En la aparatosa, deshilvanada y truculenta investigación ofrecida por Maduro al país la tarde del miércoles para dar su versión “definitiva” sobre el asesinato de Robert Serra (el de José Miguel Odremán y cuatro de sus compañeros en los colectivos “5 de Marzo” y “Escudos de la Revolución” se le olvidó), dejó algunos cabos sueltos que consideramos inexcusables atar, si queremos demostrar que el presidente volvió a mentir y que, simplemente, desordena las pistas de la verdad para que su engaño resulte lo más camuflado posible.
Por ejemplo, el paramilitar “El Colombia”, también conocido en la versión de Maduro como Padilla Leiva, no era ningún terrorista, empacado por Uribe desde Bogotá, que cruzó la frontera con los “mil y un nombres y los mil y un disfraces”, y que luego de inenarrables aventuras llegó a Caracas a ejecutar su horrible encargo, sino todo un “pran” que purgaba condena en “El Rodeo” por hurtos, asaltos, secuestros y crímenes, y ganado para la honradez, el bien y la vida útil por los catequistas de la revolución que, presididos por la ministra, Iris Varela (comparada con la madre Teresa de Calcuta por el propio Chávez) le demostraron lo rentable que era el arrepentimiento, indultándolo y haciéndolo propietario de un apartamento en uno de los edificios de la “Gran Misión Vivienda La Paz”, en El Paraíso, que por todas estas peripecias, comenzaron a ser llamados, socarronamente, por los vecinos como “Rodeo 1” y “Rodeo 2”.
Todo un personaje pues, -como para una buena película de aquellas que realizaban durante la “IV” directores de nuestro neorrealismo como Chalbaud, Azpùrua y Lamata-, que podría contarnos muchas subtramas de cómo en el país de la revolución no existe una exacta divisoria entre delito y política, capitalismo salvaje y socialismo más salvaje aún, mafias y partidos, y gansterismo y poder.
Pero “El Colombia” ya murió (y no es como dice Maduro que “anda suelto por ahí y esperamos que se entregue en cualquier momento”), pues la misma noche del lunes 6, -como consecuencia del primer allanamiento que se realizó en la mañana en la “Gran Misión Vivienda La Paz” para detener al “Jefe de Escoltas” de Serra, Eduwin Torres Camacho, su presunto asesino-, se llevó a cabo otro allanamiento, estalla un tiroteo, muere un individuo que enfrenta desesperadamente al CICPC y todas las experticias no oficiales concluyen que se trata de alias “El Colombia”.
Eduwin Torres Camacho, alias “El Polí”, 21 años, casi un niño, y, sorprendentemente, nombrado “Jefe de Escoltas” de Serra, y por la cercanía al diputado que le atribuyen todos quienes lo conocieron, así como por las fotos que dejó en Facebook y su cuenta de tuiter, la persona más cercana al difunto .
Amante del lujo fácil, de las 4×4 y motos de alta cilindrada, de los trajes de marca y siempre rodeado de amigos de la misma edad y perfil (¿también escoltas?), de los tragos picantes y de lugares de placer donde hablar de “revolución” debe ser como acordarse de que mañana hay que ir a misa en un bar de la Avenida Baralt o “El Callejón de la Puñalada” en Sabana Grande.
Alumno -para terminar de insertarse con altísima puntuación en esta historia- de la “Escuela de Escoltas” que funcionaba en el cuartel de la exPolicía Metropolitana en Cotiza, San José, sede ahora del colectivo “5 de Marzo”, que lideraba, José Miguel Odremán, y en la cual, era profesor destacado, Carmelo Chávez, el primer asesinado la madrugada del martes 7 en el edifico Manfredir, situado entre las esquinas de Pilita a Glorieta, en el centro de Caracas, en una seguidilla de crímenes que tiñeron de rojo una de las mañanas más tenebrosas de aquella “Venezuela Violenta” que ya había intuido a finales de los 60, en páginas memorables, el economista, cuentista y poeta, Orlando Araujo.
Fueron unas horas oscuras, confusas, siniestras, de tráfico infernal, con ráfagas, ya de calor, ya de frío, ya de ametralladoras, con rumores de todo tipo, de los cuales, el más extendido era que, en el downtown de la capital, se libraba una batalla entre los colectivos, de un lado; y la Policía Nacional, el CICPC, la GNB y el Ejército, del otro.
El drama, sin embargo, era más simple, pero no menos sangriento y aterrador: una comisión del CICPC había tomado y ultimado a un ciudadano, Carmelo Chávez, del cual se decía era jefe de un colectivo “Escudo de la Revolución”, que tenía como sede un edificio Manfredir que no era de la “Gran Misión Vivienda”, sino invadido, repartido, o negociado por Chávez y su gente.
Lo contaba el jefe de otro colectivo, el “5 de Marzo”, José Miguel Odremán, quien hablaba a través de las páginas webs y las redes sociales (“La revolución no será televisada”, y lo estaban demostrando los canales de la televisión pública y privada censurada o autocensurada que, ahora sí, transmitían comiquitas), y decía que había llegado a pedir cuentas por la muerte de Chávez, que la policía había barrido la escena del crimen y que por la mañana había llamado al presidente Maduro para rogarle: “Presidente, por favor, no dejen que nos maten”.
Pero sí, lo mataron, al mediodía, cuando la ciudad apuraba otra vez el cáliz de la violencia revolucionaria (como diría el cantautor brasileño Chico Buarque: “de vino tinto de sangre”), 5 muertos en total, y otra vez la ronda por las morgues donde los cadáveres desnudos esperan por sus familiares (si es que los reconocen) y haya otra noche de velorios, y al otro día, el siguiente, de mañana o de tarde, las caravanas se dirijan a los cementerios donde los fallecidos recibirán cristianas sepulturas.
Un cortejo, el de Odremán, que marchaba hacía el Cementerio General del Sur (el más viejo de la ciudad) es encabezado por una enorme pancarta que reza: “Nos usan cuando tienen l´ agua al cuello y después nos tiran al basurero, como vasos inservibles”.
Más sobrias fueron las del cortejo de Carmelo Chávez, en su último viaje, hacía el Cementerio del Este, como correspondía a todo un revolucionario que, según el primer vicepresidente de la AN, Darío Vivas. “era hijo de un militante de la revolución en Macarao, y yo lo conocía bastante, le decían Carmelito, el hijo de Carmelo, el papá”
Hay, sin embargo, desolación, amargura, frustración, rabia e ironía en todas las pancartas, -las de los revolucionarios, las de los menos revolucionarios y las de los puros y simples delincuentes-, pero en todas, pensamos, que por lo que vale pena rescatarlas es por una pregunta que no se dice: “¿Por qué?”.
Si, …¿Por qué?…El director del CICPC, José Sierralta, se apresuró el mismo día 6 a contestarla: “Odremán era un asesino, un peligroso asesino, que lideraba una manda de asesinos que ejecutaban toda clase de delitos en el centro: robos, atracos, asaltos, secuestros, invasiones de inmuebles y crímenes”.
Ok, correcto, pero si ese era el caso, ¿no seguía detener a los delincuentes y presentarlos a un Fiscal del Ministerio Público, para que los imputara y presentara a un juez de juicio que debía decidir si las pruebas imponían una privativa de libertad, un juicio en libertad o mandarlos a su casa?
¿Desde cuándo hay pena de muerte en Venezuela, y la determina el director del CICPC, el cual es imposible que actúe sin órdenes del Ministro del Interior y Justicia Rodríguez Torres y este, a su vez, del presidente Maduro?
¿Si existiera en Venezuela algo parecido a una democracia, ya Sierralta, Rodríguez Torres y Maduro no estarían siendo objeto de una petición de antejuicio de mérito ante el TSJ para dar cuenta de unos crímenes que no pudieron cometerse sin su consentimiento?
Por último ¿qué relación existe entre los crímenes de Serra y Odremán? ¿Salieron los asesinos de Serra de algunos de los colectivos que controlaba el líder del “5 de Marzo”, lo cual se explicaría porque, aparte de tenebrosos asesinos, eran también revolucionarios, cuadros y militantes castrochavistas que estuvieron entre febrero y junio de este año reprimiendo manifestaciones estudiantiles, deteniendo, torturando y asesinando estudiantes, y fue a nombre de esa dualidad que se creyeron facultados para desaparecer de este mundo a un Serra que quería imponerle el desarme de Maduro, Cabello y Rodríguez Torres?
Pero más allá de tan riesgoso desafío, hubo, también, una prisa, una urgencia, una alarma prendida para asesinar a Odremán y cuatro de sus hombres de manera sumaria, terrible e implacable, y quizá fue para ocultar que, aparte de la delincuencia organizada, la revolución también le da la bienvenida al hampa común.
Llegamos –para terminar- a la truculencia de los resultados de la investigación de Maduro que –quizá- se diseñó para ocultar lo inolcultable: la revolución entró en un laberinto donde solo se escapa echando plomo.
Manuel Malaver
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