Estaba en el pasillo del piso 4 de la Clínica Avila y caminaba de un lado a otro, lentamente, esperando mi turno para entrar a consulta. Había renunciado a la sala de espera porque me resultaba intolerable un televisor, enrejado en lo alto de la pared, transmitiendo un estridente programa de variedades. De pronto, de uno de los consultorios salió un hombre delgado. Vestía con una elegancia estilo burócrata de segundo nivel, pero caminaba con seguridad, con el extraño aplomo del hombre que habla solo. Llevaba colgando del cuello una cinta y una suerte de insignia de metal que parecía un antigua identificación policial. El hombre dio dos pasos y se encaminó hacia la dos señoras, encargadas de la limpieza, que habían detenido su carrito de trabajo junto a la puerta del baño de mujeres.
— Mañana tengo que traer a mi papá para que le hagan un examen –dijo.
Me sorprendió el comentario. Era lunes y al día siguiente sería 5 de julio, fecha patria. Quizás se trataba de una emergencia. El hombre añadió un comentario y repitió que mañana volvería al consultorio de donde acababa de salir. Las dos mujeres lo miraron, como si estuvieran acostumbradas a escuchar las lamentaciones de cualquier paciente, como si ellas fueran una breve estación de terapia a la salida de la visita al doctor.
— Por cierto –dijo de repente el hombre, antes de despedirse–, ¿ustedes tienen casa?
Las dos mujeres lo miraron, desconcertadas.
— …o apartamento, pues. Que si tienen casa propia –insistió el hombre.
Las dos mujeres se miraron.
— Yo no –dijo una, arrastrando ligeramente las letras dentro de su boca–, ¿por qué?
El hombre se llevó la mano a la insignia, la levantó un poco, la mostró; dijo un nombre rápidamente y luego añadió:
— Yo soy el segundo responsable adjunto de la Misión Vivienda. Trabajo en el Ministerio de la Defensa.
Las dos mujeres volvieron a mirarse.
— Si ustedes quieren una casa, se las doy ya. Porque eso lo dejó escrito el Presidente Chávez y yo estoy aquí para cumplir su voluntad.
Hubo un instante en el que una duda se puso a danzar sobre el aire. Pero también flotaba una maravillosa tentación ¿Y si era cierto?. ¿Y si decía la verdad?. ¿No sería sensacional?
— ¿Ustedes quieren o no quieren una casa nueva? –el hombre reiteró su oferta–. No van a tener que pagar nada. Bueno, lo único que tiene que pagar son unas estampillas. Pero del resto: nada de nada. Yo les puedo dar un apartamento de cuatro habitaciones a cada una de ustedes.
— ¿Y qué es lo que habría que hacer –inquirió la otra mujer– ¿Qué tenemos que hacer nosotras, pues?
El hombre no lo pensó dos segundos:
— Si ustedes me dan dos fotocopias de su cédula de identidad, yo esta misma tarde las pongo en pantalla, las meto en el sistema. En tres o cuatro meses, ustedes van a estar recibiendo su casa. ¡Su casa propia! ¡Y con todo! Como lo dejo escrito el Comandante Chávez. ¡Porque eso fue una orden de él!
Entonces, todos los que estábamos más o menos cerca, a la distancia de un oído saludable, comenzamos a cruzar miradas, sonrisas, diferentes tipos de complicidades. Una de las señoras de la limpieza acarició momentáneamente una suspicacia:
— ¿Y usted tiene algún número de teléfono dónde podamos llamarlo?
— No, no, eso sí que no –sentenció el hombre con natural convicción-. Con todo el alboroto que hay ahorita –dijo– nosotros no podemos dar ningún teléfono. Nos lo tienen prohibido.
Luego se produjo otro silencio. Breve. El hombre volvió a hablar de fotocopias de cédula, de estampillas, de casas bien equipadas. Dijo que su oficina estaba en Fuerte Tiuna. Pronunció nuevamente su nombre. Y se fue.
Las mujeres retomaron su trabajo y yo seguí caminando, aguardando a que llegara mi turno. Sentí que el pasillo había quedado invadido por un raro clima. Me quedé pensando en la locura y en la esperanza. ¿Qué distancia hay entre ambas? ¿Qué las une? ¿Qué las separa? ¿Por qué este hechizo verbal está tan presente en nuestra historia? ¿Cómo podemos ponderar el desvarío en esa intriga que llamanos “nuestra identidad”?
La breve escena en el piso 4 de pronto me pareció el tráiler de una larga y casi infinita película. En sus Memorias de un venezolano de la decadencia, de 1927, José Rafael Pocaterra señala que la voz de Cipriano Castro “se engolaba en párrafos heroicos-sentimentales, mezcla de lugares comunes y de vastas promesas absurdas”. Más que una crónica es una profecía. Son unas líneas que podrían haber descrito a Hugo Chávez. Pero, igualmente, podrían reseñar al hombre flaco que ofrece viviendas a la salida de un consultorio. Son líneas que también sirven para describir a Nicolás Maduro, cada vez que Nicolás Maduro habla de paz, de derechos humanos, de libertad, de diálogo.
Desde hace mucho nos persiguen las mismas preguntas: ¿cómo hablar con los delirantes? ¿Realmente nos escuchan?. ¿Acaso podemos creer en ellos?