Ya alguna vez utilicé en un ensayo la visión que mi tía Antonia tenía de las mentiras: “Se dividen en blancas, grises y negras. Las blancas son mentiras que ni favorecen al que las cuenta ni perjudican a terceros; las grises son mentiras que nos favorecen y son pecado venial; las negras son aquellas que perjudican al prójimo y son pecado mortal”.
La tía se regía por esas normas de blancura inmaculada y eso la hacía bastante fastidiosa. Quizás por eso le costó tanto encontrar marido. Lo más picante que llegué a escucharle fue una versión del aria de Rigoletto. Después de hacerme jurar que no le contaría nadie su vulgar travesura, cantó con una voz aceptable:
La donna è mobile
perfuma el viento
muda de asiento
¿Qué podrá ser?
Tenía más de cincuenta años cuando se casó con el tío Arnaldo, quien entonces andaría por los setenta. Arnaldo llegó a ser jefe civil de Cagua y así se presentaba cuando ya tenía unos veinte años viviendo en Caracas, manteniendo siempre la misma prestancia entre adormilada y tiesa que le calza a las autoridades de los pueblos donde jamás pasa nada.
Me costaba entenderle sus cuentos porque había ido perdiendo la voz y creo que algo del raciocinio. Era una especie de Quijote sedentario cuyas correrías no pasaban de dos cuadras por tarde, armado con una sonrisa enigmática que no perdía ni durante el peor de los disgustos, generalmente pasajeros, pero con unas graves subidas de tensión que lo ponían entre rojo y azul. Un síndrome que lo ayudó mucho a beber buen whisky, pues se estableció que lo necesitaba para sobrevivir y la tía se lo daba en taza para hacerlo más medicinal. No hacía falta pensar mucho para decidir qué regalarle al tío Arnaldo todos los diciembres.
En una fiesta familiar me tocó estar a su lado. Como estaba muy bebido, lo sentaron arrimado a una pared y del otro lado me pusieron a mí en una silla haciendo de contrafuerte, lo que no era fácil para un niño de nueve años. Esa vez me contó que había peleado en una gran batalla. La tía aseguraba que su Arnaldo podía tener muchos defectos, pero jamás mentía. Y yo, además, quería creerle. Nunca antes había hablado con el protagonista de una balacera con muertos, así que le presté mucha atención y le hice repetir varias veces las partes incomprensibles.
En la parte más emocionante del cuento, el tío Arnaldo está disparando contra una tropa que viene avanzando cuando al amigo que combatía a su lado le meten un balazo en el cuello. El hombre cae con el pecho sobre la tierra y empieza a escarbar desesperado con las dos manos, como un perro que va a esconder un hueso. Era muy triste verlo agonizar en ese plan, pero la plomazón era muy fuerte y el tío no podía dejar de disparar. Sólo pudo darle una orden y ofrecerle una promesa:
— ¡Tranquilo, Albertico! Tan pronto salgamos de este lío te vamos a enterrar como Dios manda.
En un último esfuerzo, Alberto volteó agradecido a ver a Arnaldo y luego murió en paz, abrazando el hueco que llevaba escarbado y ya estaba lleno de sangre.
Años después de morir la tía Antonia le llegó el turno al tío Arnaldo. Para ser un jefe civil olvidado fue bastante familia al entierro. Puros hombres. Supongo que por no haber una viuda de por medio. Ésa fue la última vez que fui al Cementerio General del Sur, donde ya se estaban robando hasta los huesos.
Puede que el estilo del muerto se imponga en la ceremonia de su entierro. Algo en las vestimentas, demasiado gruesas y oscuras para el calor, y en los gestos contenidos de los deudos, como de quien está pujando por conservar algo de autoridad, me recordó la estampa del tío. A alguno, o a varios, les escuché comentar:
— Pero… ¿Arnaldo no se había muerto ya?
Cuando ya venía el momento de silencio y recogimiento que se da durante la bajada del cajón al hueco, se escuchó un grito seco:
— ¡Mi cartera!
No hay quien ante tal queja no se lleve la mano al bolsillo trasero del pantalón, a ver si la suya sigue en su sitio. En medio de tanta solemnidad, aquellas súbitas nalgadas sonaron como un ejercicio militar para despedir al muerto, seguido de unas tres o cuatro repeticiones del mismo sobresalto. Un segundo después la masa circunspecta se volvió un revoltijo de agitación y desconfianza, pues era evidente que se había colado un carterista.
Mi padre mantuvo la calma. Como inspirado por el Arnaldo de sus mejores tiempos en Cagua, se montó en una lápida vecina y con el mismo lance estiró el brazo señalando a un hombre flaco que era de los más elegantes:
— ¡Ése es!
Si hubiera añadido: “¡A por él, mis valientes!” o “Síganme los buenos”, nadie se hubiera reído. La multitud estaba enfurecida. Era como si se hubiera cometido un sacrilegio al violar la paz de los sepulcros. El hombre señalado cometió el error de correr, un impulso que, además de delatarlo, hizo hervir más la sangre durante una persecución entre tumbas que perjudicó a algunos entierros vecinos. Cuando por fin atraparon al culpable comenzaron a darle una tremenda paliza y mi padre tuvo que interceder con un argumento civilizado que quizás le salvó la vida:
— Primero hay que encontrar las carteras.
Estaban todas. Y recuperar lo que se da por perdido siempre es un consuelo. Cuando volvieron todos al acto que nos había convocado, ya el tío había vuelto al polvo de donde provenimos. Lo bien barrido de su recuadro parecía confirmar la impresión de que lo suyo había ocurrido hacía mucho tiempo.
Ante la ceremonia consumada vinieron las reflexiones finales y alguien hizo por fin una pregunta sensata:
— Pero, Martín, ¿cómo supiste quién era el ladrón?
— Era el único que lloraba.
Ahora que estamos asistiendo al entierro de la Patria, si alguien quiere saber cuáles son los principales culpables de nuestra tragedia, fíjese bien en quienes son los payasos que más lloran por genocidios, imperialismos y guerras económicas.
Por Federico Vegas / Prodavinci