadir las sanciones
internacionales iba contra el general consenso alcanzado en
las Naciones Unidas, no solo contra Estados Unidos), y
menoscababan la seguridad de los venezolanos (penetración
del radicalismo chií, especialmente de Hezbolá).
Irán nunca había puesto su atención en Latinoamérica. En
un esfuerzo de diversificación de interlocutores, los dos
presidentes previos a Ahmadineyad (Hashemi Rafsanyani y
Mohammad Jatami, que se sucedieron en el poder entre 1989 y
2005) habían mirado más a África e hicieron varias visitas a
ese continente, en viajes con escalas en múltiples países. El
salto a América Latina, más lejos de la órbita geográfica de
Irán, obedeció a dos razones. En primer lugar estaba el giro
hacia la izquierda que se produjo en diversos países de la
región a final de la década de 1990 y sobre todo en los
primeros años de este siglo: gobernados por nuevos partidos
que, en el orden internacional del poscomunismo, se podían
alinear más fácilmente con socios ideológicamente muy
distintos, pero igualmente opuestos a la Pax Americana, esos
países ofrecían un terreno propicio para la diplomacia iraní.
En segundo lugar, el esfuerzo que desde 1995 estuvo
extremando Estados Unidos para aislar internacionalmente a
Teherán creó la necesidad de que el régimen de los ayatolás
buscara aprovechar activamente las oportunidades de
conectividad, política y económica, que se le abrían en nuevas
partes del mundo.
Ambos procesos se intensificaron durante el mandato de
Ahmadineyad. Su presidencia coincidió con la articulación de
un frente de izquierda populista latinoamericana, encarnado en
el Alba, y padeció el singular estrechamiento del cerco
internacional a Irán a raíz de las alarmas sobre el avance de su
programa nuclear. La mayor agresividad de Ahmadineyad en
el enriquecimiento de uranio y su deseo de plantar cara a
Estados Unidos en su tradicional zona de influencia, sin
embargo, podrían hacer olvidar que, en última instancia, el pie
puesto por Irán en Latinoamérica vino propiciado
primeramente por un cambio de circunstancias en el propio
continente. Fue Chávez quien le abrió la puerta a Irán, primero
de Venezuela y luego de los demás países del Alba, sobre los
que ejercía influencia. Muchos proyectos de colaboración
fueron alcanzados por Chávez y Ahmadineyad y luego
extendidos a Ecuador, Bolivia o Nicaragua. Se trataba de una
triangulación en la que Chávez era el vértice por el que
circulaba gran parte del flujo; era el conductor que aseguraba
el paso de la corriente.
Los movimientos de Irán en el centro y sur de América
fueron vistos con gran suspicacia desde el norte. Ya en 2007,
la Cámara de Representantes de Estados Unidos aprobó una
resolución que expresaba «preocupación» por la posible
amenaza que para el país que suponía la profundización de
lazos económicos y de seguridad entre Irán y «regímenes de
pensamiento parecido en el hemisferio occidental, incluida
Venezuela». El principal temor era que la presencia iraní
sirviera para incubar células de Hezbolá, el grupo terrorista
libanés patrocinado por Irán. «Pasado es prólogo», advertía
Thomas Shannon, entonces responsable para el resto del
continente en el Departamento de Estado. Era un recordatorio
de los ataques que tuvieron lugar en Buenos Aires a comienzos
de la década de 1990, considerados obra directa de Hezbolá.
El cambio en la Casa Blanca –salió George W. Bush, entró
Barack Obama– rebajó el tono de las voces de alarma desde
la Administración, pero la amenaza iraní siguió siendo
abordada en los mismos términos en el Capitolio, durante
comparecencias de expertos y en declaraciones formales.
¿Amenaza o chapuza?
En diciembre de 2012 culminó su paso por las dos cámaras
del Congreso la ley Contrarrestar a Irán en el Hemisferio
Occidental, que pedía formalmente a la Administración la
adopción de medidas de prevención. La ley indicaba que Irán
estaba «persiguiendo la cooperación con países
latinoamericanos mediante la firma de acuerdos económicos y
de seguridad para crear una red de relaciones diplomáticas y
económicas con el fin de amortiguar el golpe de las sanciones
internacionales y oponerse a los esfuerzos de Occidente por
restringir sus ambiciones». El documento se refería a una
simbiosis entre las fuerzas especiales de la Guardia
Revolucionaria iraní y Hezbolá y avisaba de que su mutua
coordinación podía tener lugar en las embajadas y centros
culturales iraníes en el mundo. Por ello pedía precaución ante
el aumento de misiones diplomáticas de Irán en Venezuela,
Bolivia, Nicaragua, Ecuador, Argentina y Brasil. Teherán
había construido diecisiete centros culturales en Latinoamérica
y llegaba ya a once embajadas, frente a las seis con las que
contaba en la región en 2006.
Lo que avant la lettre era un riesgo cierto para Estados
Unidos –la aspiración de Irán a una presencia económica
fuerte y una influencia política directa en el patio trasero
gringo–, fue degenerando en chapuza. Dejando aparte las
cuestiones estrictas de seguridad, vinculadas especialmente
con una Hezbolá potenciada por su mayor acceso al
narcotráfico y sobre las que Washington hacía bien en estar
atento, los acuerdos de cooperación comercial y productiva
entre Irán y sus socios hispanos no llegaban muy lejos. Diríase
que esa tampoco era la prioridad de ninguna de las dos partes.
El objetivo de Teherán era salir del aislamiento al que le
sometían las sanciones, presentándose en alianza política con
otras naciones y sorteando las barreras económicas y
financieras impuestas por Naciones Unidas. El maridaje con el
Alba permitió a Irán algo de lo primero y desde luego lo
segundo. Si algo hay que reconocer a Ahmadineyad y Chávez
en su pacto de sangre fue su capacidad para tejer una
estructura empresarial y bancaria que facilitó movimientos
financieros opacos, destinados a destensar la cuerda
sancionadora que apretaba el cuello iraní.
Eso lo ponía por escrito un documento interno elaborado
durante el cruce de visitas que ambos mandatarios se hicieron
en 2009: Chávez fue en septiembre a Teherán; Ahmadineyad
acudió a Caracas en noviembre. Forma parte de una serie de
minutas de reuniones entre ambos países que alguien sacó del
entorno presidencial y aquí se detallan. «Las sanciones han
generado dificultades al Gobierno y a las empresas iraníes
para obtener divisas», reconocía el particular documento, por
lo que era «imperativo crear mecanismos creativos dentro de
las relaciones de cooperación bilateral para mitigar el efecto
de las sanciones y optimizar los flujos financieros». Que al
final tantos proyectos presentados con bombo y platillo
quedaran a medias probablemente no era una grave
preocupación para sus máximos promotores, pues la tapadera
cumplía sus funciones.
Como expuso Douglas Farah ante la comisión de Interior
de la Cámara de Representantes, era «un error pensar que esos
acuerdos económicos fueran pensados alguna vez para ser
completados. Más bien, fueron diseñados para permitir a las
naciones del Alba e Irán llevar a cabo transacciones de
beneficio mutuo de Estado a Estado, incluyendo tráfico de
sustancias ilícitas, adquisición y transporte de importantes
recursos minerales y tecnología de doble uso, y el frecuente
movimiento de personas». Farah cifró en tres los objetivos de
esas relaciones: uno, crear mecanismos que permitieran a Irán
reducir el impacto de las sanciones internacionales; dos,
ayudar a las ambiciones nucleares de Irán y facilitar el
potencial movimiento de componentes de armas de destrucción
masiva, incluyendo tecnología de doble uso; y tres, colocar
personal y redes a lo largo de Latinoamérica tanto para ayudar
a extender la visión revolucionaria de Irán como para llevar a
cabo ataques contra objetivos de Estados Unidos e Israel,
particularmente en represalia si hubiera un ataque a sus
instalaciones nucleares.
Tractores, bicicletas atómicas y pastel amarillo
A estas alturas, el campo latinoamericano debería estar
inundado de tractores iraníes. Veniran Tractor, empresa mixta
consagrada al ensamblaje de piezas llegadas desde el país
islámico, fue el primer proyecto conjunto entre Irán y
Venezuela. Su fecha oficial de inicio de actividades, en una
zona industrial de Ciudad Bolívar, era marzo de 2005. Tenía
como propósito sacar anualmente de la cadena de montaje tres
mil tractores, además de diversos implementos agrícolas. Para
mediados de 2012 la compañía decía haber producido 7.500
unidades, una tercera parte del objetivo. Dificultades de la
puesta en marcha de la factoría, retrasos en los suministros,
falta de entendimiento operativo entre la gerencia iraní y el
centenar de trabajadores venezolanos, así como limitaciones
logísticas de Irán a causa de embargos acabaron rebajando las
pretensiones iniciales. A principios de 2012, a Chávez se le
pasó el entusiasmo con Veniran y se encaprichó de Veneminsk,
ensambladora de tractores en joint-venture con Bielorrusia,
cuya inauguración anunciaba para meses después.
La actividad a ralentí de Veniran Tractor inicialmente
resultó extraña. Quien se acercaba a sus instalaciones veía
poco movimiento laboral. Desde luego no era lo que se
esperaría del declarado volumen de producción, en un
complejo de tres edificios: nada de ajetreo en la entrada o
salida de turnos, ni acumulación de operarios en una cantina a
la hora del almuerzo… El sindicato único de la fábrica llegó a
denunciar en 2008 que la producción había caído a apenas
cuarenta tractores mensuales y que ni trabajadores ni la
comunidad recibían informaciones sobre los estados de
ganancias y pérdidas de la empresa. La presencia en el
exterior de la Guardia Nacional venezolana y la doble valla de
seguridad del recinto contribuían a alimentar las sospechas
sobre un uso alternativo y no declarado de las instalaciones.
La existencia de una zona de entrada permitida solo a iraníes,
que pernoctaban en una base militar, contribuía al misterio. La
hipótesis que mejor parecía encajar tenía nombre de elemento
químico: uranio.
La posibilidad de que Irán estuviera extrayendo uranio en
Venezuela se barajaba entonces intensamente en el exterior.
Había que encontrar una explicación a la aparición de
factorías iraníes en lugares impropios, de actividad muy
reducida respecto al propósito contractual o fruto de proyectos
cuyos números se antojaban incongruentes. Era el caso de la
fábrica de cemento Cerro Azul, en El Pinto (Monagas), una
iniciativa que preveía una inversión desproporcionada de
setecientos cincuenta millones de dólares. El hecho de que
tuviera prohibido el sobrevuelo, aparentemente por instalación
estratégica, y llevara años en proceso de construcción sin que
nunca quedara completada, generaba desconfianza. La
oposición política venezolana también veía con sospecha
Fanabi, una fábrica de bicicletas abierta en Tinaquillo
(Cojedes). Inaugurada en 2008, hasta 2011 solo había
ensamblado veinticinco mil unidades, una cuarta parte de lo
previsto para el primer año. El truco parecía estar en que esos
centros para la producción de tractores, bicicletas o cemento
se encontraban en ubicaciones no muy distantes de cuencas
mineras y tal vez tuvieran que ver con la explotación de
uranio.
Que los iraníes habían buscado uranio en Venezuela era
algo oficialmente dicho y pregonado. El Instituto Geológico de
Industria y Minas (Ingeomin) selló un acuerdo en 2007 con
Irán para elaborar un catastro geológico de la república
caribeña, con el fin de determinar qué minerales tenía
Venezuela. Bien localizados de siempre, por ser un país
tradicionalmente minero, los yacimientos de oro, diamantes o
bauxita, el propósito central era valorar las reservas de pastel
amarillo, la denominación que recibe el concentrado de óxido
de uranio. Así lo dijo sin tapujos el ministro de Industrias
Básicas y Minería, Rodolfo Sanz, quien en 2009 declaró que
especialistas de Irán estaban desarrollando pruebas geofísicas
y vuelos de supervisión. «Nuestras proporciones geológicas
indican que podemos tener importantes reservas de uranio»,
dijo Sanz. Sus palabras fueron seguidas con atención desde la
embajada de Estados Unidos en Caracas, como puso de
relieve un telegrama revelado por Wikileaks. En el cable se
indicaba que pocos días después «un periodista reportó que
Chávez dio una reprimenda a Sanz por sus comentarios sobre
Irán, ordenándole no meterse en asuntos de los que no sabe
nada (Nota: el tiempo de los comentarios de Sanz coincidió
con noticias de que Irán está construyendo una instalación
nuclear secreta)».
El catastro geológico iraní concluyó que las zonas más
atractivas para la extracción de uranio, por relación calidadinversión,
estaban en los estados Mérida y Táchira.
Curiosamente, en el área de mayores depósitos, situada en el
estado Bolívar, Irán planteaba en cambio una concesión para
sacar oro. ¿Era para despistar? La cuestión es que la empresa
iraní adjudicataria, Impasco, no apareció después en la
relación de compañías que extraían oro en Venezuela, ni
tampoco figuraba listada mundialmente bajo ese concepto. En
su actividad mineral, Impasco tenía relación con el programa
nuclear iraní. Las mismas autoridades iraníes que en
noviembre 2008 firmaron el contrato de Impasco, suscribieron
otros días después con Ecuador para la implementación de un
análisis topográfico y cartográfico, que debía permitir a Irán
sustraer «minerales estratégicos».
«Los iraníes fueron el mayor bluff»
Claro que la búsqueda de uranio también podía estar pensada
como punto de partida para un proyecto de energía nuclear en
Venezuela o Bolivia. En 2010, Evo Morales reveló a la
opinión pública, durante una visita de Ahmadineyad, que Irán
iba a ayudar a Bolivia a construir una central nuclear, a
cambio de recibir parte del uranio nacional. Chávez, quizás
más astuto, no lo dijo públicamente, pero en noviembre de
2008 altos cargos iraníes y venezolanos firmaron un acuerdo
secreto de cooperación «en el área de la tecnología nuclear»,
como recogían las minutas del encuentro. Lo que Chávez
presentó formalmente fue un pacto con Rusia, que resultaba
más presentable internacionalmente. Atomstroyexport, la
compañía rusa que estaba construyendo el reactor de Bushehr,
en Irán, iba a encargarse del proyecto venezolano. Nadie puso
en duda los fines pacíficos que Venezuela o Bolivia podían dar
a la tecnología nuclear, pero hacerlo de la mano de Irán
contaba con la desautorización del Organismo Internacional de
Energía Atómica.
Al final, resultó una tormenta en un vaso, porque los
proyectos se quedaron cortos. Los estudios para una central
nuclear se suspendieron en un nivel muy preliminar, pues
Chávez comunicó su paralización tras el accidente de 2011 en
las instalaciones japonesas de Fukushima. Tampoco Irán
estaba a la altura de los compromisos. Su ineficacia para
montar en Venezuela la fábrica de cemento Cerro Azul, por
ejemplo, se saldó con despidos de directivos. La cadena de
subcontratas iraníes permitía que la contratista principal,
Edhass Sanat, escurriera el bulto, pasando la responsabilidad
a las compañías persas a las que recurría para determinados
trabajos.
«Los iraníes fueron el mayor bluff», asevera una fuente
ministerial que tuvo que lidiar con el quebradero de cabeza de
Cerro Azul. «No era solo que para la fábrica de cemento
utilizaran material viejo, sino que para muchos proyectos nos
enviaban tecnología que procedía de las antiguas repúblicas
de la Unión Soviética». En esto se unía el informal espíritu
latino con la proverbial capacidad de regateo de Oriente
Medio. Una incompetencia que al final pinchaba el globo de lo
que tanto podían ser verdaderos propósitos como simple
sospecha exagerada. Chávez se defendía sacando punta
chistosa a la situación. Cuando Fanabi fue foco de suspicacias,
el presidente bautizó como «atómicas» a las bicicletas que allí
se producían, y así comenzaron a referirse a ellas los medios
de comunicación chavistas.
Pero no todo era para tomárselo a risa. Inteligencia
extranjera pudo determinar con el tiempo que en Veniran
Tractor no había ningún tratamiento con uranio, pero también
constató que allí ocurría una extraña manipulación de
sustancias. Un día un emisario –lo asegura quien intervino en
su selección– logró colarse en el interior de la fábrica con una
reducida cámara y un pequeño recipiente. Simuló llegar allí
para inspeccionar el servicio eléctrico o la canalización de
aguas. No encontró facilidades por parte de la Guardia
Nacional que custodiaba los accesos, pero finalmente
convenció a los uniformados de la conveniencia de poder
realizar su supuesto cometido. Una vez en el interior, el
infiltrado abrió una de las cloacas del recinto y llevó a cabo
su trabajo. Con una espátula fue introduciendo en el recipiente
que llevaba la pasta negra que se había acumulado en el
desagüe: al discurrir el agua, allí había quedado sedimentado
diverso material. La cámara que llevaba oculta daba fe de que
estaba siguiendo los pasos de la misión encomendada, sin
posibilidad de engaño además porque el recipiente se cerraba
al vacío. Cuando ya fuera de Venezuela el contenido fue
analizado en el laboratorio, la conclusión fue inmediata: no
había rastro de uranio, pero allí estaban estratificados los
elementos químicos necesarios para la fabricación de
explosivos.
Tal vez es que esos elementos fueran también de uso en
ciertos procesos de metalurgia, pero la sospecha encajaba con
la interceptación en Turquía a finales de 2008 de veintidós
contenedores que Irán enviaba a Venezuela. Llegados en
camiones al puerto turco de Mersin, iban a ser embarcados
con destino a Veniran Tractor. Los documentos aseguraban que
contenían «partes de tractores», pero al abrirlos para
inspección lo que se halló en su interior fueron barriles de
nitratos y sulfitos, sustancias químicas comúnmente usadas
para elaborar explosivos, así como «material suficiente para
montar un laboratorio de explosivos», según comunicaron
luego las autoridades turcas. Los contenedores, que no
mostraban ninguna notificación externa de transporte
peligroso, a pesar de su verdadera carga, quedaron un tiempo
retenidos en Turquía y luego fueron devueltos a Irán.
No fue el único tránsito de contenedores con ánimo de
engaño. También Venirauto, empresa mixta de vehículos
establecida en 2006 por Irán y Venezuela en Maracay
(Aragua), recibió envíos curiosos, como luego se verá.
Igualmente era una iniciativa con una producción muy por
debajo de la prometida. A mediados de 2012, el número de
unidades acabadas –primero se comenzó a montar el modelo
Centauro (el Samand iraní) y luego el Turpial (Saipa 141)– era
de doce mil, un quince por ciento de la meta estimada. La
oposición advertía de que Venezuela debía haber hecho un
convenio con países de tecnología más avanzada y fiabilidad
en los plazos de ejecución, como Francia, Alemania o Estados
Unidos. Es posible que, para desarrollar una industria
autóctona –«con sello criollo», como proclamaba la
publicidad de Venirauto–, las potencias occidentales no fueran
los socios más adecuados, pero el acuerdo con Irán no era
menos colonialista: los modelos eran los mismos que
producían las compañías iraníes Khodro y Saipa, basados en
anticuadas versiones de KIA y de Peugeot, y el 97 por ciento
de las piezas llegaban de la república islámica. Por lo demás,
los problemas en la cadena de montaje obligaban a los
potenciales compradores a un largo tiempo de espera. La
tozudez ideológica chavista volvía aquí a perjudicar a las
clases populares, mientras los iraníes repatriaban sus divisas.
Y la cooperación en el ámbito civil no era la única en la que
Venezuela era malbaratada.
Drones criollos
Chávez no tenía la boca pequeña. «Vamos a convertir
Venezuela en un país potencia». El presidente acababa de
hacer mostrar ante las cámaras de televisión, en junio de 2012,
el Arpía, un avión no tripulado adquirido a Irán. El dirigente
bolivariano soñaba con producirlo en el país para exportarlo a
las naciones vecinas. Hacía dos días que yo había escrito un
artículo que por primera vez publicaba imágenes de uno de los
Arpías (el iraní Mojaher-2) en posesión de las Fuerzas
Armadas venezolanas. El comandante se veía por ello
obligado a enseñarlo, a la ciudadanía… y a Washington.
«Ahora, que Estados Unidos diga que a Venezuela hay que
vigilarla. No pierdan su tiempo. Es posible que dentro de poco
salgan diciendo que esos aviones tienen una bomba atómica en
la punta», afirmó con sorna, remarcando así el hecho de que
eran aparatos para supervisión aérea, sin capacidad para
realizar misiones de ataque.
Con todo, el Departamento de Estado del Imperio dijo
ponerse en guardia. «Nos mantendremos muy vigilantes para
ver cómo se desarrolla eso», advirtió en rueda de prensa la
portavoz, Victoria Nuland. Estados Unidos expresaba
«preocupación» por la posibilidad de que se estuviera
violando alguna de las sanciones impuestas por la comunidad
internacional a Irán. Era obvio que el problema no estaba en
que Venezuela dispusiera de drones –los comenzaba a tener ya
medio mundo–, ni que estuviera desarrollando su industria
militar, sino que lo hiciera de la mano de Irán, saltándose con
eso el cerco internacional impuesto a Teherán por proseguir
con su programa nuclear. Pero Chávez obviaba el matiz, no tan
pequeño, y se aferraba al discurso patriótico: «salió en la
prensa internacional que en Nueva York hay una investigación
porque en Venezuela hay una fábrica de pólvora. Claro que
estamos montando una. Y una fábrica de aviones no tripulados.
No lo tendríamos si fuéramos una colonia, pero somos un país
libre e independiente. Aquí mandamos los venezolanos, no
manda el Imperio, ni los lacayos, los peleles, los pitiyanquis
de aquí».
Cuando Chávez decía esto, la fábrica de lo que debía ser
un sistema de aviones no tripulados made in Venezuela era ya
idea fallida. El plan quinquenal de las Fuerzas Armadas
venezolanas para 2011-2015, bautizado como Tarea Victoria,
preveía que en la segunda mitad de 2011 se hubieran fabricado
treinta aviones manejados remotamente. Pero en lugar de
encontrarse en pleno funcionamiento, las instalaciones eran
utilizadas como almacén de electrodomésticos para el
programa social Mi Casa Bien Equipada. De hecho, cuando
Chávez apareció en televisión desde el Ministerio de Defensa
y fue conectando en directo con distintas sedes militares, el
Arpía fue presentado no en la supuesta factoría, sino en una
contigua fábrica de fusiles rusos AK-103, muestra evidente de
que algo no iba bien, a pesar de la propaganda. Y lo que es
más, de la docena de drones que llegaron desde Irán, varios
habían quedado inutilizados al estrellarse en sus primeros
ejercicios de prueba en Venezuela. Era otro desencanto en la
relación con el amigo iraní.
Lo que había investigado la Fiscalía de Distrito de
Manhattan, que se arroga la persecución de transacciones
contrarias al derecho que se hagan en dólares en todo el
mundo, era una intensa relación entre la Compañía Anónima
Venezolana de Industrias Militares (Cavim) y varias empresas
de la industria armamentística iraní incluidas en las sanciones
internacionales. Mediante esos movimientos, Irán obtenía
divisas, abría vías de flujos financieros para su sistema
bancario, encorsetado por las sanciones, y lograba algunos
recambios para material bélico. Venezuela se hacía con
tecnología y se permitía coquetear con algunos programas que
ponían algo nerviosos a los estadounidenses.
Estados Unidos seguía la pista lo más cerca que podía. Un
telegrama de marzo de 2009 del Departamento de Estado
norteamericano, dirigido a la embajada en Ankara, con
información a la de Caracas, alertaba de un próximo envío de
Irán a Venezuela de tecnología UAV, siglas de Unmanned
Aerial Vehicle. «Estados Unidos cree que este material es
armamento y material relacionado que Irán tiene prohibido
transferir de acuerdo con la resolución 1747 del Consejo de
Seguridad de la ONU», decía el mensaje, luego revelado por
Wikileaks. Se indicaba además que el material estaba
producido por Qods Aeronautics Industries, empresa iraní
sujeta a sanciones. La alerta a Turquía se debía a que ya
existía constancia de que había envíos de Irán a Venezuela que
pasaban por ese país, como había sido el caso de los
contenedores interceptados a finales de 2008 en el puerto
turco de Mersin, llevando material normalmente usado para la
fabricación de explosivos.
Las investigaciones evidenciaron irregularidades en torno
a la pregonada fábrica de aviones no tripulados, ubicada
dentro del perímetro de la principal sede de Cavim, en
Maracay (Aragua). Adjunta a una base de la Fuerza Aérea
Venezolana, separada por una autopista, había una extensión de
terreno ganado a las lomas de una montaña, donde se fueron
levantando instalaciones fruto de la colaboración militar
bilateral con Rusia, Bielorrusia e Irán. Desde dos grandes
hangares, Chávez pensaba exportar drones criollos a parte del
continente. Mientras se ultimaban los preparativos para
levantar ese vuelo, los militares venezolanos dedicaron tiempo
a familiarizarse con la tecnología iraní. En noviembre de
2011, la Fuerza Aérea mostró uno de los primeros drones
adquiridos a Irán, un pequeño modelo bautizado como ANT-
1X, e indicó que también se contaba con otro modelo no
especificado. Este era el Arpía, nombre local para el Mojaher
iraní, que Teherán también vendió a Hezbolá.
Las características técnicas del Arpía no suponían una
amenaza para Estados Unidos, pues el máximo radio de acción
de este aparato de 2,9 metros de largo y 3,8 de ancho quedaba
fuera de las costas de Florida: alcance de cien kilómetros,
velocidad de doscientos kilómetros por hora, resistencia de
noventa minutos, altura de vuelo de once mil pies. Fue
concebido para uso de vigilancia, aunque también podía guiar
armamento hacia objetivos mediante láser. En total, Venezuela
adquirió una docena de aparatos.
Una manera de burlar las tiesas orejas del perro guardián
estadounidense en este programa de transferencia tecnológica,
conocido internamente como Proyecto M2 (por Mohajer 2),
fue el sospechoso trayecto aéreo entre Caracas y Teherán, con
escala en Damasco, cubierto por Iran Air y Conviasa, la línea
aérea de bandera venezolana. Una de las facturas revisadas
por la investigación de la Fiscalía de Distrito de Manhattan
hacía referencia a un envío remitido a Cavim en un avión de
Conviasa por parte de la empresa Kimia Sanaat, implicada en
el desarrollo de aviación no tripulada e incluida en 2008 en la
lista negra de la ONU por supuesta relación con proyectos de
armas de destrucción masiva. Se trataba de una sociedad
integrada en el conglomerado iraní Aviation Industries
Organization (AIO) de las Fuerzas Armadas iraníes. El
Proyecto M2 era llevado a cabo entre Cavim y AIO.
Documentación confidencial de la operación financiera
apuntaba a posibles aspectos secretos de este programa. La
realización de lo que debía ser una fábrica de drones (dos
hangares y un edificio de control) fue reservada a AIO y esta
encargó la ejecución, bajo capataces iraníes, a una empresa
local, habitual contratista de obras para los militares
venezolanos. La construcción quedó terminada en 2010 y por
ella el contratista cobró 2,4 millones de dólares, transferidos a
su cuenta en una sucursal del Banco Santander en Valparaíso
(Chile), entidad que autorizó la operación a pesar de ser
informada de quién era el remitente (incluido en las sanciones
de la Unión Europea) y del carácter militar del proyecto. El no
elevado coste de las instalaciones ni de los drones contrastó
con los 28 millones de dólares que Cavim pagó a AIO, en una
transferencia a través de Commerzbank en Fráncfort,
utilizando un pago en dólares luego convertido en euros que
burlaba la vigilancia bancaria. De ese monto, más de la mitad
correspondía a los conceptos genéricos de «asistencia
técnica» y «documentos técnicos».
Del proyecto se encargó el ingeniero de la Guardia
Revolucionaria Ramin Keshavarz, quien previamente había
trabajado en el programa de misiles de Irán. Al tiempo que
Kashavarz supervisaba las obras del contratista en las
edificaciones relacionadas con los drones, obligaba a este a la
entrega de material de construcción para levantar otras
instalaciones adyacentes, a las que solo tenía acceso personal
iraní. Fue este secreto apartado de la colaboración Venezuela-
Irán el que acabó centrando el interés de las agencias de
inteligencia y seguridad de Estados Unidos. No llegarían a la
conclusión que podía suponerse.
Misiles en la lista de la compra
Estados Unidos prestó una especial atención a los terrenos en
Maracay de la Compañía Anónima de Industrias Militares
(Cavim). Fotografías tomadas desde satélite indicaban un
movimiento extraño de tierras en el anexo que esas
instalaciones tenían, separado por una autopista, en las lomas
de una montaña. Era el espacio, cerca de la fábrica de drones,
donde los iraníes habían estado operando de manera secreta,
sin acceso de operarios venezolanos. Las imágenes parecían
mostrar la boca de un túnel que conectaba justo ese área con el
interior de la montaña. Acrecentaba las sospechas el hecho de
que el trazado de una nueva línea férrea en construcción, que
seguía el cauce de la autopista, en este punto se desviaba y, en
lugar de seguir paralelo al circular de los automóviles,
penetraba en la montaña por espacio de varios cientos de
metros.
¿Cómo no imaginar que ese túnel para el paso del tren, en
aparente forzado desvío, estuviera conectado dentro de la
montaña con el otro supuesto túnel, a muy corta distancia,
relacionado con la actividad iraní? Si Venezuela albergaba
misiles iraníes, o planeaba hacerlo, esas galerías subterráneas,
con infraestructura ferroviaria y adjuntas a una base militar,
eran sin duda muy apropiadas. El espionaje estadounidense
pasó varios meses tratando de descifrar el enigma.
Otro elemento que contribuía a los interrogantes era que
las fotografías del satélite mostraban una acumulación de hasta
setenta grandes contenedores en un terreno próximo. Logrado
el comprobante de cargo de uno de ellos, este revelaba un
peso de transporte de once toneladas. Había sido remitido a
Venirauto, la empresa mixta de automóviles Venezuela-Irán,
curiosamente situada en un polígono industrial adyacente al
complejo militar de Maracay. Conociendo el patrón habitual
en el procedimiento entre ambos países, basado en el uso de
empresas-tapadera de carácter civil, con una finalidad
declarada y otra, principal o secundaria, inconfesada, las
piezas parecían encajar. Confidentes sobre el terreno llegaron
a asegurar haber visto grandes estructuras que podrían
corresponder a misiles, pero nunca lo pudieron confirmar.
Durante tiempo, una hipotética instalación de misiles de
medio o incluso largo alcance en Venezuela atrajo el interés de
centrales de inteligencia de países occidentales. En mayo de
2011, el diario alemán Die Welt sugirió la posibilidad,
aparentemente a partir de lo que conocía la inteligencia
germana, de que se hubieran emprendido ya algunos pasos en
esa dirección en la península de Paraguaná. Una visita hecha
allí meses antes por ingenieros de la Guardia Revolucionaria
iraní había generado las primeras conjeturas. Desde el saliente
de Paraguaná, la punta más norte de Venezuela, los misiles no
podrían alcanzar Florida, pero al menos tendrían capacidad de
amenazar el tráfico a través del canal de Panamá.
Nadie creía que Chávez fuera tan loco de retar de forma
tan directa a Washington, haciendo un equivocado cálculo de
riesgos. En un contexto de confrontación entre Irán y Estados
Unidos, sin embargo, no era absurdo imaginar que tal vez los
iraníes hubieran elucubrado, como mero ejercicio teórico,
sobre una reedición de la Crisis de los Misiles de 1962,
cuando la URSS puso en jaque a su archienemigo implantando
capacidad nuclear en Cuba. ¿Y si Irán, en otra guerra fría,
utilizaba de nuevo la plataforma del Caribe para disuadir a
Estados Unidos de cualquier posible agresión militar a su
soberanía? Eso era congruente con la advertencia lanzada
públicamente en marzo de 2012 por Masud Jazayeri, general
de la Guardia Revolucionaria y subjefe de Estado Mayor de
las Fuerzas Armadas de su país. Jazayeri aseguraba que
cualquier ataque estadounidense contra territorio iraní tendría
represalias, y no solo en Oriente Medio. «Ningún lugar en
Estados Unidos estaría seguro», advirtió.
Afortunadamente, el mundo se ahorró verse arrastrado a
otra crisis de misiles. El Gobierno chavista llegó a tratar con
el de Irán sobre la posibilidad de desarrollar un sistema de
misiles de medio alcance, según confirma Rafael Isea. Como
ministro de Finanzas y estrecho colaborador de Chávez en los
años en los que se determinó el calibre de las relaciones que
se estaban intensificando con Ahmadineyad, Isea conoció de
esas conversaciones relativas a misiles, pero asegura que
nunca dieron lugar a una negociación creíble.
Lo que el Gobierno venezolano sí estaba instalando en la
península de Paraguaná, en el municipio Los Taques, era una
base destinada al sistema S-125 Pechora de misiles de defensa
tierra-aire, de fabricación rusa. Venezuela había adquirido en
2011 once unidades y recibió otras doce en 2014. De alcance
menor, por tratarse de armas defensivas, esos misiles no
suponían ningún órdago militar.
Es probable que la presencia de los ingenieros iraníes
detectada en la península de Paraguaná se hubiera debido a
otros propósitos. Irán disponía allí de unos muelles para uso
particular, expropiados en su día a sus dueños por Chávez.
Eso permitía a los iraníes introducir contenedores en el país
sin tener que pasar por la aduana oficial venezolana. Aunque
también cabía que, como anticipación a un acuerdo que no
maduró, agentes iraníes hubieran inspeccionado la zona
destinada a base misilística o que hubieran planeado construir
silos de almacenamiento en Maracay.
Claro que para alcanzar Florida, Irán no necesitaba
cohetes. Ramin Keshavarz, el encargado iraní en Venezuela
para el proyecto de la fábrica de drones en las instalaciones
Cavim-Maracay, realizó directamente pedidos a un almacén de
suministros del área de Miami, como constaba en las facturas
que supervisé. Los elementos solicitados no incluían nada
sospechoso, pero el FBI habría paralizado la compra de saber
que la factura se giraba a nombre de Keshavarz. La
cooperación Teherán-Caracas no amenazaba directamente las
costas de Florida, pero el enemigo se tomaba la libertad, con
nombre y apellido, de adquirir en almacenes estadounidenses
la maquinaria que necesitaba.
De F-16 y otros recambios
La cooperación militar tuvo más capítulos. Es el caso de la
entrega a la república islámica de un F-16, avión de combate
de fabricación estadounidense, de acuerdo con el vívido relato
que me llegó de un oficial de alto rango que había sabido de la
operación. El siguiente párrafo toma elementos de esa
narración del episodio.
«Muchachos, esta es una misión muy importante, no
podéis fallar, el país cuenta con vosotros, no me
decepcionéis», dijo el general de división Roger Cordero
Lara, sin dar más detalles, a los pilotos del Boeing 707-
6944 que presuntamente se llevaban a bordo un F-16
desmontado, con destino a Teherán, en 2006. Antes de
despegar, el general de la Fuerza Aérea quiso subir a la
cabina y arengar a quienes iban a estar al frente de los
mandos del carguero-tanquero en el largo viaje. Los
pilotos comentarían luego a sus compañeros su
convencimiento, por una serie de detalles, de que la carga
era un F-16, aunque no pudieron ver el interior de los
contenedores sin marcas que les habían encomendado,
pues iban sellados. Tenían la orden de seguir una ruta
especial, con escalas en Brasil y Argelia. «Nadie de la
tripulación sabía lo que estaban llevando. Tan pronto
como llegaron a Teherán y aterrizaron, el avión fue
tomado por agentes y militares iraníes. Fueron sacados
del avión y llevados a un hotel, donde permanecieron
vigilados. Nunca vieron cómo ni cuándo la carga fue
sacada del avión. A la mañana siguiente fueron
conducidos de nuevo al avión, que estaba preparado para
despegar».
¿Para qué querrían los iraníes un F-16, si el modelo no
encajaba en sus escuadras y además les iban a faltar
recambios? La respuesta aventurada por fuentes próximas al
Mossad es que Irán pudo utilizarlo para calibrar sus radares y
familiarizarse con las características de ese aparato ante un
hipotético ataque de Israel o de Estados Unidos. Los analistas
consideraban que el peso de un ataque judío contra las
instalaciones del programa nuclear iraní, en caso de
producirse, descansaría sobre todo en la flota de F-15 que
tenía Israel, pues ese modelo contaba con más autonomía de
vuelo. Pero también podía haber una oleada de aviones F-16
de apoyo, sobre todo si utilizaran alguna base en un país
limítrofe con Irán, como Azerbaiyán. Estados Unidos, por su
parte, tenía escuadrones de F-16 en sus bases del Golfo
Pérsico.
Venezuela compró a Estados Unidos ese tipo de caza antes
de la llegada de Hugo Chávez al poder. De las veinticuatro
unidades adquiridas en 1983, tres quedaron inutilizadas por
accidente y se calculaba que más de dos décadas después
quedaba menos de una docena en servicio. Chávez procedió
luego a la sustitución de esa flota por veinticuatro Sukhoi
rusos. Entre las advertencias a Washington en sus habituales
disputas, el Gobierno chavista llegó a mostrar su disposición a
vender algunas unidades de F-16 a terceros países, incluido
Irán, sin autorización estadounidense, algo contrario a las
condiciones de venta original. Oficialmente no se informó de
ninguna operación de ese tipo, pero Caracas y Teherán
negociaron la transferencia tecnológica. Además del presunto
envío de un F-16 en 2006, tres años más tarde representantes
de ambos países ampliaban el acuerdo a más unidades. Un
documento confidencial, fechado en Teherán en agosto 2009,
indicaba que «la parte venezolana comprometió agilizar los
estudios de factibilidad a las propuestas presentadas por AIO
sobre aviones F-16». La minuta de la reunión la firmaban
quienes entonces ocupaban los cargos de presidente de Cavim,
general Eduardo Richani, y de viceministro de logística del
Ministerio de Defensa iraní, general Mohammad Beig
Mohammad Lu.
En ese encuentro en Teherán ambos altos cargos repasaron
el estado de diversos acuerdos en marcha, lo que indicaba una
intensa colaboración en materia militar desde hacía ya varios
años. Así, se daba por casi concluida la revisión y mejora
técnica de catorce motores J-85, utilizados en cazas F-5
venezolanos, que se habían enviado a Teherán. También se
repasaba el estado en que se encontraba el proyecto de
creación en Venezuela de una fábrica de pólvora y otra de
detonadores, con asesoramiento y material iraníes, así como
los avances registrados en relación al sistema de aviones no
tripulados. La Defense Industry Organization (DIO) de Irán
también «presentó las propuestas sobre la fabricación de
morteros de 60 milímetros y su munición, lanzacohetes RPG-7
y su munición y completar las líneas de fulminantes».
Como en todos los documentos internos analizados, los
aspectos que podrían sospecharse más sensibles resultaban
obviados. No era solo que parte de la cooperación apuntada
podía afectar a tecnología de doble uso, sin necesidad de
explicitarla, sino que la intención de secretismo era expresa.
«Para facilitar el transporte de los equipos a Venezuela», se
añadía en el citado documento confidencial, con
reconocimiento implícito de que se estaban vulnerando las
disposiciones internacionales, «DIO solicita que se cambien o
utilicen otros símbolos comerciales en vez de DIO/CAVIM y
los documentos pertinentes se prepararán de acuerdo a lo
anterior».
Un evidente interés de Irán era utilizar Venezuela como
procurador de recambios para la porción de su arsenal
comprado a Estados Unidos antes de la revolución islámica.
La colaboración entre Chávez y Ahmadineyad contempló
colaboración sobre «motores T-56 y aviones 707»,
probablemente en referencia a piezas de recambio para cargos
de la aviación iraní, que disponía de helicópteros Hércules C-
130 y de Boeing 707. Además, es posible identificar a Karim
Lezama, un teniente coronel venezolano en la reserva, como
alguien que estaba implicado en compras de recambios útiles
a ambos países.
En uno de sus viajes Estados Unidos para tratar con
traficantes de armas, en 2009, Lezama «sacó a la luz que
estaba trabajando en coordinación con el general de división
Ángel Colina, a cargo del Comando de Defensa Aérea de
Venezuela, quien quería puentear a la compañía española
Geci-Levante, una empresa conocida por hacer suministros a
Venezuela y otros países musulmanes», desveló un confidente.
«Esa empresa tiene muy buenas relaciones con la embajada de
Irán en Caracas, gracias a un contacto, Puria, que formalmente
trabaja como traductor, pero que en realidad está a cargo de
adquisiciones para el Gobierno iraní. En ese encuentro,
Lezama también reveló que estaba a cargo de obtener
elementos logísticos (recambios y armas) para los F-14
Tomcats operados por Irán, y una lista muy concreta de
herramientas para ser usadas en el proyecto de aviones no
tripulados entre Venezuela e Irán». El confidente aseguraba
que en años posteriores tanto Lezama, como el general Colina
y el general en la reserva Luis Reyes Reyes, durante un tiempo
ministro para el Despacho de la Presidencia, mantuvieron
frecuente comunicación con Puria, el contacto de la embajada
iraní en Caracas encargado de adquirir ilegalmente material
militar.
La embajada también supervisaba otras actuaciones. En
Morón (Carabobo), donde Cavim tiene otra sede y está la
Corporación Petroquímica de Venezuela (Pequiven), los
iraníes pusieron en marcha una fábrica de pólvora y otra de
explosivos. También se encargaron de un proyecto de
reactivación de una planta de nitroglicerina y de otro para la
mejora de una factoría de nitrocelulosa. En todas esas
iniciativas el socio de referencia fue Parchin Chemical
Industries, compañía con varias sanciones del Consejo de
Seguridad por exportar productos químicos con posible uso
para misiles balísticos. Por esas y otras vinculaciones, Cavim
fue sancionada por Estados Unidos en varias ocasiones. Con
tantas limitaciones internacionales, que aherrojaban los
intercambios comerciales y las transacciones financieras,
¿cómo era posible que Venezuela e Irán continuaran con sus
manejos?
Burlar la supervisión bancaria
Cuando Tahmasb Mazaheri, anterior ministro iraní de
Economía y Finanzas (2001-2004) y presidente del Banco
Central de Irán (2007-2008), fue retenido en Alemania en
enero de 2013 llevando consigo un cheque por valor de
trescientos millones de bolívares, que al cambio eran setenta
millones de dólares, algunas cosas se aclararon. Tal como la
noticia apareció en la prensa, Mazaheri fue arrestado en el
aeropuerto de Düsseldorf, a su llegada de un vuelo que lo
había traído de Irán, vía Turquía. Cuando atravesó la aduana
alemana, declaró llevar encima menos de diez mil euros, pero
al registrar los agentes su equipaje apareció el cheque por el
elevado monto. Mazaheri no supo dar razones convincentes de
la procedencia del talón. La explicación que luego ofreció la
embajada de Irán en Caracas fue que, como consultor de la
empresa iraní Kayson, encargada de la construcción de veinte
mil unidades habitacionales para la Gran Misión Vivienda de
Venezuela, Mazaheri llevaba el dinero a la república
bolivariana para el pago de los empleados. Al parecer, el
cheque estaba firmado por Kayson de Venezuela e iba a
nombre de la misma compañía. Todo sugería que la Policía
alemana había procedido al registro por el soplo recibido de
las autoridades de algún otro país. La prueba no era lo
decisiva que tal vez se esperaba, pues el detenido fue puesto
en libertad, pero el episodio dejaba entrever algo del
entramado empresarial y financiero que daba oxígeno a Irán.
La evidencia mayor era la cooperación prestada por
algunos bancos venezolanos en el movimiento de capital iraní.
El cheque correspondía a fondos depositados en el Banco de
Venezuela, entidad renacionalizada en 2009. Eso venía a
indicar que los intereses de Irán se habían derramado por el
sistema bancario venezolano, probablemente a raíz del cerco
que internacionalmente se había trazado en torno al Banco
Internacional de Desarrollo (BID), de propiedad iraní y sede
en Caracas, que era el principal brazo ejecutor de las
operaciones entre Venezuela e Irán. Eso era algo que también
ponía de manifiesto una carta de abril de 2011 dirigida al
entonces canciller Maduro, escrita por quien era el embajador
iraní en Venezuela, Abdolreza Mesri. La carta se incluía en
otro manojo de documentos no públicos, esta vez relacionados
con el BID iraní, que tuve la oportunidad de consultar. Tras el
tradicional encabezamiento de «en el nombre de Alá», el
embajador se refería en la carta a un depósito que el BID tenía
en el Banco Federal. Esta entidad había sido confiscada y
Mesri pedía la mediación expresa del Gobierno venezolano
para poder obtener el reembolso, con sus intereses, de los
22,5 millones de bolívares de la cuenta.
«Esta carta es importante, porque muestra que el BID tenía
fondos en otros bancos. ¿Para qué lo necesitaba? Dadas las
sanciones internacionales al BID, este tendría que hacer las
transacciones a través de otros bancos», apunta Adam
Kaufmann, jefe hasta 2012 de la división de investigación de
la Fiscalía de Distrito de Manhattan. Kaufmann conocía bien
el percal, pues desde la Fiscalía había logrado que bancos
como Lloyds, Credit Suisse, Barclays y HSBC pagaran altas
multas por ocultar transferencias en dólares a Irán desde otros
países. Había estado a las órdenes de Robert Morgenthau,
quien poco antes de dejar su cargo, a final de 2009, advertía
públicamente en Washington de que el BID iraní permitía a
Irán «poner un pie en el sistema bancario venezolano»,
ofreciéndole un «perfecto método de quebrar sanciones».
El nombre del Banco Internacional de Desarrollo llevaba
en ocasiones a engaño por usar las mismas siglas, BID, que en
toda Latinoamérica remiten inmediatamente al Banco
Interamericano de Desarrollo, el principal instrumento
financiero de promoción de la región, cuya sede está en
Washington. La creación del BID iraní fue acordada en
septiembre de 2007 por Chávez y Ahmadineyad y fue abierto
en Caracas en enero de 2008. Tuvo como presidente
precisamente a Tahmasb Mazaheri, el portador del cheque
detenido en Düsseldorf, quien fue a Venezuela después de
dejar la presidencia del Banco Central de Irán, lo que probaba
la importancia que Teherán daba a las posibilidades que abría
el BID. El BID iraní aparecía desde hacía tiempo en la lista
negra de Estados Unidos y la Unión Europea, así como su
matriz, el banco Toseyeh Saderat Iran o Export Development
Bank of Iran (EDBI). El Tesoro estadounidense también
impuso sanciones contra el Banco Binacional Irán-Venezuela
(IVBB) por actuar como representante financiero del EDBI, en
cuyo nombre procesó fondos. Cuando Chávez inauguró el
Binacional en Teherán en 2009 lo anunció como «parte de una
estrategia para formar una nueva arquitectura financiera entre
nosotros, independiente del sistema financiero internacional».
Como admitieron los propios directivos del BID en
reservadas misivas al Ministerio de Finanzas venezolano, el
propósito de la actividad de esta entidad, además de dar
cobertura al intercambio comercial entre ambos países, que
incluía acuerdos de Defensa, era superar «las limitaciones de
las operaciones de divisas» y también «algunos problemas
internacionales de Irán, relacionados con las actuales
sanciones económicas». Entre esa documentación interna
también aparecían directrices dadas desde el BID para enviar
transferencias de Venezuela a Irán burlando la supervisión
internacional. Así, los envíos en dólares desde un banco
venezolano debían ser cambiados a euros utilizando como
intermediario el Banco Comercial Europeo-Iraní, con sede en
Hamburgo. Esta entidad sería luego incluida en las sanciones
de la Unión Europea. «No necesita mencionar el nombre del
beneficiario en Irán en su mensaje a su banco corresponsal»,
se recomendaba para mayor sigilo. Las posibilidades de
realizar esas operaciones se multiplicaron cuando Chávez
aprobó en junio de 2012 la apertura de cuentas en dólares en
los bancos venezolanos. Diversas comunicaciones previas
entre el BID y el Ministerio de Finanzas ponían de relieve la
inquietud iraní por la lentitud que suponía tener que recurrir
continuamente a la Comisión de Administración de Divisas de
Venezuela para la autorización de las transacciones.
Diésel a Al Assad y llegada de Rohani
La guerra civil de Siria presentó nuevas ocasiones de
colaboración entre Venezuela e Irán. No se debía únicamente
al interés de Teherán en ese momento de preservar en el poder
a Bashar al Assad, conveniente para la influencia iraní en la
región, sino que la pervivencia del Estado autoritario sirio se
había convertido en casus belli de los países con regímenes
híbridos, en su pulso internacional con las democracias
tradicionales. Venezuela se situaba del lado de sus aliados,
con Rusia involucrada en apoyo al presidente Al Assad y
China sin poner impedimentos a la actuación de Damasco.
Entre 2011 y 2012, como habían dado cuenta las agencias
internacionales de prensa, Venezuela envió varios cargamentos
de diésel a Siria, contraviniendo las sanciones impuestas por
Estados Unidos y la Unión Europea contra varias compañías
sirias del sector del crudo, entre ellas Sytrol, la empresa
estatal de petróleo. Las sanciones, entre otros objetivos,
pretendían impedir la llegada de diésel a Siria ya que podía
ser utilizado como combustible para los carros de combate del
Ejército, alimentando con ello la capacidad bélica de Al
Assad. «Seguirán tantos envíos como necesiten. Tenemos un
alto grado de amistad y cooperación con Siria», respondió
Rafael Ramírez, ministro y presidente de Pdvsa, a quienes
objetaban ese comercio. En el viaje de regreso a Venezuela,
algunos cargueros transportaron nafta, un producto de la
refinación del petróleo que puede usarse para producir
gasolina.
Nafta no fue lo único que salió de los puertos sirios.
Petroleros presumiblemente de la flota del empresario
venezolano Wilmer Ruperti transportaron petróleo iraní, sujeto
a embargo internacional, hasta refinerías de India. Fuentes
conocedoras de la operación me aseguraron entonces que se
estaba poniendo en práctica la mezcla de ese crudo con el
llevado de Venezuela con el fin de que ganara en espesura y
pudiera ser vendido como venezolano. Eso explicaría la
extraña aparición en las cuentas de Pdvsa de crecientes ventas
a India, cuando por distancia geográfica no tenía sentido que
ese país adquiriera crudo traído desde el Caribe. Esto era una
forma de dar salida a la producción de Irán, que tenía
problemas de colocación en el mercado mundial. La mayoría
de sus clientes habituales habían tenido que reducir sus cuotas
de compra, uniéndose a la llamada a un cerco internacional
por el programa nuclear iraní. Un cerco que Venezuela se
saltaba con frecuencia: en 2011 Estados Unidos aplicó
sanciones contra Pdvsa por el envío de cargamentos a la
Compañía Nacional Iraní de Petróleo, después de que
Washington hubiera detectado dos entregas de un aditivo
utilizado en la gasolina, por valor de más de cincuenta
millones de dólares.
La cooperación petrolera entre Venezuela e Irán, sin
embargo, no alcanzó el vuelo que Chávez y Ahmadineyad un
día soñaron. En un encuentro de 2006 anunciaron la creación
de una gran multinacional del petróleo, juntando esfuerzos de
ambas compañías nacionales. La nueva empresa mixta,
bautizada como Venirogc, nombre derivado de Venezuelan-
Iranian Oil & Gas Co., aspiraba a llegar a ser «lo mismo que
Chevron, Shell o Eni», según diría después en una conferencia
de prensa uno de sus directivos iraníes: una firma global, con
operaciones en distintos países, cubriendo toda la cadena del
negocio, desde la extracción a la venta en gasolineras. Como
posible sede se barajó España. Pero la empresa no arrancó su
actividad. En 2011, en la supuesta oficina en Madrid lo único
que se veía era el nombre escrito en una puerta cerrada, tras la
que no había actividad.
Es posible que, de partida, Venirogc solo se hubiera
concebido como una empresa de maletín para justificar el
movimiento de capitales. Su mismo nombre no parecía muy
pensado para ser usado comercialmente como marca en todo
el mundo. En cualquier caso, fue otro ejemplo de tantos
proyectos lanzados por Chávez y Ahmadineyad que luego
languidecieron. Si eso pasó en el momento de apogeo de esa
relación, ¿qué había que esperar tras la ausencia de ambos
mandatarios? El presidente iraní dejó el cargo en agosto de
2013, cinco meses después del sepelio de su homólogo
venezolano. La concentración de Nicolás Maduro en la
política interna para lograr consolidarse en el poder y los
gestos de Hasán Rohani, el nuevo presidente iraní, para
encontrar una salida negociada al constreñido estatus
internacional de Irán dejaron a poco gas las relaciones entre
ambos países.
En opinión de Douglas Farah, especializado en la
presencia del chiísmo en Latinoamérica, la desaparición de
Chávez ya durante su enfermedad hizo que Irán afianzara la
relación directa con el resto de países de la región con los que
tenía vinculación, dejando a un lado la centralidad que hasta
entonces había ocupado Venezuela en esos tratos. Ante la
evidencia del cáncer incurable del presidente venezolano, los
iraníes intentaron que sus contactos con Caracas fueran más
institucionales, para que los compromisos que se adquirían
tuvieran una continuidad, al margen de lo que ocurriera con
Chávez. También aceleraron su contacto sin mediaciones con
los otros países del Alba. «Los iraníes se dieron cuenta de que
Venezuela se tambaleaba un poco y fueron repartiendo. Los
nuevos dirigentes del chavismo no iban a cortar nada, pero no
tenían el oxígeno de que disponía Chávez para grandes
alianzas con un país como Irán», dice Farah. En ese
reordenamiento de la constelación Alba-Irán, Ecuador
ocupaba un lugar destacado, como base para operaciones
bancarias, reparto de pasaportes falsos y penetración de la
inteligencia iraní, según las investigaciones de este experto.
Lo previsible era que Teherán siguiera cultivando el trato
con sus socios latinoamericanos, y que lo hiciera sin el
espíritu frentista de Ahmadineyad en la medida en que Irán
avanzara hacia una normalidad de relaciones con Estados
Unidos. Incluso en una posible distensión internacional sobre
la cuestión nuclear iraní, a la potencia persa le seguiría
interesando no abandonar ese nuevo espacio de influencia. No
era el geopolíticamente más importante para Teherán, desde
luego, pero contribuía a dar globalidad a su estrategia.
Mientras hubiera quien le abría las puertas en Latinoamérica,
¿por qué no ganar espacio a las puertas de Estados Unidos?

9. ESQUIZOFRENIA CON EL
IMPERIO
El coste de insultar y pagar lobbies en
EEUU
Joseph P. Kennedy II sabe de marchas fúnebres venezolanas.
Hijo mayor de Robert F. Kennedy, Joe estuvo en 2013 en las
exequias de Hugo Chávez, como en 1981 había acudido a las
del expresidente Rómulo Betancourt: dos compromisos que
tenían que ver con el agradecimiento. En 1980 Joe Kennedy
puso en marcha su iniciativa Citizens Energy, cuyo fin era
suministrar fuel de calefacción a familias de bajos recursos de
Boston. Para ello llegó a un acuerdo de compra, a precio de
mercado, de combustible venezolano. Cuando Chávez llegó a
la presidencia del país y vio el potencial de disponer de un
abogado del calibre de Kennedy en el mismo corazón del
Imperio, comenzó a subsidiar enormemente el petróleo
destinado a Citizens Energy.
Pero una cosa era honrar a Betancourt, padre de la
democracia venezolana, y otra convertirse en el principal
valedor en Estados Unidos de alguien que estaba vulnerando
algunos de los principales derechos civiles de sus
conciudadanos. Eso aisló políticamente cada vez más al
sobrino del presidente Kennedy y le acabó enfrentando a
miembros de su propia familia. Defender a Chávez al norte del
Caribe era tóxico, pero el comandante siempre encontró quien
le aplaudiera. Eso corrió a cuenta especialmente de Citgo, la
marca de Petróleos de Venezuela (Pdvsa) en el coloso de
Norteamérica.
Durante mucho tiempo, poca gente se percató en Estados
Unidos de que Citgo, que tenía la segunda red de gasolineras
del país, había sido comprada por Pdvsa, el cincuenta por
ciento en 1986 y la otra mitad cuatro años después. Para la
inmensa mayoría de estadounidenses Citgo seguía siendo una
marca autóctona. Formaba parte del paisaje nacional. El 11 de
septiembre de 2001, y las jornadas que siguieron a los
atentados terroristas de ese día, periodistas y militares se
agolparon en la gasolinera que Citgo tenía en el acceso al
Pentágono. Allí acudían para comprar comida y bebida,
mientras aún humeaban los restos del avión incrustado en una
de las fachadas de la sede del Departamento de Defensa.
Desde hace décadas, un gran cartel luminoso de Citgo se
levanta junto a Fenway Park, el estadio de los Red Sox, el
afamado equipo de béisbol de Boston. Aparece en todas las
retransmisiones deportivas televisadas y forma parte del
skyline de la ciudad, de día y de noche. El triángulo naranja y
rojo del símbolo de Citgo tiene consideración casi de
emblema local. «See It Go», parafrasean los comentaristas
deportivos animando las carreras del equipo de los Medias
Rojas.
Mantener la apariencia estadounidense de Citgo fue una
lógica prioridad de Pdvsa cuando se hizo con la compañía.
Dentro del proceso de internacionalización de Petróleos de
Venezuela iniciado al comienzo de la década de 1980, la
política de empresa había sido formar joint-ventures en el
negocio de refinería con compañías locales. Así ocurrió con
compras en Alemania y Suecia, por ejemplo, y fue el caso de
dos adquisiciones en Estados Unidos. Primero se
establecieron conversaciones para tomar la mitad del capital
en Champlin Refining, ofrecida por Union Pacific, y luego en
Citgo Petroleum, negociada con Southland Corporation,
propietaria además de 7-Eleven, la conocida cadena de
tiendas de conveniencia. Ambos socios vendieron después sus
respectivas mitades y Pdvsa ejecutó su preferente opción de
compra, aunque acabar quedándose con la totalidad de las
acciones no había sido su intención de partida. En 1990 Pdvsa
fusionó ambas sociedades, bajo el nombre de Citgo.
«De esta forma terminas tú montado sobre un monstruo que
es el tercer o cuarto sistema de refinación de Estados Unidos,
con un doce por ciento del mercado de productos refinados y
con la segunda cadena de gasolineras abanderadas, en régimen
de franquicias, con 15.700 estaciones», dice Pedro Mario
Burelli, que entonces trabajaba en JP Morgan y participó en el
asesoramiento de las operaciones. Burelli había sido
previamente directivo de Pdvsa y a ella volvería más adelante
como miembro de su consejo de administración. La
consolidación del chavismo le llevó a salir del país e
instalarse como consultor y analista en Washington.
Una de las principales ventajas estratégicas de la fórmula
de joint-venture es que así la empresa extranjera cuenta con un
socio local que se encarga de las relaciones con el Gobierno
del país en cuestión y permite mantener la percepción de que
se opera nacionalmente. Cuando Pdvsa se quedó con el cien
por cien de Citgo, hizo todo lo posible «para que nadie
supiera que Venezuela estaba detrás, porque eso no nos
beneficiaba». «Es más», sigue explicando Burelli, «cuanto
más gringa pareciera en la relación con el consumidor, mejor;
queríamos que Citgo se siguiera viendo como empresa
estadounidense basada en Tulsa, Oklahoma, con el fin de no
ser vulnerables a una campaña de rechazo ciudadano bajo el
lema I buy American».
Las gasolineras de Chávez
La propiedad venezolana de Citgo venía a plantear algunas
cuestiones de fondo. Ningún país con el que Washington ha
tenido confrontaciones ha sido propietario de un negocio
estratégicamente tan importante en Estados Unidos. Dadas las
limitaciones impuestas por las autoridades estadounidenses,
por razones medioambientales, para la construcción de nuevas
refinerías, la capacidad de refinación de ese país es casi
finita, así que quien controla el doce por ciento de ese negocio
es alguien a tener en cuenta. ¿Qué podía ocurrir si, por una
escalada de tensión, Venezuela decidía no entregar más
combustible a su subsidiaria Citgo? Quedarían desabastecidas
las gasolineras estadounidenses abanderadas con el logo del
triángulo. ¿Obligaría entonces Washington a intervenir Citgo
para que cortara su relación con Pdvsa y pasara a refinar en
Estados Unidos petróleo de otro proveedor, y así atender las
necesidades del mercado nacional? Eran preguntas que
entonces se hacían.
La ironía del caso, advierte Burelli, es que cuando Pdvsa
se hizo con todo el capital de Citgo, creyó que podría
compensar la ausencia de un socio nacional, que le sirviera de
pantalla ante el Gobierno estadounidense, con un buen equipo
de abogados que aseguraran el velo corporativo mediante una
serie de compañías y holdings para distanciar Citgo de
Venezuela. Así se podría mantener la matriz fuera del alcance
del fisco de Estados Unidos e invocar la libertad de empresa
si el capital público venezolano en un sector tan estratégico
era cuestionado. «Lo que uno nunca se imaginó es que Pdvsa
iba a caer en manos de unos desquiciados que estarían en
guerra dialéctica permanente con Washington», lamenta
Burelli.
De hecho, las inversiones de Pdvsa en Estados Unidos se
vieron afectadas por el ácido verbo del chavismo. A Hugo
Chávez el cuerpo le pidió un cambio de estrategia respecto a
la política de sigilo que Venezuela había aplicado sobre Citgo
antes de llegar él a la presidencia del país. Chávez vociferó
que Citgo era no solo venezolana, sino además bolivariana. El
resultado no se hizo esperar: casi la mitad de los
franquiciados buscaron otro proveedor cuando se terminaron
sus contratos. En la actualidad, el número de estaciones de
servicio es de seis mil, frente a las casi dieciséis mil iniciales.
«El combustible que se dispensa NO es de Citgo»,
avisaban en 2006 carteles colocados en surtidores de
estaciones con tiendas 7-Eleven. El letrero era la respuesta a
la salida de tono que unos días antes Chávez había
protagonizado ante la Asamblea General de las Naciones
Unidas. El 20 de septiembre de ese año, el presidente
venezolano profirió una de sus más conocidas frases al llegar
a la tribuna del plenario de la ONU. «El diablo estuvo ayer
aquí», dijo, en referencia a George W. Bush, quien el día
anterior se había dirigido a los delegados internacionales
desde ese mismo sitio. El memorable episodio del «olor a
azufre» tuvo rápidas consecuencias. Justo una semana después,
la cadena de tiendas de conveniencia 7-Eleven anunció la no
renovación de su contrato con Citgo, que para entonces
expiraba tras veinte años de colaboración. «Al margen de la
política, simpatizamos con la preocupación de muchos
americanos a raíz de los despectivos comentarios sobre
nuestro país y su liderazgo recientemente hechos por el
presidente de Venezuela. Ciertamente la posición y
afirmaciones de Chávez en el último año no nos invitan a
seguir con Citgo», indicó el comunicado.
Lo que Chávez había soltado por la boca en el último año
no era poco. «Eres un burro, Mr. Danger. Cobarde, asesino,
genocida. Eres un alcohólico, un borracho. Inmoral, enfermizo.
Estás matando niños que no tienen culpa de tus complejos,
chico», le había dicho a Bush desde la televisión venezolana,
en el contexto de la guerra de Irak. También se había quedado
a gusto poco antes con ocasión del desastre provocado por el
huracán Katrina, a final de agosto de 2005. «Ese hombre, el
rey de las vacaciones, en su rancho no dijo nada, solo que
había que huir, y no dijo cómo, ese cowboy. Muchos siguieron
la dirección del huracán», espetó. «La primera potencia del
mundo, tan implicada en Irak, y deja a su propia gente a la
deriva».
Chávez había ganado en 1998 sus primeras elecciones con
un discurso de desconfianza hacia Pdvsa, de susceptibilidad
hacia la presencia de multinacionales en el negocio petrolero
venezolano y de oposición a la internacionalización del
hólding público. Rechazaba que se tuvieran refinerías fuera,
porque en lugar de generar empleo en otros países había que
multiplicarlo en Venezuela. «¿Por qué estamos dando trabajo a
los gringos?», preguntó entonces a los directivos de la
petrolera. Aunque pareció entender las explicaciones –
conviene refinar cerca de los mercados en los que se está
presente; las refinerías en sí mismas no emplean gran cantidad
de mano de obra–, Chávez prestó más oídos a quienes creían
negativa la internacionalización y hacían ideología de la
soberanía petrolera. Entre ellos Bernard Mommer, un europeo
nacionalizado venezolano que por un tiempo se convirtió en su
principal consejero sobre hidrocarburos.
Al final Chávez decidió no vender la compañía, sino
nacionalizarla. Citgo pasó a presentarse abiertamente, incluso
en anuncios publicitarios de la televisión estadounidense,
como encarnación de los ideales bolivarianos. Los máximos
cargos directivos, antes reservados a estadounidenses,
quedaron ocupados por venezolanos, entre ellos un general de
las Fuerzas Armadas en activo, que fue designado CEO. Con
ese nombramiento se daba la curiosa circunstancia de que un
uniformado de máxima graduación de un país no precisamente
amigo de Estados Unidos se situaba al frente de una compañía
extranjera con peso en el estratégico sector de la energía
nacional.
Chávez ya había despotricado del Imperio en su carrera
hacia la presidencia y lo hizo desde el Palacio de Miraflores
tras su juramentación de enero de 1999. La invasión de
Afganistán en 2001 y la no oculta satisfacción de Washington
por el derrocamiento fugaz de Chávez de 2002 tensaron las
relaciones entre ambos gobiernos. Pero la gran ocasión de
utilizar Citgo como brazo político en Estados Unidos llegó en
2005 con la devastación que dejó el paso del huracán Katrina.
Aprovechando el castigo de la opinión pública que sufría
George W. Bush por la torpe reacción a la emergencia de la
catástrofe, Chávez quiso presentarse como salvador de los
damnificados. Ofreció enviar a Nueva Orleans miles de
soldados, bomberos y voluntarios, y prometió cinco millones
de dólares en ayuda y en combustible procedente de la planta
que Citgo tenía precisamente en Luisiana. Los efectivos
humanos fueron considerados innecesarios por las autoridades
estadounidenses, y Chávez apenas entregó la ayuda material
prometida, pero ya había encontrado una manera de humillar
públicamente a la Casa Blanca.
Desde entonces y hasta la muerte del líder bolivariano,
Citgo invirtió más de cuatrocientos millones de dólares en
asistencia energética a zonas vulnerables de Estados Unidos.
Solo en 2012, último de la presidencia de Chávez, la empresa
venezolana con sede en Texas, donde se trasladó el cuartel
general tras estar inicialmente en Oklahoma, donó el
equivalente a sesenta millones de dólares en combustible para
calefacción, según los informes de la corporación. En total,
1,7 millones de personas –individuos o familias pobres y
reservas de indios– se habrían beneficiado durante los fríos
meses de invierno de esos ocho años. Parte de esa ayuda
social se prestó a través de Citizens Energy, de Joe Kennedy.
La idea fundacional la expresó el hijo de Robert Kennedy
en 1979 en la inauguración del museo-biblioteca dedicado a la
presidencia de su tío John. Joe Kennedy acababa de cumplir
27 años. En aquella resaca de la crisis energética de 1975 le
rondaba por la cabeza la posibilidad de crear una compañía
que comprara petróleo a los países de la OPEP y lograra
proporcionar combustible de calefacción a un precio
significativamente menor para las familias de pocos ingresos
de Boston. Era una denuncia sobre el abuso de plusvalías que
se acumulaban en todo el proceso desde que el crudo salía del
pozo hasta que el producto refinado entraba en el tanque del
auto o de la caldera de una casa.
Su ímpetu juvenil se encontró con puertas cerradas. Solo
en Venezuela se sentaron a escucharle, lógicamente por su
apellido. Ante la frustración del sobrino por la imposibilidad
de llevar a la práctica su propósito, el senador Ted Kennedy
tomó cartas en el asunto. Quien acabó siendo llamado el león
del Senado recordó que en su oficina había hecho una pasantía
Pedro Mario Burelli cuando el padre de este ocupaba el
puesto de embajador de Venezuela en Washington (Miguel
Ángel Burelli sería luego el último ministro de Exteriores
antes del chavismo). El patriarca de los Kennedy pidió al
joven Burelli, entonces de 21 años, que echara una mano a Joe
para concertar algunas entrevistas en Caracas.
Curiosas urgencias del joven Kennedy
Pedro Mario Burelli rememora el viaje a Caracas
deteniéndose en dos momentos, uno que abría esperanzas al
acuerdo y otro que después parecía cerrarlas. En la visita al
ministro de Energía, Humberto Calderón Berti, este aprovechó
que Joe había marchado un instante al servicio para comentar:
«mira, ¿sabes qué, Pedro?, él no está pidiendo nada raro.
Quiere que le vendamos a precio oficial cinco mil barriles,
que no es nada. Obviamente estamos haciendo una excepción,
porque no es nuestro cliente típico, pero el esquema que él
está tratando de demostrar está bien: que sin ser una economía
de escala tú puedes comprar petróleo, transportarlo a Puerto
Rico para procesarlo allí, vender la gasolina y llevarte el
fueloil al puerto de Boston, y entonces venderlo, con todos los
costos cubiertos, a la mitad de lo que lo están vendiendo las
multinacionales. Es interesante para nosotros que alguien
demuestre que la OPEP no es la que está esquilmando al
consumidor, sino que lo excesivo es el margen de beneficio de
las multinacionales». «Además», dice Burelli que añadió
Calderón, mencionando algo que seguramente con el tiempo
también repitió Chávez, «no está mal que nosotros tengamos
una buena relación con la familia Kennedy». Cuando Joe
regresó del lavabo, el ministro llamó delante de los dos
jóvenes al presidente de Pdvsa, el general Rafael Alfonzo
Ravard, para que les recibiera al día siguiente.
El general Alfonzo aprovechó que nuevamente Joe
Kennedy interrumpió la conversación para ir al baño (curiosa
repetición de la urgencia) para también sincerarse con Burelli:
«¿sabes, Pedro, cuáles han sido los dos días más felices de mi
vida? El día que mataron al padre de este y el día que mataron
a su tío: eran unos comunistas». Obviamente era una
exageración, propia del tono cuartelario del militar, pero
evidenciaba la poca simpatía que sentía hacia ese otro
Kennedy y su propuesta.
Debió de ser una bravuconada, o presionó mucho el
ministro, porque en febrero de 1980 llegaba al puerto de
Boston el primer cargamento de combustible comprado,
tratado y fletado por la recién creada compañía de Joe
Kennedy, Citizens Energy Corporation, una empresa sin ánimo
de lucro. Dado ese carácter de nonprofit, Pdvsa pidió
inicialmente que parte de las ganancias se reinvirtieran en
algunos planes de desarrollo del Caribe.
La labor social que le permitía su actividad catapultó a Joe
Kennedy al Congreso estadounidense. En las legislativas de
1986 fue elegido por el distrito octavo de Massachusetts, que
incluía una parte de Boston, y mantuvo ese puesto hasta enero
de 1999. La muerte en un accidente de esquí, casi un año antes,
de su hermano Michael, quien había gestionado Citizens
Energy durante la dedicación política de Joe, aconsejó el
regreso activo de este a la compañía.
A su vuelta, Joe Kennedy reactivó la actividad nonprofit
de la empresa, que se había mantenido, pero como un apéndice
menor de negocios lucrativos. Contó con un nuevo impulso
cuando, a raíz de Katrina, Chávez quiso jugar a fondo la carta
propagandística que le permitía el combustible subvencionado
en Estados Unidos. Ya no era Pdvsa la que vendía
directamente los barriles de crudo a Citizens Energy, sino que
Citgo ahorraba el trabajo de refinado y transporte y le
entregaba a Kennedy el fuel ya listo para su distribución a los
particulares.
Los tratos con el chavismo expusieron a Joe Kennedy a
continuas críticas políticas y le obligaron con frecuencia a
tener que dar explicaciones. «Si consumiéramos solo petróleo
de aquellos con los que moralmente estamos de acuerdo,
acabaríamos con una lista muy pequeña», advertía en una de
sus autodefensas ante la prensa local de Boston. Añadía que si
se consideraba inaceptable que los pobres pudieran
beneficiarse del petróleo venezolano subvencionado, qué
decir entonces «de los coches, botes, jets y calderas de los
ricos» que utilizan combustible de la misma procedencia a
precio completo. «¿Por qué simplemente ir contra una pequeña
porción que ayuda a ancianos y familias con dificultades», al
tiempo que se pasa por alto el resto de millones de barriles de
petróleo venezolano que llegan a Estados Unidos cada año?
La respuesta a esa pregunta vino varias veces del propio
Burelli, cuya amistad inicial con Joe Kennedy derivó en
enfrentamiento. Entre otras consideraciones, su argumento era
que la Venezuela chavista podía regalar combustible por el
margen que le aportaba un precio oficial del barril excesivo y
del que el propio Chávez fue responsable. En la cumbre de la
OPEP de 2000 en Caracas, el presidente venezolano promovió
sustituir la política volumétrica que se practicaba por una de
precios, como vía para aumentar ingresos. Ya entonces, con el
crudo en la veintena de dólares por barril, Chávez proclamaba
que el precio justo debía acercarse a cien dólares.
Burelli estima que del monto que llegó a costar el barril
durante muchos años, entre siete y diez dólares era lo que el
consumidor de todo el mundo pagaba de más gracias al
dirigente caribeño. Lo llama el Chávez Premium. Así que
«mientras 45.000 familias en el área de Boston podían obtener
un alivio de tres semanas gracias a la dadivosidad del
presidente de Venezuela, cada familia en Estados Unidos
estaba pagando mucho más cada día por gasolina, diésel, fuel
de calefacción, lubricantes, electricidad y demás, por la
temeridad de Hugo Chávez».
«Defender a los pobres nunca es fácil», exclamaba Joe
Kennedy II en una carta a Su Excelencia el presidente Chávez
en enero de 2012. «Como usted sabe», le decía, «invita a
brutales ataques, pero hay millones de estadounidenses que
entienden que Venezuela la dirige alguien con un gran sentido
de simpatía para servir las necesidades de los que tienen
menos entre nosotros». No era fácil ser valedor del
comandante en Estados Unidos, pero tampoco estaba mal
pagado. A pesar de que Citizens Energy no tenía ánimo de
lucro, en realidad la distribución del combustible la realizaba
una empresa que sí tenía afán de ganancias, Citizens
Enterprises. Esta pagaba a Kennedy y a su mujer la mayor
parte de su salario, de cuatrocientos mil dólares mensuales por
cabeza, según puso de relieve el portal HumanEvents.com, en
un estudio que no fue denegado.
Béisbol en la isla de Moby Dick
Hubo un momento en que las relaciones entre Venezuela y
Estados Unidos parecían poder ir incluso más allá de la
normalidad. En verano de 2003, en la isla de Nantucket, frente
al cabo Bacalao, en Massachusetts, parlamentarios de ambos
países jugaron un partido de béisbol. Nicolás Maduro
capitaneaba uno de los dos equipos. Entonces era jefe de la
fracción del Movimiento V República, nombre en ese
momento del partido de Hugo Chávez, en la Asamblea
Nacional. Diputados del chavismo y de la oposición y
congresistas demócratas y republicanos jugaban mezclados, en
una jornada al sol en la que también había participado el
senador John Kerry. El episodio de bateadores y pitchers, en
la isla que inspiró escenas de Moby Dick, lo describe Roger
Santodomingo en su biografía sobre el sucesor de Chávez, De
verde a Maduro (2013)
Aquello fue la experiencia del llamado Grupo de Boston.
Se trató de un foro interparlamentario binacional, formado por
miembros electos situados a ambos lados de la divisoria
ideológica de la Asamblea Nacional venezolana y del
Congreso estadounidense. El objetivo principal era crear un
marco distendido para el diálogo político en Venezuela, en un
momento de enorme confrontación interna. La breve expulsión
de Chávez de la presidencia en abril de 2002 y las huelgas que
la precedieron y sucedieron habían roto todos los puentes. La
idea era propiciar encuentros en un entorno distinto al
habitual, donde los diputados venezolanos pudieran hablar
abiertamente entre ellos y sacar lecciones de la colaboración
parlamentaria que existía en una democracia consolidada
como la de Estados Unidos. El impulso partió el embajador
estadounidense en Caracas, Charles Shapiro, y descansó en
gran medida en los esfuerzos del republicano Cass Ballanguer
y del demócrata William Delahunt.
Las sesiones preparatorias tuvieron lugar en Boston, de ahí
el nombre del grupo. La primera reunión se desarrolló en
septiembre de 2002 en el remoto pueblo de Brewster, también
en Massachusetts, y la segunda fue la ya mencionada de la isla
de Nantucket, al año siguiente. Fueron encuentros de cincos
días a los que asistieron en conjunto entre una veintena y una
treintena de parlamentarios de ambos países, seguidos de
algunos viajes a Caracas de la contraparte estadounidense.
Uno de los que corrió de base en base el día del béisbol
fue Leopoldo Martínez, además en el equipo de Maduro, lo
que demostraba las paces que, al menos momentáneamente,
todos habían hecho. Martínez había sido nombrado ministro de
Economía en la brevísima presidencia de Pedro Carmona de
abril de 2002, y eso estaba aún muy fresco. Pero ya que
estaban allí para tender puentes, justamente era ese tipo de
confrontaciones las que había que superar. «La polarización en
Venezuela se había agudizado y era muy difícil el diálogo
interno en el país. Además, porque Chávez desarrolló la
narrativa de que Estados Unidos estaba detrás del golpe de
2002 y de todo lo malo que ocurría, desde un apagón a
cualquier otra cosa que no funcionaba, las relaciones con
Estados Unidos se había resentido mucho», explica Martínez,
hoy presidente del Centro para el Desarrollo de la
Democracia en América, con sede en Washington. El objetivo
del Grupo de Boston era, por tanto, doble: «en la política
interna, permitir una ocasión de diálogo entre chavismo y
oposición; en la política exterior, suavizar las tensiones que se
habían producido en las relaciones bilaterales».
Leopoldo Martínez considera que la iniciativa tuvo «sus
cosas buenas y sus tiros por la culata». Entre las primeras cita
la postergación de varias leyes que la oposición rechazaba y
que el Gobierno aceptó retrasar hasta la celebración en 2004
del referéndum revocatorio sobre la continuidad de Chávez.
Entre los segundos, el hecho de haber pactado un canal de
televisión sobre la actividad de la Asamblea Nacional, que al
final fue otro espacio de voz única chavista. Pero lo que más
lamenta Martínez es que la vida del Grupo de Boston
terminara de manera abrupta, por imposición del presidente
venezolano. «Chávez comenzó a sentir que era algo que estaba
tomando vuelo, con un dinamismo propio. Y eso era lo
importante: se trataba de que la Asamblea Nacional fuera un
espacio de encuentro de ideas y personas; de que los mismos
diputados oficialistas vieran que sus puestos podían ser una
plataforma de construcción de liderazgos políticos. La figura
de Chávez era ya asfixiante para la creación de relevos en el
oficialismo y lo acabó siendo más. Chávez prohibió a sus
diputados que siguieran participando en las reuniones y se
acabó el Grupo de Boston, a pesar de algunos intentos de
reavivarlo».
La corta experiencia acabó, pero el chavismo había
tomado nota de los nuevos amigos de Venezuela que habían
surgido en Estados Unidos, especialmente aquellos miembros
del Grupo de Boston que más comprensivos se habían
mostrado con Chávez, como los demócratas William Delahunt
y Gregory Meeks. Con los años, cuando llegó a presidente,
Maduro intentaría resucitar alguna complicidad con John
Kerry, para entonces jefe de la diplomacia estadounidense,
pero los tiempos de Nantucket quedaban muy lejos.
Firmas de lobby en nómina
Clave en la creación de una red de benefactores en Estados
Unidos fue Bernardo Álvarez, a quien Chávez envió de
embajador a Washington en enero de 2003. Diputado cinco
años en la comisión parlamentaria de Energía y Minas, y
luego, tras la llegada de Chávez a la presidencia, viceministro
de ese ramo, Álvarez tenía ya contactos en el mundo petrolero
y sabía la metodología que debía seguir para aprovechar bien
en Estados Unidos el principal recurso venezolano. Una de las
misiones con las que llegó a Washington fue la de controlar
políticamente la petrolera Citgo, como había hecho Chávez
con su matriz, Pdvsa. Álvarez propició el matrimonio entre
Joe Kennedy y Citgo, y utilizó los programas sociales de esta
para impulsar las campañas electorales de miembros del ala
izquierda del Partido Demócrata, como William Delahunt y
Gregory Meeks. También estrechó la alianza con la petrolera
estadounidense Chevron, una de las mayores del mundo, con la
que ya había tratado en Caracas a raíz de sus importantes
inversiones en Venezuela. La aproximación a Chevron la
justificaba con el criterio de que «hay que casarse con una de
las grandes de aquí».
Bernardo Álvarez aplicó a sus aliados en el Congreso de
Estados Unidos, cuyas voces necesitaba que salieran en
defensa de Chávez, el mismo esquema que este usó con los
países caribeños para lograr su voto en la Organización de
Estados Americanos: la entrega de petróleo financiado
ventajosamente. Álvarez llevó el combustible de Citgo a
decenas de hogares de las circunscripciones electorales de
cuantos congresistas estadounidenses estuvieran dispuestos a
reconocer los éxitos chavistas. Documentos de la compañía
indicaban el propósito de «fomentar y promover las relaciones
con personalidades clave, incluyendo funcionarios electos».
Durante todo este tiempo el gran aliado en la colina del
Capitolio fue William Delahunt, miembro de la Cámara de
Representantes por un área de Massachusetts contigua a la que
representó Joe Kennedy II. Ambos coincidieron dos años, en
1997 y 1998, como congresistas. Delahunt siguió en el puesto
hasta 2011, cuando creó su propia firma de lobby, Delahunt
Group. En 2005 se prestó a un acuerdo con Chávez para
patrocinar políticamente el reparto del combustible de Citgo a
siete estados del noreste de Estados Unidos, más allá del
programa Joe4oil de Kennedy. La iniciativa fue cuestionada
por congresistas republicanos en el Comité de Comercio de la
Cámara de Representantes, al considerar que violaba las leyes
federales antitrust, dado que Citgo, la única compañía
petrolera que había atendido la llamada del Congreso para
aliviar las condiciones de familias pobres durante el invierno,
era una empresa pública. En 2013 el programa alcanzaba a
veinticinco estados y el Distrito de Columbia.
Delahunt visitó varias veces a Chávez en Caracas.
También asistió a su funeral, integrando la delegación oficial
de bajo perfil que envió la Administración Obama. Esta estaba
formada además por James Derham, encargado de negocios de
la embajada de Estados Unidos (desde 2010 ambos países
tenían paralizado el intercambio de embajadores), y el
congresista Gregory Meeks. Al acto también acudieron a título
individual Joe Kennedy II, el actor Sean Penn y el reverendo
Jesse Jackson.
Gregory Meeks debía su presencia en el funeral a la
defensa del chavismo que había hecho entre los
afroamericanos del Congreso estadounidense, el Caucus
Negro, donde también había empujado la misma agenda su
colega Charles Rangel. Rangel, congresista decano de Nueva
York, nacido en Harlem de padre puertorriqueño, llevaba ya
varios decenios representando al Bronx, por diferentes
distritos electorales; en algunos de ellos pasó el relevo a José
Serrano, igualmente de origen boricua.
Era precisamente en el Bronx neoyorquino donde Citgo
llevaba a cabo el más trompeteado de sus programas de
asistencia. Para refrendarlo personalmente, Chávez acudió allí
en 2006. Fue en el mismo viaje en el cual el presidente
venezolano apareció en la tribuna de la Asamblea General de
las Naciones Unidas y bromeó sobre el olor a azufre, por
demonio, que había dejado allí George W. Bush. Mucha
opinión pública internacional rió esa ocurrente caracterización
del presidente de la primera potencia mundial, así que el
comandante se vio aún con mayor ánimo jocoso cuando
después pronunció otro discurso en una iglesia baptista del
Bronx: al fin y al cabo estaba en territorio amigo, el de los
congresistas Charles Rangel y José Serrano, regado
generosamente por el fácil combustible venezolano. Pero
aquello no era un foro internacional, sino puramente
estadounidense, de forma que, como es normal, los insultos de
un presidente extranjero al presidente propio –aquí Chávez
trató de borracho a Bush– fueron rechazados por insolentes.
También Delahunt se distanció convenientemente de los
improperios lanzados por Chávez en aquella visita. No
obstante, a pesar del incidente, todo continuaría luego igual:
business as usual.
Por insistencia de su sobrino, el senador Ted Kennedy se
sumó en alguna ocasión a la cuadrilla que en Washington
echaba capotes al matador Chávez. En 2004 le envió una
felicitación por su victoria en el referéndum derogatorio,
convocado a petición de miles de ciudadanos opositores que
pretendían retirarle de la presidencia. Las acusaciones de
proceso fraudulento las quiso acallar en parte Chávez
exhibiendo en televisión la carta del patricio Kennedy, con su
firma y el membrete del Senado de Estados Unidos.
El mal lugar en el que quedó el senador, que se había visto
utilizado, lo pudo subsanar tres años después, sumándose en
2007 a una resolución del Senado contra el cierre del canal
privado de televisión RCTV, una acción administrativa que se
percibió como un salto en el deterioro de las libertades en
Venezuela. Copatrocinaban la resolución Hillary Clinton,
Barack Obama, John Kerry y John McCain, es decir, todos los
senadores que en ese momento tenían aspiraciones
presidenciales inmediatas. Estaba claro que ninguno de ellos
quería arriesgar ni un solo voto por parecer demasiado blando
con el chavismo.
La necesidad de mejorar su imagen en la capital del
imperio llevó también a la Venezuela chavista a contratar el
servicio de lobbies. Mientras el embajador Bernardo Álvarez
aprendía a manejarse en Washington y creaba sus propias
conexiones, la labor de interlocución con el establishment fue
encargada a finales de 2003 a Patton Boggs, la mayor firma de
lobby que operaba a orillas del Potomac. Especial
preocupación, en aquel momento, era la vinculación que los
medios establecían entre las FARC colombianas, tanto en su
vertiente guerrillera como de narcotráfico, y el Gobierno de
Venezuela. El memorándum preparado por ese despacho,
colgado luego en internet a raíz de una filtración, consideraba
que eran acusaciones «perpetuadas por los medios
venezolanos controlados por la oposición y apoyados por
simpatizantes de la derecha política en Estados Unidos».
La colaboración con Patton Boggs fue corta en el tiempo y
larga en el presupuesto: en poco más de un año tuvo unos
honorarios cercanos al millón de dólares. De la compañía de
lobby más establecida en Washington, la cuenta de Venezuela
pasó a un lobista individual bastante orientado hacia la
izquierda, el abogado puertorriqueño Segundo Mercado
Llorens, quien entre 2005 y 2007 cobró 240.000 dólares por
su trabajo para la Venezuela Information Office (VIO). Esta
oficina, impulsada a finales de 2003 por el embajador Álvarez
como el brazo de relaciones públicas del Gobierno de Chávez
en la capital estadounidense, se proponía «presentar al
público de Estados Unidos una visión más precisa del actual
proceso en Venezuela, establecer aliados estratégicos para el
pueblo de Venezuela y evitar que el Gobierno de Estados
Unidos intervenga en el proceso democrático de Venezuela»,
tal como se especificaba en el registro oficial ante el
Departamento de Justicia estadounidense.
En esa Oficina de Información de Venezuela trabajaron dos
personas que luego, cuando más adelante languidecieron sus
actividades, pasaron al Center for Economic and Policy
Research (CEPR). Este centro, y sobre todo su codirector
Mark Weisbrot, han sido firmes defensores de Chávez y su
legado. Los informes de Weisbrot eran los citados por los
chavistas cuando necesitaban invocar a un economista
anglosajón que avalara las prácticas del Gobierno venezolano.
Weisbrot fue coautor del guión de South of the Border (2009),
documental de Oliver Stone rodado para mayor gloria de
Chávez y los Castro. En las breves biografías que el CEPR
presentaba de Deborah James y Alex Main no se decía que
previamente trabajaron para la Venezuela Information Office
(James fue su directora) y que, por tanto, estuvieron a sueldo
de Caracas. No era un olvido: era intencionado. «¿Es que no
sabes que decir en esta ciudad que trabajas para Chávez es
tóxico?», admitió Weisbrot cuando alguien le advirtió de esa
omisión.
En total, contando también a las empresas de lobby
contratadas por Pdvsa o Citgo para influir en asuntos
petroleros, durante la presidencia de Chávez Venezuela acudió
a una docena de firmas para esa actividad de cabildeo en
Estados Unidos, según el cómputo del periodista Casto
Ocando. Entre las personas listadas en la nómina de esta
campaña estuvo Eva Golinger, estadounidense de orígenes
maternos venezolanos. Piropeada por Chávez como «la novia
de Venezuela», Golinger creó el Venezuela Solidarity
Committee, domiciliado en su dúplex de Brooklyn. Aunque
encumbrada por el chavismo, su poder de convocatoria en
Nueva York fue mínimo.
Toda esa actividad le permitió a Chávez abrir algunas
puertas en Estados Unidos, pero al final siempre se imponía el
tono antiyanqui de la revolución. Ni siquiera la llegada a la
Casa Blanca de Barack Obama, a quien Chávez aconsejó votar
en 2008 y 2012, supuso una normalización de las relaciones.
«Las decenas de millones que hasta ese momento se había
gastado Venezuela en pagar a las más costosas firmas de
cabildeo en Washington, y los multimillonarios acuerdos y
contratos con la ayuda de poderosas familias para repartir
combustible barato a comunidades pobres de Norteamérica, ya
no le funcionaban políticamente a Chávez», dice Ocando en
Chavistas en el Imperio. Y es que el problema en la labor de
lobbying no era el vendedor sino el producto. «Chávez
siempre se las arreglaba para cabrear a todos en Estados
Unidos. Por una cosa u otra tenía enfadados a los demócratas,
a los judíos, a los republicanos…», sentencia Pedro Mario
Burelli. Fue un despilfarro a cuenta del cambio de humores del
presidente.
El extraño amor con Chevron
«¿A qué Gobierno te quieres cargar? ¿Al de Chávez o al de
Bush?». La reunión entre el Departamento de Energía y el
Departamento de Estado estaba yendo mal. Con un Chávez
vociferante contra George W. Bush, día sí y día también, los
altos funcionarios de la secretaría de Estado ya no sabían
cómo bajarle los humos al presidente caribeño, así que hubo
quien propuso que Estados Unidos dejara de comprar petróleo
a Venezuela, según refiere privadamente uno de los presentes.
Sus colegas del Departamento de Energía sabían que con los
grandes conglomerados energéticos no se juega: Chevron, la
segunda gran petrolera de Estados Unidos, tras ExxonMobil, y
una de las supermajors del sector en el mundo, tenía claros
intereses en los pozos venezolanos, y parte del crudo que
llegaba de ellos a Estados Unidos, alrededor de un millón de
barriles diarios, aumentaba la caja de la multinacional.
Condoleezza Rice se incorporó al frente del Consejo de
Seguridad Nacional procedente precisamente de Chevron.
Hasta ese momento presidía el Comité de Política Pública de
la multinacional y se sentaba en su consejo de administración.
Cuando Rice pasó de consejera de Seguridad Nacional a
secretaria del Departamento de Estado, algunos funcionarios
fueron testigos de llamadas telefónicas de Chevron que
presionaban sobre determinadas políticas referentes a
Venezuela, de acuerdo con el citado exfuncionario. El hecho
de que el entonces vicepresidente, Dick Cheney, hubiera sido
previamente CEO de Halliburton, una multinacional de
servicios y equipos para campos de petróleo, suponía que las
dos personas más influyentes sobre Bush conocían bien los
lobbies del sector.
La relación con Venezuela de la multinacional con sede en
San Ramón (California) venía de antiguo, pues compañías que
luego darían origen a Chevron ya operaban en ese país en la
década de 1920. Pero el chavismo estrechó la vinculación. Las
arbitrariedades petroleras de Chávez supusieron la ruptura con
otras grandes corporaciones. Cuando en 2007 el Gobierno de
Caracas obligó a toda empresa extranjera a abandonar la
producción directa y formar sociedades mixtas con Pdvsa, en
las que esta tendría mayoría, varias de las llamadas Big Oil,
como Exxon y Total, se negaron a aceptar esa nacionalización
y prefirieron marcharse de allí antes que entregar su propia
tecnología e inversiones en marcha. Exxon y ConocoPhillips
pidieron indemnizaciones millonarias. En cambio, Chevron
siguió en los campos venezolanos.
Los tratos previos del embajador Bernardo Álvarez en
Washington y la interlocución de Ali Moshiri, presidente de la
empresa para África y Latinoamérica, habían permitido un
entendimiento basado en el mutuo favor. La multinacional
firmó en 2007 la participación con Pdvsa en las sociedades
Petroindependiente y Petroboscán, que explotaban pozos del
área Maracaibo oeste, y en PetroPiar, concentrada en la Faja
del Orinoco. Además, los estadounidenses tenían licencia de
extracción de gas offshore, en dos bloques de la plataforma
Deltana, frente al delta del Orinoco.
Siempre hubo rumores sobre la presencia de personas de
la Administración chavista en la nómina de Chevron, pues era
raro que dirigentes con amplias credenciales izquierdistas que
se pronunciaban contra las multinacionales gringas se
abstuvieran en cambio de criticar a Chevron. Pero para John
Watson, presidente y CEO de la compañía californiana, no
había más que una relación basada en el largo tiempo de trato.
«Hemos estado en Venezuela por muchos años y tenemos un
buen historial con el Gobierno venezolano», me respondió la
vez que le abordé.
Atados por el petróleo, uno más que el otro
En el colapso al que se enfrentaba Venezuela acabada la era
Chávez los cargamentos de petróleo y derivados vendidos a
Estados Unidos suponían unos ingresos vitales, tanto por su
cuantía como por la recepción de divisas. Era casi el único
volumen vendido a pleno precio. El resto, básicamente, era el
petróleo dado a Cuba, el subvencionado para el consumo
doméstico, el entregado a las naciones de Petrocaribe a
cambio del pago parcial en especie y el cobrado por
anticipado a China. Por preservar esos compromisos, además,
dado el descenso global de la producción por falta de
inversiones y mantenimiento en los pozos, la cuota vendida a
Estados Unidos había ido bajando.
En 1998, el año antes de que Chávez comenzara a
gobernar, las exportaciones a la primera potencia del mundo
habían llegado a un máximo de 1,37 millones de barriles
diarios. En 2013 habían caído a los setecientos mil barriles
por día, casi un cincuenta por ciento, según los datos de la
Administración de Información de la Energía (EIA)
estadounidense. Ese declive no importó al principio, pues se
compensaba con el creciente aumento de los precios en el
mercado, pero cuando este primero se estabilizó y luego
comenzó a bajar, los ingresos se redujeron, poniendo en
aprietos las cuentas públicas venezolanas.
La dependencia de Estados Unidos que sufría Venezuela
para seguir contando con afluencia de cash se hacía más
evidente teniendo en cuenta que difícilmente el país caribeño
podía encontrar otro comprador que se quedara con el
abultado cargamento diario que exportaba hacia el norte.
«Ningún otro país tiene al mismo tiempo las grandes
necesidades de energía y la capacidad de refinamiento para
procesar crudos pesados que absorba el volumen de petróleo
venezolano», advierten los expertos Javier Corrales y Michael
Penfold en Dragon in the Tropics. «El único mercado que
concebiblemente podría absorber la cantidad de petróleo que
Venezuela vende a Estados Unidos es China, pero ese mercado
es inalcanzable, por razones técnicas, económicas y políticas».
Esas razones hacen referencia a la falta de refinerías
apropiadas en China; al coste de traslado, lo que pone en
desventaja el crudo venezolano respecto al de otros
exportadores más cercan de la gran potencia asiática, y a la
prudencia con la que se anda Pekín al colarse en el patio
trasero de Estados Unidos.
Venezuela ciertamente estaba exportando crudo al enorme
país emergente asiático: en 2013 fue el veintitrés por ciento de
la producción, frente al 30,2 por ciento destinado a Estados
Unidos y el 13,1 por ciento a naciones del Caribe. Pero lo
hacía en el marco del llamado Fondo Chino, una sucesión de
créditos otorgados por China, pagados con petróleo a futuro
ante la necesidad venezolana de liquidez. A Pekín le salía a
cuenta la transacción porque se cobraba los intereses y además
ganaba contratos en Venezuela para sus empresas. Sin esas
condiciones, a China no le habría salido rentable su relación
con Pdvsa. De hecho, no le interesaba el petróleo venezolano
para su consumo, sino que la mayor parte lo vendía en el
mercado secundario, sin necesidad de llevarlo hasta sus
puertos.
Mientras Venezuela seguía necesitando las compras y el
consumo estadounidenses, Estados Unidos había ido
disminuyendo su necesidad del petróleo de ese país. En
realidad nunca había dependido estrictamente de él, pues en
caso de emergencia Washington podía buscar fácilmente
alternativas aumentando las cuotas importadas de otros países.
«Si hace diez años podía existir la impresión en Estados
Unidos de que Venezuela tenía algún tipo de poder económico,
en la relación entre ambos países, a tenor del nivel de sus
exportaciones petroleras hacia el norte, hoy la situación se
percibe de modo distinto», valora Harold Trinkunas, director
de Latin America Initiative de Brookings Institution.
Estados Unidos encara además un estadio de
independencia energética. La revolución que ha supuesto el
fracking le ha llevado a erigirse en el primer productor de gas
natural del mundo y a estar en condiciones de saltar del tercer
puesto al primero en la producción de petróleo, sobrepasando
a Arabia Saudí y Rusia. Diferentes estudios estiman que la
potencia norteamericana podría alcanzar la independencia
energética hacia 2035.
Entre 1998 y 2013 el petróleo importado por Estados
Unidos procedente de Venezuela bajó del 13,5 al 9,8 por
ciento del total llegado del exterior, por detrás de las cifras
correspondientes a las importaciones procedentes de Canadá,
México y Arabia Saudí. Mientras para Washington retrocedía
la importancia del crudo venezolano, para Venezuela
aumentaba la dependencia: en ese periodo las ventas
petroleras a Estados Unidos subieron del 55 por ciento al 65
por ciento de los ingresos totales de Pdvsa por exportación.
Dada esa dependencia, podría sorprender que en 2014 el
Gobierno venezolano anunciara la intención de vender Citgo,
la subsidiaria de Pdvsa en Estados Unidos. Pero es que la
urgencia de evitar una bancarrota obligaba a Caracas a
operaciones de capitalización, y Citgo era uno de sus
principales activos. Además, aunque la vendiera, Pdvsa sería
requerida durante un tiempo a seguir llevando crudo a las
instalaciones de Citgo, con una capacidad de refinación de
ochocientos mil barriles diarios, pues están adaptadas a las
características del petróleo pesado de Venezuela.
Si a Venezuela le convenía preservar los vínculos
comerciales con Estados Unidos, ¿a qué venía el tono
antiyanqui del Gobierno chavista? Harold Trinkunas lo
interpreta como una forma de darse importancia, de verse
como protagonista. Enfrentarse retóricamente con Estados
Unidos tiene sobre todo la utilidad de que eso a uno le ensalza,
le eleva de tamaño ante los demás. «Es decir al mundo: mirad,
estamos luchando contra la mayor potencia del mundo y aquí
seguimos. Es algo común de los rogue states. La forma que
tienen de afirmar su identidad como países importantes es esa
lucha verbal, que evidentemente se queda en ese estadio
retórico porque la lucha verdadera no es algo realista de
plantear». El histórico resentimiento de las naciones
latinoamericanas hacia el pasado imperialista del vecino
grandullón y rico, especialmente invocado por la izquierda del
continente, explica también esa fijación.
Yanquis go home, pero vamos al shopping mall
Se trataba de una esquizofrenia en la que recurrir al
antiimperialismo tenía mucho de pose. Baste mencionar la
pasión por Florida desarrollada por muchos altos dirigentes y
militares del chavismo, con sus frecuentes viajes para realizar
compras en los malls de Miami o con su adquisición de
propiedades, algunas realmente exclusivas, echando mano de
su abultada chequera. «Es algo que no me he podido explicar,
parecen vivir en una contradicción a la que están tan
acostumbrados que ya ni se cuestionan», comenta el periodista
Casto Ocando, que ha investigado muchas de esas fortunas
acumuladas en Estados Unidos. «Durante quince años han
difundido un discurso en favor de los pobres y contra el
Imperio, que doblemente vulneran. Traen sus familias enteras
para acá, compran bienes, hacen inversiones, tienen
caballos… No estoy hablando de personas al margen de la
revolución, sino de su corazón mismo».
De ahí que el estribillo del yanquis go home sonara
muchas veces a una muletilla reclamada por un guión que se
repite sin gran convicción personal. En su primera visita a
Washington de su carrera política, Nicolás Maduro mostró
menos susceptibilidad hacia Estados Unidos de la que cabía
esperar del discurso oficial. Incluso pecó de ingenuo. En
otoño de 2001, cuando no era más que miembro de la
Asamblea Nacional, acudió a la capital estadounidense en
compañía de otros diputados. En el grupo viajaban además
Calixto Ortega, Ismael García, Rodrigo Cabezas, Didalco
Bolívar y Cilia Flórez, con quien Maduro se casó en 2013 tras
años de convivencia. En el Departamento de Estado les
atendió Thomas Shannon, que entonces era el director de
Asuntos Andinos. A la salida, uno de los de la embajada
asegura que oyó el siguiente diálogo cuando preguntaron a los
diputados cómo había ido el encuentro:
Maduro: –«Más bien que el carajo. Hasta café nos
dieron».
Cabezas: –«Nicolás, qué bolas tienes tú. Que aquí dan
café a todo el mundo. Si lo que nos acaban de decir es
que nos van a dar un golpe de estado los militares
renegados».
Maduro: –«Bueno, sí, pero lo que quiero decir es que no
fueron agresivos».
El trato deferente que se les había dado la Administración
estadounidense no era haberles servido café, sino avisarles de
que tuvieran cuidado con el ruido de sables que se escuchaba
en Venezuela. Luego la propaganda chavista acusaría a
Washington de estar detrás de lo que siempre denunció como
golpe, en abril de 2002. Eso fue negado por la Oficina del
Inspector General –de carácter independiente– del
Departamento de Estado, a preguntas del Congreso. «Lejos de
trabajar para promover su derrocamiento, Estados Unidos
alertó al presidente Chávez de intentos de golpe de Estado y le
advirtió sobre amenazas creíbles de asesinato en su contra»,
indicó la OIG en julio de 2002. Añadió no haber encontrado
nada que indicara que el Departamento de Estado o la
embajada en Caracas «planeó, participó, ayudó o estimuló» la
acción de fuerza sobre Chávez. La filtración posterior de
cables diplomáticos, publicados por Wikileaks, puso de
manifiesto que las comunicaciones internas estadounidenses se
habían limitado a trasladar la información que estaba en la
calle sobre el nerviosismo en la oposición y los cuarteles.
Embajadores de ida y vuelta
Para entonces, las relaciones entre Venezuela y Estados
Unidos ya se habían quebrado. Para cada parte hubo un
específico punto de quiebre que rompió cualquier ilusión que
podían haber albergado sobre una normal interacción. En
marzo de 1998, siendo aún candidato a la presidencia, Hugo
Chávez vio cómo la Administración Clinton le denegó el
visado para viajar a territorio estadounidense, por su
participación en el golpe de 1992 contra el orden democrático.
Al ser elegido presidente, Washington cambió su actitud y en
1999 Chávez viajó a Estados Unidos, antes y después de tomar
posesión. Lo hizo, sin embargo, con la espina clavada del
primer rechazo; además ya no hubo tiempo para que el nuevo
presidente y la Administración demócrata trataran de explorar
bases para la confianza mutua, pues inmediatamente llegaría un
abrupto desaire de Chávez hacia Estados Unidos.
A finales de 1999 Venezuela sufrió graves deslizamientos
de tierra y diversos países, entre ellos Estados Unidos,
prestaron auxilio en esa emergencia. Tras una primera
recepción de ayuda estadounidense, Chávez aceptó el
ofrecimiento de Washington de enviar un grupo de
cuatrocientos ingenieros del Ejército, que colaborarían en la
reparación de infraestructuras. Pero luego, aconsejado por
Fidel Castro, que le hizo sospechar que los ingenieros en
realidad podían ser agentes de la CIA, Chávez hizo dar la
vuelta a los dos buques de la US Navy que transportaban la
ayuda, y eso enojó enormemente a Bill Clinton.
«Los cubanos siempre habían recelado de la relación
especial que podía crearse entre Caracas y Washington, por el
elevado consumo de petróleo venezolano en Estados Unidos»,
argumenta Pedro Mario Burelli. «Así que Fidel Castro se
encargó de provocar la paranoia de Chávez acerca de ocultos
manejos estadounidenses para eliminarle. Castro se hizo
necesario con sus informes de espionaje, suministrando a
Chávez muchas mentiras sobre conspiraciones. Los barriles de
crudo que entonces Venezuela comenzó a enviar a Cuba eran
como pago de esa supuesta protección, que en el fondo
mantenía a Chávez como rehén». Estados Unidos aplicó
entonces la llamada Doctrina Maisto, bautizada así por John
Maisto, que era el embajador estadounidense en Caracas en
ese final de la presidencia de Bill Clinton. Formulada como
«mind what he does and not what he says», llamaba a tomar
al nuevo presidente por las obras que hiciera, no por la
demagogia que predicara.
Pero para Washington no fue fácil hacer oídos sordos a la
escalada verbal en la que entró Chávez tras el 11-S de 2001,
estrenado ya el mandato de George W. Bush. La simpatía que
el líder bolivariano mostró hacia los musulmanes que
festejaron los ataques de Al Qaeda llevó a la Casa Blanca, a
su vez, a celebrar la forzada huida de Chávez de la
presidencia en abril de 2002, aun cuando no la hubiera
provocado. Las espadas estaban en alto, en un punto de no
retorno. La Administración Bush dio entonces origen a la
política que Burelli formula como «ignore the man
completely, but investigate his dees thoroughly»:
comportarse como si Chávez no existiera –Bush nunca
pronunció su nombre en público ni respondió a sus
provocaciones–, pero examinando concienzudamente su
relación con Irán y Hezbolá.
Confiando en un cambio cuando se produjera la esperada
llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, Chávez reservó
una traca final para Bush, expulsando de Caracas al embajador
estadounidense, Patrick Duddy, con una soflama en televisión
en septiembre de 2008. «Váyanse al carajo, yanquis de
mierda, aquí hay un pueblo digno», dijo, solidarizándose con
Bolivia en un enfrentamiento diplomático que Evo Morales
tuvo con Estados Unidos. Washington correspondió con la
expulsión del embajador venezolano, Bernardo Álvarez.
Chávez y Obama se conocieron en abril de 2009 en la
Cumbre de las Américas de Trinidad y Tobago. El caribeño le
regaló un ejemplar de Las venas abiertas de América Latina,
libro que cuando se publicó en 1971 devino en un clásico de
la izquierda continental, pero que a esas alturas su autor, el
uruguayo Eduardo Galeano, lo consideraba literatura
panfletaria. Obama prefirió pensar que los problemas
diplomáticos del pasado se debían al carácter neocon de la
Administración Bush. «Los venezolanos tienen Citgo y su
presupuesto de Defensa es seiscientas veces menos que el
nuestro», dijo en rueda de prensa antes de partir de la cumbre,
dando a entender que no había razón para que ambos países se
llevaran mal.
Obama prefirió que su apuesta por recomponer las
relaciones con Venezuela no se debatiera en el Senado, por lo
que en julio de 2009 volvió a enviar como embajador al
expulsado Duddy, cuya restitución no requería ser votada. La
jugada, inusual en la práctica diplomática, se completó con el
regreso a Washington del embajador Álvarez. Se ponía así a
cero el contador de los agravios mutuos. Pero era absurdo
esperar que en Estados Unidos se hiciera la vista gorda
respecto a las irregularidades del Gobierno chavista. Cuando
en 2010 hubo que sustituir a Duddy, como nuevo embajador en
Caracas fue propuesto Larry Palmer. Sus declaraciones en el
proceso de nombramiento en el Senado sobre las restricciones
a la libertad de expresión en Venezuela y las relaciones de
figuras chavistas con la guerrilla colombiana llevaron a
Chávez a negarle el plácet. Estados Unidos correspondió
retirando el visado al embajador Álvarez.
La DEA no duerme
Barack Obama fue a la reelección en 2012 ignorando a Hugo
Chávez. El candidato republicano, Mitt Romney, fue claro:
«Chávez ha ofrecido puerto seguro a señores de la droga, ha
fomentado organizaciones terroristas regionales que amenazan
a aliados nuestros como Colombia, ha fortalecido lazos
militares con Irán y le ha ayudado a evadir sanciones, y ha
permitido la presencia de Hezbolá dentro de las fronteras de
su país». Obama podía firmar tranquilamente esa valoración,
pero prefirió rebajar el perfil venezolano: «mi impresión es
que lo que el señor Chávez ha hecho en los últimos años no ha
supuesto un serio impacto sobre nuestra seguridad nacional»
(diría lo contrario avanzado su segundo mandato).
Con una Casa Blanca no deseosa de abrir frentes en
Latinoamérica, un Departamento de Estado encargado de
aplicar esa política y una Agencia Central de Inteligencia
(CIA) concentrada en otras zonas, la Administración para el
Control de Drogas (DEA) era la instancia gubernamental de
Estados Unidos que más de cerca marcaba al régimen
chavista. Dependiente del Departamento de Justicia, la DEA
es un instrumento de law enforcement: actúa para hacer
cumplir la ley, moviéndose por los imperativos de la
legislación, no de la política o directrices variables de cada
presidente. Aunque este pueda estar poco interesado en
confrontar un país extranjero, la agencia antinarcóticos
estadounidense no puede abandonar su misión estatutaria, cual
es «llevar ante el sistema de justicia civil y penal de los
Estados Unidos o cualquier otra jurisdicción competente, a las
organizaciones y los miembros principales de organizaciones
que participen en el cultivo, la fabricación o distribución de
sustancias controladas que surjan en el tráfico ilícito o estén
destinadas a tal tráfico en los Estados Unidos».
Esta definición sitúa la actuación de la DEA ampliamente
fuera de las fronteras estadounidenses, en colaboración
estrecha con numerosos países, y la convierte en un auténtico
gendarme del Caribe y de Centroamérica, por donde la droga
se mueve hacia Estados Unidos. Para ello cuenta con la
inestimable ayuda de las interceptaciones realizadas por las
antenas de la Agencia Nacional de Seguridad (NSA), atenta a
toda la zona.
En el momento de la muerte de Chávez, el Ministerio
Público federal estadounidense había avanzado en la
preparación de posibles imputaciones de diversos dirigentes
venezolanos, entre ellos personas que estaban o habían estado
en el Gobierno, según estiman fuentes que han participado en
la acumulación de información para sustanciar algunos de los
cargos. Sin embargo, se desconocía cuántas se habían
formalizado ya, pues podían haberse concretado en sealed
indictments, acusaciones formales selladas que se mantienen
en secreto a la espera de poder proceder a la captura del
acusado o bien de la oportunidad política de su anuncio si
implica a altos cargos de países extranjeros.
El primer indictment en anunciarse, afectando a alguien
realmente clave en el aparato chavista, fue el presentado en
julio de 2014 contra el general Hugo Carvajal. Fue desvelado
cuando el Pollo pudo ser detenido fuera de Venezuela. Pero
también podía haber otras causas abiertas contra personas
igualmente ya señaladas por el Tesoro, en aplicación de la
Kingpin Act o ley contra los capos de la droga, como Ramón
Rodríguez Chacín y Henry Rangel Silva. En las
investigaciones, además, habían salido nombres de dirigentes
incluso más altos, como Rafael Ramírez, Adán Chávez, Tareck
el Aissami, Diosdado Cabello y Nicolás Maduro. El
indictment contra Cabello parecía haber quedado listo para
abril de 2015.
La DEA tiene como responsabilidad «la investigación y la
preparación para el enjuiciamiento» de los narcotraficantes
que operen «a niveles interestatales e internacionales». Aporta
las pruebas para inculpar a los responsables, pero luego es la
Fiscalía la que debe presentar el caso ante los tribunales.
Además, si se requiere la entrada en Estados Unidos de
testigos protegidos para reforzar las acusaciones o la
extradición de personas para ser juzgadas, entonces entra en
juego el Departamento de Estado o, en el supuesto de estar
implicados altos políticos, la Casa Blanca.
¿Por qué, si tantas pruebas apuntaban a que el chavismo
convirtió Venezuela en un narcoestado, Washington no había
actuado con presteza para castigar a esos capos institucionales
responsables de impulsar un comercio que colocaba toneladas
de narcóticos en Estados Unidos? Primero pudo haber falta de
testimonios, pero la desaparición de Chávez y la inestabilidad
de Maduro los impulsó, así que la demora podría atribuirse a
un deseo de la Casa Blanca de no entorpecer las
conversaciones abiertas secretamente con Cuba para el
restablecimiento de relaciones diplomáticas.
Esta disociación entre intereses policiales e intereses
políticos daba lugar en ocasiones a tensiones entre las
distintas instancias, con frecuentes fricciones entre la DEA y el
Departamento de Estado. En varios casos, como en el de las
entradas en Estados Unidos de Eladio Aponte, Rafael Isea y
Leamsy Salazar, que fueron introducidos en el país por su
valor como testigos, la tramitación de sus visados fue más
rocambolesca de lo que cabría imaginar de una potencia cuya
maquinaria en materia de seguridad aparece tan bien
engrasada en las películas. La poca disposición del
Departamento de Estado a concederles el visado fue vencida
por presiones ejercidas desde el Congreso, suscitadas
indirectamente por la DEA sobre algunos senadores o
representantes. La amenaza de miembros del Congreso de
denunciar la parsimonia de la Administración en la
persecución del narco, o de solicitar comparecencias en
comisiones que amplificarían las voces más activas del caucus
hispánico, surtió efecto.
En ocasiones el bypass ingeniado por la DEA es apoyado
también por la CIA, pues de la información del debriefing de
los testigos protegidos también se beneficia directamente la
inteligencia. Pero que esas agencias aúnen fuerzas no siempre
es garantía de éxito. También puede ocurrir que el Buró
Federal de Investigación (FBI) se meta de por medio. Un
acuerdo a distintas bandas, que no siempre se alcanza, tarda en
ocasiones en concertarse.
¿Acabar como Noriega de Panamá?
Desde la desaparición de Hugo Chávez de la escena pública
aumentaron los contactos con Estados Unidos de posibles
desertores de la alta jerarquía chavista o de máximos
dirigentes oficialistas, tanto civiles como militares, que
buscaban algún tipo de acomodo con Washington. Tener sobre
la cabeza la espada de Damocles de un indictment de Estados
Unidos resultaba inquietante. Limitaba enormemente los
movimientos en el exterior, por el riesgo a ser detenido por la
Interpol o la longa manus de las agencias estadounidenses, y
cortaba la retirada en caso de caída en desgracia interna o
cambio de régimen, pues pocos países iban a estar dispuestos
a ofrecer refugio. Así que, como atestigua confidencialmente
un intermediario ocupado en varios de esos procesos, la lista
de chavistas negociando franquear la puerta del Imperio que
tanto criticaron comenzó a ser larga.
Diosdado Cabello, visto como número dos del régimen,
fue uno de los primeros que se movilizó. No para dejar
Venezuela o para asociarse con Washington, sino para requerir
una no beligerancia de Estados Unidos hacia su persona. A
comienzos de diciembre de 2012, con Chávez a punto de
someterse a la operación de la que ya no se recuperaría,
Cabello utilizó la vía diplomática, de forma discreta, para
solicitar a Jim Durham, jefe de misión de la embajada
estadounidense en Caracas, que transmitiera a sus superiores
que, en caso de erigirse en líder, distanciaría su país de Cuba.
El presidente de la Asamblea Nacional tenía probablemente
evidencias de que la Justicia estadounidense estaba pisándole
los talones por su responsabilidad en el narcoestado, así que
buscaba que Washington hiciera la vista gorda sobre ese
historial para no lastrar su liderazgo en caso de un pulso con
Nicolás Maduro.
El fin de semana previo al anuncio de la muerte de Chávez,
en marzo de 2013, Cabello estableció contacto, por personas
interpuestas, con el entorno de las agencias gubernamentales
estadounidenses, según desvela uno de los interlocutores. Se
presentaba como alguien dispuesto a romper con los Castro y a
cortar los vínculos con Hezbolá. Las conversaciones no fueron
lejos: al parecer la CIA se negó a cualquier reunión, como la
que Cabello incluso llegó a ofrecer aprovechando su viaje a
Roma para la ascensión del Papa Francisco a la sede de
Pedro.
También Maduro era consciente de la hipoteca que suponía
la actividad de narcotráfico desarrollada por el chavismo.
Para evitar represalias de Estados Unidos en el momento
vulnerable de su ascenso al poder, Maduro aceleró el intento
de restaurar una relación diplomática plena con Washington.
La idea era que un clima de normalidad, aunque nunca fuera de
amistad estrecha, dificultaría a la Casa Blanca actuar contra
integrantes del nuevo Gobierno chavista.
Michael Braun, antiguo jefe de operaciones de la DEA,
está convencido de que la imagen del dictador panameño
Manuel Antonio Noriega siendo transportado el 4 de enero de
1990 a Miami, tras su detención por tropas estadounidenses
que habían invadido Panamá para terminar con el tráfico de
drogas promovido por ese país, pasaba con frecuencia por la
mente de los mandatarios chavistas. «Una fotografía como la
del general Noriega siendo llevado a Estados Unidos es lo
último que querían Chávez y sus sucesores», asegura. Una
réplica de lo de Panamá no era imaginable en Venezuela, pero
había que tomar precauciones.
Antes de la muerte del comandante, a una llamada
telefónica hecha a Maduro por Roberta Jacobson,
subsecretaria de Estado para el Hemisferio Occidental, le
siguió una reunión confidencial en la Casa Blanca entre el
embajador venezolano ante la OEA, Roy Chaderton, y Ricardo
Zúñiga, jefe del área de América Latina en el Consejo de
Seguridad Nacional. A Washington le interesaba el
intercambio de embajadores (los puestos estaban vacantes
desde 2010), pues deseaba tener en la capital de Venezuela
unos completos resortes diplomáticos ante la etapa de
incertidumbre que se abría en ese país. Pero Zúñiga planteó
que antes de llegar a ese estadio, Estados Unidos requería una
visita del director regional de la DEA a Caracas para retomar
primero la colaboración en la lucha antinarcóticos. Lo
solicitaba como visita «de bajo perfil», pero estaba claro qué
le preocupaba a Estados Unidos.
El tanteo se detuvo con el fallecimiento de Chávez. Horas
antes de anunciar su muerte, encarando ya las elecciones que
iban a celebrarse en un mes, Maduro retomó la retórica
electoral antiimperialista de su antecesor y acusó
públicamente a «los enemigos históricos» de la patria –léase
Estados Unidos– de haber inoculado el cáncer al líder
bolivariano. Acto seguido anunció la expulsión del país de dos
agregados militares de la Embajada estadounidense, a los que
acusó de espionaje. Washington correspondió pocos días
después con recíproca medida.
Esa actitud de firmeza la mantuvo la Administración
Obama en las jornadas inmediatamente posteriores a las
elecciones del 14 de abril de 2013, cuyos resultados oficiales
no fueron aceptados por la oposición. «Obviamente hay
irregularidades gigantescas, vamos a tener dudas importantes
sobre la viabilidad de ese Gobierno (…) Debería haber un
recuento», dijo tres días después el secretario de Estado, John
Kerry, en una comparecencia ante la Cámara de
Representantes. Pero el nuevo presidente tomó posesión sin
que se completara un recuento.
Una vez instalado en Miraflores, pero necesitado de un
reconocimiento internacional, Maduro volvió a propiciar el
acercamiento a Estados Unidos. En junio de 2013 John Kerry y
Elías Jaua, titular de Exteriores venezolano, se dieron la mano
en la asamblea general de la OEA de Antigua (Guatemala).
«Podremos nombrar embajadores este mismo año», anunció
Jaua. Pero al mes llegó otra crisis diplomática, a raíz del
ofrecimiento de Venezuela para acoger a Edward Snowden, el
analista de la Agencia Nacional de Seguridad estadounidense
que divulgó comprometida información sobre los enormes
volúmenes de datos de comunicaciones electrónicas entre
ciudadanos que esa agencia almacenaba. En julio de 2013
Kerry advirtió claramente que Estados Unidos recibiría como
muestra de hostilidad que Snowden se trasladara de Moscú,
donde se encontraba huido, a Venezuela. Sorprendía que
cuando ningún país en el mundo abría sus puertas a Snowden –
no lo hacía Cuba, ni siquiera Ecuador, en cuyo consulado
londinense estaba refugiado Julian Assange, fundador de
Wikileaks, también enemigo público de Washington– lo hiciera
una Venezuela con ya bastantes problemas. Snowden se quedó
donde estaba, pero en un comunicado Caracas dio «por
terminados los procesos de acercamiento» con Washington.
Maduro volvió a la cuestión de intercambio de
embajadores curiosamente en medio de los disturbios que
comenzaron a extenderse por el país en febrero de 2014. Sin
embargo, tan pronto decía querer tender puentes como los
destruía acusando a Estados Unidos de preparar un golpe de
Estado. El canciller Jaua llamó «asesino del pueblo
venezolano» al mismo Kerry a quien hacía casi un año daba la
mano. Acostumbrados a insultar de ese modo a los líderes de
la oposición, los dirigentes chavistas parecían no darse cuenta
de la barbaridad. «Ustedes son descaradamente mentirosos»,
respondió el Departamento de Estado.
A raíz de las protestas callejeras de 2014, en las que hubo
43 muertos, casi novecientos heridos y más de dos mil
quinientos detenidos, el Congreso estadounidense promovió
una iniciativa para negar visados de entrada a Estados Unidos
y congelar activos en ese país a los responsables de violar
derechos humanos en Venezuela; luego se amplió a los autores
de corrupción pública. La Administración Obama se resistió a
aplicar ese régimen de sanciones, pero una vez anunciado el
17 de diciembre de ese año el acuerdo de intenciones con La
Habana para restablecer relaciones diplomáticas, la Casa
Blanca se sintió libre para actuar: al día siguiente el
presidente estadounidense firmó la ley. En marzo de 2015
Obama promulgó una orden ejecutiva que definía la situación
en Venezuela como «inusual y extraordinaria amenaza para la
seguridad y la política exterior» de Estados Unidos. La orden
aplicaba las sanciones a siete funcionarios.
Obama pensó que el deshielo con Cuba rompería el
maleficio que siempre ha acompañado a Estados Unidos en su
relación con Latinoamérica. Normalizada su relación con la
isla, también las demás naciones debían aceptarle como un
socio normal en los asuntos del continente. Pero el coloso del
norte, por su hegemonía, siempre será un punto y aparte.
Además, Cuba seguía alimentando en la región el
resentimiento hacia el Tío Sam, ahora a través de Venezuela.
Se vio en la Cumbre de las Américas de abril de 2015
celebrada en Panamá: Obama sin duda fue abrazado por su
aproximación a Cuba, pero también recibió críticas por su
tensión con Caracas.
En las conversaciones secretas con Cuba, el Vaticano
había prestado buenos servicios. Así que Estados Unidos
también quiso que la Santa Sede mediara en fomentar el
diálogo entre Gobierno y oposición en Venezuela. El
Departamento de Estado, como confiesan medios diplomáticos
españoles, pidió a España que hiciera sigilosas gestiones en
Roma. España hizo de correo aunque estaba escaldada en su
relación con el chavismo.

10. DEL PAÍS DEL ¿POR QUÉ NO TE
CALLAS?
ETA, Podemos: cosas que esconder a
España
Mariano Rajoy optó por una copa de vino tinto, un Rioja de
las bodegas Lan, al entrar en el comedor de la residencia del
embajador español en Washington. Acababa de condecorar en
el gran salón del piso de arriba al senador Bob Menéndez,
demócrata de Nueva Jersey, con la orden de Isabel la Católica,
y ahora era el momento de conversaciones relajadas. Por la
mañana, el presidente del Gobierno español se había
entrevistado en la Casa Blanca con Barack Obama. Ese 13 de
enero de 2014 fue vivido por Rajoy, su jefe de gabinete, Jorge
Moragas, y el resto de su equipo como una gran victoria. Tras
dos años al frente del Ejecutivo español, en los que ambos
mandatarios habían conversado brevemente en encuentros
internacionales, finalmente Rajoy había sido recibido en la
Sala Oval.
Con la sensación casi de haber derribado los muros de
Jericó, Rajoy recordó esa noche que no todo el mundo le había
abierto sus puertas. «¿Te querrás creer que Nicolás Maduro es
el único presidente con el que no he hablado, ni siquiera
cuando él era canciller?», comentó el dirigente español a
Pedro Mario Burelli, exdirectivo de Petróleos de Venezuela y
destacado expatriado venezolano residente en Washington.
Rajoy había hecho varios viajes a Latinoamérica con motivo
de diversos encuentros multilaterales, pero Maduro no parecía
haber estado muy interesado en cuidar lazos más allá del Alba.
Con Hugo Chávez las cosas habían sido algo distintas,
aunque con él España no siempre mantuvo relaciones fáciles.
Baste recordar el famoso «¿por qué no te callas?» que le
espetó el Rey Juan Carlos en la Cumbre Iberoamericana de
2007, celebrada en Santiago de Chile. La reacción del
monarca, cortándole en público cuando Chávez estaba
interrumpiendo con comentarios el discurso del presidente del
Gobierno español, José Luis Rodríguez Zapatero, «le dejó
deprimido, porque le afectó enormemente el ego, pues hasta
entonces nadie le había cacheteado en la escena
internacional», afirma alguien que entonces trabajaba
estrechamente con el líder venezolano en su Ejecutivo. Pero si
las relaciones no habían sido especialmente amigables en la
era Chávez, al menos se podían calificar de conllevables.
Una muestra del aceptable estado del contacto diplomático
que había existido fue el intercambio de saludos que hubo
entre ambas partes cuando en noviembre de 2011 el Partido
Popular (PP) ganó las elecciones en España y desalojó del
Gobierno al Partido Socialista Obrero Español (PSOE). En
las horas que siguieron a la noche electoral, el embajador
venezolano en Madrid recibió un mensaje personal. «Dile al
Gobierno y al Presidente Chávez que Mariano Rajoy está
convencido que se van a llevar y a entender muy bien. Así me
lo ha dicho. Un abrazo. jmoragas», decía el sms. Las palabras
de Jorge Moragas, quien a los pocos días se convirtió en jefe
de gabinete del nuevo presidente del Gobierno español, fueron
transmitidas rápidamente a Chávez por Maduro, entonces
ministro de Exteriores venezolano. Eran respuesta a la
felicitación que previamente, nada más conocerse los
resultados electorales, había enviado el Gobierno de
Venezuela al líder del PP y próximo mandatario.
Rajoy llegaba al poder en España con la crisis económica
desbocada y la advertencia desde Caracas de que, si deseaba
superarla, mejor era que no pusiera en peligro varias contratas
en marcha, como los navíos que para la Armada venezolana
estaba construyendo la empresa pública española Navantia en
sus astilleros de Cádiz. Chávez había proclamado que era muy
difícil mantener unas excelentes relaciones económicas si no
existían buenas relaciones políticas. Tras el tiempo de
apaciguamiento que habían supuesto los dos mandatos de José
Luis Rodríguez Zapatero, del PSOE, los canales diplomáticos
venezolanos habían alertado de que no tolerarían una vuelta
atrás, a la línea dura contra el chavismo del anterior
presidente del PP, José María Aznar.
Poco dispuesto a poner la otra mejilla cuando le atacaba la
izquierda latinoamericana, Aznar respondió al bolivarianismo
con un pasaje de sus memorias, en las que desveló que él pudo
haber dado la puntilla a Chávez durante los tres días que el
comandante quedó fuera de la presidencia en 2002 y no lo
hizo. «Mira Hugo, si yo hubiera querido dar el golpe y lo
hubiera organizado, te aseguro que tú ahora no estabas aquí»,
cuenta Aznar que le dijo a Chávez en una ocasión, cansado de
las acusaciones de este de que el Gobierno del PP contribuyó
a fraguar aquella conspiración. Según esas memorias de
Aznar, cuando el presidente venezolano fue depuesto, Fidel
Castro le pidió que organizara un convoy para sacar a Chávez
de Caracas y llevarlo a España. Aznar no lo hizo, evitando
cualquier implicación en el proceso. «Si hubiéramos accedido
a la petición cubana, es mucho más probable que el golpe
hubiera triunfado y que Chávez hubiera muerto en el exilio. De
ahí que siempre me resultara paradójica y absurda la
acusación de haber intentado derrocarle. No solo no lo hice,
sino que involuntariamente contribuí a mantenerle en el
poder».
Repsol quiere puentes entre PP y Caracas
De tender puentes entre los conservadores españoles y el
chavismo se encargó Bernardo Álvarez, embajador en Madrid
desde julio de 2011. Así queda de manifiesto en los cables
diplomáticos que enviaba a Caracas, algunos de los cuales
salen aquí a la luz pública, como el que unos párrafos atrás
hacía mención al sms de Moragas. Por dos años, hasta que fue
nombrado viceministro para Europa, Álvarez intentó aplicar
en España la misma estrategia que tan buenos resultados le
había dado como embajador en Washington. En la capital
estadounidense buscó la alianza política de quienes más se
beneficiaban del petróleo venezolano y así logró que la
multinacional Chevron se convirtiera en un gran aliado en los
pasillos del Congreso y de la Casa Blanca. En Madrid casi lo
primero que hizo Álvarez fue intentar algo similar con Repsol.
Antonio Brufau, presidente de la gran compañía energética
española, acudió a la residencia de Álvarez cinco días antes
de las elecciones españolas. «Se trató de un almuerzo que
había planificado en una visita a Miguel Ángel Moratinos»,
comentaría el embajador a sus superiores en Caracas. En la
comunicación se destacaba que existía una relación «muy
cercana» entre Moratinos, ministro de Exteriores durante gran
parte del Gobierno Zapatero, y el presidente de Repsol.
«Tanto Moratinos como Brufau coinciden en que los últimos
dos años la relación de España con América Latina ha estado
a un nivel muy bajo (…) Ambos coinciden sobre la visión
básicamente pragmática del nuevo Gobierno del PP, si es que
Rajoy puede imponerse frente a los sectores más derechistas.
En este punto, Brufau mencionó que para que esta visión
pragmática imperara sería conveniente que la victoria del PP
no fuese tan abrumadora ya que esto restaría margen de
maniobra a Rajoy frente a los sectores de extrema derecha del
propio PP».
Aunque esos deseos de una victoria pequeña no se
cumplieron, pues Rajoy consiguió el siguiente domingo la
mayoría absoluta, el nuevo Gobierno emprendió una senda de
pragmatismo en relación a Venezuela. La razón para ello, en
pleno agravamiento de la crisis en la zona euro, era obvia, y el
mismo Álvarez se había ocupado en recordarla a todos los
interlocutores que pudo: el necesario casamiento entre las
relaciones económicas y las políticas. «Me encargué de
transmitir ese mensaje a diversos sectores, en particular a los
sectores económicos con intereses en nuestra patria»,
comunicó a Caracas.
En su encuentro con Brufau, además, Álvarez le ofreció los
contactos que personalmente había desarrollado en el
Congreso estadounidense, durante su etapa de embajador en
Washington, con el fin de aliviar los obstáculos que la
petrolera y gasística española estaba encontrando allí entre
sectores anticastristas en relación a su proyecto de
exploración en aguas territoriales cubanas. «Le manifesté que
nuestra experiencia como país petrolero lidiando con esos
personajes durante años en los Estados Unidos nos había
dejado una experiencia que podríamos compartir con ellos si
hubiese interés». Venezuela no tuvo por qué volcarse en ese
punto, pues la prospección hecha por Repsol a cincuenta
kilómetros de la costa cubana no dio resultados, tranquilizando
a políticos y ecologistas de Florida y echando un jarro de agua
fría a las expectativas de la dictadura de los Castro. Repsol
renunció a su proyecto en mayo de 2012, tras una inversión de
cien millones de dólares y un rompecabezas logístico para
reducir al mínimo la tecnología estadounidense utilizada en la
operación y poder salvar así el embargo a la isla que afectaba
a empresas de Estados Unidos. Cuando Repsol realmente
necesitó el auxilio de Venezuela, esta se situó en el lado
opuesto. La expropiación de Repsol-YPF llevada a cabo por
el Gobierno de Cristina Fernández de Kirchner tenía toda la
impronta del esquema estratégico chavista.
Rajoy promete ser distinto a Aznar… y pestañea
El cambio de Gobierno en España a finales de 2011 no supuso
un quiebro en las comunicaciones entre Madrid y Caracas.
Justo antes de las elecciones ganadas por el Partido Popular,
Jorge Moragas, que era director de Asuntos Internacionales
del PP y luego iría al Palacio de la Moncloa con Mariano
Rajoy, adelantó a Bernardo Álvarez que los próximos
gobernantes, cuya victoria apuntaban unánimemente las
encuestas, llegaban «sin ninguna intención de dañar» la
relación con Venezuela, de manera que «ni tomarán ni
promoverán ninguna acción en ese sentido».
De acuerdo con las notas tomadas por el embajador,
Moragas presentó a Rajoy como alguien «diferente a Aznar en
todos los temas; es un hombre que busca los equilibrios y evita
posiciones extremas». La mano derecha de Rajoy «dijo estar
consciente de las reacciones que provoca Aznar en América
Latina, en particular en determinados países». Asimismo,
Moragas «refirió que muy probablemente sectores más
radicales presionarán a un Gobierno de Rajoy para endurecer
su posición frente a Venezuela y hay que estar preparados para
manejar con inteligencia esta situación». Álvarez salió de la
entrevista con su interlocutor con la impresión de que Rajoy
haría pronto gestos hacia América Latina «para diferenciarse
rápidamente de Aznar y su legado».
Así fue. Rajoy y su ministro de Exteriores, José Manuel
García-Margallo, demostraron desde el primer día su
disposición a tener un tono más conciliador que el del anterior
Gobierno del PP. A pesar de ese deseo de Madrid de andar
con tiento, la situación se descontroló tras proclamarse los
resultados de las elecciones presidenciales venezolanas del 14
de abril de 2013, que el candidato opositor, Henrique
Capriles, denunció como un robo. El ministro García-
Margallo, en una visita dos semanas después a la Organización
de Estados Americanos (OEA), con sede en Washington, se
hizo eco del deseo internacional de que en Caracas Gobierno y
oposición resolvieran buenamente la disputa. «Estaremos
absolutamente encantados de hacer algo, lo que se nos pida,
para garantizar una Venezuela en paz, prosperidad y estable»,
dijo. Nicolás Maduro recibió eso como un ofrecimiento de
mediación y soltó la caballería, cual Chávez en sus mejores
tiempos contra Aznar. «Ha dicho el canciller español que está
listo a venir a mediar en Venezuela. Señor canciller español,
no venga a mediar a Venezuela, vaya a las calles a responder a
la clase obrera española, a la que ustedes le han quitado el
derecho al trabajo, al salario, a las pensiones. Canciller, saque
sus narices de Venezuela. Canciller español, fuera de aquí.
Canciller español, impertinente. A Venezuela se la respeta».
España pestañeó. Eran días en los que la historia de
Venezuela pudo haber cambiado completamente. Maduro sabía
que la trampa electoral se había notado, que los cientos de
miles de votos falsos fabricados por el chavismo abultaban
demasiado, y estaba en una posición débil. Con una mayor
presión internacional y una llamada de Capriles a
manifestaciones masivas en la calle, la verdad finalmente
podía haberse desenmascarado. Pero eso pasaba
ineludiblemente por derramamiento de sangre, pues Maduro ya
estaba demostrando su disposición a disparar contra quienes
se habían lanzado a protestar. A diferencia de las
manifestaciones y la violencia de un año después, en los días
que siguieron a las presidenciales de abril de 2013 había una
demanda nítida –un recuento completo y trasparente de los
votos– que, si no era atendida, justificaba el repudio
ciudadano de Maduro y la desobediencia civil. Pero una vez
aceptado pasivamente el resultado electoral, la fuerza de la
calle perdía argumentos constitucionales para echar al nuevo
presidente. A final, el candidato opositor declinó el envite. Se
puede debatir sobre si la decisión de Capriles fue acertada; en
cualquier caso, es innegable que la comunidad internacional
debió extremar su cerco sobre el presidente ilegítimo. Al
menos España, menos atada de manos que naciones vecinas de
Venezuela, perdió la ocasión de demostrar un serio
compromiso con la decencia democrática.
Diplomáticos españoles reconocen que no fueron las horas
más gloriosas de la cooperación con Latinoamérica, aunque se
defienden. «Hemos intentado mantener siempre un equilibrio
con los países latinoamericanos», afirma Jorge Hevia, el
embajador de España ante la OEA al que le tocó vivir estos
acontecimientos. «Defendemos la institucionalidad y la
consolidación de la democracia, y estamos atentos también a
si hay comportamientos de tipo autoritario, pero el margen es
estrecho, porque en situaciones de confrontación abierta no
ganarías nunca». Otras voces piden anonimato para poder
hablar sin miramientos. «Es que la reacción del Gobierno
venezolano te lo ponía realmente difícil. Te decían: si te metes
en este tema, eso es un acto de enemistad con nosotros»,
comenta con desespero un responsable de la diplomacia
española. No es solo que «nadie se atrevía con Venezuela»,
sino que en un acto celebrado en la OEA en memoria del
difunto Chávez las intervenciones competían por el mayor
panegírico. «Aquello fue increíble, nadie se quería quedar
atrás en los elogios. En última instancia, la hermandad
latinoamericana es una hermandad gubernamental: un gobierno
no critica a otro para que tampoco se metan con él; se tapan
las vergüenzas unos a otros».
El encomiable desahogo no quita que al final importaran
más los intereses propios y Madrid velara por la actividad de
las empresas nacionales con actividad en Venezuela. En 2013,
las veinte principales inversiones españolas en ese país tenían
un volumen de negocio de treinta mil millones de dólares,
según datos de la Oficina Económica y Comercial de la
Embajada de España en Caracas. Venezuela representaba el
tercer mercado mundial para Repsol, el cinco por ciento de
los ingresos del grupo MoviStar, el cinco por ciento del valor
del grupo BBVA y el tercio de las ventas mundiales de Duro
Felguera. Para entonces, además, Leche Pascual acababa de
realizar allí su primera inversión industrial fuera de España.
El Gobierno de Venezuela tenía, pues, dónde apretar para
que el ministro español no se pusiera gallito. «Cuidado,
España», advirtió Maduro ante los medios cuando Madrid
parecía mantener reservas para aceptar sin más su triunfo
electoral. Recordó que España tenía importantes intereses en
Venezuela e indicó que tomaría medidas «a todos los niveles».
Maduro mencionó expresamente la presencia de Repsol en las
extracciones de gas y petróleo.
Esa misma carta fue la que amenazó con jugar un par de
años después cuando las cosas se le pusieron realmente
complicadas y se veía tratado casi como un apestado por gran
parte de la comunidad internacional. En febrero de 2015, en un
momento en que Maduro acusaba a España de estar tras una
conspiración para echarle, fueron convocados de urgencia al
Palacio de Miraflores los representantes en el país de
Telefónica, Repsol, BBVA, Mapfre, Iberia, Air Europa y
Meliá. En el acto se les avisó de que si no presionaban a
Rajoy para que cesara en sus ataques al chavismo, serían
castigados con una expropiación inmediata. En un par de
ocasiones Caracas llamó a consultas a su embajador en
España como modo de expresar repulsa por el «injerencismo»
de Madrid, a raíz de sendos recibimientos de Rajoy a las
esposas de los opositores presos Leopoldo López y Antonio
Ledezma. Maduro volvió a bramar cuando el exlíder socialista
español Felipe González se incorporó a la defensa de esos
dirigentes.
Los sobornos del caso Navantia
Tampoco estaba España para denunciar según qué abusos
chavistas, pues los tribunales propios se estaban ocupando del
pago ilícito de comisiones realizado por Navantia en el marco
del acuerdo de construcción para Venezuela de cuatro corbetas
y cuatro patrulleras. El pedido fue abordado por José Luis
Rodríguez Zapatero y Hugo Chávez en la primera mitad de
2005 y firmado en Caracas en noviembre de ese año con
asistencia de quien era ministro español de Defensa, José
Bono. Entre ambos momentos, la compañía controlada
completamente por la Sociedad Estatal de Participaciones
Industriales (SEPI, antes conocida como Instituto Nacional de
Industria o INI) contrató a una empresa mediadora venezolana,
con relaciones en el estamento militar, supuestamente para
facilitar la operación.
Como indicaron documentos publicados por el periodista
Javier Chicote en ABC, Navantia aceptó entregar una comisión
de 43 millones de euros –un 3,5 por ciento del montante total
de 1.245 millones de euros del contrato de venta– a la
intermediaria Rebazve Holding Ltd. Esta repartió treinta
millones entre ciudadanos venezolanos y entregó doce
millones a dos antiguos directivos del viejo INI, del que en su
día dependían los astilleros estatales: Antonio Rodríguez
Andía y Javier Salas Collantes, que fue su presidente. En 2013
ambos habían sido imputados por tráfico de influencias y
delito fiscal, mientras que por malversación de caudales
públicos lo fueron Juan Pedro Gómez-Jaén, presidente de
Navantia en el momento del acuerdo de 2005 con Venezuela, y
su director comercial, Jesús Arce. Los dos últimos habían
autorizado el pago de comisiones tan abultadas.
El acuerdo firmado en 2005 también contemplaba la
compra a EADS-CASA de doce aviones, diez de transporte y
dos de vigilancia marítima. Sin embargo, España tuvo que
desdecirse ante la objeción puesta por Estados Unidos contra
la transferencia tecnológica de componentes originales de ese
país. En aquel momento, la Administración Bush tampoco veía
con buenos ojos el incremento del potencial naval venezolano,
pero España argumentó que los buques no portaban
armamento. Así era, aunque estaban acondicionados para la
instalación posterior de cañones y lanzaderas de torpedos, que
también le fueron vendidos a Venezuela. La importancia
económica del pedido y las dificultades políticas que había
que superar –Caracas amagó con rescindir el contrato si no se
atendía también el encargo de aviones– bien pudieron
contribuir a que Navantia se prestara a pagar altas comisiones.
«Cuando negociabas con Venezuela, sabías que te arrastraba a
una situación de corrupción, por eso yo evité siempre
cualquier relación con ellos», afirma un anterior director
general de los astilleros estatales españoles.
En las gestiones reservadas que hizo al estallar el caso
Navantia, el embajador Bernardo Álvarez trasladó a sus
superiores que todo obedecía a una filtración por cuestiones
políticas. En su inmediata visita a Ramón Aguirre, presidente
de SEPI, el conglomerado de empresas estatales al que
pertenece Navantia, este le tranquilizó. El tono del encuentro,
celebrado a finales de septiembre de 2012, mostró la
excelente colaboración que la Administración del PP quería
mantener con Venezuela. Aguirre comenzó la conversación
haciendo referencia a un patrullero venezolano averiado frente
a las costas brasileñas, y pidió que Álvarez trasladara a
Chávez y la Armada de su país la voluntad de Navantia de
resolver el problema. Según las anotaciones del embajador,
Aguirre manifestó que Navantia estaba dispuesta «a un costo
muy razonable y manteniendo medidas excepcionales de
discreción a trasladar el barco a España para la reparación».
«Quieren ratificar su buena voluntad de colaboración con
Venezuela», escribió el diplomático.
Quizás lo más llamativo de esa conversación fue que el
presidente de la SEPI, según el embajador Álvarez, consideró
que las comisiones cobradas por la empresa Rebazve estaban
en «niveles razonables». No es fácil pillar a un alto directivo
de una sociedad pública justificar el pago de coimas. Aguirre
avalaba ante el venezolano lo que luego el Juzgado de
Instrucción número ocho de Madrid consideraría escandaloso.
De hecho, la misma Navantia acabó presentándose como
acusación particular. El relato de la visita añadía que el
directivo español creía que las informaciones sobre el caso
tenían un objetivo puramente electoral y desaparecerían una
vez concluidas las elecciones presidenciales venezolanas a
punto de celebrarse. «Está consciente que este tipo de noticias,
sea cual fuere su fuente e intenciones, tiene efectos que pueden
afectar a las relaciones entre la empresa y Venezuela. Está
dispuesto para después de las elecciones acercarse al
Gobierno venezolano, al nivel que se quiera, y dar todas las
explicaciones y aclaratorias necesarias».
El Gobierno venezolano se concentró en sacar rédito
político por dar trabajo a los astilleros españoles. «El
contexto actual de Navantia es muy complejo, ya que no tienen
nuevas órdenes de trabajo, en particular en el astillero de
Santa María, en el Puerto de Cádiz. El contrato venezolano ha
mantenido vivo este astillero», explicaba el embajador
Álvarez en otras de sus comunicaciones, en septiembre de
2012. «Navantia es vista como una empresa tradicionalmente
cercana al PSOE y sus trabajadores han sido muy activos en
una posición de presión al gobierno de Rajoy para obtener
ayudas financieras, así como ayudas a la banca (…) La
mayoría de los trabajadores de los astilleros tanto de Navantia
en el Puerto de Santa María, como de las empresas auxiliares,
manifiestan una simpatía y agradecimiento al Gobierno del
Presidente Chávez, por lo cual se recomienda considerar este
hecho en cualquier curso de acción que tomemos».
La comisión pagada por Navantia se quedó corta
comparada con el peaje de otras compañías españolas. Un
consorcio para obras en el metro de Caracas (formado por
CAF, Constructora Hispánica, Cobra y Dimetronic) entregó en
2007 el 4,8 por ciento del contrato, lo que supuso unos
honorarios de noventa millones de dólares. Y fue del 5,5 por
ciento –más de cien millones de dólares– en el caso de la
asesoría que la empresa Duro Felguera tuvo que pagar en
2008 para hacerse con la construcción de una central eléctrica.
De ambas contribuciones se benefició una sociedad en la que
uno de los principales accionistas era Carlos Aguilera,
financiero de las hijas de Chávez. Información que también
salía del caso BPA/Banco Madrid indicaba que el resto de
grandes compañías españolas con inversiones en Venezuela
habían tenido que desembolsar pagos semejantes.
Un etarra en el Ministerio de Agricultura
Uno de los primeros contactos de Bernardo Álvarez como
embajador en Madrid fue con el director del Centro Nacional
de Inteligencia (CNI) español, el general Félix Sanz Roldán.
Era curioso que solo unos días después de presentar las cartas
credenciales ante el Rey Juan Carlos, el diplomático
venezolano tuviera a mediados de julio de 2011 un encuentro
con Sanz Roldán en la sede del CNI. La probable explicación
es que la inteligencia española deseaba comprobar si Álvarez
aportaba nueva información sobre la presencia de miembros
de la organización terrorista ETA en Venezuela.
El director del CNI había visitado recientemente Caracas y
se había reunido con el Servicio Bolivariano de Inteligencia
Nacional (Sebin). La impresión que trajo, según le expuso a
Álvarez, era que los etarras residentes en Venezuela no
estaban aprovechando su presencia allí para organizar
reuniones de la dirección de ETA con el fin de discutir
estrategias futuras. El embajador se quejó de que medios y
políticos españoles utilizaran esa cuestión para torpedear la
relación entre ambos países, ideologizándola, tal como había
experimentado en Estados Unidos, en su previo destino como
embajador, sobre la vinculación que allí se alegaba entre el
régimen chavista y las FARC colombianas. Lamentaba ante el
jefe de la inteligencia española que «asuntos realmente
estratégicos como los contratos navales y petroleros
parecieran no entran para nada en la caracterización de las
relaciones entre nuestros países». Álvarez quedó satisfecho en
su misión: «el general tomó la palabra y me dijo que ellos
querían cooperar con Venezuela y que tenían toda la
autorización de su gobierno para ello». El venezolano definía
a Sanz Roldán como alguien «muy cercano» al entonces
presidente Zapatero.
El pacto que ahí parecía cerrarse no fue cumplido.
Mientras España sí evitó fricciones con el Gobierno
venezolano en los meses sucesivos, pensando en las empresas
españolas, Caracas no entregó ninguno de los más de cuarenta
etarras residentes en Venezuela que aparecían en los listados
del Sebin, de lo cuales una veintena tenían causas pendientes o
tenían órdenes internacionales de búsqueda. Más adelante, en
septiembre de 2013, la inteligencia venezolana propició la
detención del miembro de ETA Asier Guridi Zaloña. Era un
momento en que Madrid ya había aceptado plenamente a
Nicolás Maduro como presidente y este se encontraba en
medio de una campaña internacional para consolidar su figura.
También Hugo Chávez había procedido en el pasado a
algún gesto de ese tipo. Justo tras ser removido brevemente de
la silla presidencial, Chávez trató de consolidarse de nuevo
ganando adeptos fuera. En el caso de España fue mediante la
extradición entre 2002 y 2003 de tres etarras: Juan Víctor
Galarza, Sebastián Etxániz Alkorta y José Ramón Foruria.
Como para dejar claro que era una muestra de liberalidad, no
algo debido a la insistencia del Gobierno de José María
Aznar, Chávez eligió tres nombres que no estaban en la lista de
siete en que se había concretado el compromiso de
cooperación. De esa lista, cuyos integrantes la inteligencia
venezolana aseguró, de cara a fuera, no poder localizar, a
pesar de que varios eran miembros bien conocidos de la
comunidad vasca en el país, solo apareció uno, Luis María
Olalde Quintela, porque se presentó voluntariamente ante el
juez. Su extradición, sin embargo, fue rechazada por la corte
venezolana, como también sería denegada la de Iñaki
Landazábal Echeverría, detenido en 2009.
Venezuela se convirtió en santuario de ETA antes de
Chávez. En virtud de la estrecha relación que mantenía el
presidente venezolano Carlos Andrés Pérez con el presidente
del Gobierno español Felipe González, ambos de la
Internacional Socialista y con amigos empresarios comunes,
Caracas se ofreció a acoger en 1989 a un grupo de etarras que
se encontraban en Argelia. En la capital de ese país del norte
de África habían tenido lugar conversaciones secretas entre la
organización terrorista y el Gobierno de España, que
fracasaron. Roto el llamado diálogo de Argel, once miembros
de ETA llegaron a su nuevo destino, transportados por un
avión de la Fuerza Aérea española, gracias al pacto Pérez-
González.
Entre ellos estaba José Arturo Cubillas, a quien las
autoridades antiterroristas de Madrid después siempre
consideraron el cabecilla de la colonia etarra en Venezuela
(quizás sustituido mucho después por Xabier Arruti Imaz,
responsable del Comité de Refugiados de Caracas). El hecho
de que Cubillas ocupara un puesto en uno de los
departamentos ministeriales chavistas dio lugar a sospechas
sobre un excesivo entendimiento entre los huidos de ETA y el
Gobierno bolivariano.
Cubillas, nacido en San Sebastián en 1964, estaba acusado
de haber integrado el comando Oker de ETA. A este se le
atribuían tres asesinatos perpetrados entre 1984 y 1985, entre
ellos el de un funcionario de Policía. El comando fue
desarticulado en octubre de 1985 en la provincia de
Guipúzcoa cuando presuntamente preparaba un atentado contra
el entonces ministro del Interior, José Barrionuevo. Al parecer
la Fiscalía española mantenía cuatro causas de aquellos años
contra Cubillas.
Detalles de la presencia de Cubillas en Venezuela fueron
desvelados por Antonio Salas, pseudónimo del periodista
español autor de El Palestino, libro que relata su infiltración
entre los sectores radicales que florecieron bajo el chavismo.
Salas llegó a contactar personalmente con el etarra en 2008.
«Un cincuentón de aspecto tranquilo, bajito y campechano. En
estos años Cubillas ha perdido vista y ha ganado peso, y
parece cualquier cosa menos un violento terrorista. En la
actualidad, el antaño audaz gudari de cabello ensortijado lleva
el pelo corto y usa lentes. Parece un funcionario», escribió
Salas.
Cubillas trabajaba en el Ministerio de Agricultura y
Tierras, en el centro de Caracas. En septiembre de 2005 había
sido nombrado director adscrito a la Oficina de
Administración y Servicios de ese Ministerio, en el que desde
unos meses estaba ya empleada su esposa, Goizeder Odriozola
Lataillade. Venezolana hija de inmigrantes vascos que huyeron
del franquismo, Odriozola se había distinguido como
periodista de izquierda y ocupó diversos puestos en el
oficialismo: dirigió el gabinete de comunicación en el
Ministerio de Agricultura y Tierras y fue directora del
Despacho de la Presidencia. Tanto por su matrimonio como
por su tiempo de residencia Cubillas tenía derecho a la
nacionalidad venezolana. La nacionalización le abrió las
puertas a un puesto en la Administración. Previamente había
desarrollado varias actividades, como distribuir productos de
la editorial vasca Txalaparta, abrir el restaurante Oker,
nombre del comando de ETA al que había pertenecido, y
trabajar en la Casa Catalana de Caracas.
La banalidad de la existencia de los etarras en Venezuela
quedó retratada el Día de la Madre de 2014. En ese domingo
de mayo, José Ignacio de Juana Chaos fue visto paseando en
un centro comercial de la conurbación de Puerto La Cruz
(Anzoátegui), acompañado de su mujer, Irati Aranzábal, y
empujando el carrito en el que iba el niño de ambos. Fotos de
ese momento fueron divulgadas por el canal español de
televisión Antena 3. Confirmaban que De Juana había
encontrado puerto seguro en Venezuela, como sospechaba la
Policía española. Poco después de ser descubierto se mudó a
la población de Chichiriviche (Falcón), igualmente a orillas
del Caribe. Allí fue localizado en febrero de 2015 por la
periodista de El Mundo Ángeles Escrivá. Nuevas fotos le
mostraban a la puerta de la licorería que regentaba, con las
manos en los bolsillos y una pronunciada barriga.
De Juana estuvo en prisión en España por el asesinato de
más de veinticinco personas y fue protagonista de sonadas
huelgas de hambre en la cárcel. En 2008 fue excarcelado y de
inmediato huyó del país por unas declaraciones que podían
constituir un delito de enaltecimiento del terrorismo.
Reapareció en Irlanda del Norte, donde había sido acogido
por el IRA, y fue sometido a un proceso de extradición, que no
terminó porque en marzo de 2010 De Juana se dio de nuevo a
la fuga, aprovechando su situación de libertad condicional.
Como corresponsal entonces para Reino Unido e Irlanda,
me había tocado cubrir el paso del antiguo terrorista por el
juzgado de Belfast. Uno de los días coincidimos en un estrecho
ascensor, durante un intermedio de la vista. Al reconocerme –
ya nos habíamos cruzado varias veces por los pasillos–, su
mujer le hizo interrumpir la conversación que mantenían. Se
hizo un espeso silencio, marcado por las respiraciones de los
tres. Como periodista debía guardar las formas, aunque el
ánimo pedía dejar escapar algún tipo de exclamación: ahí, a
escasos centímetros, tenía al asesino de dos docenas de
personas.
El servicio secreto controla a sus huéspedes
Nicolás Maduro tildó de «especulaciones» las informaciones
que situaban a De Juana en Venezuela. «Tenga la seguridad
España que nosotros respetamos las leyes internacionales, que
nadie se deje meter intrigas», dijo ante los focos. Negó que en
el país hubiera otros miembros ETA que los que llegaron allí
décadas atrás por el acuerdo entre Carlos Andrés Pérez y
Felipe González. «Si hubiera otro y está requerido por Interpol
nuestra obligación es buscarlo», «tenemos que conservar las
relaciones de respeto y las buenas relaciones entre
gobiernos».
Maduro mentía. El servicio de inteligencia venezolano
tenía controlados a un buen número de miembros de ETA. A
juzgar por las fotos del archivo del Servicio Bolivariano de
Inteligencia, los etarras residentes en Venezuela estaban bien
asentados y, como De Juana, no es que pasaran hambre.
Carpetas del Sebin, con las direcciones de diversos etarras,
llegaron a mi poder en 2013. Poco antes me las habrían
ofrecido por diez mil dólares: al parecer algún agente estaba
vendiendo determinados contenidos de los archivos de
inteligencia. Lógicamente no estaba en mi plan pagar por la
información. Al final, el topo entregó la documentación
simplemente como prueba de buena voluntad acerca de su
deseo de colaboración con el exterior, con el objetivo de
ganarse puntos por si el chavismo se desmoronaba tras la
muerte de Hugo Chávez.
Mientras oficialmente Caracas respondía, ante los
requerimientos de extradición presentados por España, que
desconocía el paradero de los viejos terroristas, el servicio
secreto los tenía fichados a buena parte de ellos, como
constaba en la información secreta que había obtenido. Al
menos una decena estaban localizados en 2010, con sus
direcciones, teléfonos y, en ocasiones, móviles o correos
electrónicos, cuando el Sebin se puso a comprobar una lista,
formada por una treintena de nombres, enviada por las
autoridades españolas a raíz del auto presentado a final de
febrero de ese año por el juez de la Audiencia Nacional Eloy
Velasco. La documentación de inteligencia aún no incluía a De
Juana.
La mayoría de quienes el Sebin tenía registrada la
ubicación, sin necesidad de realizar mayores pesquisas, se
habían nacionalizado venezolanos y poseían cédula de
identidad del país. Aparte de que hubiera razones de
enraizamiento por el transcurso de los años, la obtención de la
nacionalidad venezolana era un modo de eludir, con mayores
garantías, una petición de extradición. Era el caso de Jesús
Macazaga Igoa, cuyo documento de identidad venezolano fue
expedido el 26 de febrero de 2010, justo cuando se supo que
el juez Velasco iba a actuar contra la colonia de miembros de
ETA en Venezuela. Con residencia en Tinaquillo (Cójedes),
Macazaga tenía como ocupación la de «comerciante»,
seguramente en un negocio informático o de telefonía, pues su
correo electrónico incluía la marca Soluciones Recargas. En
la foto del carnet aparecía un hombre de unos sesenta años,
con una prominente calva y una amplia papada.
La nacionalización de Macazaga había sido tardía,
comparada con la de otros de sus compañeros. La cédula de
Pedro Viles Escobar, que había llegado de Argel con Cubillas
en 1989, databa de julio de 2004; su residencia se ubicaba en
Güiria (Sucre). Viles, alias Kepa, decidió regresar en 2014 a
España, tras el anuncio del Gobierno español de que no
perseguiría a quienes no tenían delitos de sangre. Pero a pesar
de no tener causas pendientes, el Colectivo Víctimas del
Terrorismo pensaba solicitar a la Fiscalía de la Audiencia
Nacional la reapertura del sumario por el asesinato de un
empresario en 1982, por el que fueron condenados dos
miembros del comando que dirigió Kepa.
En Sucre residían otros miembros de ETA, como Juan José
Ariztizábal Cortejerena e Ignacio José Echániz Oñatabía, con
cédulas expedidas en febrero de 2005 y julio de 2006,
respectivamente. En sus mismas direcciones de residencia, en
la ciudad de Cumana, aparecían domiciliados otros
reclamados por España. Así, las señas de Echániz, «a tres
casas del bodegón Don Felipe», como habían hecho constar
los agentes del Sebin, eran compartidas además por Miguel
Ángel Aldana Barrena y Jesús Ricardo Urteaga Repulles. La
mayoría de los mencionados constaban como «comerciantes».
Los agentes habían estado siguiendo a algunos de los
etarras. Así constaba en la ficha de José Angel Mutiozábal
Galarraga. En ella aparecían anotaciones como el color de los
ojos y la contextura física. Otras entradas eran
«cicatrices/tatuajes: no se le observan», «preferencias
sexuales: heterosexual». Este miembro de ETA vivía en la
urbanización Pascal de Puerto La Cruz (Anzoátegui); ocupaba
el apartamento uno, sexto piso, torre F de las residencias
Mochima. Tras el anuncio español de que no se perseguiría a
quienes no tuvieran delitos de sangre, Mutiozábal se sumó a la
docena de etarras que tramitaron su regularización; regresó a
España en 2014. También lo hizo María Jesús Elorza
Zubizarreta, alias Karakate, detenida al aterrizar en el
aeropuerto de Madrid por estar reclamada por Francia por
asociación de malhechores.
Las fichas precisaban que algunos se habían ausentado de
Venezuela brevemente, a pesar de que el propio Sebin advertía
de que los etarras buscados por la Justicia española o francesa
tenían prohibida la salida del país. Así, José Luis Eskisabel
Urdangarin voló a Madrid en agosto de 2010 y regresó tres
semanas después.
Ayuda terrorista y asimetría de Verstrynge
La documentación secreta del Sebin también incluía una
carpeta dedicada a Carlos Alfredo Lera Organero, alguien
nacido en Venezuela al que los servicios de inteligencia de ese
país identificaban como presunto miembro de ETA. De 37
años, era generacionalmente distante de los etarras que habían
integrado comandos terroristas en España y la inteligencia
venezolana no aclaraba qué relación podía tener con la banda.
La única nota especial era que ese residente de Valencia
(Carabobo) «registra salidas frecuentes al exterior (Curasao,
Colombia, España); lo que más resalta es que sale hacia un
destino, pero su retorno es por otro». ¿Era alguien vinculado
con el narcotráfico? Eso sería novedoso, porque nunca se ha
podido catalogar a ETA como grupo narcoterrorista, como
tradicionalmente se ha etiquetado a las FARC de Colombia y
luego también a Hezbolá.
La colaboración entre los terroristas españoles y los
colombianos, en cuanto a información y adiestramiento, en
cualquier caso, estaba bien probada. La última solicitud de
extradición de miembros de ETA fue formulada a raíz del auto
del juez Velasco de la Audiencia Nacional española, quien a
finales de febrero de 2010 estableció que existían indicios de
una «cooperación gubernamental venezolana en la ilícita
colaboración entre las FARC y ETA». Esa información partía
básicamente del contenido de correos electrónicos hallados en
el ordenador de Raúl Reyes, dirigente de las FARC que murió
en marzo de 2008 en un ataque llevado a cabo por el Ejército
colombiano contra un campamento de ese grupo terrorista. El
análisis de la computadora de Reyes sirvió para comprobar la
elevada implicación del Gobierno chavista en negocios de
drogas y armas con las FARC, así como en el auxilio y
protección de los comandos.
La nueva información desveló que en campamentos de la
FARC, a ambos lados de la frontera entre Colombia y
Venezuela, miembros de la organización vasca habían recibido
adiestramiento militar y, a su vez, habían impartido clases
sobre guerrilla urbana, armamento y explosivos. Los
guerrilleros insurgentes colombianos llevaban tiempo
encerrados en áreas inhóspitas y necesitaban ponerse al día
sobre métodos utilizados por grupos afines en otros lugares. A
las jornadas, preparadas mediante contactos facilitados por
Arturo Cubillas, habían acudido varios miembros de ETA
escondidos en el área del Caribe. Los desplazamientos de los
terroristas por territorio venezolano habían contado, al menos
en una ocasión, con acompañamiento de una agente de la
Dirección de Inteligencia Militar y un vehículo escolta con
militares venezolanos, según el juez Velasco.
Esa información encajaba con la experiencia directa de
Antonio Salas, quien para su libro El Palestino pudo
frecuentar el entorno radical que acogía a los huidos vascos:
la Coordinadora Continental Bolivariana, con actividad y
encuentros en varios puntos de Latino América. También llegó
a contactar con las FARC para asistir a un curso de
entrenamiento. Salas finalmente recibió clases de actuación
subversiva en Venezuela con elementos que integraban los
conocidos colectivos de violencia callejera.
«Entre ETA, las FARC, el ELN [Ejército de Liberación
Nacional, de Colombia], los grupos bolivarianos armados y
otras organizaciones insurgentes de izquierdas», constató
Salas, «existe un pacto tácito de colaboración. Una alianza
invisible. Una hermandad y camaradería que se materializa en
el intercambio de información y conocimientos, como por
ejemplo los cursos tácticos y operativos, de armas y
explosivos, que miembros de ETA habían recibido e impartido
en campamentos de las FARC, o los cursos que miembros de
las FARC habían recibido e impartido en campamentos de los
grupos bolivarianos en Venezuela».
El entrenamiento que recibió Salas se desarrolló en una
base militar, con armas de la Fuerza Armada Nacional y a las
órdenes de un mando del Ejército. Aunque Salas concluye que
«no era algo institucional», en el sentido de que no se había
organizado por organismos del Estado, sino que respondía a la
actividad autónoma de elementos radicales del sistema, todo
aquello formaba parte del andamiaje construido por Hugo
Chávez. La asistencia prestada por la Dirección de
Inteligencia Militar para el desplazamiento de etarras, así
como la complicidad de parte del estamento militar en la
actividad subversiva, eran evidencia de una estructura
paralela oficialista que gestionaba el acceso al armamento, el
amparo de grupos terroristas y el control del uso alternativo de
la fuerza.
La radiografía de ETA en Venezuela no parecía ser la de un
grupo activo, que mantuviera reuniones para la preparación de
atentados. Así lo había concluido la inteligencia española.
Insertados en la vida diaria venezolana, algunos habían
promovido restaurantes de comida vasca, como el Txalupa, en
Chichiriviche, o el Pakea, en lo alto de El Ávila (De Juana
tuvo poco éxito con el suyo, y pronto tuvo que cerrar el
Matalaz, al que había bautizado con el nombre de un histórico
comando, como había hecho Cubillas). Los etarras se habían
acomodado a su nueva situación y eran espectadores del paso
del tiempo.
La presencia etarra en Venezuela siempre había provocado
interés en España, pero su peso en el chavismo era nulo. En
cambio, al otro lado del Atlántico se desconocía
completamente la influencia ejercida por Jorge Verstrynge, un
personaje para muchos estrambótico, que a lo largo de su vida
había pasado de un extremo al otro del espectro político en
Madrid. Después de una militancia juvenil en el neofascismo
tuvo un temprano cénit como secretario general de uno de los
principales partidos, Alianza Popular, para luego inclinarse
hacia el PSOE y más tarde perderse entre grupúsculos de
extrema izquierda. En 2005 su libro La guerra asimétrica y el
Islam revolucionario fue de lectura obligatoria en el Ejército
venezolano, que imprimió miles de ejemplares. El propio
Verstrynge explicó en Venezuela sus tesis sobre la licitud de
plantear una guerra a Estados Unidos por otros medios; sus
pláticas fueron aplaudidas por Chávez.
Si la colaboración de Verstrynge con el chavismo se limitó
a ese aspecto, otro grupo de españoles ejercieron de
permanentes asesores de la revolución bolivariana. Eran los
miembros de una fundación de izquierdas con sede en la
ciudad mediterránea de Valencia, sin ningún renombre en
España hasta que, de pronto, surgió Podemos.
CEPS-Podemos, asesores del chavismo
La sorpresa electoral de Podemos en las elecciones europeas
de mayo de 2014 puso de pronto a los chavistas españoles en
todos los titulares. La candidatura se construyó alrededor de
Pablo Iglesias Turrión, un profesor universitario y divulgador
de izquierda radical que había ganado notoriedad por sus
intervenciones en varios programas televisivos de discusión
política. En solo tres meses Podemos pasó de la nada a contar
con 1,2 millones de votos (ocho por ciento de quienes
votaron). El jefe de programa y estrategia había sido Juan
Carlos Monedero, y el jefe de campaña, Iñigo Errejón. Los
tres integraron la cúpula cuando Podemos se convirtió en
partido unos meses después. A la dirección se incorporaron
otras personas que, al igual que ellos, también habían pasado
tiempo en Venezuela asesorando al Gobierno de Hugo Chávez,
a través de la fundación Centro de Estudios Políticos y
Sociales (CEPS).
Con las encuestas muy a favor por su populista mensaje
anticorrupción, en una España realmente escandalizada por la
actuación de parte de su clase política, Podemos comenzó a
tener vida propia, al margen de la fundación de la que nacía,
pero le resultaba difícil cortar el cordón umbilical que
originalmente le había unido tan estrechamente al chavismo.
La fundación CEPS ejerció de gabinete en la sombra para
estudios y estrategia de Chávez. La entidad, constituida en
2002, ganó rápidamente peso tras las primeras asesorías que
algunos de sus expertos habían realizado previamente para la
reforma constitucional venezolana de 1999. A partir de ahí se
convirtió en una consultoría permanente que, junto
conocimiento técnico, le aportaba al líder venezolano
autonomía respecto a miembros del Gobierno o camarillas que
quisieran medrar ganando la oreja del comandante.
Con CEPS, Chávez se aseguraba tener sobre la mesa
opciones de expertos externos con los que había comunión
ideológica pero que, en principio, no estaban sujetos a los
intereses de poder de Venezuela. El tener otras fuentes de
asesoramiento le servía también a Chávez para poder modular
la influencia cubana. Además, para prevenir que alguien
pudiera acaparar poder por acumulación de información,
Chávez prefería que ciertos aspectos se centralizaran a siete
mil kilómetros de distancia. Los datos desmenuzados del
Banco Central de Venezuela, por ejemplo, que no llegaban a
gran parte del entorno del presidente, eran enviados en cambio
a la ciudad española de Valencia, donde además se preparaban
las minutas de viajes oficiales, como las visitas que se hacían
Chávez y el presidente iraní, Mahmud Ahmadineyad. No solo
se intervenía desde una sala situacional instalada en Valencia,
sino que muchas cuestiones de asesoría política, jurídica,
económica, electoral y estratégica eran abordadas en primera
instancia por miembros de CEPS destacados en Caracas, que
contaban con el apoyo de compañeros desde España.
En el momento de su eclosión política en España, la
fundación se definía a sí misma como «una organización
política no partidaria dedicada a la producción de
pensamiento crítico y al trabajo cultural e intelectual para
fomentar consensos de izquierdas». Su credo político y
económico la situaba en un espacio marginal, de izquierda
alternativa, que en España o el resto de Europa quedaba fuera
de la corriente central política y social y de los consensos
institucionales. En la Latinoamérica del Alba, sin embargo,
había encontrado dónde poner en práctica postulados que los
países desarrollados desechaban. «Entendemos que el Sistema
capitalista ha demostrado ser incapaz de asegurar una vida
digna a la mayor parte de la población del planeta y hoy pone
en riesgo la propia supervivencia del género humano», decía
la presentación de su página web. CEPS tenía más de
trescientos miembros, la mayoría de los cuales compaginaban
su actividad académica «con experiencia militante» en
organizaciones de la izquierda política y social de España.
En los últimos años el presidente de la fundación había
sido Alberto Montero, profesor de Economía Aplicada de la
Universidad de Málaga, y el secretario, Iñigo Errejón,
investigador de la Universidad Complutense de Madrid, en la
que tanto Pablo Iglesias como Juan Carlos Monedero eran
profesores de Ciencia Política. La fundación había sido
presidida previamente por Roberto Viciano y por Rubén
Martínez Dalmau, ambos profesores de Derecho
Constitucional de la Universidad de Valencia, donde también
daba clases Fabiola Meco, vicepresidenta y tesorera de la
entidad.
A pesar de la respetabilidad que inspiraban esos puestos
universitarios, en su asesoría al chavismo el grupo no dudó en
recomendar prácticas contrarias a los valores democráticos,
como la ocultación a la ciudadanía del alcance de la
enfermedad del fallecido presidente, o que incluso vulneraban
el ordenamiento jurídico, como el uso de escuchas ilegales
contra la oposición.
Estas acusaciones se sustentan en una revisión de multitud
de informes que llegaron al gabinete de Chávez, muchos de
ellos escritos con letras de gran tamaño a fin de que el
presidente, con dificultades de visión, pudiera leerlos sin tener
que usar gafas. Cuando en enero de 2013 divulgué algunos de
esos informes en ABC, CEPS negó esos extremos, y planteó
una batalla judicial en un tribunal de Valencia, que el diario
ganó. Contrariamente a la trasparencia que luego predicarían
desde Podemos, los dirigentes de la fundación fueron todo lo
opacos que pudieron acerca de su relación con Venezuela, y
mantuvieron esa actitud incluso cuando después la sorpresa
electoral en España les puso bajo la atención de los medios de
comunicación.
Todos los informes en cuestión remitidos a Chávez, de los
que pude leer más de doscientos, llevaban como
encabezamiento «Fundación C.E.P.S.». En algunos se hacía
referencia expresa a esa autoría, como en los que, al haberse
anunciado públicamente la enfermedad de Chávez o su recaída
posterior, le expresaban al líder bolivariano el incondicional
apoyo del grupo de asesores:
«Querido Presidente: Desde los senderos de la España
Republicana le escribimos para expresarle, hoy más que
nunca, nuestro profundo sentimiento de solidaridad (…)
Como colectivo que somos, los que hacemos la Fundación
CEPS queremos hacerle llegar en estos momentos un
fuerte abrazo solidario y siempre revolucionario.
¡Venceremos! ¡Hasta pronto!». (Carta, 1 de julio de 2011,
justo después de que Chávez anunciara su enfermedad).
«Ante todo queremos transmitirle a nombre de todas y
todos los que hacemos la Fundación C.E.P.S. un mensaje
de profundo afecto y compromiso ante la adversidad de
las circunstancias. Estaremos acompañándole en cada
paso que dé y cada tarea que usted requiera». (Informe
táctico, 23 de febrero de 2012, tras reconocerse
públicamente una recaída).
El hecho de que esos informes no fueran firmados por
nadie sirvió a la Fundación CEPS para negar la autoría cuando
hice pública su existencia. Pero no llevar firma no quería
decir que la entidad no estuviera detrás, pues, en cualquier
caso, había un protagonismo compartido, «como colectivo que
somos», según se decía en uno de los párrafos transcritos (las
siglas de la entidad en ocasiones eran escritas con puntos entre
las iniciales, lo que sugería diferentes manos). La fuente que
los había facilitado aseguraba que estaban realizados por
CEPS y así era entendido por el pequeño grupo del entorno de
Chávez en el que circulaban. Lo que pasa es que difícilmente
la fundación iba a admitir responsabilidad sobre ciertas
recomendaciones que, al quedar al descubierto, empañaban
públicamente su nombre.
Los asesores se implicaron desde el principio en esconder
al pueblo venezolano la gravedad de la enfermedad que
padecía el mandatario bolivariano y así dejar a «ciegas» a la
oposición política en la larga preparación de las elecciones
presidenciales que se iban a celebrar en otoño de 2012.
«Sería deseable que los niveles de información sobre la
dolencia exacta del Presidente siguieran siendo
reservados y se limitaran las referencias que pudieran dar
‘pistas’ a la oposición. Es más, el dar señales
contradictorias o decir ‘medias verdades’ podría
coadyuvar a que la oposición siguiera realizando sus
análisis de manera ciega alimentando las ansias de poder
dentro de la misma y, por ende, su división y
fragmentación política». (Informe estratégico, 13 de julio
de 2011).
«Es más que probable que la recuperación del tratamiento
requiera mucho reposo y aconseje disminuir la frecuencia
de las apariciones públicas del Presidente. Por ejemplo,
convendría modular las apariciones en directo, evitando
así el riesgo de trasmitir una imagen no planificada de
agotamiento o debilidad, por no hablar de una
indisposición sobrevenida que obligara a interrumpir una
intervención, lo que podría resultar muy perjudicial».
(Informe táctico, 1 de agosto de 2011).
Los estrategas advertían en ese último informe, dedicado a
esconder la imagen de un Chávez gravemente enfermo, que
aunque una cierta evidencia física de que el mandatario había
sido operado podía «generar una positiva empatía por parte de
las audiencias, que refuerce la solidaridad con la persona del
Presidente», demasiados signos evidentes de enfermedad «si
no se controlan adecuadamente podrían transmitir una imagen
de degradación y agotamiento manipulables por los enemigos
tanto a nivel nacional como internacional». «No conviene», se
agregaba después en negrita, «que la imagen de lucha del
Presidente contra la enfermedad que es necesario transmitir
pueda derivar en la imagen de un hombre enfermo». Otras
ideas que además se proponían eran que Chávez evitara
aparecer públicamente con indumentarias hospitalarias y que,
en cambio, lo hiciera vistiendo camisas blancas y vestimenta
clara o llevando ropas militares: lo primero transmitía salud,
lo segundo combate contra la enfermedad.
La labor de todo asesor de imagen o de mercadotecnia
electoral, cirtamente, tiene como muy central misión el cuidar
las apariencias del candidato; ese es su trabajo. En este caso,
sin embargo, los consultores fueron cómplices del
ocultamiento de una verdad particularmente reclamada por un
sistema democrático, cual es la condición de salud de un
mandatario que además concurre a una reelección.
Malas artes de los residentes de El Bosque
No fue el único desdoro para la reputación de una fundación
que busca contratos internacionales. A pesar de que en la
dirección de CEPS había diversos profesores de Derecho, que
debían ser especialmente sensibles a las protecciones legales
que del ordenamiento jurídico, el grupo aconsejó realizar
escuchas ilegales a la oposición.
«El uso de las escuchas telefónicas para obtener
información de contrincantes políticos o monitorear a
personas afines es sin ninguna duda necesario, dentro de
la lógica de actuación en legítima defensa y construcción
de redes de inteligencia de todo Estado, más si éste es un
Estado como el venezolano, que cuenta con tantos
enemigos interesados en subvertir el proceso
revolucionario que se vive desde hace 12 años». (Informe
táctico, 26 de noviembre de 2011).
«Sería deseable, entonces, actuar siguiendo la lógica de
utilizar de manera dosificada estos mecanismos,
apuntando a erosionar o dejar en evidencia a grandes
contrincantes (nacionales o internacionales) y, en lo
posible, intentando que la difusión de las escuchas o de la
información comprometedora pudiera ser filtrada primero
a medios internacionales para desvincular la relación
directa Gobierno-Sistema Nacional de Medios Público».
(Informe táctico, 26 de noviembre de 2011).
Ese informe se elaboró con motivo de la difusión en
medios televisivos públicos de una conversación de la
dirigente opositora María Corina Machado con su madre. El
texto reconocía que las escuchas a contrincantes políticos por
parte del aparato del Estado eran ilegales si no había una
autorización judicial. Dado que su divulgación comprometía al
poder público, pues la filtración a periodistas chavistas ponía
«irremediablemente en evidencia» que la información era
resultado del monitoreo y el seguimiento a la oposición que
hacían los servicios de inteligencia, CEPS llamaba a
seleccionar bien cuándo «gastar cartuchos tan potentes».
«Creemos importante seguir una estrategia de erosión a los
personajes que más daño le pueden hacer a este Proceso»,
concluía el informe, recomendando que la difusión de
escuchas se hiciera de manera dosificada, despistando al
máximo sobre el origen de la filtración. Esto último era lo que
se había hecho por aquellas fechas cuando fueron pasadas a
medios colombianos unas imágenes interceptadas por el Sebin
de una reunión de la oposición venezolana con Álvaro Uribe,
expresidente del vecino país.
La asesoría dio lugar a la producción de centenares de
documentos. Desde asuntos muy técnicos a otros más políticos,
como los antes mencionados o como uno septiembre de 2011
que hacía recomendaciones específicas para boicotear
protestas opositoras. Ese informe, elaborado cuando se
estaban llevando a cabo huelgas de hambre, aconsejaba
«desplazar e infiltrar entre los huelguistas» a miembros de los
cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado.
El uso de los medios públicos venezolanos era una
prioridad en la asesoría de CEPS, que además de contar con
una unidad de análisis estratégico, también había dispuesto de
una unidad para incidir en los contenidos de la cadena VTV y
del canal internacional TeleSur, ambos de carácter público.
Asimismo, había destinado recursos humanos a un convenio
con el Ministerio de Comunicación. De esta última función
estuvo encargado Fernando Casado Gutiérrez, español docente
en la Universidad Bolivariana de Venezuela. Un informe de
junio de 2010 detalló una de sus actuaciones: «se elaboraron
dos cartas de respuesta para que fueran firmadas por la
ministra ante informaciones falseadas y de un claro sesgo
contrario al gobierno de Venezuela que aparecieron en los
diarios españoles El País y El Mundo».
En ese trasiego de documentos, los de CEPS iban de la
alta estrategia a los asuntos más mundanos. Así, una minuta de
una reunión del grupo de los que a comienzos de 2010 estaban
en Venezuela (Fernando Casado, Tatiana Martinelli, Fernán
Chalmeta, Fernando Páez y Andrea de Vicente) revela
problemas en la gestión de los apartamentos –una media
docena, bien situados– en los que vivían repartidos y que al
principio limpiaba una del grupo (Petra Roa).
«Nuestra política de gastos en Caracas (…) sigue
descontrolada. Por ejemplo, en el piso 222 de El Bosque,
que se va entregar, hay una solicitud de pago de 10.794 Bf
por diferentes desperfectos y adornos que faltan. Manuel
lee el listado, y el grupo queda apabullado ante la
desfachatez del propietario, y de la cantidad de cosas que
faltan que se han debido de llevar las personas que por el
piso han pasado. Se insiste en que no es una regañina para
las y los desplazados que estamos ahí –el piso en cuestión
llevaba cinco años alquilado–, sino un recordatorio de lo
importante que son los inventarios y la necesidad de
tenerlos al día. Se acuerda que cuando al alquilar un
apartamento, pedirle al propietario que se lleve las cosas
innecesarias para la vida cotidiana y adornos de valor».
(Acta de reunión CEPS Venezuela, 1 de febrero de 2010).
La mención en el extracto es probablemente a Manuel
Cerezal Callizo, que actuaba como apoderado de CEPS en
Venezuela. Él se encargó de cerrar y renovar los convenios
anuales de colaboración de asesoría técnica en materia
administrativa, jurídica y económica suscritos con diferentes
departamentos gubernamentales, como el Ministerio del Poder
Popular para la Comunicación, el Instituto Venezolano de los
Seguros Sociales o el Despacho de la Presidencia. En 2013,
por ejemplo, el convenio con Presidencia ascendió a unos
320.000 euros, cantidad correspondiente a sueldos,
alojamiento y viajes de tres asesores, dos administrativos y un
coordinador de actividades en América Latina. Otro acuerdo
fue con el Banco Agrícola, que contemplaba, también en 2013,
el pago de 2.930 euros mensuales, además de seguros médicos
y viajes, a cada asesor desplazado al efecto desde España.
Cuando una copia del contrato de 2013 con el Despacho
de la Presidencia fue difundida por el portal venezolano La
Patilla, CEPS negó su autenticidad, incurriendo de nuevo en
su táctica de desmentir aspectos que eran ciertos, pero que
quería ocultar. Las cifras serían corroboradas cuando el diario
El País publicó en junio de 2014 las cuentas depositadas por
CEPS en el registro de fundaciones del Ministerio de Cultura
español. Desde 2002, año de su creación, la entidad recibió
del Gobierno venezolano al menos 3,7 millones de euros. En
algunos años, esos ingresos alcanzaron el ochenta por ciento
de los ingresos de la fundación. Con el tiempo también se
sabría que CEPS lograba ventajas en el tipo de cambio y
podía obtener divisas para enviar sus ingresos a España sin
las enormes dificultades que encontraban por ejemplo los
empresarios españoles. Juan Carlos Monedero, quien llegó a
tener despacho en el palacio presidencial venezolano,
transfirió además dinero a Madrid sin la posterior
regularización fiscal requerida, y eso que predicaba contra la
corrupción.
La coartada del Nuevo Constitucionalismo
La contribución de la Fundación Centro de Estudios Políticos
y Sociales a la articulación del poder de la nueva izquierda
bolivariana no se limitaba a Venezuela, ni a la batalla
cortoplacista. CEPS había prestado asesoramiento técnico y
político, en materia de políticas públicas, desarrollo y
procesos electorales en Venezuela, Ecuador, Bolivia, El
Salvador, Paraguay, Guatemala y Perú. En varios de esos
países había formado cuadros. Además, había generado una
teoría constitucionalista que trataba de amparar la promoción
de lo conocido como democracias iliberales o autoritarias,
justificándolas desde el campo del Derecho. Esto último fue
sobre todo obra de Roberto Viciano y Rubén Martínez
Dalmau, profesores de Derecho Constitucional de la
Universidad de Valencia. Sus planteamientos tuvieron
incidencia en la nueva Constitución de Venezuela (1999) y
sobre todo, cuando sus tesis ya habían cobrado estructuración,
en las de Ecuador (2008) y Bolivia (2009). A su construcción
teórica se le ha dado el nombre de Nuevo Constitucionalismo
Latinoamericano, si bien su deseo de aplicarlo también a
España obliga a no restringirlo geográficamente.
El Nuevo Constitucionalismo se enfrenta de plano con la
tradición de los sistemas democráticos de cuño liberal, en los
que la división de poderes, la independencia judicial, los
mecanismos de control sobre la mayoría que gobierna y el
respeto de la minoría son elementos clave. La nueva propuesta
alienta la concentración de poderes, la sumisión de la
judicatura al imperio de un poder ejecutivo sin contrapesos ni
rendición de cuentas y la imposición de la mayoría. Esto
resulta de la exaltación de un poder constituyente perpetuado,
que alarga la excepcionalidad de ese momento primario de
expresión no desvirtuada –sin condicionamientos y sin
mediadores– de la voluntad popular. Lo original aquí es que se
reviste de democracia constitucional lo que el comunismo
llamaba dictadura de clase.
Numerosos expertos en derecho constitucional han
argumentado contra ese fenómeno. En el ensayo Las
Democracias Radicales y el ‘Nuevo Constitucionalismo
Latinoamericano’ (2013), el constitucionalista chileno Javier
Couso constata que, dejadas atrás las dictaduras de las
décadas de 1970 y 1980, en Latinoamérica se sigue aceptando
hoy generalmente que la forma de acceder al poder son los
procesos electorales abiertos, no los golpes militares. Sin
embargo, desde el comienzo de siglo ha crecido una corriente
que cuestiona el consenso logrado en la década de 1990 en
torno a los estándares de la llamada democracia occidental,
que exige que los gobiernos elegidos democráticamente
conozcan límites constitucionales. Parte de la izquierda que se
había sumado al consenso institucional, a la vista de que
ofrecía garantías para la defensa de los derechos humanos y de
las minorías sociales, ahora alega que el único modo de
combatir la desigualdad –en realidad no pocas veces
acrecentada por sistemas democráticos que consecuentemente
caen en descrédito–, es la creación de ejecutivos fuertes, sin
constricciones de ningún tipo. Con la sumisión del principio
de legalidad (rule of law) al antojo de la nueva praxis
revolucionaria se rompe lo que, en palabras de Javier Couso,
había sido en los noventa «una suerte de reconciliación de la
izquierda latinoamericana con el Derecho».
Como trazos comunes de las nuevas constituciones de
Venezuela, Ecuador y Bolivia, Couso destaca tres. En primer
lugar, el debilitamiento de la separación de poderes,
especialmente en perjuicio de la judicatura. La falta de
independencia de esta ha impedido que haya jueces que
puedan investigar situaciones de abuso de autoridad y
corrupción; ha sido usada en ocasiones por los gobiernos
«para levantar y luego dar por acreditados cargos de
corrupción falsos dirigidos contra adversarios políticos», y ha
protegido a los gobiernos de objeciones jurisdiccionales
cuando ha recortado el ejercicio de libertad de prensa. El
segundo elemento es la «exacerbación» del poder ejecutivo,
dando a los presidentes atribuciones poco comunes en los
sistemas presidencialistas de las democracias
constitucionales. El tercero, la supuesta garantía de mayor
inmediatez entre el pueblo soberano y los órganos del Estado,
en algunos casos eliminando el bicameralismo, lo que hace
más fácil que un mismo partido controle ejecutivo y
legislativo. Estos tres rasgos se dan en un contexto de
«fetichización» del momento constituyente. Como dicen
Viciano y Martínez Dalmau en uno de sus ensayos, lo
importante «es la voluntad de permanencia de la voluntad del
constituyente, que busca ser resguardada contra el olvido o
abandono por parte de los poderes constituidos una vez que la
constitución comience un periodo de normalidad». Couso
define esto como «la obsesión de blindar la voluntad
constituyente contra la natural evolución» de la vida política
de un país.
A eso se refiere también el constitucionalista argentino
Guillermo Lousteau, presidente del Inter-American Institute for
Democracy, con sede en Miami. En El Nuevo
Constitucionalismo Latinoamericano (2012), Lousteau razona
que esa línea de pensamiento «pretende ser, simultáneamente,
una teoría política, una ideología y una praxis social». Lo
esencial de esta propuesta «radica precisamente en que la
mayoría –imaginada como un poder constituyente originario y
permanente– puede ejercer el poder sin límites. Y está
claramente decidido a eliminar los límites de la mayoría y
parte de su estrategia consiste en la creación de una Corte
Constitucional que no sea contra-mayoría». Si para el
constitucionalismo liberal el fundamento es la limitación del
poder, porque de este proviene la amenaza contra la libertad,
para este otro planteamiento, el temor al Estado es algo ya
superado, pues es ahora el Estado con poderes unificados el
único capaz de garantizar los derechos. ¿Cómo romper con la
legalidad vigente antes de lanzar la revolución? Afirmando
que «al pueblo en la calle no se le puede poner límites; que
cuando el pueblo se pronuncia, la vieja Constitución no sirve;
que el pueblo movilizado es el poder originario
constituyente».
El truco de esta última secuencia está en que no se
contempla que haya un futuro cambio de mayoría que a su vez
gire el ordenamiento. Todo el peso descansa en que la mayoría
revolucionaria va a seguir gobernando, puesto que la sumisión
de la judicatura y de los órganos electorales, o el partidismo
de las Fuerzas Armadas que promueve esta teoría-ideologíapraxis,
no deja margen para unas elecciones auténticamente
libres.
El experto argentino incluso llegó a apuntarse a un
seminario ofrecido en Valencia por los impulsores del Nuevo
Constitucionalismo antes de que CEPS ganara atención por el
surgimiento de Podemos. «Iba a ir a allí a pelearme
discutiendo con ellos», me dijo Lousteau cuando contacté con
él, «pero un buen amigo me aconsejó que era mejor que
acudiera de incógnito y escuchara en silencio, porque
seguramente ellos hablarían más abiertamente que si supieran
que me encontraba allí». El consejo se lo dio el conocido
exiliado cubano Carlos Alberto Montaner, miembro del
consejo del Inter-American Institute for Democracy. En ese
viaje, sin saberlo, Lousteau asistió a lo que era el parto de un
nuevo partido político.
La alternativa bolivariana para España
En sus seminarios en Valencia, la fundación Centro de
Estudios Políticos y Sociales trataba de trasladar a España la
clave del éxito chavista, que tenía mucho que ver con dividir
la sociedad en dos partes y confrontarlas dialécticamente. La
cuestión era encontrar un elemento divisorio que realmente
sirviera para llamar a las trincheras. «Decían que así como
ellos habían provocado el enfrentamiento entre pobres y ricos
en Venezuela, y entre indígenas y blancos en Ecuador y
Bolivia, en España el enfrentamiento tenía que ser entre
generaciones: la de los viejos, que tenían su seguro social, y la
de jóvenes, que no tenían acceso al sistema económico»,
cuenta el profesor que se coló en aquellas sesiones.
En un país cuya principal fortaleza social era la casi
universalidad de la clase media no era fácil dar con la palanca
que activara un totalizador nosotros contra ellos. La crisis
económica global de 2008 cambió algo las circunstancias. El
crecimiento del paro, el descenso de salarios y la política de
recortes presupuestarios crearon una ansiedad social que,
entre otras manifestaciones, dio lugar en mayo de 2011 a la
movilización de los indignados. Los días que siguieron al 15-
M, fecha con la que se bautizó a la protesta en esa España de
la recesión, CEPS produjo varios informes para la cúpula
dirigente de Venezuela. En ellos abordada las «estrategias
para una aproximación bolivariana al movimiento de los
indignados». La fundación planteaba aprovechar la
oportunidad para establecer una «articulación permanente
entre la Revolución Bolivariana y los sectores más
ideologizados de estos movimientos». Así, algunos miembros
de CEPS estuvieron actuando desde dentro, como Ricardo
Molero, que formó parte de la Asamblea de Sol, la
coordinadora de las protestas que hubo en Madrid.
Los chavistas españoles pusieron primero la atención en el
eco que la protesta alcanzaba entre los jóvenes, que eran
quienes nutrían las acampadas callejeras, directamente
afectados por el elevado paro juvenil, los contratos basura y
una carestía de la vivienda que les impedía independizarse.
Después, con el fin de ensanchar el objetivo político, pusieron
el acento en otra línea divisoria que podía crear
complicidades más amplias. De esta forma el enemigo pasó a
ser la partidocracia que atribuían a PP y PSOE: la casta, como
acabaría siendo el grito de guerra de Pablo Iglesias.
En esos momentos de gestación de Podemos, CEPS no
escondía su comunión con el chavismo. Más adelante Iglesias,
Errejón, Monedero y otros miembros del grupo como Alberto
Montero, empezarían a revisar sus declaraciones pasadas y
muchos vídeos de Youtube desaparecieron. Pero hasta que
Podemos se disparó en las encuestas el grupo mantuvo con
entusiasmo que la alternativa para España era la Venezuela
chavista. Había que «proyectar la factibilidad de otras
políticas, sociales y económicas: las bolivarianas».
«Las reivindicaciones de cambio político y social en
España dibujan un modelo de sociedad identificable con
el que está construyendo la Revolución Bolivariana»; «la
ruptura de una pseudodemocracia representativa y la
exigencia de una democracia real y participativa
constituye en el caso venezolano una realidad que puede
servir de referente político incuestionable». (Informe
estratégico, 28 de mayo de 2011)
Entre las recomendaciones para actuar sobre la opinión
pública española se proponía aumentar la difusión de TeleSur,
el canal internacional público de Venezuela, como «televisión
alternativa en España». También se sugería programar una
entrevista en profundidad con Hugo Chávez «en alguna
televisión española importante». Especialmente hábiles en el
uso de la comunicación, los asesores del chavismo planteaban
una acción estratégica con las empresas multinacionales
españolas con intereses en Venezuela que, dentro de su cartera,
tuvieran participaciones accionariales en medios de España.
«Sería oportuno elaborar un mapa que identifique estos
intereses (empresas españolas con inversiones en
Venezuela y que, a su vez, sean accionistas en empresas o
conglomerados comunicacionales en España) al objeto de
desarrollar una estrategia de acercamiento y negociación
con el objeto de desactivar y/o neutralizar las líneas de
ataque mediático». (Informe táctico, 30 de julio de 2011).
Aunque en el plano táctico Podemos se abría camino en la
calle, la doctrina teórica que sustentaba sus postulados para
Latinoamérica y España no había cuajado en los principales
centros del saber. A su regreso del seminario en Valencia,
Lousteau constataba que «todo este cuerpo de ideas no ha
prendido en ninguna universidad importante, ni se ha sumado a
ellas ningún académico de relieve, a pesar de que el Nuevo
Constitucionalismo Latinoamericano lleva formulado ya
quince años». «Las dos únicas cabezas más o menos visibles
son Martínez Dalmau y Viciano Pastor; después tienen unas
dos docenas de seguidores en universidades de España, pero
son gente muy joven, muy de izquierdas y de centros de
segunda línea. En España no los conoce nadie. He estado en
muchos centros universitarios y nadie tiene idea de ellos».
En cualquier caso, nadie podía negar el fenómeno
Podemos. Y resultaba curioso que el Socialismo del Siglo
XXI predicado por Chávez hiciera pie en España cuando en
Venezuela ya estaba demostrado su fracaso y en América
Latina estaba de capa caída.

11. COMBO McCHÁVEZ, DIETA
TRÓPICAL
Reparto petrolero para influir en la
región
Bienvenido a la República Amazónica Independiente, país aún
no admitido en las Naciones Unidas, pero desgajado a todos
los efectos de Venezuela y ya reconocido por Cuba, Bolivia,
Ecuador y otros países del Alba… Es ficción, pero la
posibilidad de un atrincheramiento en la mitad sur y este del
país fue algo contemplado por Hugo Chávez en caso de una
derrota electoral a la que no hubiera tenido forma de hacer
frente, por la amplia movilización callejera de una oposición
triunfante en las urnas y defendida por parte del Ejército. Tres
meses antes de sus postreras elecciones, Chávez firmó la
última versión del Plan Escudo de Guayana, un plan para que
el chavismo combatiente pudiera hacerse fuerte al sur de los
ríos Orinoco-Apure en caso de obligado repliegue estratégico.
En ello había mucho de romanticismo. Chávez sin duda
pensaba en Simón Bolívar, quien derrotado en los primeros
compases de las revueltas de independencia se refugió en esa
misma región, en la población de Angostura (hoy Ciudad
Bolívar), para rehacer sus huestes y desde allí lanzar su
campaña definitiva. Pero el plan difícilmente se hubiera
ejecutado. Además de las dificultades para trasvasar las
fuerzas rebeldes hacia una parte del país, ¿habría estado
dispuesto Chávez a huir a la selva? En un supuesto de
repliegue, el destino más realista para los capitostes chavistas
con mayor riesgo de ser reclamados por la Justicia extranjera
era Cuba. Allí, mientras no perdieran el favor del régimen
castrista, podían evitar peticiones de extradición y órdenes de
captura internacional. Pero si de lo que se trataba era de
conservar poder y de resistirse por las armas a cederlo, contra
la voluntad democrática de los venezolanos, el Plan Escudo de
Guayana tenía su sentido, aunque no dejara de ser una quimera.
Al margen de su nulo realismo, la previsión de esa
contingencia demostraba la matriz antidemocrática del
chavismo. Chávez firmó la actualización del plan en julio de
2012 y el mes siguiente nombró a un militar de su máxima
confianza, el general Clíver Alcalá Cordones, como nuevo jefe
de la Región de Defensa Integral (REDI) Guayana, donde se
encontraba la V División de Infantería Selva. La región militar
englobaba los estados Amazonas, Bolívar y Delta Amacuro,
que constituían el grueso de lo que debía ser la eventual
república amazónica. Como lugar de resistencia, las
condiciones geoestratégicas de ese territorio eran innegables.
Permitía por el suroeste un continuo contacto con las Fuerzas
Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC), acaparando
así el tráfico de droga; el control del Orinoco y su
desembocadura atlántica, en el noreste, aseguraba una
importante vía de suministros; al sur, la apenas custodiada
frontera con Brasil ofrecía vías de escape en caso de ataques.
No era solo la posición geográfica. En el estado Bolívar
está la gran central eléctrica del gigantesco embalse de Guri,
sobre el río Caroní. Es la más grande de Venezuela y suple
corriente a la mayoría del país. También están las importantes
instalaciones portuarias fluviales de Puerto Ordaz y la
infraestructura industrial de la Corporación Venezolana de
Guayana (CVG), la principal compañía pública de Venezuela
después de Pdvsa. CVG explota las importantes riquezas
minerales de la zona, como hierro, bauxita, oro y diamantes.
El Plan Escudo de Guayana tomaba el nombre del extenso
macizo que cubre el sur y este de Venezuela, las tres Guayanas
y el extremo norte brasileño. En aplicación del plan, en el
embalse de Guri se había emplazado artillería antiaérea de
última generación. En los búnkeres construidos tanto allí como
en la próxima central hidroeléctrica de Macagua se completó
la instalación de redes de comunicación satelital y de
teleconferencias, y se cuidó almacenar armamento y comida.
Así lo atestiguaron fuentes militares implicadas en los
preparativos, a las que debo toda esta información sobre el
plan. Como parte de los acondicionamientos, también se
adecuó una pista para el aterrizaje de los cazas Sukhoi Su-30,
el principal avión de combate de la Fuerza Aérea Venezolana.
Pero todo eso no dejaba de ser un juego de guerra que
probablemente nadie se tomaba muy en serio. Las reuniones de
coordinación del general Alcalá en realidad tenían otros
propósitos más reales. En un momento en que Alcalá había
quedado apartado del núcleo de los narcogenerales, Chávez le
había entregado un destino en el que las minas de oro podían
darle algún consuelo. Aunque Venezuela no estaba entre los
principales productores de oro –venía figurando entre los
puestos veinte y treinta de la producción mundial – sus más de
diez toneladas de extracción anual permitían que algunas
pepitas pudieran caer en el bolsillo de quien mandara en
plaza. Por lo demás, el oro también era utilizado para lavar
ganancias del cartel de los Soles: ya vimos que Diosdado
Cabello disponía de un búnker en el estado Bolívar donde
almacenar dinero y podía acceder al oro a través de la
compañía estatal que lo explotaba, cuyo ministro responsable
era su hermano.
Los modos de Clíver Alcalá soliviantaron a los indígenas
que pueblan aquellas cuencas. En febrero de 2013 los indios
pemones desarmaron y retuvieron a unos cuarenta efectivos de
la Guardia Nacional. Una semana después una mujer de la
comunidad de Urimán se encaró directamente con el general
Alcalá, en una reprimenda que toda Venezuela puedo ver en
Youtube. En un pliego de quejas, el pueblo Pemón denunció la
«masiva e intensificada militarización» de sus tierras, así
como la confiscación de material que los indígenas decían
necesario para su subsistencia, y que los militares
consideraban orientado a la extracción ilegal de oro.
Otro motivo para asegurar la presencia militar a lo largo
del cauce del Orinoco era el tráfico mismo de droga, con el fin
de darle protección. En la primavera de 2013, con Nicolás
Maduro ya como presidente, hubo una cumbre en Puerto Ordaz
a la que asistieron los principales implicados. De acuerdo con
un testigo presencial, ocupado en la logística del encuentro,
Adán Chávez, hermano del presidente fallecido y gobernador
de Barinas, llegó con dos colombianos, dirigentes de las
FARC. Tareck el Aissami, exministro de Interior y gobernador
de Aragua, lo hizo con Ghazi Nassereddine y otro elemento de
Hezbolá. No podían faltar militares con soles en sus
charreteras, comenzando por el general Hugo Carvajal,
director de la inteligencia miliar, y siguiendo por los también
generales Ramón Carrizales y Ramón Rodríguez Chacín.
También estuvieron los generales Wilmer Barrientos, quien en
cuestión de semanas sería nombrado ministro del Despacho de
Maduro, y Clíver Alcalá.
Por esas fechas, el gobernador del estado Amazonas,
Liborio Guarulla, que era uno de los tres gobernadores no
chavistas del país, de un total de veintitrés, denunció la
presencia de más de cuatro mil guerrilleros colombianos en su
territorio, con el «conocimiento» de las Fuerzas Armadas.
Guarulla se quejó a la prensa de que los guerrilleros habían
tomado control de la explotación de oro y el comercio de
gasolina, y habían construido cuatro pistas de aterrizaje para
las avionetas que cubrían las rutas del narcotráfico. Los
indígenas se lamentaban de que por la noche eran conminados
a no salir de sus casas, mientras los narcoterroristas hacían
circular Orinoco arriba, hacia sus campamentos, provisiones
de comida y combustible para los vuelos.
Las ironías de la geopolítica
Todo mandatario que se precie tiene una sala de mapas en la
sede de su jefatura. Nicolás Maduro heredó la de Hugo
Chávez. En el Palacio de Miraflores, en un espacio para
reuniones, un gran panel presentaba diversos mapas. El
primero era de una parte del continente, seccionado justo por
encima de Cuba y por debajo de Venezuela. Prestaba la
atención, pues, al Caribe y a Centroamérica y a la relación de
Venezuela con ese ámbito. No colgaba ningún otro mapa
regional. Había otros que ampliaban la geografía del propio
país y un par de mapamundis. La presidencia venezolana
acertaba en dirigir sus miras geopolíticas hacia el noreste,
aunque fallaba en no incluir siquiera la punta de Florida, como
si Estados Unidos no formara parte de la ecuación. También
era revelador que en Miraflores no se tuviera
permanentemente a la vista el resto de Suramérica.
Venezuela, sobre todo, es un país caribeño. Para los
venezolanos que desearían no tener nada que ver con Cuba, la
gran ironía es que, sobre el mapa, las relaciones más lógicas
de Venezuela son con las principales islas de las Antillas
Mayores. Y para los que desearían un entorno sin la influencia
de Estados Unidos, la ironía es que, por su situación,
Venezuela está atada a una relación necesaria con la gran
potencia del lado opuesto de la ribera del Gran Caribe
(espacio formado por el Golfo de México y el mar Caribe). En
un mundo en el que la hermandad de las naciones floreciera de
modo natural, una entente Colombia-Venezuela sería la carta
ganadora para el liderazgo entre las naciones hispanas de esa
zona de la América media. Pero los dos países no son tan
diferentes de tamaño, población y producto interior bruto
como para que uno acepte la primacía del otro –es la rivalidad
entre pares–, ni son tan semejantes como para que se fomente
la aspiración de una integración mutua en condiciones de
igualdad. Lo normal, pues, como así ocurre, es que Bogotá y
Caracas no se entiendan demasiado, y hagan válido el
conocido dicho de que todas las repúblicas americanas son
hermanas, salvo Colombia y Venezuela, que son primas
hermanas. Y eso arrincona aún más a Venezuela
geográficamente.
La orografía de Suramérica no facilita la integración del
subcontinente. Sus obstáculos físicos imposibilitan una
genuina interacción entre todas las naciones que la conforman.
Los Andes y el Amazonas son formidables separadores del
espacio. Lo dividen en tres partes. Un norte, donde están
Venezuela y las Guayanas, sin fácil comunicación terrestre con
el sur debido a las enormes extensiones de impenetrable jungla
y selva tropical: su efecto de inmenso mojón infranqueable es
casi como el del desierto del Sahara en África, que hace que
el Magreb y el África subsahariana sean dos mundos
completamente aparte. Un sureste, formado por el Brasil no
amazónico, Paraguay, Uruguay y Argentina, que es el único
ámbito con auténticas condiciones para crear un vínculo
estrecho de comunidad de países. Y la franja oeste, recorrida
por la cordillera de los Andes, la cual atraviesa, sin ponerlos
en comunicación, Chile, Perú, Ecuador y Bolivia. Colombia,
como piedra angular del arco que une esa vertiente pacífica
con la vertiente norte, es quizás el país que cuenta con más
opciones de juego estratégico, al margen del conocido
potencial de Brasil.
El Amazonas y los Andes no dejan más orientación a
Venezuela que el Caribe, y ese es el mar de Estados Unidos.
Como hace unas décadas puso de relieve Nicholas J.
Spykman, uno de los padres de la geopolítica estadounidense,
el Gran Caribe es para Washington lo que fue el Mediterráneo
para Roma y el Egeo para Atenas. Se trata del «mar de en
medio» cuyo control adquirió Estados Unidos como condición
necesaria para su ascenso al puesto de potencia hegemónica
del hemisferio occidental. El actual esfuerzo de Pekín por
ganar soberanía en las islas que se disputa con sus vecinos, en
los mares oriental y meridional de China, responde a ese
mismo manual de gran potencia en progreso. Pero el régimen
chino cuenta en ese camino con rivales más serios, sobre todo
Japón, de los que Estados Unidos tuvo en su Mediterráneo a
finales del siglo XIX (guerra hispano-estadounidense) y
principios del XX (las llamadas guerras bananeras). China no
podrá expulsar de su zona la presencia militar de la potencia
externa que es Estados Unidos con la facilidad con que este
país echó a España de Cuba y Puerto Rico.
Sin ningún gran país que pueda realmente rivalizarle,
Estados Unidos ejerce una influencia natural en el Caribe.
Cuando en noviembre de 2013 el secretario de Estado
norteamericano, John Kerry, dio por superada la doctrina
Monroe, declarada en 1823, lo que más bien venía a
proclamar era la superación del viejo temor de Estados
Unidos a que las antiguas potencias europeas trataran de
volver a poner el pie al otro lado del Atlántico, pues desde
hace tiempo ya no se encuentran en condiciones de hacerlo.
Pero Kerry, en ese discurso pronunciando ante la Organización
de Estados Americanos (OEA), en realidad no claudicaba del
objetivo de la doctrina: asegurar que Estados Unidos sea el
hegemón hemisférico. Washington no cederá la llave del
Caribe, que garantiza la seguridad de su flanco inferior y el
acceso al estratégico canal de Panamá.
Otro axioma de Spykman que conviene tener en cuenta es
que la gran división geográfica no es entre Norteamérica y
Suramérica, sino entre el vasto territorio que queda al norte de
la jungla del Amazonas (del círculo ártico al ecuatorial) y el
más pequeño pedazo de continente que se extiende al sur de
ese vacuum de población y centros urbanos. El Gran Caribe
no separa, sino que une o pone en permanente contacto el sur
de Norteamérica y el norte de Suramérica, como el norte de
África históricamente ha tenido más relación con el mundo
mediterráneo, del que ha participado también el sur de Europa,
que con el África negra subsahariana.
Por lo demás, los ríos de la cuenca amazónica suponen una
comunicación este-oeste, y no norte-sur. Esto insiste en la
orientación caribeña de Venezuela, por lo que estrechas
coaliciones de Caracas con países de otra área, como Bolivia
o Argentina, explicables por las respectivas coyunturas
presidenciales, no se suponen duraderas, salvo en el hipotético
caso de querer emparedar a un Brasil que fuera hostil.
Tampoco se aventura muy activa en el tiempo la participación
venezolana en Mercosur, proyecto de integración de una región
a la que Venezuela no pertenece.
Leyenda de un país libertador
La actitud de la Venezuela chavista, como patrona de un intento
de contravenir la Pax Americana –por estadounidense–, cabe
entenderla como una conjunción de dos elementos. Por un
lado, la vocación de protagonismo cultivada en el país como
legado de Simón Bolívar; por otro, la experiencia de la Cuba
castrista. «Desde la época de Bolívar, Venezuela se ha
concebido a sí misma, de modo histórico, cultural y popular,
como un país protagónico; la leyenda de Venezuela es la de un
país libertador, con un lugar importante en la historia», explica
Harold Trinkunas, director de Latinoamérica del think-tank
Brookings Institution. Trinkunas nació y se crió en Maracaibo,
donde su padre había trasladado la familia desde Estados
Unidos para trabajar en el negocio petrolero. «Así que
conozco bien cómo se enseña historia en Venezuela: el noventa
por ciento del año se dedica a estudiar hasta la batalla de
Carabobo», afirma, mencionando el decisivo enfrentamiento
de 1821 contra las tropas del Reino de España, «y luego los
siguientes ciento cincuenta años se abordan como si en ellos
no hubiera pasado nada».
La convicción de ser una potencia media llamada a tener
cierta proyección es, pues, algo enraizado en la psique
venezolana y estuvo en la diplomacia de gobiernos de décadas
previas. La riqueza generada por el petróleo permitió a
Venezuela amplificar su voz y lograr ser tenida en cuenta en la
región. El Pacto de San José de 1980, por el que México y
Venezuela se comprometían a suministrar crudo a diversos
países de Centroamérica y Caribe, en condiciones de crédito,
materializó la natural orientación venezolana hacia esa área.
La novedad a partir de la llegada de Chávez al poder fue que
por primera vez esas posibilidades de relevancia exterior de
Venezuela, a cuenta de su petróleo, se dieron la mano con las
históricas aspiraciones de la revolución cubana de liderazgo
ideológico en el resto de Latinoamérica.
Cuba tenía el know-how. Ha sido el único país en
consumar una efectiva resistencia al tutelaje del hegemón
estadounidense y en intentar seriamente extender ese frente a
otras naciones del entorno. Lo primero fue posible porque una
gran potencia externa al continente, la Unión Soviética, estuvo
dispuesta a defender ese atrincheramiento; lo segundo no se
alcanzó de modo estable porque la misma URSS puso bridas a
su auxilio, consciente de la excesiva osadía del plan. Las
lecciones aprendidas en décadas de revolución por Fidel
Castro, el mayor zorro geopolítico del último siglo en el
hemisferio, fueron de extrema utilidad para Chávez. El nuevo
líder revolucionario copió el acercamiento a grandes
potencias exteriores –Rusia, China, Irán– para distanciarse de
Estados Unidos, aunque en un marco de compromiso mutuo
menor que el soviético-cubano, que fue propio del momento de
bloques de la Guerra Fría.
«Ningún otro país latinoamericano, aparte de Cuba bajo
Fidel Castro, ha puesto como diana a Estados Unidos de
manera tan explícita e insistente como Venezuela bajo
Chávez», declara Harold Trinkunas. Al no confrontar
Washington con hostilidad sustantiva, la Venezuela chavista
gozó de una tolerancia que le permitió avanzar su agenda
doméstica y dedicarse a sumar socios entre gobiernos
hermanos. Para Trinkunas, el diseño internacional de Chávez-
Fidel no se entiende sin captar que los dos países seguían una
estrategia conjunta de mini-max, propia de la teoría de juegos
simultáneos. Así, ambos países alternaban continuamente entre
el objetivo máximo de crear un mundo multipolar, donde
Venezuela –y Cuba a la par– fuera uno de los polos, y el
objetivo mínimo de asegurar la defensa de la revolución en las
dos naciones. Muchas veces la jugada servía para los dos
fines: la inversión de recursos petroleros realizada por el
chavismo no solo ayudó a crear alianzas, sino que también
facilitó romper el orden interamericano de estándares
democráticos.
Después de la experiencia de Perú con Alberto Fujimori,
que presidió ese país de 1990 a 2000, el sistema
interamericano fue colocando piezas de protección de la
democracia en el continente. Una de las más importantes fue la
Carta Democrática Interamericana, aprobada por la OEA en
2001. Declaraciones como esa fueron abriendo paso a un
cierto consenso sobre cómo y cuándo debería intervenir el
propio sistema internacional en situaciones de interrupción
democrática o grave desvío constitucional en los distintos
países.
Para que no se actuara contra la deriva autoritaria de
Venezuela, Chávez «quebró deliberadamente» ese consenso,
asevera Trinkunas. «Con su influencia movilizó a unos países
y en otros utilizó grupos de interés para que presionaran a sus
gobiernos y no fueran críticos con Venezuela. Cuando había
crisis políticas que afectaban a Venezuela, los países amigos
hablaban en voz alta, mientras que los que se oponían a sus
políticas hablaban muy calladitos, como dirían los
venezolanos». Cuba también se benefició de esa dinámica,
porque al mismo tiempo «resquebrajaba las propuestas
estadounidenses hemisféricas». Esas propuestas presuponen un
propósito de integración norte-sur continental, en el marco de
una agenda consensuada en cuestiones económicas y de
seguridad. «Cuba ciertamente quiere romper esos esquemas
porque así abre espacio para evadir las restricciones que
Washington intenta imponer a La Habana». Cuestionado por
algunas actuaciones, Chávez anunció en 2012 la salida de
Venezuela de la Comisión y de la Corte Interamericana de los
Derechos Humanos, dos instancias del sistema de la OEA. Esa
marcha la ejecutó Nicolás Maduro en 2013, cuando la
oposición elevó su denuncia por las fraudulentas elecciones
presidenciales.
En esa doble vertiente de la influencia exterior del
chavismo, los resultados fueron algo dispares. Chávez no
logró formar ningún coro contra Estados Unidos en el marco
de Naciones Unidas u otros organismos internacionales
globales. Además, los países latinoamericanos que se sumaron
al proyecto internacionalista bolivariano fueron contados.
Pero si en esa influencia positiva la efectividad no fue grande,
en la influencia negativa –romper el consenso democratizador
que se había impuesto en Latinoamérica con el cambio de
siglo– Chávez logró sus propósitos.
El pack del McChavismo
A esto se refieren los autores de Dragon in the Tropics. «A
pesar de esas grandes deficiencias», escriben Javier Corrales
y Michael Penfold, refiriéndose al magro éxito de la
diplomacia chavista a la hora de formar una gran liga
internacional, «los premios en el nivel de los objetivos
secundarios son impresionantes». Así, aunque la política
exterior de Venezuela, marcadamente antiestadounidense,
fallara en levantar una amplia y bien articulada contestación
frente a Washington en Latinoamérica o entre el más amplio
movimiento Sur-Sur, su sostenimiento tuvo un efecto
unificador de la izquierda dentro y fuera del país, lo que
resultó políticamente beneficioso para Chávez. Por un lado,
como precisan esos dos expertos, contribuyó a mantener
tracción sobre los sectores radicales nacionales, que podían
desilusionarse con la progresiva pérdida de lustre de la
revolución. Por otro, impresionó a los radicales de fuera,
garantizando «un sector internacional dispuesto a olvidar a
Chávez por sus excesos y fallos de Gobierno», al tiempo que
conminaba a la mayoría de gobiernos de la región a «usar unas
cordiales relaciones con Venezuela como un modo de
apaciguamiento de su propios grupos radicales domésticos».
Junto a la actitud antiestadounidense, que esos autores
califican como de soft-balance, por ser una confrontación no
extrema, estaba la otra vertiente de la política exterior
chavista, la ayuda petrolera, que Corrales y Penfold
denominan social-power diplomacy, y que también tuvo sus
réditos políticos. «Permitió a Chávez ganar puntos entre
creadores de opinión que de otra manera se habrían
horrorizado de los fracasos domésticos e internacionales de
Chávez».
Sin petróleo abundante y a elevado precio, Chávez no
habría tenido palanca para convertirse en una referencia en el
hemisferio. Pero sin la asesoría cubana, probablemente
tampoco. Cuba no solo ayudó a elaborar la diplomacia
petrolera chavista, sino que previamente ingenió los pasos que
hicieron de Venezuela un modelo atractivo a otros líderes del
entorno. De La Habana llegó a Caracas la configuración de las
misiones bolivarianas de ayuda social, así como toda la
restante astucia logística e informática para el control de las
elecciones. Chávez quedó cada vez más en brazos cubanos a
medida que probaba qué efectivo era aquel elixir de la eterna
permanencia en poder.
Comprobado el éxito de la fórmula, Chávez se volcó en
comercializarla entre los países del hemisferio. Lo que Chávez
ofrecía era un pack. La experiencia venezolana enseñaba a
otros gobernantes a eliminar los contrapesos democráticos de
un país, cercenando la independencia de tribunales supremos y
de los árbitros electorales, aherrojando la libertad de los
medios, especialmente la televisión, e impulsando, con acoso
a la oposición, la extensión formal o informal de los poderes
presidenciales. Esto último especialmente mediante reformas
constitucionales que permitieran la reelección consecutiva, e
incluso indefinida, algo que era insólito en Latinoamérica.
Catalogado como el país más hiperpresidencial de la región,
Venezuela ofrecía las llaves de un sistema híbrido o de
autoritarismo competitivo que realmente hacía honor a ese
adjetivo.
En un tiempo de recesión del número de democracias
efectivas en el mundo, Chávez era alguien a seguir por
quienes, en su mismo contexto cultural, aspiraban a mantenerse
en el poder más allá de lo que inicialmente dijeran las leyes
que habían querido enterrar el caudillismo en Latinoamérica.
El combo del McChavismo llevaba, además, tres ingredientes
realmente apetitosos. Uno era la exhibición de legitimidad
popular: el dominio del proceso electoral. «El Gobierno de
Chávez es capaz de alegar más legitimidad que muchos
regímenes autoritarios debido a su éxito en las urnas
electorales, incluso aunque ese éxito sea altamente ingeniado»,
escribió William J. Dobson en The Dictator’s Learning Curve
(2012), libro que pone a Venezuela al nivel de China y Rusia
en deficiencia democrática. Otro de los sabrosos ingredientes
del combo era la garantía de legitimidad social, pues el
chavismo había logrado ser juzgado internacionalmente por su
gran volcado de renta sobre las clases pobres. El tercer
componente, que realmente hacía la boca agua, era que todo
eso iba acompañado de financiación, principalmente a través
del suministro de petróleo en condiciones muy ventajosas. Eso
favorecía las finanzas de los países asociados y daba margen
para que partidos políticos hermanos y sus dirigentes contaran
con inesperados fondos.
El McChávez venía también con aditivos no declarados,
como la colaboración –o la vista gorda– con el tráfico de
drogas, el narcoterrorismo y el lavado de dinero en la región.
«Venezuela exportó una particular forma de corrupción», se
concluye en Dragon in the Tropics.
En función del número de elementos del combinado que
cada país tomara, así eran sus compromisos con Caracas, o
viceversa. La contrapartida política podía tener varios grados:
desde la mera aceptación de un mayor perfil de Venezuela en
el ámbito del Caribe, a cambio simplemente de combustible
pagable a muy largo plazo (caso de las Bahamas), pasando por
un cerrar filas en torno a ciertas posiciones venezolanas en
algunos foros internacionales como la OEA, en
correspondencia a ayudas extras recibidas (República
Dominicana, por ejemplo), hasta un pleno alineamiento con la
estrategia bolivariana por parte de quienes estaban abonados a
un asesoramiento premium, propio de las principales naciones
pertenecientes al Alba (Bolivia una de ellas).
Nacen Alba y Petrocaribe
Hugo vendía el producto, pero el fabricante era Fidel. El
propio Gobierno venezolano reconoció esos orígenes. En una
presentación en powerpoint del Ministerio del Poder Popular
de Petróleo y Minería, de junio de 2012, se remarcaba ese
apadrinamiento de Castro y Cuba. En su primera asistencia a
la Cumbre de las Américas como presidente –fue la tercera
edición, celebrada en Canadá en 2001– Hugo Chávez ya dejó
constancia de su oposición al ALCA (Área de Libre Comercio
de las Américas), por su exclusión de Cuba y, por tanto,
supuesta manifestación del seguidismo de los intereses de
Estados Unidos y del capital transnacional. «Poco tiempo
después los presidentes de Cuba y Venezuela (Fidel Castro y
Hugo Chávez) se encontraron creando las bases de lo que hoy
es el ALBA», indicaba la presentación. La idea ya estaba lista
a finales de 2001 y se materializó en 2004 con una declaración
conjunta de Castro y Chávez suscrita en La Habana. Fue la
primera cumbre del Alba. Las dos siguientes, en 2005 y 2006,
tuvieron lugar también en la capital cubana, la segunda con
asistencia todavía únicamente de Cuba y Venezuela, y la
tercera con incorporación de Bolivia.
Lo que nacía con vocación de gran alternativa tuvo un
éxito de convocatoria reducido. En 2007 se sumó Nicaragua;
en 2008 lo hizo la pequeña isla de Dominica; en 2009,
Ecuador y dos minúsculos países: San Vicente y las
Granadinas, y Antigua y Barbuda. Sin contar los reducidos
territorios insulares, Venezuela y Cuba solo atrajeron a
Bolivia, Ecuador y Nicaragua, cuyos presidentes, Evo
Morales, Rafael Correa y Daniel Ortega, respectivamente, se
destacaban por un claro anclaje en la izquierda. El Perú de
Ollanta Humala hizo un amago inicial de acercamiento, pero
pronto se apartó. Honduras llegó a incorporarse a raíz del
bandazo dado por el presidente Manuel Zelaya, pero tras la
deposición de este el país se retiró de la organización en enero
de 2010. La idea del club había surgido como un inequívoco
instrumento político, como una liga política estratégica que
adoptaba el nombre de Alternativa Bolivariana para América
Latina y el Caribe. Con el fin de atraer más países, pronto
cambió el término «alternativa», que podía dar imagen de
confrontación, por «alianza» y remarcó más su aspecto
comercial, pasando a denominarse oficialmente Alianza
Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de
Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP).
Dado que, desde su concepción, el instrumento del Alba
tenía perfiles demasiado ideológicos, Castro y Chávez de
inmediato diseñaron otra iniciativa de mayor base y atractivo
económico, Petrocaribe, a la que se podía pertenecer sin
necesidad de formar parte del Alba. Mientras esa alianza se
extendió solo a ocho países, Petrocaribe nació en 2005 con
catorce participantes, cifra que luego ascendió a dieciocho:
seis países del Alba (faltan Bolivia y Ecuador, que no son
caribeños), más Bahamas, Belice, Granada, Guyana, Haití,
Honduras, Jamaica, República Dominicana, San Cristóbal y
Nieves, Santa Lucía, Surinam y El Salvador. Este último país
ingresó como miembro de pleno derecho en 2014; Guatemala
se dio de baja el año anterior.
A través de su filial PDV Caribe, la petrolera venezolana
Pdvsa reservaba en 2012 a esos países una cuota de ciento
treinta mil barriles diarios de petróleo y derivados. Se trataba
de un volumen que los últimos años había aumentado, a raíz de
la finalización de refinerías y otras infraestructuras de
almacenamiento y distribución en diferentes puntos de la
región. Fuera de esa cifra estaban los cien mil barriles diarios
destinados a Cuba, que constituían un capítulo aparte, pues se
regían por otro criterio de financiación, mucho más
beneficioso incluso para el Gobierno cubano. Las naciones
con mayor cuota comprometida eran Republicana Dominicana
(treinta mil barriles diarios), Nicaragua (veintisiete mil) y
Jamaica (veintitrés mil), si bien los suministros reales venían
quedando por debajo de esas cantidades.
Para las operaciones PDV Caribe tenía constituidas
catorce empresas mixtas en once países, en la mayoría de las
cuales contaba con algo más del cincuenta por ciento del
capital. El pago del petróleo era en condiciones muy
ventajosas. El cuarenta por ciento de la factura debía abonarse
en noventa días, y el sesenta por ciento restante en veintitrés
años, más dos de gracia, a un interés anual del uno por ciento.
Tanto el pago a corto como a largo plazo podía hacerse en
efectivo o mediante la prestación de servicios, venta de
productos y financiación de obras de infraestructura. Los
términos financieros señalados podían variar en función de la
cotización internacional del petróleo.
Desde el lanzamiento de Petrocaribe en 2005 hasta
mediados de 2012 Pdvsa había facilitado un total de cerca de
doscientos millones de barriles de petróleo, según datos de la
compañía. Durante ese tiempo, como pago en especie por un
valor de mil millones de dólares, Venezuela había recibido
19.397 pantalones, 34.522 novillos, 10.129 vaquillas, 13.557
toneladas de pastas alimenticias, 62.532 toneladas de leche
UHT, 765.660 quintales de café y 30.443 toneladas de
caraotas o judías, entre otras mercancías, que también incluían
aceite, arroz y azúcar. Si Venezuela lograba mediante
importación tantas mercancías que podía obtener en el propio
país, ¿para qué ponerse a producirlas?
Neocolonialismo a petición propia
Uno de los principales argumentos contra el colonialismo, o
contra lo que después se denunció como imperialismo, es que
las naciones ricas tomaban las materias primas de las naciones
pobres y les vendían luego los productos manufacturados. O
incluso les hacían comprar productos básicos traídos de ese
primer mundo, impidiendo el desarrollo del sector primario
local. Pues algo así sucedía en Venezuela, con el gravamen de
que era el propio país afectado el que propiciaba esa situación
de desventaja económica. «Es paradójico que las políticas de
la revolución socialista de Chávez acabaran convirtiéndose en
una fuente de ganancias para los sistemas capitalistas que
condenó», juzgaba The Wall Street Journal a la muerte del
líder bolivariano. «Durante sus catorce años en el poder,
nacionalizó grandes fincas agrícolas, redistribuyó tierras y
controló los precios de los alimentos como parte de su
estrategia». Pero esas políticas hicieron que Venezuela pasara
de ser exportador neto a importador de varios productos, entre
ellos el arroz, como el llegado de Arkansas y otras partes de
Estados Unidos.
Cuando en 1998 Chávez llegó a la presidencia, Venezuela
tenía unas exportaciones no petroleras de 5.214 millones de
dólares; catorce años después, en 2012, la cifra era la mitad:
2.567 millones. Por su parte, las importaciones se dispararon,
pasando entre esos años de 14.250 millones de dólares a
47.310 millones, como indican los datos del Instituto Nacional
de Estadística venezolano. Las importaciones de Venezuela
dieron un salto hacia 2006, una vez puesto en marcha el Alba y
Petrocaribe. De no comprar nada a Nicaragua, por ejemplo,
Venezuela comenzó a adquirir a ese país cantidades crecientes
de bienes, llegando a los 415 millones de dólares en 2012. Las
cifras hablaban por sí solas de la mayor dependencia del
extranjero por parte de la Venezuela chavista, lo que
contrastaba con su declaración de apostar por un modelo de
desarrollo endógeno o autosuficiente.
Especialmente simbólica, en el marco de la arquitectura
ideológica de Chávez, era la balanza de pagos con Estados
Unidos. En 2012, las exportaciones no petroleras de Venezuela
a ese país habían caído a la mitad respecto a 1998, mientras
que las importaciones se habían duplicado. Si cuando el
comandante llegó al poder el desequilibrio era de cinco a uno
a favor de Estados Unidos, a su muerte era de veinte a uno.
En el deterioro de los sectores económicos venezolanos
influyó grandemente la política de nacionalizaciones,
expropiaciones, cooperativismo forzado, cerrojo cambiario y
control de precios. También la política exterior del chavismo.
A diferencia de otros países que buscan ganar peso
internacional colocando en el mundo sus productos,
desarrollando así la industria nacional e incentivando su
avance tecnológico, Chávez quiso acumular poder regional
con un proceso que fue el inverso: promovió las exportaciones
de otros países a Venezuela y sacrificó las propias, para
perjuicio económico de su nación. Con el fin de ganar
liderazgo personal en Latinoamérica, Chávez repartió petróleo
a través de Petrocaribe y permitió que los receptores pagaran
la factura vendiendo productos a Venezuela. Ese trueque
malbarató el combustible de Pdvsa y lastimó los sectores
productivos venezolanos, que tuvieron que acomodarse a la
llegada de bienes de fuera, no necesariamente de mejor
calidad, que podían haberse producido en el país.
Castigar al sector privado nacional, en realidad, era un
objetivo táctico, pues en general el empresariado tradicional
estaba encuadrado ideológicamente en la oposición. Para
Chávez era preferible que los colombianos enviaran alimentos
y otros países aportaran varias mercancías, que permitir que
empresarios venezolanos se vieran reafirmados y le causaran
problemas políticos. Los problemas de abastecimiento que se
derivaron del descenso de producción propia fueron ocasión
también de arma táctica: el Gobierno podía determinar qué
tiendas de qué barrios recibían los productos. El
racionamiento, además, permitió a Nicolás Maduro instalar
captahuellas en supermercados, lo que abría la posibilidad de
un mayor control sobre el consumidor.
De entrada, para poder enviar crudo y sus derivados a sus
socios de Petrocaribe, Pdvsa tuvo que reducir la cuota que
exportaba a Estados Unidos, que era el único país que pagaba
toda su cuenta al instante y en efectivo. Además, no solo había
un cambio de cliente, sino una rebaja de precio. Permitir a los
miembros de Petrocaribe que finiquitasen más de la mitad de
la factura a veinticinco años vista, con un interés de solo el
uno por ciento, tenía mucho de regalo. Cuando Venezuela
comenzó a sufrir graves problemas presupuestarios y los
ciudadanos se tuvieron que habituar a hacer cola ante tiendas
desabastecidas, el Gobierno se permitía continuar ejerciendo
de generoso banquero de la región, ad maiorem gloriam del
chavismo.
Chávez justificó esa generosidad con sus aliados, en el
reparto de un bien que era de todos los venezolanos,
asegurando que constituía una manera de contribuir a reducir
la pobreza en la región. «En realidad, sin embargo, la
diplomacia de poder social de Venezuela tiene poco que ver
con desarrollo social. Gobiernos o políticos extranjeros
receptores de la ayuda venezolana han sido libres de emplear
los fondos como les convenga», alegan los autores de Dragon
in the Tropics. «Así, desde su punto de vista, la ayuda de
Venezuela compite favorablemente con el canal alternativo:
obtener ayuda de instituciones internacionales. Estas últimas
vienen normalmente con estrictas condiciones y auditorías. En
contraste, la ayuda venezolana llega sin una cosa ni la otra,
dándose como un tipo de cheque en blanco para cualquier
clase de gasto doméstico, y los fondos no siempre acaban
beneficiando a los pobres».
Debilidad por Cristina
Hugo Chávez sintió debilidad por Cristiana Fernández de
Kirchner, alma gemela en muchos aspectos y cuyo talento
femenino y formas maternales generaron entre ambos un clima
de compenetración y confidencia. La presidenta argentina en
ocasiones ejerció casi de madre de las hijas de Chávez,
especialmente de la segunda, María Gabriela. La mandataria
se alojó con ellas en La Casona las veces que fue a Caracas y
les agasajó con hospitalidad cuando las jóvenes fueron de
vacaciones a Argentina.
La relación venía ya de la presidencia de Néstor Kirchner.
El esposo de Cristina Fernández presidió el país entre 2003 y
2007, por lo que asistió al despegue del bolivarianismo de
Chávez. En ese tiempo en que la relación con Irán era una
prioridad para el presidente venezolano, los asuntos nucleares
ocuparon conversaciones a tres bandas. Chávez intervino para
que Argentina e Irán cooperaran en materia nuclear, superando
la interrupción de contactos mutuos a raíz de los atentados de
1992 y 1993 en Buenos Aires contra entidades judías, cuya
inspiración se atribuyó siempre al régimen de los ayatolás.
Cuando en enero de 2007 Ahmadineyad hizo una visita
oficial a Caracas, el presidente iraní y el venezolano trataron
el asunto. Debido a las limitaciones impuestas por la Agencia
Internacional de la Energía Atómica, Irán buscaba ayuda
secreta para poner al día instalaciones de la era del Sha
construidas con tecnología de Siemens, la misma utilizada en
reactores de Argentina y que había sido modernizada después
por una empresa coreana. Chávez sabía que a Néstor Kirchner
también le interesaba poder aprovechar posibles avances
iraníes, pues a finales de 2006 el presidente argentino había
relanzado la actividad de procesamiento de uranio. Igualmente
sabía de las dificultades financieras de su Gobierno, así que
fondos iraníes que premiaran esa colaboración serían más que
bienvenidos. Por ello rápidamente se prestó a la mediación.
Chávez y Ahmadineyad enseguida entraron en materia, y
acordaron ya una discreta visita de científicos iraníes a
Argentina. Para no levantar sospechas harían el viaje a través
de Venezuela. Al término de la conversación, según relata un
testigo, Chávez agarró el brazo del traductor. «De todo lo que
hemos hablado, dígale que lo urgente es el apoyo a los
amigos. Hay que facilitarle todo a Argentina», apremió
Chávez. Esa aproximación secreta entre Irán y Argentina bien
podría explicar lo que en 2015, en el momento de su
sospechosa muerte, el fiscal argentino Alberto Nisman
denunciaba: un pacto entre la presidenta Cristina Fernández e
Irán para dejar sin efecto las acusaciones contra antiguos
dirigentes de ese país por los salvajes atentados de principios
de los noventa en Buenos Aires.
La firme alianza con los Kirchner implicó al chavismo en
uno de los episodios más sonados de financiación política
irregular de Suramérica. En agosto de 2007, pocos días antes
de que Chávez llegara de visita oficial a Buenos Aires, el
empresario venezolano Guido Antonini Wilson fue detenido en
esa ciudad tras aterrizar en un avión privado llevando un
maletín con casi ochocientos mil dólares, que no había
declarado. Antonioni desveló que era dinero para la campaña
electoral de Cristina Fernández y, aunque no determinó su
origen, todo apuntó a que eran fondos de Pdvsa (¿quién sabe si
fue un pago de Irán a través de la petrolera?). Así quedó de
manifiesto en la investigación que realizó el FBI, con
colaboración del propio Antonioni desde Miami. Como contó
el periodista argentino Hugo Alconada en su libro Los
secretos de la valija. Del caso Antonioni Wilson a la
petrodiplomacia de Hugo Chávez (2009), hubo un esfuerzo
coordinado de Chávez, el presidente de Pdvsa, Rafael
Ramírez, y la cúpula de los servicios secretos venezolanos
para entorpecer las investigaciones, pero fue en vano.
Ese maletín no era el único regalo monetario para los
Kirchner. Chávez se ocupó en ese mismo año de 2007 de
cancelar mil ochocientos millones de dólares de deuda
exterior de Argentina. «Me siento muy contento de que
Venezuela haya ayudado a Argentina a liberarse del Fondo
Monetario Internacional», declaró entonces. Por esa época el
Gobierno venezolano llegó a disponer de seis mil millones de
dólares en bonos argentinos. Previamente, en 2006, Caracas y
Buenos Aires habían creado conjuntamente los Bonos del Sur,
que mezclaban emisión de deuda soberana de ambos países.
La fórmula permitía mejorar algo las condiciones de
financiación de Argentina, pero lastraba el tipo de interés que
Venezuela debía pagar a los mercados internacionales.
La colaboración estratégica entre Chávez y Fernández de
Kirchner permitió impulsar nuevos foros regionales que no
incluyeran a Estados Unidos. Desde ambos extremos
geográficos de Suramérica, sus voces se complementaron para
generar consenso en el continente, con la contribución de los
amigos del Alba y la activa participación de Brasil. De esta
forma, en 2008 se creó la Unión de Naciones Suramericanas
(Unasur), y en 2010 surgió la Comunidad de Estados
Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Esta última nacía
claramente como alternativa a la histórica OEA, con sede en
Washington desde su creación en 1948: sus miembros eran los
mismos, con la exclusión Estados Unidos y Canadá, y la
inclusión de Cuba. Precisamente la Celac fue la manera de
incorporar plenamente a Cuba en los diálogos continentales,
ante su ausencia en la OEA dada la insistencia de Estados
Unidos en el respeto a los derechos humanos. La OEA no
perdió protagonismo, pero la Celac contó con un buen
arranque. La cumbre de 2013 fue en La Habana y en ella
muchos jefes de Estado quisieron hacerse una foto individual
con Fidel Castro: todo un triunfo del viejo dictador
impenitente.
En toda esa arquitectura Brasil era un importante pilar.
Probablemente era el país que más peso relativo ganaba
continentalmente con la exclusión de Estados Unidos, pues
pasaba a ser el gran socio de referencia en las reuniones. Ese
papel de hermano mayor, sin embargo, como criticó la
oposición venezolana, no lo jugó para guiar de la mano al
chavismo hacia un mayor respecto de las estándares
democráticos. La presidenta Dilma Rousseff, por ejemplo,
fracasó en sus esfuerzos para introducir cordura en el
esperpento de Caracas y La Habana en torno a la salud de
Chávez, y luego no mostró apenas influencia en los días duros
de las protestas callejeras venezolanas que tuvieron lugar en
2014.
En el caso de Brasil, que no necesitaba el petróleo de
Venezuela, la voluntad había sido comprada sobre todo
mediante contratas a Odebrecht, una gran compañía de
construcción de infraestructuras que contaba con los servicios
diplomáticos del expresidente Luiz Inácio Lula da Silva.
Venezuela se había convertido en el principal cliente de
Odebrecht fuera de Brasil, con proyectos que en 2010
suponían el 21 por ciento del negocio total de la empresa,
cifra que subía al 38 por ciento si se excluían las operaciones
en el propio Brasil.
Otras maniobras de Chávez para subvertir el llamado
consenso de Washington tuvieron más dificultades para
abrirse paso. Su anuncio en 2007 de retirada de Venezuela del
Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial,
ambos con sede en la capital estadounidense, no fue seguido
por otros países. Eso hizo que la marcha de Venezuela no fuera
completa, pero Chávez impidió todo tipo de supervisiones de
los expertos del Fondo. De hecho, ya desde 2004 el
mandatario venezolano no dejaba que el equipo internacional
de analistas tuviera sesiones de trabajo con las instituciones
económicas del país, para así ocultar las verdaderas cifras de
sus cuentas y negar luego las estimaciones exteriores que se
hicieran. Chávez tuvo la inoportunidad de llamar a un boicot
del FMI justamente cuando esa institución resurgía ante la
opinión pública mundial y comenzaba a liderar el esfuerzo
planetario para salir de la Gran Recesión.
La creación del Banco del Sur en 2009, impulsado
originariamente por Argentina y formado básicamente por los
países de Mercosur y del Alba, no supuso la consolidación de
una alternativa al FMI o al Banco Mundial, ni siquiera al
Banco Interamericano de Desarrollo, el gran banco regional,
con cuartel general asimismo en Washington. Tampoco
despegó con fuerza el Sistema Unitario de Compensación
Regional o Sucre, la moneda del Alba, creada en 2008 para
reemplazar el dólar estadounidense en el comercio
interregional.
«Hermano, confirma con Nicolás»
Nicolás Maduro fue ganando peso en el entramado externo del
chavismo por encargo de Hugo Chávez. Nombrado ministro de
Exteriores en 2006, Maduro se ocupó de reforzar las
vinculaciones con los países del Alba y de Petrocaribe.
Además de su actividad pública, también hacía gestiones
intencionadamente ocultas. Como canciller amparó la entrega
de visados que presuntos militantes de Hezbolá conseguían en
el consulado de Beirut, y se entrevistó en Damasco con el
líder de esa organización para tratar sobre su participación en
el mercado de la droga. También fue interlocutor de otros
actores implicados en el narcotráfico continental.
Cuando, por ejemplo, el Frente Farabundo Martí para la
Liberación Nacional (FMLN) –la antigua guerrilla, convertida
en partido gubernamental de El Salvador– requería alguna
asistencia de Venezuela, como parte del combo McChávez,
dirigía sus peticiones a Maduro. Consta que desde otras partes
de Latinoamérica llegaban también solicitudes concretas,
aunque en el caso de El Salvador resulta especialmente
revelador, pues ciertos documentos aportados por un
confidente que trabajó en el Gobierno venezolano ponen en
evidencia rastros de la vinculación de Maduro con el
narcotráfico en la región.
Una comunicación de marzo de 2011 apuntaba a la
mediación directa de Maduro para que el FMLN mejorara su
acceso al tráfico de drogas. «Hermano!! Esta es la solicitud
para que nos heches [sic] la mano con lo del permiso de sobre
vuelo. El comandante Ramiro pide que confirmes con Nicolás
la visita a Apure. Saludos». Este texto destapaba los trámites
seguidos entre el despacho de Maduro, entonces ministro de
Exteriores, y el de José Luis Merino, hombre fuerte del
FMLN, quien en su época de guerrillero había tenido el alias
de comandante Ramiro.
Ese significativo correo lo enviaba Erick Vega, mano
derecha de Merino, a Gustavo Vizcaíno, que entonces
trabajaba con Maduro en la Cancillería y luego le siguió al
entorno de Presidencia. Se trataba de una comunicación para
facilitar el viaje de un capo de la droga al estado venezolano
de Apure, en la frontera con Colombia. Seguidamente se daban
los datos del avión y del pasajero, Roberto Adamo, alguien
que el FBI tenía por miembro de la mafia calabresa e
implicado en narcotráfico. En la documentación que se
adjuntaba figuraba un pasaporte de Adamo y el del piloto, un
estadounidense de origen iraní, así como los datos del reactor
ejecutivo bimotor utilizado, de matrícula N769M. El hecho de
que no hubiera copiloto, a pesar de que era exigido por las
regulaciones internacionales, y que el destino fuera Apure,
donde las FARC operaban impunemente y donde legalmente no
debían llegar vuelos internacionales, remarcaban el motivo
ilícito del desplazamiento.
Merino ya había sido vinculado en el pasado con el
narcotráfico por sus estrechos contactos con la guerrilla de
Colombia. «Hay suficiente información que claramente
presenta a Merino como alguien con fuertes conexiones con las
FARC», afirma Michael Braun, un experto en la lucha contra el
narcotráfico por su previa experiencia en la DEA, la agencia
estadounidense contra la droga. Braun recuerda que el nombre
de Merino apareció en la documentación hallada en el
campamento de Raúl Reyes, líder de las FARC abatido por el
Ejército colombiano. Además de grupo terrorista, las FARC
eran consideradas «el mayor productor y distribuidor de droga
del mundo».
Los mensajes de los asistentes de Maduro y Merino, en ese
periodo de 2010-2012, ponían de relieve una estrecha
coordinación del FMLN con el chavismo. En ellos se
concretaron viajes de Merino a Caracas así como varios
asuntos de cooperación entre ambos gobiernos. Esto último
evidenciaba cómo el exguerrillero era el hombre fuerte del
Frente, aun estando fuera del Ejecutivo salvadoreño. Merino
era además quien controlaba la ayuda petrolera de Venezuela
que llegaba a través de Alba Petróleos de El Salvador, en
cuyo organigrama aparecía como asesor de la junta directiva.
El petróleo venezolano era precisamente una gran vía de
financiación e instrumentación política del FMLN.
Los dirigentes del FMLN pagaban gran parte del petróleo
en especie, básicamente con café, que era suministrado a
Venezuela a un precio algo superior al del mercado, dando así
margen para operaciones encubiertas. De este modo, según un
acuerdo de compensaciones de 2012, Alba Petróleos de El
Salvador (empresa mixta creada entre PDV Caribe, filial de
Pdvsa, y Enepasa, constituida por municipalidades del Frente)
finiquitó su deuda con Pdvsa de los años inmediatamente
anteriores con envíos en 2009 y 2010 de un total de 70.950
quintales de café, a un precio conjunto de 11,4 millones de
dólares. Los documentos internos –nunca hecho públicos por
las partes– fijaban el precio por quintal en 159,5 dólares
(2009) y 165,1 dólares (2010), cuando el precio de mercado
que figuraba en las tablas del Consejo Salvadoreño del Café
era de 131 y 144 dólares, respectivamente. Por lo demás, la
cifra pagada quedaba muy distante de los 95 millones de
dólares que, como cabría deducir de los números públicos de
Pdvsa –la compañía aseguraba enviar dos mil barriles diarios
a El Salvador– correspondería a los dos años mencionados.
Para enredar las cosas, el petróleo y sus derivados, se supone
que por razones logísticas, llegaban mayormente a través de
Nicaragua, donde existía una compañía similar, Alba de
Nicaragua (empresa mixta entre PDV Caribe y la local
Petronic).
Las cuentas de Alba Petróleos de El Salvador eran muy
opacas. La empresa se negaba a publicar su informe de
ganancias, y eso que manejaba dinero público, invertido por
las municipalidades gobernadas por el FMLN (con uso de
fondos que la ley no permitía destinar a fundar compañías).
Especialmente beneficiaba a los alcaldes de ese partido, que
en sus municipios vendían gasolina a bajo precio, lo que les
ayudaba a ganar apoyo electoral. Alrededor de la empresa,
además, se habían creado otra serie de iniciativas, como Alba
Medicamentos, Alba Transporte, Alba Gas, Alba
Fertilizantes…
La Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP)
de El Salvador denunció las facilidades que estaba dando el
Gobierno salvadoreño para que esas sociedades penetraran en
el mercado nacional en detrimento de los demás competidores.
«Esos son recursos de un Gobierno para controlar un país.
Cuando viene el dinero del Gobierno de Venezuela, que lo
manda a este país en condiciones de regalo, y el fin de ese
dinero es generar un clientelismo político a través de Alba, se
está haciendo injerencia política en el país», denunció la
ANEP en 2013.
Escasez y colas: un modelo que ya no atrae
El interés fundamental de la cúpula chavista en extender su
influencia tanto a El Salvador como a Honduras se debía a su
condición de vértebras de la espina dorsal centroamericana,
por la que asciende el tráfico de droga hacia Estados Unidos.
Hubo un tiempo en que el rumbo hacia el norte tenía en
Panamá un primer gran eslabón, en complicidad luego con la
Nicaragua sandinista, que a mediados de la década de 1980
albergó a Pablo Escobar, facilitando una base de operaciones
para el cartel colombiano de Medellín. Escobar vivió
protegido en esos dos países, y desde ellos trianguló con
Cuba. Esa estancia del poderoso narcotraficante en Nicaragua,
nunca admitida abiertamente por el Frente Sandinista de
Liberación Nacional (FSLN), resultó confirmada en 2010 por
revelaciones hechas en distintos medios, como las del hijo del
propio capo, que residió con él en suelo nicaragüense, y las de
su brazo derecho, alias Popeye. En aquellos años ochenta
Estados Unidos ya detectó esas conexiones, gracias a
colaboradores de la DEA infiltrados. En prevención de una
acusación que manchara la cara del régimen cubano, Fidel
Castro se adelantó con el juicio y la condena a muerte del
general Arnaldo Ochoa, en julio de 1989, quien pagó por el
resto de la nomenclatura. Al final de ese año, las tropas
estadounidenses entraron en Panamá y se llevaron al dictador
Manuel Antonio Noriega. El sandinismo cruzó los dedos
prometiéndose a sí mismo que no volvería a coquetear tan
abiertamente con el narcotráfico.
Eso supuso una redirección de las rutas de la droga
colombiana, que con el tiempo tuvieron a Venezuela como
principal plataforma de distribución y adoptaron a Honduras
como base intermedia en Centroamérica para alcanzar México
y de ahí Estados Unidos. La implicación de Honduras en ese
negocio se produjo sobre todo durante la presidencia de
Manuel Zelaya (2006-2009). Era parte del combo McChávez.
A mitad de mandato, en contra de parte de su partido, Zelaya
dio un giro a la izquierda e ingresó a Honduras en Petrocaribe
y en el Alba. El tener parte del combustible a crédito permitía
al presidente un ahorro de fondos para políticas de inmediato
rédito electoral, aunque eso suponía cargar al país con deuda
futura. El siguiente paso fue procurar extender los poderes
presidenciales, siguiendo también el manual chavista ya
aplicado en otros países.
Ecuador y Bolivia habían tenido en Rafael Correa y Evo
Morales, respectivamente, rápidos aprendices de las formas y
estrategias de Hugo Chávez. Correa puso especial acento en el
control de la judicatura y en silenciar opiniones críticas desde
la prensa; Morales se entregó a una ola de nacionalizaciones
del sector energético y mineral, y tanto uno como otro
procuraron un dominio sobre el órgano electoral nacional.
Además entraron pronto en las oscuras transacciones con Irán,
capitaneadas por Chávez, y procedieron a un aumento del
comercio con Venezuela sospechoso en parte de ser
aprovechado por empresas fantasmas o de maletín. Esto
último lo destaca Ezequiel Vázquez-Ger, del Center for
Investigative Journalism in the Americas (CIJA), que ha
documentado diversas operaciones, especialmente en Ecuador.
«Hay venezolanos que constituyen empresas en Ecuador que
hacen exportaciones ficticias a Venezuela, incluso llegan a
utilizar contenedores vacíos: lavan dinero y se benefician de
la ingeniería financiera del repetido cambio entre sucres, la
moneda contable del Alba, y dólares».
A su llegada al poder –Morales en 2006 y Correa en
2007– los dos presidentes promovieron la convocatoria de
referéndums para la reforma de la Constitución, como había
hecho previamente Chávez. En Honduras Zelaya intentó la
misma operación en 2009, pero el día que debía celebrarse el
plebiscito, declarado ilegal por la Corte Suprema de Justicia,
resultó depuesto por el Congreso. Caracas batalló
internacionalmente por la restitución de Zelaya y luego
asesoró de varias formas la campaña presidencial de 2013 de
la esposa del expresidente, Xiomara Castro de Zelaya, pero
para entonces la percepción internacional sobre el chavismo
había comenzado a cambiar.
Los Zelaya no reconquistaron el poder en Honduras en las
presidenciales de noviembre de 2013, y el Frente Farabundo
Martí, que partía con gran ventaja en las encuestas, a punto
estuvo de perderlas en El Salvador en marzo de 2014.
Lógicamente esos resultados se debían a dinámicas internas,
pero las relaciones con el chavismo parecían comenzar a
pasar cierta factura electoral. Venezuela era en esos momentos
noticia diaria por la escasez de productos básicos y el gran
descontento popular; no era ya el espejo en el que mirarse.
El gran deterioro económico de Venezuela, con reducción
drástica de reservas internacionales y dificultades de divisas
para pagar las importaciones, debía haber llevado a anular el
programa de Petrocaribe, de manera que ese combustible fuera
vendido a quien pagara la factura de modo completo y sin
dilaciones. Pero dentro del desbarajuste en que se encontraban
las cifras de Pdvsa, esa cuota de barriles no era uno de los
agujeros más grandes. Posiblemente tendría que llegar el día
de cortar ese derrame, pero de momento Maduro mantenía el
envío de cargueros para seguir cosechando las ventajas de esa
petrodiplomacia.
Contestado en la calle en los primeros meses de 2014, con
riesgo a ser señalado internacionalmente como represor y
torturador, el Gobierno venezolano movilizó a sus socios en la
OEA. Cuando en marzo de 2014 la opositora María Corina
Machado iba a tomar la palabra en Washington ante el consejo
permanente del organismo, Venezuela hizo una demostración
de fuerza: de los 35 países miembros, veintidós aceptaron la
consigna de Caracas para silenciar a Machado, entre ellos la
multitud de islas del Caribe, todos beneficiados por las
dádivas chavistas. En contra de la maniobra lo hicieron once
que no formaban parte ni del Alba ni del club petrolero
venezolano. La eficacia petrolera hizo también que en octubre
de 2014 Venezuela consiguiera un asiento no permanente en el
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, para el que fue
designada, como «embajadora alterna», María Gabriela
Chávez, hija predilecta del comandante. Pero el colapso en el
que ya estaba entrando Venezuela le comenzaba a restar peso
geopolítico y en ocasiones en las que no presionaba bastante
sus postulados se quedaban con los votos de los dedos de una
mano.
Si Chávez resucitara…
El chavismo quedaba con el solo acompañamiento de los
países del Alba, y además con Cuba consumando
infidelidades. «La expansión internacional del bolivarianismo
ha llegado a sus límites y está empezando a retroceder», opina
Harold Trinkunas. En el fondo, la expansión se había
sustentado sobre el constante aumento de la cotización del
barril de crudo en la última década larga e «históricamente,
siempre que ha subido el precio del petróleo Venezuela ha
tenido más influencia». Así que no era una novedad ni la
mayor estatura internacional lograda por Chávez, quien
ciertamente jugó a fondo esta carta, ni el consecuente descenso
de la aureola a los ojos de los países vecinos cuando los
precios petroleros dejaron de beneficiar a Venezuela.
«Lo que al chavismo le ha fallado ha sido el modelo
económico», apunta Douglas Farah, investigador del Center
for Strategic and International Studies. «Lo que hacía atractiva
a Venezuela era su gasto social, pero el modo de llevarlo a
cabo se demostró tan electoral y sujeto a corrupción como
insostenible». Farah cree que el último intento del chavismo
de «meterse» en nuevos países, como El Salvador, «no era
tanto una expansión, como un reacomodo». «A la espera de
que la situación mejore en Venezuela, muchos chavistas están
buscando ampliar los mercados en los que mover el dinero
sucio; les van bien países en los que fuerzas afines controlan
el Gobierno, porque saben que no habrá investigaciones y que
allí los bancos pueden lavarles dinero». El «reacomodo»
coincidía también con un momento de cambio en las FARC, en
preparación para la implementación de la paz que la guerrilla
colombiana estaba negociando con el Gobierno de Bogotá. Las
FARC habían comenzado a vender sus franquicias del
narcotráfico a carteles mexicanos y a bandas colombianas
emergentes. «Así que el dinero que se mueve de un sitio a otro
en la región proviene en parte de los guerrilleros colombianos
y en parte de los chavistas venezolanos, convencidos muchos
de que Maduro no durará largo tiempo».
¿Por qué Chávez construyó un edificio económico con pies
de barro? «Chávez tenía ego y ganas de fastidiar a Estados
Unidos; eso le perdió». Douglas Farah cree que el fallecido
presidente venezolano fue incapaz de ver que el modelo
económico que imponía, con su comunización social y
económica –la organización en comunas– y la asfixia
progresiva de la libre empresa, no se adaptaba al mundo real.
Chávez pudo persistir en su empeño ideológico gracias a los
ingentes fondos de la petrolera estatal y a la astucia política
ingeniada por los cubanos. Pero si con el tiempo, tras el
colapso económico al que finalmente llevó a su país, el líder
de Sabaneta hubiera tenido la posibilidad de volver a la
presidencia, lo habría hecho con mayor pragmatismo, cuando
menos para poder sobrevivir.
Eso es lo que sucedió con Daniel Ortega. El presidente
nicaragüense sabía bien el fracaso económico que supuso su
primer mandato, de 1985 a 1990, durante el cual además tuvo
que afrontar la guerra con la Contra, auspiciada por Estados
Unidos. Cuando en 2007 Ortega resultó elegido para volver a
la presidencia de Nicaragua lo fue con un sandinismo menos
dogmático. «Decidió que no se pelearía ni con los gringos ni
con el capital», dice gráficamente Farah. «Invitó a la empresa
privada a que hicieran los negocios juntos y estableció una
alianza con todas las grandes fortunas de Nicaragua, por eso
no se levantó especial oposición patronal frente al cambio de
la Constitución impulsada por Ortega para una posible
reelección indefinida». Al mismo tiempo, aceptó cierta
colaboración con Estados Unidos en materia de lucha
antinarcóticos. Dejó que la agencia antidroga estadounidense,
la DEA, monitoreara la ruta atlántica, donde tiene lugar la
mayoría de las aprehensiones, mientras permitía el paso de
estupefacientes por la ruta del Pacífico. En esa actividad,
según Farah, Ortega no quiso ni carteles mexicanos ni maras,
pues esos grupos traen violencia y suponen un problema con
Estados Unidos. Tampoco quiso pago en especie, sino con
dinero, de esta forma poca droga se quedaba en el mercado
interno y se evitaba la violencia que su uso genera.
La Nicaragua de Ortega, como también la Bolivia de Evo
Morales y el Ecuador de Rafael Correa, que se estaban
abriendo más a la empresa privada de lo que lo hicieron en un
principio, gustaban de presentarse como posible modelo para
el relevo del chavismo entre la izquierda latinoamericana.
Para ello alegaban su buena marcha económica. Sin embargo,
ninguno tenía la capacidad de generar las complicidades
transnacionales que se dieron con la Venezuela de Hugo
Chávez.
Estados Unidos, además, había aprendido algo. Si quería
restablecer su autoridad en el Caribe, o al menos evitar que
alguien rivalizara en atraer voluntades en la región, tenía
precisamente que seguir los pasos estratégicos de Venezuela:
ayudar a las naciones de la cuenca, especialmente las
pequeñas islas, a tener acceso a suficiente suministro
energético. Después de años sin saber cómo reaccionar ante la
influencia exterior del chavismo, Washington comenzó a
diseñar un programa para la financiación internacional de
iniciativas que aportaran diversidad de fuentes de energía a
ese grupo de países, desarrollando alternativas sostenibles de
generación local y restando indispensabilidad al petróleo. En
enero de 2015, la Administración Obama fue anfitriona de la
primera Cumbre Energética del Caribe. El objetivo estaba
claro: «terminar con la dependencia que ustedes aún tienen del
suministro de un solo país», como explicó la Casa Blanca ante
los congregados. El bumerán exterior de Chávez comenzaba a
rebotar.
AGRADECIMIENTOS
y memoria
Al final de este volumen se ahorran las habituales notas de
referencias. He preferido dejar constancia del origen de las
informaciones a lo largo del propio relato, aun a costa de que
las fórmulas de introducción de atribuciones resultaran algo
repetitivas. Este libro es fruto de tres años de investigación
periodística y gran parte de su contendido obedece a fuentes
propias; cuando se citan testimonios recogidos de los medios
se hace constancia expresa de ese origen.
La primera mención en la lista de agradecimientos es para
aquellos cuyos nombres ya figuran en páginas previas como
autores de contribuciones sustanciales en determinados
capítulos. Es el caso de Harold Trinkunas, director de Latin
American Initiative de Brookings Institution, y Douglas Farah,
investigador del Center for Strategic and International Studies,
cuyas aportaciones figuran en varios apartados. Al analista
Pedro Mario Burelli debo, entre otras cosas, la información
aportada sobre el historial de las relaciones entre la Venezuela
chavista y Estados Unidos; a Antonio de la Cruz, director
ejecutivo de Inter-American Trends, buena parte del volumen
de datos sobre el negocio petrolero, y a Christopher Bello,
CEO de Hethical (Ethical Hacking), su experiencia como
auditor del sistema electoral venezolano.
También agradezco la inestimable ayuda recibida de
personas que no aparecen en el libro, a las que debo su
impulso, sus generosas explicaciones sobre la realidad
venezolana y su colaboración en labores de verificación de
datos y producción: Martín Santiváñez, Ángel Luis Fernández
Conde, Leopoldo Martínez…
Mi admiración por Ludmila Vinagradoff, corresponsal del
ABC en Caracas, quien sufre en primera línea el acoso del
Gobierno chavista a la prensa. Mi reconocimiento a la
redacción del diario en Madrid y a su director, Bieito Rubido,
por el respaldo con que siempre han acogido mis
informaciones.
Y sobre todo a Ignasi Pujol, amigo y colega, cuyo último
mensaje guardo. «Un abrazo y ánimo con el libro», me
escribió poco antes de fallecer. Aquí está el libro y el abrazo.


Bumerán Chávez
Los fraudes que llevaron al colapso de Venezuela
Primera edición, abril de 2015
© Emili J. Blasco
Diseño de cubierta y contraportada:
Daniela Santamarina
Maquetación y producción:
Ángel Luis Fernández Conde
Retrato de contraportada:
David Salas
ISBN-13: 978-1511522830
ISBN-10: 1511522836
Washington D.C., Madrid
Con la colaboración de:
Center for Investigative Journalism in the Americas (CIJA)
Inter-American Trends