El aguijón perpetuo
El conquistador español del siglo XVI vino a América y quedó perplejo. La desmesura del territorio, su innegable belleza, y la presencia de otros diferentes a ellos debieron haberlos impactado. Fue una inmensa sorpresa enfrentar la novedad de toparse con pueblos enteros que eran igualmente capaces de construir civilizaciones, someter a pueblos más débiles, encomendarse a sus dioses, y ofrecerles sacrificios rituales con el fin de que el acontecer no resultara tan duro, los enemigos no fueran tan crueles, no los asolara la sequía, y no fueran víctimas de lo desconocido.
La primera frustración fue también la primera obsesión. “El Dorado” fue un ardid o quizás el único resultado posible entre dos mundos que todavía no encontraban la oportunidad para un lenguaje común. La ambición y la expectativa de volver a la metrópoli llenos de oro, honores y épicas los revolvió en sus esencias y más temprano que tarde les impuso una ley de hierro, terrible pero intensamente realista: “Si no trabajas, no comes”. El Edén no estaba por esos confines, y más de uno fue devorado por esa inmensidad de territorio y soledad, transformándose tal vez en esas ánimas que cada cierto tiempo interrumpen la oscuridad de antiguos caminos. La búsqueda se convirtió en anhelo, y el anhelo en mito. Parecía ese paraíso terrenal que Dios no se había atrevido a destruir, semejaba esa tierra feliz, sin enfermedades, sin vejez, sin muerte, sin temor… pero no era así. Contrario a eso, era parte del mundo, del mismo que al otro lado del inmenso océano contenía esa vieja civilización que se debatía entre los estertores de la edad media y la inmensa perplejidad que significaba saberse más grandes y también más desconocidos. Ni el paraíso, ni El Dorado. El mismo mundo, los mismos rigores y las mismas exigencias. Y para colmo, el mismo absolutismo.
Carlos Rangel, escribió una obra tan magistral como incomprendida. En “Del buen salvaje al buen revolucionario” describió la pesada herencia del mercantilismo español. Efectivamente, al conquistador lo esperaba y se les imponía desde la otra orilla “una tradición retrógrada donde se practicaba, sin alternativa alguna que fuera posible, el monopolio, el privilegio y la restricción a la libre actividad, económica u otra, de los particulares”. Desde el primer momento vivimos como parte de nuestra genética civilizacional el inmenso desprecio, casi pecado, con el que se mira y trata la actividad económica de los privados, a la par que se magnifica con furor medieval los alcances de un gobierno que, para alcanzar el bien de todos sus súbditos, debe ser la primera y última palabra. En esa España colonialista, medieval y fundamentalista, “el ser rico era una peligrosa herejía”. Nada debía competir con ese “derecho divino” que organizaba la vida a partir del designio de Dios. El monarca era el que nos había tocado, para bien o para mal, la nobleza era su bisagra, y la iglesia inquisidora funcionaba como una policía de la fe, la moral, las buenas costumbres y la resignación. A cada uno, un puesto en la vida y la voluntad de Dios.
La conquista fue una escotilla sorprendente para lidiar con Dios y la corona una nueva posición. El nuevo mundo posibilitaba ese revolcón fortuito por el que un porquerizo como Pizarro podía llegar a ser virrey, con la fortuna de haber llegado en el momento preciso, viruela por delante, para ser confundido con una deidad y su fin del mundo. Somos victimarios y víctimas de los hechos de fuerza, y de esa sed irredenta por la riqueza súbita, esa a la que tenemos derecho y que está a la vuelta de la esquina. Para “el buen revolucionario” el estado es ese botín. Para sus seguidores, allí está el que por fin va a resolver entuertos y encargarse de hacer justicia y darnos lo que nos corresponde.
Ahora ya sabemos de dónde nos viene esa predilección por el caudillismo redentor. Es el resto de nuestra herencia medieval, asentado en nuestro inconsciente colectivo como un aguijón que nos impide pensar en libertad. Tal vez seguimos dependiendo y pretendiendo un monarca absoluto que regule nuestras vidas y nos cobije como un buen padre lo haría con sus hijos.
Quinientos años después vivimos esta revolución inviable como una ponzoña que nos ha detenido en el tiempo. La esencia revolucionaria es una utopía que se nutre de dos manantiales. La nostalgia culposa y resentida del mito edénico, ahora mutada hacia este rentismo que nos estimula a extender la mano mendicante y esperarlo todo del Estado, y como correlato, el atractivo casi irresistible que nos conduce de una equivocación a otra, sometiéndonos al caudillo de turno, hincados ante su voluntad, aterrados y a la vez incapaces de salir de sus manos. Seguimos siendo una decadente monarquía, anacrónica y obsoleta.
Hace un año ocurrió la infamia conocida como “El Dakazo”. Llegó el régimen y en un acto de malabarismo ordenó el saqueo administrado de los inventarios de electrodomésticos. Un general estuvo a cargo, pero todo el alto gobierno se involucró, con el aplauso de una porción del país que es víctima y victimario a la vez de esta utopía vergonzosa. Se agotaron los inventarios pero no la inflación y mucho menos la escasez. La tragedia fue la perplejidad del resto del país, que no sabía si aprovecharse o reclamar una jugada tan artera. Lo vergonzoso fue la indefensión de la política para reclamar la trampa, y darse anticipadamente por vencidos, como si el jaque mate lo hubiese dado quien jugó más rápido y mejor a la demagogia y al populismo, a los cuales nadie renuncia. La herida más profunda, la que llegó al hueso fue darnos cuenta que somos todavía las presas del mito y la barbarie. Que cualquiera puede llegar de nuevo a ofrecer la ruta secreta hacia El Dorado y lo vamos a seguir hacia el abismo, que cualquiera puede decidir encargarse de nosotros bajo las usuales condiciones de explotar el más viejo enemigo de toda esta trama, la libertad. Porque es la libertad la que se aguijonea cuando violamos los derechos de propiedad y asfixiamos el libre comercio. Es hora de darnos cuenta que así hemos sido siempre. Que en nuestros genes está el saqueo y la expoliación. Que somos esa violencia adicta al resultado fácil. Que no somos otra cosa que la frustración viviente de lo irrealizable.
Un año después vivimos el desconcierto. El caudillo, como siempre, violó su palabra. Y el festín prometido en este nuevo “paraíso” se ha disuelto en nuevas frustraciones. Hoy somos una expectativa pero con la desgracia de asentarlas en premisas falsas. El petróleo, nuestra mina colectiva, se está derrumbando en sus precios, y esta forma de vida llena de subsidios y buena vida está a punto de convertirnos en un inmenso sistema de exclusión donde por capas unos dejaremos fuera a otros. No hay dólares para todos. No a esos precios. Lo insólito es que haya gente que responda que ese dólar a esos precios “es su derecho”. Ya sabemos, el viejo derecho medieval, el resueltamente depredador. No hay trabajo para todos. No en estas condiciones, arrasando las empresas y estimulando el exilio de los mejores talentos. De esta forma el trabajo se irá extinguiendo, y el gobierno será a la vez una carga para todos y un odioso privilegio para algunos. No hay productos en abundancia, porque el despilfarro y el fraude caudillista nos han arruinado. Y no hay seguridad, porque esa revolución es desorden social. ¿Recuerdan al general aquel que prometía un televisor plasma para todos? ¿Recuerdan las colas de gente ansiosa? ¿Recuerdan el silencio político? Esta sociedad tiene pocos anticuerpos para la demagogia, y tiene demasiado tiempo jugando -y ganando- a los dados del rentismo petrolero.
Hay que superar el miedo a proclamar la realidad. En eso consiste la fuerza del populismo. En la condescendencia con la mentira. Y la verdad es esta: este país solo tiene una salida, y es el trabajo productivo, la apuesta a la libertad y la confianza en el ser humano. Ya va siendo la hora de reconocer que los mitos no son sino la elaboración de nuestras frustraciones y que el hombre fuerte es la barbarie con pies de barro.
Víctor Maldonado C
@vjmc
victormaldonadoc@gmail.com
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