El presidente editor del diario El Nacional, Miguel Henrique Otero, expresó que parte del país está decidido a no abandonar sus convicciones democráticas ni su lucha por Venezuela, durante su discurso por los 230 años de historia de la Universidad de Los Andes. A continuación le presentamos sus declaraciones:
“Honorable Mario Bonucci, rector de la Universidad de Los Andes; honorable Patricia Rosenzweig, vicerrectora académica; honorable Manuel Aranguren, vicerrector Administrativo; honorable José María Andérez, Secretario; respetables profesores, estudiantes, trabajadores de la Universidad de Los Andes; amigas y amigos que hoy nos acompañan en este significativo aniversario.
Difícilmente podría recapitular ante ustedes, la diversidad de propósitos y la cantidad de veces que he estado en Mérida en las últimas tres décadas, atraído o invitado por la Universidad de Los Andes. En este específico lugar he estado en numerosas ocasiones, pero nunca antes con la responsabilidad, el honor y el valor que tiene para mí, la invitación que me han formulado, y que me permite participar en la ceremonia con la que esta magnífica universidad celebra 230 años de historia, y que como advierte la letra de vuestro himno, establece como el mayor de sus sentidos, propagar el conocimiento como la vía legítima hacia la conquista de la libertad.
Tiene la Universidad de Los Andes un fundado argumento, una poderosa razón para exhibir como uno de sus laureles indiscutibles: aquí y ahora, en este 2015, en un adverso momento para los ciudadanos amantes de la libertad, esta casa es y ha sido una de las instituciones venezolanas que ha mostrado, afrontando las más difíciles pruebas, una admirable capacidad para resistir los embates y mostrar sin complejos su talante democrático.
Entre las muchas cosas que nos diferencian de 1785, el año en que se fundó la institución que derivaría en la Universidad de Los Andes, debo mencionar el estado de ánimo que predominaba en Occidente. Difícilmente podríamos imaginar hoy, desde la atmósfera de incertidumbre y crisis que recorre el planeta, el horizonte de entonces, ocupado por la idea de que el conocimiento debía conducir a la civilización a nuevos estadios y logros para la vida humana.
No solo estaban en movimiento las fuerzas sociales y políticas que muy pronto derivarían en la Revolución Francesa, que a pesar de su sangrienta ejecutoria, cambió el estatuto de las consignas y aspiraciones de la Humanidad para siempre. Por toda Europa y también en Estados Unidos, había decenas y decenas de científicos produciendo conocimiento de todo tipo. En muchos países había hombres ilustres y disciplinados que viajaban, observaban y recopilaban datos sobre los hechos que les apasionaban. En aquellos años la ciencia se ocupaba de acopiar y clasificar. Carlos Linneo, el padre fundador de la taxonomía, había muerto apenas siete años antes, en 1778, pero su influencia se mantenía poderosa entre los hombres de ciencia. El afán clasificatorio se imponía entre aquellos que se llamaban a sí mismos, hombres de ciencia.
En Europa y Estados Unidos, 1785 fue un año de publicaciones prodigiosas, hijas de esa voluntad taxonómica: tratados dedicados a las aves, a los flores, a las setas y hongos, a los felinos conocidos entonces, a los roedores capturados en México, a las enfermedades de la piel, a los instrumentos de viento de Asia, a las embarcaciones antiguas. Justo ese 1785 es el año en que Franz Joseph Gall, anatomista y creador de la llamada frenología, inició su sorprendente colección de cráneos, fragmentos corporales, órganos humanos, animales de todas las especies conocidas así como de niños nacidos con deformidades, que llegaría a reunir más de 50 mil piezas, varias miles de ellas sumergidas en grandes frascos de alcohol, convencido, como en efecto ocurrió, que todo aquello que hoy nos luce como un caso al límite de lo razonable, haría posible acrecentar el conocimiento acumulado hacia el final del siglo XVIII.
Y no solo había hombres que confiaban en el conocimiento: también los había que promovían los hábitos, legalizados o no, de lo que entonces ya se conocía como Periodismo. Justo en 1785 nace The Daily Universal Register, que en pocos años cambiaría su nombre al The Times, en Londres, que además de constituir la aparición en el mundo de un gran diario, patentó el surgimiento de un campo editorial asociado a la economía, a las empresas y a la idea de que la libre difusión de la información era indisociable de los libres intercambios económicos.
Más que un simple nacimiento, The Times fue una irrupción que había sino precedida por decenas y decenas de gacetas, impresos y hojas informativas, numerosas y efímeras, que pululaban no solo en Londres, Birmingham y Liverpool, sino también en París, Marsella, Hamburgo, Amsterdam, Dresde y en tantas otras ciudades, porque en Europa se movía un doble espíritu, los dos rostros de una misma necesidad, que eran los de propagar y recibir información de toda índole, en un momento donde las fuerzas económicas de desplazaban de un lugar a otro con una facilidad y un ímpetu que hoy nos resulta simplemente admirable.
1785 es un hito en la historia de la libertad de expresión, por el efecto contagio que The Times produjo en Europa, y que muy pronto irradió hacia algunos puntos de Estados Unidos. No tardaron en surgir otras iniciativas, especialmente en regiones de Italia, Francia, Alemania y la propia Inglaterra, países en los que se produjo una suerte de explosión editorial de la política, que estableció las bases, tanto del periodismo como lo conocemos hoy, como de la idea de libertad de expresión, entendida como la instauración de un espacio público donde predominan la pluralidad y los debates de ideas distintas o contrapuestas.
La historia de lo ocurrido con esas fuerzas, a lo largo de 230 años, no podría resumirse con facilidad, porque es una secuencia de vaivenes, ascensos y declives, avances y distracciones, cuyo resultado, en el caso de la libertad de expresión, es una complejísima situación, quizás en cierto modo semejante a algunas de las enrevesadas problemáticas de las universidades en el mundo de hoy, que más que el resultado de la tensión entre libertad y censura, entre apertura y cierre o entre presencia o ausencia, que sin duda es una de las dificultades existentes, está afectada, de forma estructural, por una cuestión de signo radicalmente distinto: me refiero a una crisis generada por el exceso, por el crecimiento desmesurado e incontrolado de afirmaciones, documentos, mensajes, datos, discursos, emisores, propagandas, noticias, hipótesis e imágenes, cuya simple cuantía y clasificación, como hubiesen querido los científicos de finales del siglo XVIII, es simplemente imposible.
La debacle de la expresión en Venezuela, pero también en muchas otras partes del mundo, no se dirime estrictamente o únicamente en la lucha entre libertad y censura, entre lo posible y lo permitido, entre coraje y autocensura, sino en el caudal, en la desproporción evidente y cada día más acusada entre la abrumadora y recurrente cantidad de mentiras y la escueta cantidad de verdades que circulan en la esfera pública.
Hay, como han advertido los expertos, una presencia desigual, asimétrica, entre el torrencial de mentiras, enunciados ambiguos, medias verdades, afirmaciones parciales, falsedades, distorsiones sin escrúpulos, y el arrinconamiento, a niveles alarmantes, de la verdad, entendiendo como la verdad, la correspondencia básica y necesaria entre los hechos y el modo en que hablamos y escribimos de ellos.
El pensamiento nihilista, cuya influencia ha ido creciendo a lo largo de los siglos XVIII y XIX, ha dejado una honda secuela entre nosotros: un descreimiento generalizado; una indiferencia que alcanza incluso a las realidades más evidentes; una forma de pensar las cosas que se reduce a la frase de que no podemos creer en nada, que solo los ingenuos y los fanáticos se atreven a creer en las noticias, en las interpretaciones, en los mensajes que nos provee el mundo que nos rodea.
Ese nihilismo ambiental, extendido a todos los planos de nuestras vidas, es terreno propicio para los propagadores de mentiras, especialmente si ellos se han apropiado del poder. A partir de la idea de que todo es relativo, cuestionable, improbable o dudoso, las mentiras sobre el estado de las cosas, los acontecimientos, las intenciones, las emociones y el lenguaje con que nos referimos a la realidad, antes de ser pronunciadas, ya cuentan con una disposición a su favor. Quien recusa la verdad la manipula ha sido antecedido por una atmósfera que proclama que nada es verdad.
La libertad de expresión, y todavía de forma más específica, el derecho a la información, se encuentran en nuestro tiempo amenazados por la demanda implícita en toda verdad, que es la demanda de la complejidad. La condición posmoderna, que aúpa lo superficial, lo instantáneo, lo efímero, lo fácil, lo remplazable, lo novedoso y lo inmediato, es terreno sembrado para la imprecisión, la distorsión, las afirmaciones a medias, lo fragmentario, la simplificación, el énfasis en unas parcialidades y el menoscabo de otras.
La práctica de la mentira, y esto es algo que les compete a cada uno de ustedes, no solo pasa por encima de la verdad, sino que destruye el conocimiento. Las estructuras de la mentira, como las que ha desarrollado el régimen de Chávez y Maduro, practican el más deleznable de los abusos, que consiste en aprovechar el desconocimiento o la ignorancia de las personas, para imponer falsedades como verdades, que le resultan útiles para su único objetivo, que es permanecer en el poder al costo que sea.
Cuando todo el Estado se articula para dejar atrás su razón de ser y las funciones que le son inherentes, y se reestructura con el objetivo de consagrarse a mentir y con ello se especializa en propagar una realidad irreal, un país desrealizado, la sociedad comienza a correr graves riesgos. Se establece una secuencia que va de la simplificación a la distorsión de la realidad; de la distorsión a la promoción de la polarización, porque la polarización genera sectores fanáticos que creen en la existencia de lo inexistente; y de la polarización se entra en la fase siguiente, que es la etapa que ya hemos comenzado a transitar en Venezuela, que es la de la descalificación de todo ciudadano que insiste en ver y denunciar la realidad, para así dar un paso más hacia el siguiente estado: el de la deshumanización de las personas, convertidos en objetos, en piezas sin valor, en elementos también imaginarios, integrados a esas realidades inventadas que el poder produce de forma incesante, puesto que su única misión consiste en pulverizar los hechos y hacer que desaparezcan bajo la promoción de las realidades que proyecta el régimen totalitario.
La escena que he intentado describir ante ustedes, no es exclusiva del ejercicio de la comunicación y del periodismo. El descrédito de lo real; el cinismo ante la adversidad y los padecimientos de los demás; el pragmatismo ante los excesos del poder, incluso sus cada vez más frecuentes ataques de furia; las innumerables modalidades y disfraces con que el nihilismo penetra hasta los resquicios menos visibles; la indiferencia o la falta de trato o, lo que es todavía más alarmante, la delegación de los asuntos públicos; la expansión de actitudes anti-políticas, anti-culturales, anti-académicas o anti-intelectuales; el comercio y voceo sin límite de lo infundado; las falsas guerras que inventan unos supuestos estrategas: todo ello constituye la cancha amplia, el reglamento en uso de las guerras verdaderas que son la destrucción de la cotidianidad, convertida ahora en cerco y asedio permanente, a cada institución, a cada centro de trabajo, a cada comunidad, a cada familia y a cada ciudadano, de la condición que sea.
Se nos persigue, se nos acosa, se nos amenaza, se nos excluye, se nos lista, se nos detiene, se nos tortura o se nos mata, para que no se pronuncie el dolor, para evitar que, dentro y fuera de nuestro país, no se escuche la protesta, el grito, las voces que resisten, tanto al poder siniestro como a la indiferencia cómplice. Ahora mismo, un importante sector de la sociedad se mantiene en lucha, contra el régimen totalitario, contra el poder desproporcionado de las armas, pero también a pesar del costoso silencio de muchas de las víctimas.
Una parte del país, y ello incluye a la Universidad de Los Andes y a otras universidades nacionales, así como a un puñado de medios de comunicación, con El Nacional como uno de sus factores emblemáticos, ha decidido que no entregará ni el país, ni rendirá sus convicciones democráticas, ni dejará de hacer los esfuerzos, imperativos para el espíritu demócrata, por restituir la verdad o una parte significativa de la verdad, hasta derrotar el avance de la mentira, la expansión ya insostenible de un régimen que no tiene otro propósito distinto al de generar más y más falsedades.
No se trata de un planteamiento moral: en todo caso, tiene un carácter político-moral, es decir, se trata de una apelación a la responsabilidad que cada quien tiene en relación consigo mismo, con su familia, con su institución y con el país. Les toca a ustedes, le toca a El Nacional, me toca a mí, y sé que no estamos solos sino que nos acompañan millones de personas en todas las regiones Venezuela, cada quien contribuyendo con un acción, con su trabajo, con su hacer específico, para derrotar al mal político que se ha pretendido destruir nuestras libertades y apropiarse de nuestras vidas y de nuestros sueños.
“No fuera sino por mirar con respeto el sacrificio de los estudiantes, sus denodadas luchas, su valentía ejemplar, estamos ante un reto que es, en esencia, una obligación cívica que trasciende lo puramente universitario para convertirse en desafío nacional”.
Cierro con esto: Estamos cada día más cerca de vencer al régimen de las mentiras. Pueden estar seguros de eso”.